UN PISO Y UN TECHO MUY CERCANOS ENTRE SÍ A esta altura, con más de una década encima, el Universo Cinemático de Marvel –a diferencia del Universo Extendido de DC- tiene un cierto piso de excelencia, que garantiza que difícilmente pueda hacer una película fallida. Puede hacer, sí, films complacientes y facilistas (Pantera Negra) o polémicos en sus decisiones (Avengers: Infinity War) pero posee un molde narrativo del cual partir que es flexible y confiable a la vez. Capitana Marvel es una representación cabal de ese piso, aunque su techo no es demasiado alto. De hecho, su meta no va mucho más allá de presentar a Vers (Brie Larson), una guerrera Kree que, luego de una misión fallida, termina llegando accidentalmente a la Tierra durante la década del 90, donde se unirá con un joven Nick Fury –cuando todavía estaba lejos de ser la cabeza de SHIELD- en una odisea en la que irá descubriendo trazos de su pasado terrestre –cuando era la piloto Carol Danvers-, atando cabos en su memoria hasta ese momento fragmentada, para ir así hallando su verdadero propósito en el medio de una guerra galáctica. O sea, estamos ante un relato de construcción/camino del héroe (o más bien, heroína), en el que lo temporal juega un rol más relevante de lo habitual, no solo desde el pasado traumático de la protagonista, sino también desde lo que se intuye mirando hacia adelante, a ese futuro marcado por la Iniciativa Avengers y lo que después sería la Guerra Infinita. Si, por ejemplo, Spider-Man: de regreso a casa se apoyaba en los códigos de las historias escolares de John Hughes, Capitana Marvel extiende lazos hacia buena parte de la iconografía de los noventa –Blockbuster, Internet, etcétera-; convenciones instaladas por películas de pilotos como Los elegidos de la gloria y Top Gun; y hasta la estructura narrativa propia de las buddy movies, aunque luego se abra a dinámicas más propias de lo grupal. Ese compendio de referencias es utilizado con astucia y precisión por los realizadores Anna Boden y Ryan Fleck, pero no necesariamente con inteligencia y creatividad: la película nunca va más allá de lo predecible, aun cuando aplica unas cuantas vueltas de tuerca con un par de personajes clave que reelaboran la perspectiva de la protagonista. El camino seguro y lineal que el film transita desde lo estético y la puesta en escena le permite tener unos cuantos hallazgos: momentos de humor básico pero muy logrado; actuaciones más que correctas (Larson se calza sin problemas el traje de heroína y Samuel L. Jackson vuelve a demostrar que nació para el papel de Fury); un personaje como el de Ben Mendelsohn que va ganando en capas a medida que suma minutos; y una ligereza en el tono general, que incluso la aleja de la necesidad de bajar línea con consignas seudo-feministas, como la superficial Mujer Maravilla. Pero esa misma seguridad y linealidad reduce sus ambiciones al mínimo: Capitana Marvel no va a fondo con ninguna estructura genérica ni aporta lecturas novedosas al espectro de los superhéroes, más allá de colocar por primera vez en el centro de un relato a una mujer. Solo cumple con su función esencial, que es la de presentar a un personaje que seguramente va a ser fundamental en Avengers: Endgame y en la fase siguiente del Universo Cinemático de Marvel. De ahí que estemos ante apenas una pieza más de un gran engranaje y que la memoria recuperada por la heroína solo sea un pequeño elemento más dentro de un mundo mucho más extenso.
TIBIO ENSAYO DE DESPEDIDA El hecho real en que se basa Rey de ladrones –un millonario robo en un emblemático distrito de joyerías de Londres- es su centro narrativo pero también una mera excusa, porque da la impresión de que su verdadero foco pasara por otro lado: una especie de ensayo de despedida de una generación de actores emblemáticos, que funciona como metáfora de los relevos generacionales dentro del submundo criminal. El problema es que esa operación un tanto melancólica y a la vez un poco irónica en su mirada sobre métodos y códigos propios de una época que evidencia su clausura no termina de funcionar del todo bien. Quizás el ruido surja a partir de un exceso en la acumulación de juegos de máscaras: desde la planificación inicial, a partir del encuentro de un experto en robos ya retirado (Michael Caine) con un joven que tiene la clave para entrar a una bóveda (Charlie Cox); el reclutamiento del resto de la banda y la ejecución del atraco; y los conflictos que se desatan cuando llega el momento de repartirse el botín, mientras la policía empieza a seguirles la pista; todo está pautado por una mascarada constante, una apuesta al artificio que atraviesa la composición de las imágenes, la construcción de los personajes y las múltiples referencias al imaginario que supieron crear a lo largo de sus carreras no solo Caine, sino otros integrantes del reparto, como Jim Broadbent, Ray Winstone, Tom Courtenay, Paul Whitehouse y Michael Gambon. El relato de Rey de ladrones es un guiño permanente, una meta-historia de robos (que toca las variables de este sub-género) pero también una suma de índices y códigos referenciales a una época del cine británico que se resiste a irse. Ahí hay un mensaje explícito, un diálogo inter e intra-generacional: esos viejos ladrones que se aferran a sus viejas conductas, que se pelean entre sí pero a la vez entablan con el novato en el oficio que encarna Cox un vínculo donde nunca llega a haber confianza o respeto, parecieran representar a una vieja guardia que está despidiéndose hace mucho tiempo, porque al fin y al cabo siempre se las arregla para mantenerse como referente. Sin embargo, la iconicidad sobre la que se apoya el film de James Marsh es endeble, porque los personajes no llegan a tener verdadera entidad: son estereotipos sin mucha sustancia, que dependen en demasía de las capacidades del elenco. Y aunque es cierto que todos se ponen al servicio del relato, estableciendo una química más que adecuada, al llegar a la hora la propuesta luce un tanto agotada, como si hubiera poco que contar. Frente a esto, la película elige empezar a acumular engaños y jugarretas, a la vez que el profesionalismo de los policías muestra que hay grandes robos que son muy difíciles de llevar a cabo frente a los recursos que pueden tener las fuerzas de seguridad. Pero aun así, nunca llega a salir de superficial en su retrato de los choques generacionales y/o de perspectivas. Se nota en Rey de ladrones una búsqueda de un tono juguetón y hasta amable, aun en las instancias cancheras o melancólicas. También un intento de contar una típica historia de robos alimentada por los símbolos y códigos del cine británico de hace medio siglo. Pero el experimento de suma de elementos falla, al no confluir las piezas apropiadamente. De ahí que quede un film un tanto vacuo y hasta cansino, que como ensayo de despedida no deja de ser definitivamente tibio.
UN JUEGO DEMASIADO SIMPLE Si la premisa de Escape room: sin salida es bastante atractiva, lo cierto es que requiere una cierta sofisticación en su ejecución. No basta con simplemente decir “bueno, hay seis extraños que por razones desconocidas son convocados a un juego en el que deben escapar de cuartos con trampas letales si quieren sobrevivir”. No, hay que saber otorgarle entidad a los conflictos y al camino de los personajes, además de dosificar apropiadamente la información, para de esta manera sostener el suspenso y hasta coquetear con el terror. Sin embargo, Escape room nunca logra cumplir con los objetivos mencionados previamente, y eso puede intuirse desde la primera escena, que es un arranque en mitad de la acción, con uno de los personajes tratando de escapar de uno de los cuartos-trampas, explicando todo lo que hace y lo que le pasa en voz alta, por más que está solo, como para que el espectador no se pierda de nada. Ahí está una de las claves para explicar lo fallido de todo el asunto: la sobre-explicación y la redundancia son constantes en el relato, con lo que el desconcierto de los protagonistas frente a las situaciones que van atravesando no se contagia al espectador. De ahí que no solo no haya empatía con los eventos que se van acumulando, los dilemas internos de los personajes –todos seres conflictuados y con pasados oscuros- y los choques entre ellos, sino que encima los enigmas encimas que flotan en el argumento –por qué fueron elegidos, quiénes armaron todas esas retorcidas trampas y con qué fin- empiezan a importar cada vez menos. De hecho, lo enigmático también es bastante flojo en Escape room y las vueltas de tuerca que empiezan a surgir en la última media hora –revelaciones sobre hechos pasados, giros que rompen con reglas o las motivaciones del juego- se ven venir a la distancia, sea porque carecen de originalidad o porque se brindan demasiadas pistas previas. Debe reconocerse que hay un trabajo definitivamente interesante desde la dirección de arte –particularmente en una secuencia que transcurre en una representación de un bar al revés- que contribuye al desarrollo de la trama. Pero eso no deja de ser un aspecto meramente técnico dentro de un conjunto tan prolijo como intrascendente. Es clara la intención de Escape room de tomar elementos presentes en sagas como Destino final o El juego del miedo, donde se destacan la planificación (con su consiguiente puesta en escena) de las muertes y la presencia de mentes maestras detrás de cada acto, aunque con dosis menos elevadas de gore. De hecho, el cierre deja todo abierto para una secuela con vistas a ir construyendo una nueva franquicia. En un punto, el film ha sido exitoso en su propósito, ya que ha tenido una recepción más que aceptable, lo que abre las puertas para una continuación. Sin embargo, lo que pesa más es la sensación de estar ante un producto decepcionante, que pretender ser complejo en su armado narrativo pero no sabe utilizar las herramientas a su disposición y pierde la oportunidad de explotar a fondo las reglas de un juego sanguinario. En Escape room, tanto lo lúdico como la crueldad (esa que nace del retorcimiento de las expectativas) faltan a la cita.
DENTRO DE TU CABEZA Unbelievable – Super Cool – Outrageous and Amazing Phenomenal – Fantastic – So Incredible – Woo Hoo (de la canción Super cool, que se escucha durante los créditos de la película) A esta altura, lo del universo cinematográfico Lego es un pequeño milagro: una suma de películas con ligeras conexiones entre sí, pero a la vez totalmente autónomas, a partir de una vocación constante por jugar con límites estéticos y narrativos. Después del éxito de la primera parte, la secuela que es La gran aventura Lego 2 representaba un desafío distinto al de Lego Batman y Lego Ninjago, por no ser un spinoff sino una continuación de una historia ya establecida, en el que era necesario encontrar nuevos conflictos para los personajes. El reto se supera con creces, en una película que casi literalmente la rompe. Es que todo pasa por la ruptura en La gran aventura Lego 2: con expectativas, con moldes, con prejuicios, con perspectivas, porque al fin y al cabo, de eso se trata la aventura. Si la amenaza en la primera parte era esa visión inmaculada sobre el mundo, donde no había lugar para la creatividad o la improvisación, en esta segunda entrega viene inicialmente por el lado de una otredad que solo pareciera querer destruir, arrasar o devorar. Los invasores Lego Duplo son eso que los protagonistas no pueden (o quizás no quieren) entender: seres con motivaciones que se escurren, que dicen ser una cosa pero se intuye que son otra, identidades eminentemente conflictivas porque no se las puede definir. Pero claro, si la aventura implica descubrir y repensar convenciones, la verdadera amenaza, lo maligno en la película es la negación del conocimiento y la chance de aceptar lo distinto. En la primera entrega, el camino a recorrer implicaba esencialmente un autodescubrimiento y romper con un orden ajeno para crear uno propio; pero acá se trata de buscar una convivencia con otros órdenes, con otras construcciones. Al fin y al cabo, de eso también se trata jugar, crear o imaginar: actos que en última instancia necesitan un diálogo, una interpelación, otro tipo de conexiones para retroalimentarse y enriquecerse. Ahí es donde la interacción con el mundo real cobra nueva fuerza, a partir de cómo se repiensa la hermandad como un vínculo lleno de malentendidos e interferencias, pero con la potencialidad de una complementariedad ennoblecedora. Por momentos, La gran aventura Lego 2 se pasa de rosca al explicitar su autoconciencia de los mecanismos narrativos, acumular referencias o al querer hacer hincapié en el recorrido de aprendizaje que deben hacer los personajes. Al mismo tiempo, esa apuesta constante por reinventarse en cada fotograma es su principal impulso para explorar toda clase de vías genéricas y estéticas: hay subtramas románticas; viajes espaciales y temporales; vueltas de tuerca de todo tipo (algunas más consistentes que otras); y claro, una sucesión de canciones fenomenales, donde los ritmos adictivos son la norma. Y si tanto despliegue de colores y sonidos pueden llevar al desconcierto, lo cierto es que a lo sumo es un malentendido frente a una secuela que multiplica la disrupción del original, creando una nueva anarquía dentro del caos original, pero no para devorarse a sí misma, sino para estimular desde formas inesperadas. Una forma hilvanada desde la deformidad, eso es La gran aventura Lego 2, una película en constante mutación. Y además, sumamente adictiva –en el mejor sentido posible-, como toda la filmografía de Phil Lord y Christopher Miller, que acá ofician de guionistas e impregnan con sus huellas delirantes todo el relato, que nos dice que no todo es necesariamente es grandioso, pero bien vale la pena intentar que lo sea. Como bien dice uno de sus temas, Catchy song, se queda dentro la cabeza del espectador con sus invenciones audiovisuales constantes y su historia increíble, súper cool, escandalosa y sorprendente, fenomenal, fantástica y tan increíble, ¡Woo-hoo!
MODELO A REPETICIÓN El mercado del cine mundial permite que no solo se hagan múltiples versiones de una misma película, sino que encima sus moldes narrativos y estéticos sean prácticamente idénticos, a tal punto que las diferencias son mínimas, solo dadas por cuestiones idiomáticas, de desempeño actoral o algún retoque en la puesta en escena. Ya tuvimos, por ejemplo, esa horrible obra teatral italiana que se hace pasar por cine llamada Perfectos desconocidos –con su también horripilante reversión española-; y ahora nos encontramos con que la superficial película francesa Amigos intocables tuvo una pobre remake argentina con Inseparables y ahora una discreta adaptación estadounidense llamada Amigos por siempre. Al igual que en la versión argentina, lo que salva –en algunos pasajes- a la remake estadounidense es su elenco, que muestra una química apropiada y cierta efectividad en el abordaje de sus respectivos personajes. Tanto Bryan Cranston como Kevin Hart encuentran naturalidad, fluidez y carisma para construir desde la interpretación el vínculo entre un hombre acaudalado con cuadriplejia y un convicto que casi por casualidad es contratado para cuidarlo. A eso hay que sumarle lo aportado por Nicole Kidman como la secretaria del personaje de Cranston, trabajando desde el puro profesionalismo y poniéndose cuidadosamente en un rol de reparto. Sin embargo, estamos hablando de componentes puramente técnicos y decididamente predecibles, ya que conocemos la calidad de los tres actores. Lo que no hay es una historia verdaderamente arriesgada y potente: en Amigos por siempre todo va por los carriles habituales de la corrección política –esa que suele explicitar un cierto grado de conflictividad para luego negarlo-, sin tomar aunque sea un mínimo riesgo. Lo mismo aplica para la puesta en escena: la dirección de Neil Burger apenas si se emparenta con lo cinematográfico y a lo sumo quiere demostrar algo de personalidad en una secuencia donde aparece Julianna Margulies que bordea el golpe bajo pero que aunque sea se anima a generar algo de incomodidad. Y si bien esa impersonalidad la aleja de algunas manipulaciones y subrayados que se imponían en la versión original francesa y la adaptación argentina, también la condena a una medianía absoluta. Lo peor de Amigos por siempre es que si bien conseguía plantear sus conflictos personales y sociales con algo de efectividad, rápidamente llega a un punto muerto, girando en el vacío y acumulando situaciones inconexas, para luego querer reavivar los conflictos apresuradamente. El resultado es obvio: no se genera una verdadera empatía con los protagonistas (más allá del carisma de los actores), los vínculos no son aceitados y hay un constante forzamiento tanto de lo dramático como de lo cómico. Amigos por siempre es una película prolija y construida para agradar, pero al mismo tiempo trivial y olvidable, que repite y jamás se atreve a innovar.
¿PARA QUÉ HAS VUELTO, MARY POPPINS? Si el clásico musical e infantil que fue Mary Poppins –que en su momento también representó una consolidación del prestigio para Walt Disney- se sigue sosteniendo, aún con sus desniveles, como un film potente en su despliegue lúdico, imaginativo y creativo, la secuela que es El regreso de Mary Poppins tiene poco y nada para aportar. De hecho, lo que queda patente es su falta de propósito y sentido, más allá de la oportunidad de revivir una propiedad dormida pero que continúa teniendo masividad a pesar del paso del tiempo. Una de las claves para este sinsentido que es El regreso de Mary Poppins podemos ubicarla en Rob Marshall, un realizador a esta altura especializado en entregar films intrascendentes: Chicago –una de las ganadoras del Oscar más inexplicables de la historia-, Memorias de una geisha, Nine, Piratas del Caribe: navegando aguas misteriosas y En el bosque son todas películas sin otro propósito más que la mera existencia, el estar ahí, para explotar materiales originales previos y facturar. Marshall, a la vez, mantiene una coherencia –algo le tenemos que reconocer- en la forma en que dirige esta secuela: pone la cámara, dejando que los actores desplieguen sus distintos niveles de talento pero sin una voluntad real para construir una puesta en escena mínimamente imaginativa o que se aparte de la norma. De ahí que muy rápidamente quede claro que estamos una mera repetición del modelo instaurado por su predecesora: otra vez tenemos adultos y niños desconectados –pero con un salto generacional en la familia Banks-, y la niñera mágica retornando para sacudir un poco el panorama a través de canciones, un par de aventuras menores y más canciones. Sin embargo, no hay fluidez, fantasía llevada al límite de sus posibilidades –excepto quizás en un número musical que involucra un baño y un breve pasaje donde se vuelve a convivir con el terreno animado- o una sensación potente de empatía con los protagonistas en pantalla. Y eso es porque Marshall no narra, sino que administra, con un criterio mucho más economicista que cinematográfico: un par de diálogos, una canción; alguna caminata en Londres, una canción; una situación conflictiva, una canción; hasta pasar las dos horas de un relato tan acumulativo como cansino. En un film que confía demasiado en la nostalgia de su público y en la convocatoria natural que poseen tanto Disney como el género musical, el único valor real lo aporta Emily Blunt, que hace su propia interpretación de Mary Poppins y en esos cambios –entre gestuales y actitudinales- que introduce respecto a la encarnación de Julie Andrews, promueve cierto crecimiento y evolución en el personaje. Blunt es, de hecho, puro carisma y frescura, y cuando la película le deja a la actriz tomar las riendas, insinúa un posible camino estético donde es más relevante el movimiento o la acción que el mero despliegue de vestuario o dirección de arte. Pero son solo insinuaciones, porque El regreso de Mary Poppins ni siquiera cuida apropiadamente ese regreso: hay colores impactantes, encuadres muy cuidados, un elenco multiestelar, hasta un cameo para complacer a los fanáticos, pero también pereza y superficialidad a la hora de encarar una continuación para un clásico y su legado. Marshall, otra vez, nos entrega una película que se limita a existir, y nada más.
REMARCACIONES Ya Nicole Kidman se había transformado la cara hasta extremos absurdos con el obvio objetivo de llevarse un Oscar en Las horas, y lo peor es que le había salido muy bien, porque efectivamente terminó ganándolo. En Destrucción redobla la apuesta, interpretando a Erin Bell, una detective de la policía que a partir de la investigación de un homicidio retoma contacto con un caso donde se desempeñó como oficial encubierta. Todo salió mal en ese caso, el pasado atormenta a la protagonista, que ya no puede relacionarse armoniosamente con nadie –lo cual incluye a su propia hija- y la búsqueda obsesiva del criminal que arruinó su vida será una especie de descenso casi definitivo al peor de los infiernos. Allá irán también Kidman y la película, como para que al espectador no le queden dudas. Es que no está mal comprometerse con un personaje y su historia, pero una cosa es el compromiso, el aceptar (lo cual no significa avalar) incluso sus peores defectos, y otra es montar una especie de maratón de miserabilismo. Lamentablemente hay mucho de eso en Destrucción, que hasta se da el lujo de mostrar a esa policía que es Erin, en la lona física y mentalmente, aceptando masturbar a un ex preso, postrado en una cama por una enfermedad terminal, para obtener información. Esa secuencia, gratuita y extensa, funciona como un resumen de todos los males que aquejan a la película de Karyn Kusama, que parece que nunca aprendió lo que significa el pudor. Cuando nos referimos al pudor, no estamos hablando simplemente de no mostrar determinadas cosas que pueden resultar un tanto chocantes, sino a saber cuándo queda claro algo y cuando ya se entra en la pura remarcación hasta extremos contraproducentes. Destrucción se la pasa recalcando lo jodida que está su protagonista, el mundo de mierda que la rodea, lo mal que está su situación familiar, cuánto extraña al hombre que amó y perdió, su incapacidad para comunicarse con sus afectos, el desprecio e incomodidad que genera en sus propios colegas y un largo etcétera. Y es llamativo cómo eso conspira contra lo que podría ser un policial oscuro pero dinámico y tenso; o un drama íntimo donde la admisión de ciertas verdades podría representar un camino posible rumbo a la redención. En Destrucción hay una constante tensión precisamente entre el policial y el drama personal, entre la violencia del ámbito criminal y los comportamientos autodestructivos de la protagonista, lo cual es resuelto a medias incluso por la propia Kidman, que se pasa de rosca en la veta dramática –aunque tiene un par de escenas donde destila mayor sinceridad, principalmente cuando comparte pantalla con Sebastian Stan- y no llega a tener suficiente presencia como agente de la ley venida a menos. Pero donde se ven las mayores indecisiones es en la narración, que apela a idas y vueltas temporales que llegan a una importante cumbre de arbitrariedad en la vuelta de tuerca del final, que se pretende un tanto reparadora para la protagonista y en realidad no solo es arbitraria, sino un tanto inmoral. Encima, allí la película entra en nuevas remarcaciones, pero desde la veta poética. Destrucción es, efectivamente, un compendio de remarcaciones, que igual cumplen su cometido, ya que a Kidman le llegan nuevos (y exagerados) reconocimientos a una actuación que se pretende comprometida, aunque en verdad es facilista.
SHYAMALAN ADELANTÁNDOSE A SU TIEMPO (II) Si con El protegido M. Night Shyamalan se había anticipado al boom de las películas de superhéroes –con un drama personal y familiar que había sido un tanto incomprendido en el momento de su estreno- y con Fragmentado también se mostraba innovador, a partir de cómo usaba sus ya habituales giros sorpresivos para revelar los planes para una trilogía que nadie esperaba; con Glass establece una clausura para la mencionada trilogía, pero también para su propio cine e incluso el género de superhéroes –que ya tuvo una especie de cierre con la melancólica despedida que fue Logan-, a la vez que abre una nueva vía para repensarlo. Una vez más, el realizador se adelanta a su tiempo, adentrándose en terrenos inexplorados. Esa exploración no viene exenta de polémica, algo a lo que Shyamalan ya está acostumbrado a pesar de que en un momento casi destruyó su carrera (recordemos las burlas y repudio que generaron en su momento films como La dama en el agua, El fin de los tiempos y Después de la Tierra). Como casi siempre en su filmografía, vuelve a coquetear con inverosímil, estableciendo un duelo entre el irrompible David Dunn (Bruce Willis) y el fragmentado Kevin Wendell Crumb (James McAvoy), con el frágil pero inteligente Elijah Price/Mr. Glass (Samuel L. Jackson) y la Dra. Ellie Staple jugando sus propias cartas, con un instituto psiquiátrico como escenario central. Porque al fin y al cabo, la premisa nunca deja de ser un juego de poder, donde cada uno tiene su propio rol, lo cual incluye a tres personajes secundarios pero a la vez decisivos: la madre que es Mrs. Price (Charlayne Woodard), la ex víctima que es Casey Cooke (Anya Taylor-Joy) y el hijo que es Josep Dunn (Spencer Treat Clark) también jugarán sus respectivos papeles dentro de una trama donde todo estará dictado por las apariencias, superficies y el debate constante sobre lo que es verdad o mentira acerca de la naturaleza de las personas, y cómo esto afecta al entorno social. Claro que Shyamalan se expone a romper con el verosímil o ponerlo en crisis, trabajando con el distanciamiento o el humor insólito, pero siempre con una dosis extra no solo de atrevimiento, sino también de inteligencia y, especialmente, sensibilidad. Su puesta en escena, donde las luces y sombras se enlazan con encuadres ligeramente desviados de las normas más convencionales, potenciándose con una banda sonora definitivamente disruptiva, van construyendo un imaginario propio, que alimenta el dilema central del film: cómo la mirada puede asociarse con la verdad, cómo el conocer y aprender solo puede sustentarse en la evidencia, en el hecho en sí mismo, en lo que no se puede negar. Toda esta tesis sociológica y política está sustentada desde lo personal, porque Glass es, primero que nada, un film sobre individuos tratando de definirse a sí mismos desde sus actos, pero también desde lo que creen (o no) de sí mismos y los que los rodean. La percepción sobre lo que es verdad o mentira tiene un marco cultural, nos dice Shyamalan, pero un primer nivel de entendimiento, de aceptación o negación, está dado desde lo individual, desde lo que las personas creen en base a lo que observan. Por eso es tan importante lo que se ve, lo que se mira, pero también la creencia, la fe en lo que vemos frente a nuestros ojos, algo que enlaza a Glass no solo con Fragmentado y El protegido, sino también con Sexto sentido, Señales o La aldea. Esta enunciación puede sonar paradójica en un realizador explícitamente creyente, pero a la vez no deja ser fascinantemente lógica: en su cine, lo que se considera sobrenatural o inexplicable siempre busca una forma de raciocinio, de explicación vinculada a lo científico. En un punto, Glass funciona como un reverso de la tesis de El caballero de la noche: si aquella exponía la necesidad del mito para construir una identidad y un sentido de pertenencia, esta viene a decirnos que, en estos tiempos donde el cinismo y la posverdad se imponen, donde no se cree en nada o solo en lo que resulta conveniente, el poder distinguir lo evidente e incontrastable se convierte en un acto imprescindible. De ahí que su espectacularidad sea moderada, contenida, que los duelos estén más dados desde la palabra y las miradas que desde lo físico, porque Shyamalan claramente considera que lo espectacular o heroico está ubicado en otra vía. Esa vía es el aprendizaje, el conocimiento, el acceso a lo que antes estaba oculto, que está dado por lo que se observa, recuerda y reafirma, que puede estar condicionada por la interpretación pero que en última instancia no debe negar lo evidente e incontrastable. Shyamalan, humanista como es, vuelve a apostar a que lo extraordinario se dé la mano con lo cotidiano, a la emoción como un camino de convencimiento pero también de revelación del artificio, a la mirada como un acto transformador. Y allí es donde otra vez se anticipa a estos tiempos cinematográficos plagados de héroes gigantescos y eventos marcados por lo artificial, señalando que la verdad también tiene su dosis heroica; que la Historia (documentada, evidente) puede ser una verdadera epopeya liberadora; y que las convicciones, legados, afectos y recuerdos pueden resistir las balas.
MÚLTIPLES IDENTIDADES Phil Lord y Christopher Miller ya habían demostrado que podían manipular y retorcer las formas y materialidades con un nivel de desparpajo llamativo, además de un ritmo tremendamente acelerado que nunca perdía consistencia. Ahí tenemos películas como La gran aventura Lego, Comando especial o Lluvia de hamburguesas como muestras cabales de que cualquier precepto o premisa está para deformarse e incluso quebrarse, que son métodos particulares de expansión y/o transformación. En Spider-Man: un nuevo universo sus roles, en la producción y el guión, pueden parecer un tanto secundarios –al fin y al cabo, no hay que quitarles méritos a la labor de los directores Bob Persichetti, Peter Ramsey y Rodney Rothman-, pero sus miradas desviadas (en el mejor sentido posible) vuelven a hacerse presentes. Lo que vemos en Spider-Man: un nuevo universo es una expansión y renovación, y no solo porque el Hombre Araña en el cual se hace foco no es Peter Parker sino Miles Morales, quien por una serie de circunstancias se convierte en el superhéroe arácnido de su realidad, cruzándose con otras cinco encarnaciones heroicas provenientes de diversas realidades. Es que el film utiliza la animación como un instrumento potenciador y disparador de todo tipo estéticas, en una combinación de superficies y tonalidades constantes. En las casi dos horas del relato pasa de todo, pero no como una mera acumulación de eventos, sino como una forma de exploración de un mundo que puede ofrecer toda clase de posibilidades, en las que la creatividad y el desborde son las únicas reglas que deben respetarse. Un nuevo universo no viene a separarse de las anteriores entregas de Spider-Man: las referencias son constantes pero están en función de construir algo nuevo, que a la vez no tiene un solo rostro. El eje narrativo será Miles Morales pero cada personaje tiene su espacio y rol narrativo y estético, con lo que estamos ante una película que incorpora y manipula temas, argumentos y géneros: el crecimiento, la pérdida, las relaciones de pareja, los legados, lo femenino, lo noir, lo oriental, la comedia física, lo policial, la memoria, el sentido de pertenencia, lo grupal y lo individual conviven en una historia que es muchas historias. Las cinco dimensiones son la base creativa para un relato donde la identidad jamás es algo lineal o unívoco. La apuesta de Un nuevo universo es el quiebre permanente de límites y reglas, pero enmarcado en el aprendizaje de las normas a las cuales romper. El acto de aprender es una de las claves de lo lúdico, porque primero tenemos que entender los códigos del juego para luego flexibilizarlos o introducir excepciones. Cuando se entiende el juego, se puede construir un estilo propio, distintivo e identificable. Y eso es lo que hace la película: aprender, entender, explorar, investigar, para luego proponer toda clase de caminos nuevos para su historia y enhebrar una identidad donde confluyen lo individual y grupal. Ante nuestros ojos, se va armando a sí misma como a un rompecabezas, pieza a pieza, trazo a trazo, personaje tras personaje, hasta hilvanar un colectivo armonioso. De ahí que Un nuevo universo sea quizás el Spider-Man definitivo, el que todos queremos, o más bien, todas las encarnaciones e interpretaciones que podemos desear. Si el superhéroe arácnido siempre estuvo atravesado por los dilemas identitarios, de crecimiento y aprendizaje, Un nuevo universo viene a decirnos que ese aprendizaje no puede ser homogéneo y simple, que está marcado por lo heterogéneo y complejo, que puede ser divertido y triste a la vez, pero nunca ceremonioso o solemne. También que las reglas están para aprenderse y luego cuestionarse, porque es desde el cuestionamiento a lo establecido que podemos construir un presente propio. Y que eso propio puede ser ilimitado, porque está en contacto con una otredad en constante expansión, lista para descubrirse ante nosotros y ampliar nuestros horizontes. De repente, cuando menos lo esperábamos, el mundo de los superhéroes se hace más grande y nos ofrece nuevas vías de disfrute. Que la animación sea ese vehículo es una noticia tan lógica como feliz.
NECESARIA INCORRECCIÓN POLÍTICA Hay películas que, de acuerdo a las épocas, se convierten en necesarias, aún desde sus imperfecciones. La mula es un ejemplo cabal: en tiempos donde ciertas vertientes de la corrección política llegan a extremos invasivos, facilistas y hasta negacionistas, en los que hay cada vez más personas que en nombre de lo inclusivo ejercen de policías ideológicos, lo nuevo de Clint Eastwood viene a recuperar formas y lenguajes a los que se pretende ignorar o anular, con un relato definitivamente desparejo pero de una honestidad brutal, sin vueltas ni agachadas. No es casualidad que La mula esté escrita por Nick Schenk, guionista de Gran Torino (y también co-guionista de la subvalorada El juez). Ambas son como las caras de una misma moneda, donde los protagonistas reflejan la extinción de determinados códigos y reglas en pos del nacimiento de otras, en operaciones discursivas y culturales fuertemente asociadas con las estructuras narrativas propias del western. En la más reciente –basada en un artículo periodístico que indagaba en hechos reales- tenemos a Earl Stone, un anciano ex veterano de la Guerra de Corea ya entrado en los noventa, que tuvo sus días de gloria como horticultor pero cuyo negocio quedó en la ruina y ahora no solo está en quiebra económica, sino también personal: su ex esposa y su hija no solo no le hablan, sino que ni siquiera pueden cruzárselo, y solo su nieta busca incluirlo en un núcleo familiar del que indudablemente ha quedado fuera en base a acciones (e inacciones) nefastas. Earl solo se ve capaz de encarar mínimamente la parte financiera de su existencia y casi inocentemente empieza a trabajar para un cartel de drogas mexicano, transportando droga en su camioneta de un punto a otro y, eventualmente, quedando bajo la mira de las fuerzas policiales. Como una declaración de principios actoral, compone a Earl desde sus defectos, exponiendo cómo sus miserias pueden hermanarse con sus virtudes. De hecho, es como una prolongación (que no repetición) del Gus de Curvas de la vida; el Walt Kowalski de Gran Torino; el Frankie Dunn de Million dollar baby; el Steve Everett de Crimen verdadero; o el Luther Whitney de Poder absoluto. Es un tipo con un talento natural para todo lo que sea laburar (incluso cuando ese laburo sea ilegal) pero destrozado en las fibras de lo íntimo; capaz de adaptarse a cualquier situación peliaguda y salir bien parado, pero que prefiere huir del contacto con los seres queridos; con carisma para desempeñarse en cualquier círculo social, excepto el familiar. Un antihéroe absoluto, un ser definitivamente incómodo de ver para el espectador, al que Eastwood, desde la interpretación pero también la elección de planos, se ocupa de resaltarle los movimientos vacilantes y decididos a la vez, además de sus arrugas, que hablan del recorrido de un camino repleto de obstáculos. El relato de La mula pondrá a Earl en un trayecto para nada lineal, donde escapará de ciertos problemas para caer en otros, aprendiendo tanto como enseñando, y buscando una redención más que nada moral, que difícilmente pueda ser completa, porque los pecados acumulados en su pasado y presente son demasiados. En pos de reflejar este recorrido, Eastwood no se anda con vueltas: si casi siempre su cine tendió a ser frontal, acá elude cualquier sutileza enunciativa sobre temas, formas y conductas. De hecho, se dicen de frente palabras como “negro”, “puta” o “tortillera” (incluso burlándose de los pruritos que muestra alguna gente frente a este vocabulario); o se muestra con total naturalidad a un viejo como Earl acostándose con dos prostitutas. Y eso no es mero exhibicionismo o provocación; es hacerse cargo de la existencia de términos, usos o procederes, de sujetos con mentalidades y formaciones culturales que no siempre van de lo mano con lo habitual o socialmente consensuado. La mula está bastante lejos del perfecto choque de culturas de Gran Torino o la melancolía hecho cuento de Jersey Boys. Es un film incluso desprolijo en aspectos de verosimilitud genérica y de giros en la trama. Pero eso lo compensa con una fluidez y hasta soltura en la narración que la convierte en una experiencia sumamente disfrutable, aún desde la amargura y melancolía que la atraviesan. Su humor, ácido y directo, es un componente más dentro de un relato marcado por la oscuridad y una sabiduría marcada por la vejez. Esa vejez es la de Earl, que se anima a pagar los costos de sus acciones, pero también de Eastwood, que no tiene ningún problema en hacerse cargo de su propia vejez, del tiempo y lugar desde el que habla, saliendo con los tapones de punta contra el puritanismo que se disfraza de tolerante.