LOS OJOS DEL AUTOBOT Hay que reconocer que la vara que tenía que superar Bumblebee era muy baja: de la mano del infame Michael Bay, la saga de Transformers ya había nacido, desde su comienzo, ruidosa, prepotente e inconsistente; nunca había aflojado en esa tónica (salvo en contados pasajes, como el prólogo de El lado oscuro de la Luna); y había alcanzado cumbres de aturdimiento, berreteada y aburrimiento en El último caballero. Por eso que al film de Travis Knight (que venía de dirigir la estupenda Kubo y la búsqueda samurái) no le cuesta mucho imponerse como la mejor entrega de la franquicia, con un puñado de decisiones lógicas e interrelacionadas. La primera es concentrarse, esencialmente, en los personajes, o más precisamente, en el dúo protagónico: el Autobot Bumblebee, que escapa de Cybertron rumbo a la Tierra con instrucciones de Optimus Prime para instalar una base aliada, pero perdiendo la memoria en el camino y encontrándose por accidente con Charlie (Hailee Steinfeld), una joven que luego de perder a su padre trata de sobrellevar su solitaria adolescencia dedicándose a la mecánica amateur y ahorrando dinero con un mediocre trabajo de verano. El cruce entre estas personalidades marcadas por la pérdida y la dificultad para expresarse (literal y psicológicamente) es el foco central de la película, que se va configurando como una reversión apenas ajustada de relatos como ET, Los Goonies, El gigante de hierro y hasta Super 8, con la década del ochenta como referente. Las siguientes decisiones vienen de la mano de la primera: configurar una estructura narrativa mucho más simple y directa, sin demasiadas complicaciones vinculadas a la mitología de los Transformers o hechos puntuales de la historia mundial, donde lo relevante es el cuento de amistad, aprendizaje y crecimiento; y establecer unos pocos pasajes marcados por la espectacularidad, con una selectividad que alienta una preocupación por armar una puesta en escena consistente (de hecho, es la primera vez que en una película de la franquicia podemos entender las peleas y escenas de acción). Las ambiciones de Bumblebee como película son pequeñas y su relato en cierto modo funciona como una recopilación de viñetas típicas de las aventuras de ciencia ficción de los ochenta: el grupo protagónico marcado por la amistad y la lealtad; el núcleo familiar un tanto distante pero en última instancia empático; la banda de jóvenes populares despreciable y fácilmente repudiable; el poder militar amenazante; los antagonistas despiadados; la otredad con la cual se encuentran puntos de contacto; la banda sonora capaz de pintar una época y diversos estados de ánimo; el humor marcado por lo físico y destructivo (hay una escena donde se demuele un auto que es notable); y claro, el recuerdo y la carga de lo que se perdió o está ausente. La diferencia puntual parte del hecho de que el personaje principal es una mujer (que, hay que decirlo, se maneja en contextos marcados por la masculinidad), a la que Steinfeld le otorga la humanidad exacta desde su mirada y gestualidad. Pero lo femenino sería apenas un gesto para la tribuna si el film de Knight no exhibiera una real preocupación por lo que está narrando, en vez de ser una mera acumulación de estereotipos estéticos y genéricos. Ese cuidado a veces se expresa de maneras sutiles, que van más allá de lo discursivo, compensando aquí algunos baches narrativos o personajes algo desdibujados. En este caso, la sutileza expresiva va por el lado de los ojos, particularmente en los del Autobot amarillo: de un brillo celeste y fulgurante, atraviesan una variedad de emociones que crean una empatía instantánea por un guerrero que no deja de ser un niño. Esos ojos, capaces de decir todo sin recurrir al habla, dicen mucho sobre las virtudes de Bumblebee como película imperfecta pero honesta, y de las potencialidades que se abren para la saga de Transformers.
CHICAS EN FUGA En Niñas araña, que a pesar de ser una co-producción, es un film mucho más chileno que argentino, hay unos cuantos elementos interesantes a partir del foco de su relato, adaptado de una obra teatral que a su vez está basada en hechos reales: tres jóvenes que viven en un asentamiento y que descubren las ventajas de colarse en edificios de barrios de clase alta, robando y pasando varias horas en departamentos donde aunque sea por un rato pueden soñar con una vida mejor. En el film de Guillermo Helo está el componente realista pero también el artificio, a partir de cómo juega con un tono cuasi telenovelesco, donde las tres adolescentes –Avi, Estefany y Cindy- están atravesadas por dilemas románticos, problemas familiares y lazos de amistad puestos a prueba a partir de las vicisitudes que van afrontando. Claro que en el medio está el retrato social, en el cual el asentamiento donde viven las protagonistas es un escenario de constante violencia física, psicológica, económica y social, con el alcohol como componente esencial. Pero además, también intervienen lo policial y lo mediático, a partir de cómo las andanzas de las chicas van adquiriendo popularidad y quedan bajo la mira no solo de las autoridades, sino también de esa clase pudiente que ve alterada su tranquilidad y aislamiento con la entrada de esas niñas a lugares a los cuales no pertenecen. Esas vías estéticas y narrativas solo se encuentran de a ratos de la forma apropiada, como si la película fuera un rompecabezas en el que solo algunas piezas encajan. Los mejores momentos de Niñas araña son los que muestran una menor preocupación por el contexto sociológico y en los que la centralidad está claramente marcada por las sensaciones que surcan al trío protagónico. Allí lo relevante es la amistad –fuerte e inestable a la vez- entre ellas, sus sueños, deseos y frustraciones. Dentro de esa vertiente, el personaje que saca ventaja es el de Avi, con su núcleo familiar al borde del estallido y el desalojo, sus idas y vueltas con su novio, y su habilidad innata para delinquir, queriendo escapar de su condición pero al mismo tiempo con dificultades para dar el paso definitivo hacia la fuga. Quizás la gran debilidad de Niñas araña pase precisamente por el factor del escape, al cual no termina de explotar por completo. Lo más atractivo de la historia está en esa huida hacia adelante de las protagonistas, sin planes sólidos más allá de los sueños, deseos o la necesidad de un respiro del hogar al cual no sienten como propio. Sin embargo, la película se preocupa en exceso por trazar un paisaje socio-histórico que, en vez de sumar, resta al relato, algo que se nota particularmente en el personaje interpretado por Patricio Contreras, que acciona como un puente algo precario entre lo particular y lo general. Cuando Niñas araña recupera el foco en los conflictos individuales y va para adelante sin analizar demasiado todo lo que ocurre alrededor, no solo gana mayor potencia, sino que hasta incluso funciona como un recorte óptimo de las diferencias sociales que han atravesado históricamente no solo a la sociedad chilena, sino de toda Latinoamérica.
LOS SUPERAGENTES FRANCESES Que EuropaCorp haya tenido que recurrir a una nueva entrega de una mediocre saga de Taxi, a la que había abandonado hace más de una década, habla quizás de la decadencia que está atravesando la compañía de Luc Besson, luego de numerosos fracasos en la taquilla mundial (como Valerian y la ciudad de los mil planetas) y las denuncias contra el dueño de la compañía por acoso sexual. Pero también es un indicador de una vertiente decadente del cine francés, que sin embargo interpela a buena parte del público de ese país y hasta de otras partes del mundo. En 5ta a fondo (otra torpe traducción local y van…) hay un intento de reversión de la franquicia, funcionando casi como un spinoff con personajes nuevos pero relacionados con los anteriores; el Peugeot que en apariencia es un taxi normal para revelarse como un veloz auto de carrera (además de representativo del orgullo francés); y un cambio de roles, donde esta vez el experto conductor es un policía que debe trasladarse de París a Marsella y el torpe es el taxista. Después es todo igual que en las entregas anteriores: hay una banda de ladrones extranjeros (esta vez italianos) que se manejan con autos veloces (en este caso, obviamente, Ferraris), persecuciones varias y un par de secuencias con aires de espectacularidad. Y cuando decimos que todo es igual, es que todo es igual, a tal punto que se puede decir que 5ta a fondo es hasta brutalmente honesta en su conservadurismo, porque hace de cuenta que el tiempo no pasó y no es necesaria ninguna forma de evolución narrativa, argumentativa o estética. Por eso vuelven a hacerse presentes la xenofobia (ahora con chistes revanchistas contra los tanos); las burlas impunes contra los que son diferentes (esta vez un enano y una gorda); el sexismo de manual; el humor lerdo y repetitivo; las decisiones de guión indefendibles (hay una escena donde los protagonistas espían a los villanos que es totalmente inverosímil); la falta de imaginación a la hora de la acción; y la galería de personajes supuestamente graciosos pero que no aportan un chiste decente. Prácticamente todo está mal en 5ta a fondo, una secuela totalmente perezosa de una saga que ya a fines de los noventa atrasaba unos veinte años. Lo único positivo es que nos demuestra que también en Francia pueden existir sagas al estilo Los superagentes, capaces de caerse del mapa cinematográfico y aún así tener un público fiel. Ya estoy empezando a extrañar a Tiburón, Delfín y Mojarrita.
LO LATENTE Y LO PATENTE La polémica fue la gran característica que acompañó a Las herederas durante su estreno en Paraguay, a partir de la temática en que hace foco, está más justificada por el particular clima social paraguayo, donde hay sectores conservadores que atrasan mínimo un siglo. Esto no deja de ser ciertamente llamativo, teniendo en cuenta que el film se aparta claramente de lo declamatorio, como si no buscara explícitamente la disputa, o al menos esa búsqueda se diera por medios bastante más sutiles de lo esperado. Es que el film de Marcelo Martinessi hace foco, antes que en el tópico del lesbianismo o las miserias de clase en Paraguay, en sus personajes, naturalizando casi por completo la relación de pareja entre Chela y Chiquita, en crisis a partir de los choques afectivos que tienen entre ambas y de los problemas económicos que están atravesando. Ambas, de distintos modos, son típicos exponentes de una clase media-alta venida a menos pero así decidida a mantener, o al menos pretender su estatus, aún cuando se estén obligadas a ir vendiendo progresivamente sus bienes heredados. Claro que Chiquita es la más extrovertida y Chela bastante más retraída, en un lazo complementario que quizás en el pasado funcionó pero en el presente luce agotado. Cuando la primera va a la cárcel por fraude, la segunda se verá obligada a trabajar, comenzando con su auto a brindar una suerte de “servicio de taxi” para señoras mayores. A partir del momento en que conoce a Angy, una mujer más joven y comunicativa, su mirada interna empieza a cambiar, afectando a la vez sus acciones y posicionamientos externos. Claro que da para pensar que la Chela que va saliendo a la luz despaciosamente estuvo siempre ahí, latente, aguardando dentro de ella como sujeto inconsciente. Porque Las herederas trabaja con inteligencia las superficies de sus protagonistas, lo que dejan ver y lo que esconden, lo que retacean, lo que quedó obturado en el pasado o el presente, lo que eligen mostrar de a poco, a partir de la comodidad o incomodidad que sienten en el contacto con el otro. Ese abordaje se da a través de una puesta en escena sutil, que no se aferra a un dictamen rígido, que no fuerza la nota, y por eso apela a una mirada lateralizada, casi furtiva para algunos pasajes, o por el contrario, prácticamente subjetiva para determinadas secuencias. Y en esa lateralidad, en ese seguimiento constante de los cuerpos, los movimientos, los gestos subrepticios, las contemplaciones o los instantes de quietud, la ciudad que es Asunción pasa a ser un personaje más, de reparto podría decirse, pero a la vez decisivo para la trama. Lo social y cultural en Las herederas es un trasfondo, un espacio-tiempo que alterna entre lo explícito e implícito, condicionando la existencia de las protagonistas, que son en sí mismas una muestra de los deseos y vivencias que están presentes por más que las convenciones institucionales lo nieguen. De ahí que el film no necesite remarcar condicionalidades, imposiciones del contexto o la influencia de las diferencias de clase, salvo un par de diálogos que dan la impresión de estar de más. Sin maravillar –aunque en verdad no lo busca-, la película de Martinessi nos da pistas sobre esas tenues separaciones entre lo latente y lo patente, entre lo que dejamos ver y lo que aguarda dentro de nosotros, buscando estallar y salir a la luz.
RELATOS QUE SE ESCAPAN El planteo de Leyendas del Tren Patagónico tenía potencial pero también riesgos, al utilizar como trampolín narrativo el diario de viaje de Bailey Willis, un explorador y geólogo estadounidense que a principios del Siglo XX recibió como encargo el diseñar una línea ferroviaria que fuera del Atlántico al Pacífico. Esa línea comenzó a construirse en 1910 y en 1934 se terminó el tramo que va de Viedma a Bariloche, aunque no se completó el trayecto correspondiente al cruce de la Cordillera y la salida al Pacífico. Lo que hace el film de Sebastián Deus (realizador también de Por el camino de Modesto, El retorno de Don Luis y TV Utopía) es combinar el documental con lo ficcional, apelando a una puesta en escena que trabaja lo subjetivo y observacional, sin dejar de lado la fascinación que estas historias ocultas pueden generar en grupos de historiadores aficionados o profesionales. Pero la apuesta de la película funciona a medias y solo en algunos pasajes, como si quisiera ser muchas cosas y no pudiera terminar de ser ninguna. En determinados momentos parece decidirse a ser una road movie marcada por la perspectiva individual; en otros un documental observacional sustentado en la contemplación del paisaje, las personas y los ritos que se van sucediendo; y hasta se permite coquetear con lo fantasmal o el poder de los mitos que inundan el territorio, incorporando elementos del western, aunque ninguna de estas vertientes llega a tener un peso decisivo, que incline al relato hacia una construcción narrativa consistente. De hecho, Leyendas del Tren Patagónico pareciera estar buscando su propia historia e identidad en ese viaje en tren, queriendo convertir el pasado en presente, pero esa búsqueda histórica, narrativa y hasta mítica se va revelando infructuosa. Incluso el film, a pesar de su corta duración, termina aburriendo a partir de un ritmo cansino, donde lo contemplativo se convierte en un gesto un tanto perezoso. Quizás había muchas leyendas por contar, muchos personajes y situaciones por presentar, o faltó encontrar el cuento correcto, ese que atrapara al espectador y fuera el disparador para rastrear las huellas de un viaje que puede presumirse que fue apasionante. Sin embargo, en Leyendas del Tren Patagónico lo legendario, lo pasional, la aventura, no llegan a surgir en las dimensiones necesarias.
UNA BROMA DE MAL GUSTO Hay un par de secuencias en La vida misma que juegan con el humor y fallan bastante estrepitosamente: la primera sucede al comienzo, involucra una breve aparición de Samuel L. Jackson y pretende utilizar la comedia para abrirle paso al drama de manera totalmente abrupta e inadecuada; la segunda recurre a una situación de embarazo, coquetea con la idea del aborto y finalmente convierte todo en un pésimo chiste para básicamente dejar mal parado a un personaje, y es tan indefendible que causa gracia pero por las razones equivocadas. Ambas escenas pintan de cuerpo entero a una película que, por más que quiera acumular lecciones de vida cada treinta segundos, no hay que tomarse muy en serio. En La vida misma se quiere hacer hincapié en cómo acciones, decisiones y eventos que solo parecerían afectar a un pequeño grupo de personas en verdad afectan a muchos más individuos, por más que estén alejados espacial y/o temporalmente; porque todos somos parte de historias que nos trascienden e incluyen a la vez; y claro, nuestras existencias son impredecibles en su desarrrollo. O sea, algo a mitad de camino entre Babel y El efecto mariposa, dos films terribles, por cierto. Acá el asunto no llega a tanto, aunque la película de Dan Fogelman hace su esfuerzo, partiendo de una pareja (Oscar Isaac y Olivia Wilde), que se conocen en la universidad, se enamoran, se casan y están por tener un bebé hasta que…bueno, interviene la película, con su ferviente deseo de acumular tragedias, desgracias y miserias por doquier, porque la vida se trata de eso, de muchas cosas horribles y alguna que otra cosa relativamente buena. Dios te quita, Dios te da, dirían los creyentes. Acá es Fogelman el que quita y da, a su antojo. Dividida en capítulos como si fuera un libro (para, de paso, dar pie a disquisiciones literarias bastante obvias e insustanciales), La vida misma se la cree tanto que por momentos haría sonrojar a cineastas como Alejandro González Iñárritu, y eso es decir. Esta autoindulgencia la lleva a que se pretenda seria, reflexiva, profunda, disruptiva e intrincada narrativamente, cuando en verdad la historia que hilvana es totalmente lineal, superficial y extremadamente previsible, particularmente en su media hora final. De hecho, hay una enorme cantidad de situaciones en el relato que se podrían haber contado de formas más simples y efectivas (el film podría haber durado tranquilamente 40 o 50 minutos menos), pero Fogelman siempre está metiendo mano desde el guión para complicar todo de balde, incapaz de darle libertad a sus personajes, quitando toda chance de sorpresa y conduciendo al aburrimiento. La intención de conectar personas y subtramas de formas originales, que le había funcionado bastante bien a Fogelman como guionista de Loco y estúpido amor y creador de This is us, acá es un completo desastre, que atraviesa una multitud de tópicos –depresión, suicidio, abuso sexual, abandono, maltrato, violencia y más depresión- sin profundizar cabalmente en ninguno. Ese caos temático y sensiblero posee una explicación básica: en la película dirigida por John Requa y Glenn Ficarra, y en la serie ganadora del Globo de Oro los personajes toman decisiones, eligen con un margen de autonomía, aún en circunstancias que pueden parecer antojadizas. En La vida misma, el que elige es el realizador, que desde el guión quiere acomodar todas las piezas a su antojo, porque todo está en función de un discurso moralista. En el medio, se pierde la chance de encontrar rastros de humanidad y verdadera sensibilidad en los protagonistas, que naufragan a la par del relato. De ahí que solo quede un film que quiere ser importante y trascendente, pero no pasa de lo banal, y que ni siquiera funciona como comedia involuntaria.
FAMILIA ES LA QUE ELEGIMOS La carrera del guionista y director Sean Anders no es homogénea, pero principalmente desde Ése es mi hijo (uno de los últimos grandes films de la carrera de Adam Sandler) el foco parece estar en la familia, pero no como una institución a la que respetar en sus principios más tradicionales, sino como un eje de referencia y pertenencia para las personas, que puede mutar de maneras impensadas de acuerdo a las circunstancias: ¿Quién *&$%! son los Miller? –donde participa en el guión- y las dos entregas de Guerra de papás son películas sobre familias definitivamente disfuncionales y hasta puramente accidentales, donde los niveles de responsabilidad surgen más desde lo afectivo como perspectiva ética que desde lo moral, y donde las diferencias pasan a ser la norma. Desde ese aspecto, se podría pensar a Familia al instante como la película definitiva de Anders, o al menos de esta etapa de su filmografía. Y no solo porque el relato –centrado en una pareja (Mark Wahlberg y Rose Byrne) que decide adoptar a tres menores (incluida una adolescente interpretada por Isabela Moner) que están en el sistema de orfanato- está inspirado en las propias experiencias del realizador, sino también porque es donde el discurso sobre la institución familiar es más explícito y hasta tajante, para bien y para mal. Pero además, hay un componente extra: durante unos cuantos pasajes, Familia al instante apuesta más al drama que la comedia, dejando en claro que el camino de aprendizaje que emprenden los protagonistas no es precisamente lineal. Eso no significa que Anders no busque construir momentos plagados de un humor sumamente ácido y hasta delirante, donde la autoconsciencia y meta-discursividad juegan roles decisivos: el personaje de la madre soltera que quiere hacer la gran Sandra Bullock en Un sueño posible; la charla donde Wahlberg y Byrne especulan con deshacerse de sus hijos recién adoptados; o los dardos hacia las actitudes y poses paternales y paternalistas denotan que la mirada desplegada por el realizador no es lineal o complaciente, y que sabe utilizar al humor como una herramienta para configurar una mirada sobre el mundo que se aparta un poco de la norma. Claro que el componente dramático pesa bastante, y eso lleva a que quizás se remarquen en exceso –principalmente desde la explicación- los conflictos que se van dando entre padres e hijos, principalmente con el personaje de Moner, que no deja de tener como referente a su madre biológica y choca constantemente con su nuevo entorno familiar. Pero ese entrecruzamiento entre drama y comedia hace también a Familia al instante más riesgosa e interesante, porque ese es su trampolín para indagar en cuestiones un tanto incómodas: en el film se habla de padres y madres ausentes, drogadicción, abusos, violencia y traumas infantiles no resueltos, con un tono didáctico pero no por eso distanciado y facilista. Todo eso sin dejar de apelar a la incomodidad como un elemento hilarante (en ese terreno, Wahlberg y Byrne se muestran como especialistas) y sin perder de vista el foco narrativo y temático: estamos ante una película sobre gente que debe aprender a decidir con quiénes quiere compartir su existencia, y hay un diálogo cerca del final entre los personajes de Wahlberg, Byrne y Moner que es ejemplar en ese sentido. Con sus desniveles, a los que reconvierte en virtud, Familia al instante nos muestra que lo que consideramos como “familia” es una suma de elecciones trascendentales y cotidianas, donde la interacción con los seres que queremos es lo que nos marca como sujetos.
DEMASIADO FRÍO No viene mal aclararlo: no he leído las novelas escritas por el sueco Stieg Larsson, pero me parece que las adaptaciones cinematográficas de la saga Millennium están extremadamente sobrevaloradas, porque más allá de sus reivindicaciones discursivas seudo feministas y lo que aportaba Noomi Rapace desde el protagónico, no eran más que thrillers discretos. Algo parecido puedo decir de la reversión estadounidense: La chica del dragón tatuado es un film apenas correcto y posiblemente la obra más impersonal de David Fincher. Por eso no me despertaba demasiada expectativa La chica en la telaraña, que está basada en la cuarta entrega de la serie –escrita por David Lagercrantz, quien tomó la posta que dejó el fallecido Larsson- y funciona como secuela y a la vez reboot, a pesar de la incorporación en la dirección del uruguayo Fede Alvarez, que venía de hacer la excelente No respires. Por desgracia, debo decir que La chica en la telaraña no me defraudó, o más bien, no me sorprendió: estamos ante un thriller con una superficie ciertamente pretenciosa, pero que en verdad tiene poco para decir y en esencia repite la fórmula de sus predecesoras, sin aportar algo mínimamente original. Hay sí una dosis extra de autoconsciencia, que busca colocar a la hacker Lisbeth Salander como una especie de Batichica pero más sombría y marginal, porque de la sexualidad –latente o explícita- queda poco y nada, más allá de algún desnudo ocasional. Pero en verdad, no hay sinceridad en ese meta-discurso, porque está más en función de conectar con un público que no sea solo adulto, sino también juvenil, como si el film estuviera constantemente aseverando “miren esto en clave de cómic”. Pero ese mecanismo de lectura/diálogo es cuando menos forzado, porque a Alvarez le pasa algo parecido a Fincher: le cuesta enormemente imprimirle personalidad al relato desde la puesta en escena, salvo en algunos pasajes donde utiliza con elegancia el plano secuencia (una escena que transcurre en la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos) o la profundidad de campo (una explosión contemplada a la distancia). La dificultad de Alvarez para apropiarse de lo que está contando lleva a que se noten demasiado los agujeros en la trama, que vuelve a hacer hincapié en el pasado de Salander, funcionando como trasfondo de una investigación alrededor de un dispositivo que se disputan agencias de inteligencia y grupos mafiosos. Siempre sonaban muy antojadizas las facilidades de la protagonista para romper con mecanismos de seguridad de todo tipo y la cantidad de recursos con los que cuenta, pero ahora se suman giros y eventos un tanto inexplicables: por ejemplo, un agente de la NSA que emprende una solitaria persecución de Lisbeth sin supervisión y/o ayuda de la agencia para la que trabaja; o el rol prácticamente irrelevante que juega el personaje de Mikael Blomkvist, que no es más que alguien que está para revelar giros en el argumento. Pero lo peor de La chica en la telaraña es su frialdad, como si la máxima ambición del film fuera ser un thriller eficiente y que interpele a la mayor cantidad de espectadores posibles. Sin embargo, eso le quita energía y riesgo, lo cual queda muy patente en la interpretación de Salander por parte de Claire Foy, que no pasa de las poses obvias y esperables para los que tienen un conocimiento aunque sea obvio del personaje. Todo es muy lavado y predecible, en una continuación tan correcta y fría que no llega a tener razón de ser.
RUTINARIA JUSTICIA POR MANO PROPIA Pierre Morel todavía conserva cierto renombre por el film que lo lanzó a la fama: Búsqueda implacable, cuyo único mérito fue el haber podido instalar a Liam Neeson como un veterano héroe de acción, porque ya en el momento de su estreno y ahora, vista un poco a la distancia, es una película claramente sobrevalorada y cuyo enorme éxito es aún hoy difícil de explicar. Y no solo porque su construcción era endeble y antojadiza –además de facha- sino también porque su puesta en escena era definitivamente mediocre, sin una secuencia de acción decente. Lo peor es que después, a pesar de dedicarse con esmero al género, Morel nunca dio muestras de aprender a filmar escenas de impacto con algo de nervio y creatividad: Sangre y amor en París y The gunman: el objetivo son films anodinos y fácilmente olvidables en lo que deberían destacarse. En Matar o morir, Morel vuelve a trabajar con la acción vinculada a altos niveles de violencia y a indagar en personajes que no tienen muchos pruritos a la hora de romper todas las leyes posibles en pos de alcanzar sus objetivos, pero también vuelve a demostrar que sigue sin aprender a narrar o mostrar, y que no pasa de ser un artesano mediocre. Para que quede claro: el problema no es tanto que la única vuelta de tuerca que aporta el relato a la típica premisa de “protagonista que pierde a su familia en un hecho delictivo y que frente a las fallas del sistema decide hacer justicia por mano propia” es que el personaje principal es una mujer; o que la ideología (definitivamente explícita) avala toda clase de acciones ilegales desde una justificación sentimental. Al fin y al cabo, son todos elementos discutibles, síntomas de un caldo de cultivo que está siempre presente en las distintas sociedades. El gran problema es que todo es aburrido y rutinario, con la cámara siguiendo en piloto automático el drama esa pobre madre y esposa que encarna –con esmero, hay que reconocerlo- Jennifer Garner, que busca vengarse brutalmente de todos los que estuvieron involucrados en mayor o menor medida en su tragedia. Esa desidia y desgano con el narra Morel lleva a que en la primera media hora se acumule de manera apabullante un compendio casi interminable de estereotipos y situaciones esquemáticas –la felicidad familiar hecha pedazos, las muertes en cámara lenta, los malos malísimos, los abogados corruptos o desinteresados, la policía inútil, el juicio humillante, etcétera, etcétera, etcétera-; para luego seguir con acción videoclipera y gestos cancheros que aportan poco y nada. Y si el film intenta darle un giro original al argumento a partir del rol que pueden jugar las redes sociales, avalando determinadas acciones pero también contribuyendo a revelar las miserias del sistema, tampoco es que se le brinda la suficiente atención como para imprimirle energía a lo que se está contando. De ahí que Matar o morir sea una experiencia banal y carente de impacto, un film sin alma y que nunca se preocupa realmente por contar apropiadamente su historia, por más que ya haya sido contada muchas veces. Así, no hay presencia femenina capaz de elevar un sub-género que luce un tanto agotado.
GUIÑOS, GUIÑOS Y MÁS GUIÑOS La voluntad de construir franquicias también empieza a estar cada vez más presente en el cine de terror, condicionando los relatos hasta extremos impensados. Eso puede notarse de manera muy patente en Hell Fest: juegos diabólicos, que tiene un planteo con atisbos de interés: un asesino serial enmascarado que usa como territorio de caza un parque de diversiones cuya temática es el horror, despachando jóvenes con esmero y dedicación. Aunque claro, la autoconsciencia canchera invade todos los componentes narrativos y de la puesta en escena, tornando el film extremadamente previsible. La película de Gregory Plotkin (realizador de Actividad paranormal: la dimensión fantasma) no se interesa demasiado por sus personajes, a los que prácticamente toma como carne de cañón. De ahí que no sea sorprendente que todos sean un compendio de estereotipos superficiales: la chica algo tímida y estudiosa, pero deseosa de tener una aventura; el muchacho algo introvertido pero que le tiene ganas; y…dos parejas más que solo quieren asustarse un rato y están moderadamente calientes, porque en verdad el film es bastante pecho frío en su despliegue de sexualidad. Este esquematismo y moderación se traslada a todos los demás aspectos, porque las ideas de miedo y suspenso son escasísimas (hay una recurrencia constante a las súbitas apariciones para sacudir la modorra); predomina una sobreactuación de las reacciones (los protagonistas se asustan hasta por las cosas más tontas); y se impone un regodeo improductivo en la imagen del asesino observando o acercándose a los jóvenes a los que pretende exterminar. Eso no quita que, de vez en cuando, casi por casualidad, el film entregue algunas secuencias donde se nota un poco más de creatividad: una que se da en una especie de tren fantasma, que juega con la quietud forzada del personaje principal; otra en un baño que apela al fuera de campo y la información que tiene el espectador pero no la protagonista; y una última donde el rol de la máscara le juega en contra al asesino. Pero no hay mucho más que eso, porque el relato agota casi enseguida al parque de diversiones como concepto y al slasher como vehículo genérico, evidenciando una lectura sumamente superficial y una búsqueda de un público definitivamente muy conformista. Hacia el final, Hell Fest: juegos diabólicos se quiere hacer la perturbadora, buscando exponer la oscuridad dentro de los ámbitos de supuesta normalidad, pero su vuelta de tuerca se ve venir a kilómetros de distancia. Y para peor, queda muy evidente la necesidad de fondo, que es la de preparar el terreno para futuras secuelas, que esperemos que no pasen por los cines. En el medio, la ausencia de originalidad y riesgo es abrumadora, en un film repleto de guiños (cameo de Tony Todd incluido) pero que está lejos de asustar y ni siquiera funciona como entretenimiento retorcido.