MÁS CONFLICTOS, UN MUNDO MÁS REDUCIDO Las esperanzas que había generado Animales fantásticos y dónde encontrarlos se ven golpeadas por Animales fantásticos: los crímenes de Grindelwald, una secuela que deja un sabor amargo, porque pareciera evidenciar que hay ciertas lecciones que Hollywood, en su deseo de construir franquicias, no termina de aprender. Y cuando hablamos de Hollywood, también debemos incluir en este caso a J.K. Rowling, que parece enfrentarse a un dilema similar al que en su momento se enfrentó George Lucas con Star Wars: cómo expandir el universo que creó sin tener que estar constantemente retornando a la fuente de origen. Lo cierto es que Rowling elige la opción más cómoda, que es la de volver a tender puentes hacia la línea narrativa de Harry Potter, con el personaje del joven Albus Dumbledore (un Jude Law de taquito y apelando a todo su carisma) como lazo principal, aunque se sumen varios nombres y apellidos más. Esa supuesta comodidad en seguir explotando los orígenes y pasados de varios personajes emblemáticos no deja de tener sus complicaciones, porque implica acumular enigmas, eventos y revelaciones que apenas si se sostienen en su verosimilitud y que en verdad no dejan de funcionar como meros guiños. Es verdad que la autorreferencialidad ya estaba presente en la primera parte, pero ocupaba un lugar secundario, porque lo más relevante era la presentación de un mundo en expansión y varios personajes nuevos, donde el que claramente funcionaba mejor era el del muggle Jacob Kowalski, porque ocupaba el lugar del espectador en su mirada fascinada. Pero en Los crímenes de Grindelwald la cita pasa a ocupar un lugar primordial, relegando a la pulsión por la aventura y la fantasía que caracterizaban a su predecesora. Esto está también vinculado a un patente cambio de tono, porque el guión de Rowling se vuelca con decisión al drama atravesado por lazos familiares, pasados traumáticos, vínculos de lealtad y traición, y romances que coquetean con lo trágico. Pero esa apuesta no llega a funcionar apropiadamente porque depende demasiado de las vueltas de tuerca y revelaciones de último momento –la media hora final es un compendio de giros en la trama-, en vez de un desarrollo complejo y profundo de los conflictos que atraviesan a los personajes. Representativo de esto es lo que sucede con Grindelwald –ese villano al que todos siguen y persiguen-, al que Johnny Depp interpreta con la misma metodología que Law: es un personaje que la juega de ambiguo, elusivo y manipulador, pero que también es víctima de las idas y vueltas de la película, que no termina de atreverse a definirlo a fondo, como si quisiera esconder secretos que deberían salir a la luz en futuras entregas. Porque claro, Los crímenes de Grindelwald es un film demasiado consciente de que la partida es larga, que hay todavía tres películas más por estrenar para completar la saga y que se guarda muchas cartas, reservando lo mejor para otro momento. El problema es que eso lo condena a depender en demasía del espectador fiel y fanático, que es el que puede entender todo el conjunto enciclopédico de referencias que se van acumulando durante toda la narración. Fuera de eso, la película solo tiene para ofrecer solvencia técnica y chispazos aislados: una excelente dirección de arte; momentos imaginativos desde la presentación de criaturas fantásticas; una secuencia donde impacta apropiadamente la tensión romántica entre Newt Scamander y Tina Goldstein; sólidas actuaciones; y una puesta en escena impersonal pero que no desentona. De ahí que ocurra la lógica: a pesar de su gigantismo en su despliegue de tramas y personajes, Los crímenes de Grindelwald termina siendo reduccionista, desperdiciando el potencial de un universo con capacidad para expandirse mucho más.
REFLEXIONES EN VOZ BAJA Los movimientos migratorios que atraviesan a Europa promueven toda clase de lecturas, que muchas veces son altisonantes y de trazo grueso, tanto desde la derecha como desde la izquierda. En ese contexto, un film como Calabria, aún con sus defectos, no deja de ser una especie de aerolito, por cómo apela a un tono moderado, sin remarcaciones, e incluso permitiéndose desvíos hacia otras vías temáticas. El film de Pierre-François Sauter, que combina hábilmente dosis de documental con construcciones ficcionales, arranca con la muerte de un migrante calabrés que arribó a Suiza con un objetivo no precisamente novedoso: encontrar una mejor vida y oportunidades laborales más óptimas. Lo que primero es un análisis casi clínico –y mucho más ligada al documental a partir de la utilización de planos fijos y un seguimiento casi obsesivo de las personas- de los procesos funerarios, deriva luego en otra estructura más propia de una road movie, ya que dos trabajadores deben llevar el cuerpo a su pueblo natal. Ellos también son migrantes: Jovan es un serbio fuertemente aferrado a la creencia de que hay vida después de la muerte; José es un portugués apasionado por las expresiones culturales y definitivamente ateo. Ese largo viaje que ambos se ven obligados a emprender es el punto de partida que utiliza el film para reflexionar sobre las perspectivas respecto a la muerte, la pérdida, la memoria de los orígenes y la hermandad casi casual que puede surgir entre individuos que están en territorios ajenos. El mérito principal de Calabria consiste en jamás entrar en remarcaciones o confrontaciones innecesarias. De hecho, hasta pareciera eludir la conflictividad, como si estuviera más interesada en explorar las chances de encontrar puntos de coincidencia entre los sujetos. El viaje de Jovan y José es de descubrimiento y autodescubrimiento: de ellos mismos como personas, de su respectivo compañero de viaje, de los paisajes y personajes con los que se van encontrando, y ese nunca deja de ser el foco de la película. Al mismo tiempo, ese tono medido le quita algo de potencia al relato, que además se estira en demasía, cayendo en ciertas repeticiones de situaciones y reflexiones. Aún así, con ese estiramiento y pasajes donde la narración gira sobre sí misma, sin un rumbo del todo claro, Calabria construye un relato donde se entrecruzan la melancolía y la vitalidad, en una Europa marcada el cambio constante, pero también por la permanencia de tradiciones casi indestructibles.
EL PROBLEMA DE LAS REMARCACIONES Viendo a figuras sociales argentinas como Nora Cortiñas –una de las máximas referentes de la militancia por los derechos humanos-, puede notarse que en el campo cinematográfico funcionan mucho mejor como personajes cuando se las trabaja desde cómo accionan, contemplan, escuchan o acompañan, pero no tanto cuando hablan. O sea, cuando sus cuerpos y movimientos se convierten en portadores de un discurso plagado de matices e historias, sin necesidad de recurrir al habla. El principal problema de Pañuelos para la historia es precisamente no tomar en cuenta este factor y colocar a su protagonista en situaciones donde siempre se impone el discurso oral. El documental de Alejandro Haddad y Nicolás Valentini sigue el viaje que emprende la integrante de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora rumbo a la región kurda de Turquía. Allí se reúne con las Madres de la Paz, que perdieron a sus hijos por la violencia y el terrorismo de Estado implementado por el gobierno turco, y que tomaron como modelo de referencia a las Madres argentinas, convirtiéndose en las Madres de Sábado. Hay indudablemente una voluntad didáctica razonable, tratando de explicar las particularidades de la lucha encarada por las madres kurdas, pero también los puntos de conexión con las acciones de Madres como Cortiñas en su confrontación con el horror de los genocidios, las desapariciones y las indiferencias de los respectivos Estados. Lo mencionado anteriormente no está mal y entra dentro de una lógica entendible dado el tema que aborda el film. El problema es que en largos pasajes solo predomina la remarcación oral, con lo que pareciera que la película solo tuviera como recurso narrativo que Cortiñas comente, pregunte, explique lo que le dicen, remarque y vuelva a remarcar. Esa constante repetición y apelación a consignas ya conocidas e instaladas llevan a que Pañuelos para la historia caiga en un didactismo definitivamente improductivo y hasta aburrido. Cuando el film se permite construir el viaje de Cortiñas desde el compañerismo con sus pares, los movimientos constantes –“estoy reventada, no hago más que subir montañas”- y hasta sus acciones más vinculadas con su existencia cotidiana, el relato crece en su complejidad y hasta logra momentos conmovedores. Lamentablemente, esas secuencias son minoritarias dentro de una película que peca de redundante y no llega a generar una narración atractiva.
MISIÓN CUMPLIDA Inicialmente se planteó la posibilidad de que estuviéramos una entrega más del Universo Cloverfield, que Bad Robot, la compañía de J.J. Abrams, ha tenido en expansión en los últimos años, con primero con Avenida Cloverfield 10 y luego con The Cloverfield Paradox, ambos films un tanto irregulares y con conexiones cuando menos arbitrarias con ese supuesto mundo al que pertenecen. Por suerte, Operación Overlord no busca nada de eso, como si Abrams se hubiera dado cuenta que lo importante no era la potencial ligazón con una franquicia, sino volver a contar un relato puro en sus intenciones de entretenimiento y de afiliación genérica. Casi durante toda su primera mitad, Operación Overlord es un film bélico puro y duro, delineando rápidamente a los protagonistas, integrantes de un escuadrón de paracaidistas que, durante el emblemático Día D, tienen como misión destruir una torre de defensa que los nazis poseen en suelo francés. En esos minutos iniciales, el modelo de referencia es claramente Rescatando al Soldado Ryan y su prima televisiva, Band of brothers, aunque también flota el espíritu de un videojuego bélico como Call of duty. A la vez, en su trabajo con esquematismos y estereotipos en función de remarcar lazos grupales y el profesionalismo, pero también en su ensamblaje narrativo y estético, se tiende un puente con el cine bélico de los 40 y 50. Ya en esa primera hora, Operación Overlord da indicios de lo que se viene, porque el film irá incorporando otras tonalidades cuando los soldados van descubriendo pistas y testimonios que indican que la instalación que deben atacar es un lugar donde los nazis realizan experimentos que coquetean con lo sobrenatural. Sin prisa pero sin pausa, la película de Julius Avery va adentrándose en lo horroroso pero sin abandonar el gusto por la diversión. Hay una autoconsciencia un tanto salvaje y hasta políticamente incorrecta en el relato y su puesta en escena, que habilitan el diseño de secuencias que rememoran los terribles experimentos de Josef Mengele pero también donde todo pasa por los tiros, patadas, puñetazos y huidas de entidades monstruosas. Los sustos y la tensión son un componente importante de la historia de Operación Overlord, que van en paralelo o cruzándose con las instancias humorísticas –la relación entre un niño y los soldados tiene momentos muy simpáticos-, las insinuaciones románticas, la acción pura y el gore más disparatado. Avery y Abrams –apoyándose en el guión de Billy Ray y Mark L. Smith- apuestan más que nada a la diversión, construyendo una película que parece un típico exponente de la clase B pero con más presupuesto. El resultado es un film de bienvenida liviandad y objetivos de entretenimiento que se cumplen al pie de la letra.
TODO MECÁNICO No es casualidad que el mejor momento de El cascanueces y los cuatro reinos sucede cuando reproduce en pantalla parte del ballet en el cual se basa parcial y ligeramente. Es quizás el único momento donde se permite narrar mayormente a través de las imágenes y el movimiento, donde parece tomar un par de riesgos extras y confiar un poco más en el espectador, por más que haya un personaje que ejerce de narrador de lo que se está mostrando. Es también el único pasaje donde descansa en la magia del mundo que se propone construir y sus potencialidades imaginativas. El resto del film de Lasse Hallström y Joe Johnston es pura mecanicidad, una acumulación de diseños muy vistosos al servicio de una narración sin vida. La historia de Clara (Mackenzie Foy), una joven que accede a un mundo paralelo donde tres reinos están en guerra con un cuarto, nunca se anima con convicción a zambullirse en la aventura. Y eso pasa básicamente porque no hay descubrimiento, fascinación, diversión o incluso miedo –excepto en una escena con unos payasos bastante siniestros que coquetea con el terror- sino explicación, descripción y hasta sobre-explicación. No hay fluidez en la sucesión de acontecimientos, los personajes son puros estereotipos, las cosas pasan porque pasan y eso lleva a una previsibilidad apabullante, que decanta irremediablemente en el aburrimiento. Hay en El cascanueces y los cuatro reinos un trabajo impecable en la dirección de arte y el vestuario, con una utilización por momentos fascinante del color. Del mismo modo, puede intuirse en la banda sonora, con sus ritmos y tonalidades, una historia que podía ser rica y compleja. Pero las virtudes técnicas nunca se trasladan a lo formal, porque ni Hallström ni Johnston –en las diferentes etapas donde dirigieron- construyen un relato consistente, que sepa combinar la fantasía, el proceso de crecimiento de la protagonista o el drama íntimo y familiar. Todo se enuncia y se explicita, lo cual emparenta a la película con Un viaje en el tiempo, otro fallido proyecto de Disney estrenado este año. No deja de ser llamativo que ambos films sean adaptaciones de materiales extra-cinematográficos que abordan cuestiones vinculadas a lo espacial y temporal, pero también a lo afectivo, y que sin embargo no consigan generar un mínimo de empatía con los conflictos que plantean. Quizás esto último tenga que ver con la falta de riesgos, con la necesidad imperativa de no salirse del libreto, privilegiando el trabajo estético y el despliegue de figuras de renombre –en este caso, Helen Mirren, Keira Knightley, Morgan Freeman, Eugenio Derbez, Richard E. Grant, Prince y varios más- en detrimento de lo verdaderamente importante: la construcción de personajes atractivos, de un sentido de la aventura potente y una narración capaz de apasionar al espectador. El cascanueces y los cuatro reinos es un film tan políticamente correcto y ajustado, que a pesar de hacer hincapié en los peligros de lo mecánico y la ausencia de sentimientos, es terriblemente artificial y automático, convirtiéndose en una experiencia fácilmente olvidable.
EL COLOR DEL VACÍO En los momentos donde se asienta mayormente en el poder de las imágenes o lo que puede generar ciertos sonidos, Rojo consigue ser una película medianamente interesante. Para nada original, definitivamente subrayada en su construcción, pero aún así interesante y hasta potente. Por ejemplo, en el arranque con el plano general y fijo de una casa que va siendo vaciada por distintas personas con total desparpajo, aprovechando que sus dueños están ausentes, que funciona como símbolo un tanto obvio pero efectivo de las complicidades, aprovechamientos y silencios de la sociedad argentina durante los setenta, cuando la violencia política iba escalando. El problema de Rojo es su necesidad constante de mandar mensajes, de enunciar discursos no solo desde el habla sino también desde la imagen, la banda sonora y la recurrencia a las metáforas. Y lo cierto es que cuando habla, cuando quiere decir algo, exhibe un nivel de trazo grueso y griterío lingüístico que haría sonrojar a Roberto Navarro. Eso ya puede verse en la segunda escena, que transcurre en un restaurante y arranca jugando con la tensión y la incomodidad, para ir progresivamente cayendo en el ridículo a partir de los discursos altisonantes. Y lo mismo va sucediendo en la mayoría de las secuencias de la película, que toma como punto de partida la historia de un abogado (Darío Grandinetti) que tiene una vida tranquila en un apacible pueblo del Interior en los días previos al golpe de Estado del 76, hasta que una serie de sucesos lo van metiendo en una espiral de violencia y ocultamiento. En verdad, a Rojo no le importa tanto la historia de ese abogado y las distintas trampas que lo rodean o él mismo construye, sino construir una acumulación de viñetas –mínimamente conectadas- sobre los setentas en la Argentina y su entramado de violencia, ocultamiento, abuso, trampas y un largo etcétera que conectaban a la institución militar con los sectores civiles. El puente utilizado es la estética audiovisual del cine argentino de los setenta/ochenta (lo cual incluye a Grandinetti como vehículo identificatorio), pero pasada por el filtro técnico del nuevo milenio, las tonalidades y ritmos del cine festivalero, y algo de la mirada política muy propia de los sectores pretendidamente progresistas. El resultado es de una simplificación alarmante, donde se sacan todas las conclusiones facilistas y el distanciamiento elegido –desde lo temporal y estético- corta todo tipo de empatía y lleva a que todo el film sea un mero mecanismo de contemplación de una otredad cómodamente lejana. Lo llamativo de la operación que hace el realizador Benjamín Naishtat es que se pretende compleja y disruptiva, pero en su esencia es claramente lineal y superficial, repleta de redundancias y arbitrariedades. Rojo es también una muestra del callejón sin salida en que se encuentra buena parte del cine argentino, desde la producción pero también desde la interpretación: no solo porque ya hay una notoria incapacidad en muchos cineastas para generar nuevos discursos sobre una época a la cual se recurre constantemente desde los estereotipos y esquematismos ya ampliamente transitados, sino también porque desde la crítica y los espectadores se avala cualquier construcción discursiva desde lo temático y contenidista, sin analizar cómo juegan las formas y modalidades, eludiendo toda chance de cuestionamiento. El vacío y la demagogia de Rojo, su ausencia total de riesgo, su repetición de un par de ideas obvias (y que conducen a un inevitable aburrimiento, donde se anula toda oportunidad de tensión), no son una simple casualidad: es la certificación de un proceso de muchos años que ha conducido a un total agotamiento de una vertiente del cine nacional, que necesita de una urgente revisión y reconfiguración. El problema es que esa vacuidad continúa recibiendo una catarata de aplausos.
ASIÁTICOS PARA PRINCIPIANTES El éxito de Locamente millonarios es explicado básicamente por estos particulares tiempos de corrección política extrema (casi dictatorial por momentos), donde muchas obras son reivindicadas solo por el mensaje explícito que transmiten y no por el modo en que lo transmiten, como si la forma y el contenido siempre fueran por separado. Porque si no es difícil de entender cómo una película tan superficial, facilista y hasta elitista puede pasar, no solo como un ejemplo de buena comedia romántica, sino también como un caso de plena inclusión y representatividad. Y no, este relato sobre Rachel, una joven neoyorquina que viaja a Singapur para conocer a la familia china de su novio Nick (que resulta ser una especie de dinastía ultra-poderosa y rica) es una operación comercial algo astuta –tampoco tanto- destinada a complacer con algunas migajas a las minorías y apelar a la buena consciencia de las mayorías. Hay un par de momentos, muy escasos por cierto, donde Locamente millonarios amaga con ser una comedia romántica medianamente decente: por ejemplo, una ceremonia de casamiento pautada por el tema Can´t help falling in love, de Elvis Presley; o una declaración de amor jugando con la autoconsciencia y la incomodidad en un avión. Pero son solo chispazos, pasajes mínimos donde el film de Jon M. Chu se preocupa por construir los vínculos amorosos entre los protagonistas. La mayor parte es una especie de explicación antropológica elemental sobre los ritos y códigos de una familia y un núcleo social que se la pasa bravuconeando su pertenencia oriental mientras despliega comportamientos occidentales. Es que en verdad, Locamente millonarios es casi involuntariamente un retrato de los dilemas que atraviesa parte de la cultura asiática a partir de su apertura económica e inserción plena en el capitalismo globalizado: esa tensión, aún no resuelta del todo, entre los valores cimentados en las tradicionales orientales y las nuevas conductas que se asimilan desde Occidente. Pero la película no se hace cargo de ese conflicto, sino que se concentra en celebrar el despliegue obsceno de lujo y dar las respuestas más fáciles posibles, apelando a una multitud de giros dramáticos entre arbitrarios e inverosímiles. En el medio, una sucesión de personajes dedicados a hacer números de humor –como los encarnados por Awkwafina y Keng Jeong, que lo hacen con relativa fortuna-; decir cosas “importantes” sobre las relaciones de pareja –toda la subtrama del personaje de Gemma Chan, que hace lo que puede y es claramente insuficiente-; o desplegar actitudes crueles porque sí, como la madre de Nick, a la que solo la dignidad en la interpretación de Michelle Yeoh la salva mínimamente. El objetivo de fondo es la complacencia: ponemos a asiáticos como protagonistas de un film mainstream hollywoodense, pero solo si son ricos y se comportan de acuerdo a los esquemas básicos occidentales. Y si hay que mostrar algo eminentemente ligado a lo oriental y/o asiático, se lo explica a través de la palabra, no sea cosa de tener que entender algo desde las acciones, las miradas o los gestos. Lo peor es que esta mecánica facilista, este tipo de representación banal y estereotipada, es aceptada y celebrada también por las minorías orientales que residen en Occidente. O sea, esta idea plana y lineal es asimilada por una comunidad con una pobre concepción de sí misma. El éxito de Locamente millonarios puede asociarse con el de películas como Cincuenta sombras de Grey o Pantera Negra: un pretendido empoderamiento que no deja de ser sumisión.
SEGUNDAS OPORTUNIDADES Ya a esta altura puede hablarse de un subgénero “adaptaciones de novelas de Nick Hornby”, compuesto por historias de personas que –en general voluntaria pero también un poco involuntariamente- pugnan por rearmarse. Ese rearmado implica reconstrucciones, aprendizajes, correcciones, descubrimiento. En fin, crecimiento, que siempre implica errores y ajustes. Amor de vinilo es también un relato de gente tratando de crecer, tropezando y reintentando, con ese crecimiento adquiriendo formas tanto de autodescubrimiento como de redención. El crecimiento comienza a partir de hacerse cargo de los problemas que nos aquejan. Durante unos cuantos minutos, Amor de vinilo muestra a Annie (la siempre perfecta Rose Byrne) haciendo ese proceso interiormente, pero sin llevarlo a la práctica, transitando su existencia apática como encargada de un irrelevante museo en un pequeño pueblo británico y como pareja de Duncan (Chris O’Dowd), un profesor universitario que está obsesionado con la figura de un músico de culto. Hasta que una serie de particulares eventos la llevan a comenzar una relación vía Internet con Tucker Crowe (notable Ethan Hawke), quien es precisamente ese músico de culto al cual reverencia Duncan, y que también transita su propia existencia apática, viviendo de prestado en el fondo de la casa de una ex y de las regalías que dejan sus canciones de efímera época de gloria. Sin embargo, esos malentendidos son apenas el punto de vista para una historia donde la conexión romántica es progresiva y pautada primero por diálogos virtuales y luego por conversaciones cara a cara, donde tanto Annie como Tucker irán explicitando y tratando de poner en crisis el estatismo que los agobia. Esos presentes insatisfactorios y en piloto automático están sustentados en pasados plagados de silencios y decisiones equivocadas, pero también de acciones que nunca llevaron y que los siguen acechando espiritual y físicamente. Eso se hace más patente en el caso de Tucker, que ha dejado un tendal de hijos con distintas parejas y que encima está a punto de ser abuelo, cuando ni siquiera ha aprendido realmente a ser padre. Sin embargo, Annie también carga con lo suyo, porque porta de manera permanente la carga de haber tomado riesgos con su vida profesional, pero tampoco con lo afectivo, incluso postergando y escondiendo su deseo de ser madre. La catarata de conflictos que va acumulando Amor de vinilo podrían haber tornado al film en un dramón indigerible, pero en vez de eso, el director Jesse Peretz trabaja la vertiente dramática en una constante interacción con la comedia, sin dejarse llevar por lo altisonante, encontrando lo hilarante y hasta patético sin remarcaciones. Hay una escena brillante en una clínica, donde empiezan a juntarse un montón de personas en sucesión imparable y en la que Tucker ve como todo su pasado repleto de errores se le viene encima para pasarle factura en el presente, que es sumamente representativa de esta apuesta. Y lo cierto es que Peretz (que dirigió varios capítulos de series como Girls, Divorce y GLOW, además del interesante largo Our idiot brother) muestra un gran talento para un tipo de puesta en escena precisa y humilde a la vez, pero también cuenta a su favor con las actuaciones de Byrne y Hawke, que aportan un fabuloso e imprescindible nivel de humanidad, además de exhibir una química inhabitual. Se podrá decir que Amor de vinilo no termina de encontrar el rumbo correcto para el personaje de Duncan, que queda como alguien excesivamente caprichoso e infantil –a pesar de tener un monólogo muy bueno donde consigue explicar lo que siente cuando escucha las canciones de Tucker-, pero eso lo compensa con creces a partir de una narración que no le teme al dolor y la amargura –hay una conversación telefónica durísima donde a Tucker le queda claro que hay cosas de su pasado que ya no puede arreglar-, lo cual la termina habilitando para otro tipo de momentos. Esos instantes de descubrimiento de afinidades, de confesiones que alivian, de aceptación de los defectos del otro, de realización respecto a lo deseable y posible, de ocupación de determinados roles, de gente aprendiendo a quererse y dándose segundas oportunidades, hacen de Amor de vinilo un film dulce y honesto, tan gracioso como emocionante.
IMAGINACIÓN LIMITADA La primera entrega de Escalofríos era una película bastante atendible, que sabía leer buena parte del imaginario creado por la saga literaria de R.L. Stine y aplicarlo al espectro cinematográfico con fluidez, con un relato donde la autoconsciencia del material original era productiva y no meramente reproductiva. El resultado era un film que poseía ligeros pero pertinentes toques de suspenso y terror, aunque en esencia era una aventura familiar fantástica, con personajes bien diseñados y un Jack Black como la perfecta encarnación de Stine. Por lo que había generado la primera parte era que se podían tener expectativas razonables con Escalofríos 2: Una noche embrujada. Sin embargo, lo que se ve es decepcionante: un film con un desarrollo argumental digno de un directo a DVD –en el peor sentido- aunque con un nivel de producción un poco más decente. Hay una especie de repetición del esquema original, con dos jóvenes amigos descubriendo un libro que le da vida a un muñeco de ventrílocuo, que a su vez tiene sus propios planes para darle rienda suelta a un conjunto de criaturas monstruosas en plena Noche de Brujas. Y si esa repetición ya implicaba riesgos de agotamiento de la fórmula, ninguno de los personajes trae algo mínimamente original o atractivo. Durante los primeros minutos, Escalofríos 2 amaga con ser una comedia familiar decente, aprovechando lo que aportan los talentos de Wendi McLendon-Covey, Chris Parnell y Ken Jeong en roles de reparto. Sin embargo, cuando tiene que empezar a trabajar con la materialidad de la aventura, lo fantástico y lo desconocido, toma una gran cantidad de decisiones equivocadas, cayendo en arbitrariedades varias, acumulando estereotipos y recurriendo a chistes tan fáciles como poco efectivos. Además, a la puesta en escena le falta vigor, movimiento y dinamismo, con lo que la película va deshilachándose progresivamente, y ni siquiera la breve aparición de Black retomando su papel de Stine la salva. La decepción que es Escalofríos 2 se profundiza aún más si tenemos en cuenta quién está detrás de cámara: Ari Sandel había tenido un muy buen debut con The DUFF y su siguiente film, Cuando nos conocimos, aún con sus fallas, no dejaba de ser interesante. En ambas películas el realizador había evidenciado cariño y atención por los personajes, lo que compensaba fallas narrativas o situaciones redundantes. Sin embargo, en Escalofríos 2 ese cariño no llega a aparecer en la dimensión requerida, porque todo parece hecho en piloto automático, sin imaginación ni personalidad. En consecuencia, solo queda una secuela redundante e incapaz de generar empatía, donde lo que se impone es el aburrimiento.
UN ANTIHÉROE SIN IDENTIDAD Teniendo en cuenta la cantidad de años que llevó la concreción del proyecto que es Venom, llama la atención que lo que finalmente tenemos en pantalla sea semejante desastre. Pero a la vez, no deja de ser en cierta forma lógico: hubo tantas idas y vueltas, tantos cambios de directores, guionistas, productores, actores, tonos y metas, que era difícil que el film llegara a poseer la coherencia deseada. Quizás este film centrado en los orígenes de uno de los antihéroes principales del universo de Spider-Man estaba condenado de antemano. Lo que es seguro es que Venom no tomó en cuenta ninguna de las lecciones dejadas por adaptaciones cinematográficas de cómics como Daredevil, El Castigador o Los 4 Fantásticos: otra vez tenemos esa pose canchera permanente que solo disfraza una constante indecisión respecto a las tonalidades que se deben elegir, los guiños constantes para complacer a los fanáticos del cómic, el cálculo constante en el discurso sobre buenos y malos, la preocupación por diseñar una franquicia que va por encima de la construcción de los personajes. Y claro, las enormes dificultades para plantear un conflicto decente: al film de Ruben Fleischer (que tuvo un gran debut con Tierra de zombies pero después, con 30 minutos o menos y Fuerza antigángster, entró en una caída libre que acá se profundiza) se lo nota desesperado por llegar al encuentro entre el periodista Eddie Brock y la entidad alienígena que invade su cuerpo, sin saber qué hacer en el medio. Por eso tenemos una media hora inicial donde se debería presentar a un personaje con unas cuantas contradicciones –inteligente pero no del todo astuto a la hora de enfrentarse a individuos más poderosos, egocéntrico pero también con unos cuantos problemas de autoestima- que son válidas pero que solo se mencionan desde una enumeración administrativa y aburrida. Si ese primer acto es estático, superficial y carente de rumbo, la aparición de esa entidad destructiva que es Venom solo tiene el mérito de darle más ritmo a la narración. Es decir, todo va más rápido pero con igual impericia, con lo que básicamente asistimos a un show de morisquetas de Tom Hardy, que hace drama moral, comedia física y hasta algo de suspenso, siempre con comprometida e impostada cara de confundido, y siempre mal, en la que es la peor actuación de su carrera por un campo largo. Podemos intuir que Venom quiere hilvanar una historia de caída y redención, de un villano que aprende a ser héroe y busca impartir su propio modo de justicia, pero todo es tan confuso e incoherente que no podemos menos que recordar esa catástrofe que fue Escuadrón Suicida y darnos cuenta que una reedición era efectivamente posible. En el medio, Venom se da el lujo de desperdiciar a Michelle Williams como el interés amoroso de Brock y a Riz Ahmed como el antagonista de turno, mientras pretende ser oscura y ácida, pero también seria y solemne –sin que le salga nada de eso-, inunda la pantalla de CGI hasta que todo se vuelve inentendible (el enfrentamiento final bien podría haber formado parte de la saga Transformers) y deja fuera todo componente humano. ¿Quién es Venom? ¿Quién es Brock? ¿Quién son cuando se unen? ¿Cuáles son las acciones que los definen? La película que es Venom no brinda ninguna respuesta, porque se queda atrapada en su propia trampa canchera y banal.