LAS BENDICIONES (Y MALDICIONES) EVANGELISTAS Como buena película de la corriente más demócrata de Hollywood, Los ojos de Tammy Faye afronta un dilema que no termina de resolver cuando tiene que abordar territorios más ligados a los republicanos: cómo calibrar la mirada distanciada sobre las historias y los personajes en los cuales hace foco. En este caso, esa irresolución la termina haciendo, quizás paradójicamente (o no tanto), bastante más interesante de lo que podría pensarse a priori. En las tensiones y ambivalencias, más que en las certezas, es donde adquiere mayor complejidad y riqueza. El film de Michael Showalter -que venía de hacer un par de comedias románticas más que interesantes, como Los tortolitos y Un amor inseparable– sigue la historia real de Jim y Tammy Faye Bakker (Jessica Chastain y Andrew Garfield), una pareja de pastores evangelistas que tuvo un meteórico ascenso, primero en sus recorridos por diferentes ciudades estadounidenses y luego en programas televisivos. Tan fulminante y potente fue la fama que adquirieron, que terminaron armando una señal televisiva y un parque de diversiones propios, con un nivel de influencia tan rutilante que incluso tenían llegada hasta el entonces presidente Ronald Reagan. Esa llegada al estrellato fue tan rápida como la caída, producto de una combinación de denuncias de fraude financiero, desvío de fondos, adulterios, adicciones y hasta escándalos sexuales. Como ya queda claro por el título, la película pone especial foco en Tammy, pasando desde su infancia (cuando descubre su vocación por el evangelismo) y su encuentro con Jim Bakker, la consolidación de sus habilidades como mujer-espectáculo, su derrumbe y sus intentos de redención. En buena medida, la intención es indagar en la historia que mujer que reflejó los valores de gran parte de la sociedad estadounidense -no solo en lo religioso, sino también en lo cultural y política- y que ató buena parte de su destino al de su marido, para luego encarar un proceso de reconfiguración en solitario. Pero también hay una puesta en escena que se pone al servicio de Chastain y sus intenciones de llevarse el Oscar en una actuación donde la hipérbole gestual va de la mano con una tonelada de máscaras y prostéticos. Mal no le fue en ese último propósito, teniendo en cuenta que el film se llevó los Oscars a la mejor actriz y al maquillaje y peinado, cortesía de una Academia que suele premiar más la cantidad que la calidad. Lo cierto es que Los ojos de Tammy Faye intenta entender a su protagonista, empatizar con ella, con sus deseos y ambiciones, y especialmente con sus sueños, que son a su vez un reflejo del american dream, que suele premiar al hábil, pero también al audaz. Claro que, al mismo tiempo, se percibe un distanciamiento respecto a ese mundo religioso que bordea lo cínico, como si Showalter quisiera construir una comedia desde una sátira que se revela como algo tímida y finalmente limitada. Si el terreno que aborda está dominado por el desborde, las remarcaciones y las emociones fuertes, casi melodramáticas, la película no termina de abrazarlo -o, por el contrario, distanciarse- por completo y dejarse llevar por el distanciamiento. En cambio, se limita a un retrato que va por carriles previsibles, casi políticamente correctos, excepto en contados pasajes donde parece darse cuenta de que los personajes son tan irreales como humanos. Por eso quizás Los ojos de Tammy Faye queda ubicada en una línea media de biopics hollywoodenses, que no ofenden, pero tampoco poseen la pregnancia para aferrarse a la memoria del espectador.
LAS MÚLTIPLES PERSONALIDADES DE MICHAEL BAY A esta altura del partido ya es bastante claro que ver una película de Michael Bay puede ser una experiencia realmente extenuante, un desafío casi físico a los sentidos, en el peor sentido posible. Es que Bay no mueve la cámara: directamente la arroja, la revolea sin criterio, de un lado al otro, sin mostrar la más mínima preocupación por que lo que se vea sea entendible. Sin embargo, en Ambulancia aparece de forma más patente un componente que, convengamos, ya estaba muy latente en su cine: esa voluntad de querer concentrar discursos, tonos y atmósferas de todo tipo en un solo plano, incluso cuando claramente eso es incompatible con lo que se está narrando. Y eso genera la impresión de estar ante un film rodado por una persona con un desorden de personalidad múltiple. Porque lo cierto es que el argumento de Ambulancia -remake de un film danés del 2005-, a pesar de sus ambiciones temáticas, no deja de poseer cierta simplicidad: hay un ex soldado (Yahya Abdul-Mateen II, demasiado intenso) que necesita dinero urgente para un tratamiento experimental contra el cáncer de su esposa que va a pedirle ayuda a su hermano adoptivo (Jake Gyllenhall, híper intenso), un criminal de carrera del cual se mantenía alejado. Este le propone sumarse a un millonario asalto bancario que, obviamente, sale mal, por lo que, para poder huir, terminarán abordando una ambulancia y tomando de rehenes a una enfermera (Eiza González, con un maquillaje muy intenso) y un policía herido. A partir de ahí, se desencadena una persecución donde tendrán atrás a la Policía de Los Ángeles y al FBI, mientras buscan lidiar con tensiones afectivas y morales, en un camino donde los márgenes para la redención se van acotando minuto a minuto. Es decir, un relato tendiente a la espectacularidad, pero también conciso y concentrado en sus conflictos. Hay un pasaje donde Bay parece entender que la narración pide cierta economía de recursos y un enfoque preciso sobre lo que se está contando. Es una secuencia donde los personajes de Abdul-Mateen II deben hacer una operación improvisada sobre el policía herido, con la asistencia virtual de unos médicos y Gyllenhaal tratando de conducir de forma estable la ambulancia. Son minutos tensos, casi angustiantes, donde los gritos y la histeria de los protagonistas están justificados, ya que prevalecen una cámara y un montaje que se ponen al servicio de lo que está sucediendo. Allí, Bay da la impresión de tomar consciencia de que solo un trabajo para hacer: mostrarle al espectador cómo un grupo de personas intenta salvar a un individuo al borde de la muerte. Esos minutos son, quizás, una muestra de lo que podría haber sido Ambulancia. También son la excepción a la regla: el resto del tiempo, Bay quiere apilar acción, drama, thriller y comedia, sin hilos conductores, con resultados dantescos y agotadores. Por esa falta de equilibrio y prepotencia narrativa es que Ambulancia podría durar una hora y media, pero su metraje se extiende hasta las dos horas y cuarto, sin real sustento. Y si Bay vuelve a exhibir esa falta de timing absoluta para el humor -que no solo es tosco y agresivo, sino también totalmente a destiempo, sin relación con lo que pide cada escena-, además suma una concepción sobre el drama donde todo pareciera tratarse de acumular vueltas de tuerca cada vez más inverosímiles y redundantes. A medida que pasan los minutos, el film se pone cada vez solemne y a la vez incoherente, porque si por un lado quiere hablar sobre el deber de los profesionales, los lazos familiares, la pérdida y las vías para redimirse de los pasados traumáticos, al mismo tiempo manipula a los personajes como a los autos a los que hace chocar y explotar. Para Bay -y sus películas-, los seres humanos son iguales a las máquinas: meros instrumentos a los que arrojar en el medio de imágenes gritonas y ruidosas, plagadas de discursos rimbombantes. Ambulancia es otra muestra más de esa violencia artística y narrativa.
MUCHO EGO, POCAS IDEAS Con artistas como los Foo Fighters (y en particular Dave Grohl, el líder de la banda), puede darse el siguiente problema: la noción por anticipado de que cualquier cosa que hagan va a ser, inevitablemente, interesante y digna de ser tenida en cuenta. De ahí que el público tienda a festejar cualquier cosa y que la crítica quiera encontrar complejidad donde solo hay superficialidad. Es lo que sucede con Terror en el Estudio 666, una película entre autocelebratoria y hasta caprichosa, que tiene apenas un par de ideas atractivas y que sin embargo mucho intentan valorar de una forma que no merece. En el film de BJ McDonnell, los integrantes de Foo Fighters tienen que grabar de una vez por todas su esperado décimo álbum. En busca de inspiración, aceptan la propuesta de su mánager de mudarse a una mansión en Encino, sobre la que pesa una de las más siniestras historias del rock. En cuanto arriban, Grohl deberá lidiar con fuerzas sobrenaturales y demoníacas que amenazarán su estado mental, el proceso de grabación y la vida de todos los integrantes, mientras se van acumulando eventos donde se combinan lo terrorífico con lo cómico. Si la estructura de producción de Terror en el Estudio 666 es pequeña y concentrada (casi toda la película transcurre en esa mansión poseída), también lo es su imaginario, con una mitología limitada y situaciones donde prevalecen lugares comunes. Hay un intento no solo de parodiar diversos elementos del cine de terror, sino también de las poses y gestos artísticos del rock, además de proponer una mirada hacia las tensiones internas que vienen con la popularidad y los egos en colisión. Y eso no está mal, pero el problema no es solo que ya se ha hecho eso, sino que se ha hecho con mucha más energía y creatividad. En cambio, aquí el planteo se agota rápidamente, en un relato que pasa demasiados minutos girando en el vacío. Se podrá decir que en Terror en el Estudio 666 hay algunos chistes que funciona y que el giro del final -luego de una sanguinolenta acumulación de cadáveres- no deja de tener cierto riesgo a partir de las inquietantes posibilidades que introduce en el acto creativo. Pero no hay mucho más que eso y hay que esforzarse un montón -demasiado en realidad- para pasar por alto que la puesta en escena es ciertamente perezosa, que los Foo Fighters están lejos de ser buenos actores (y ni siquiera se juega con eso desde la autoconsciencia) y que la pretendida reflexión sobre los egos en la música no deja de ser bastante ególatra. En Terror en el Estudio 666 desfilan varios nombres relevantes en distintos cameos (Will Forte, John Carpenter, Lionel Richie, Jenna Ortega) pero no deja de ser una comedia de horror con poco humor y nulo terror, cuya mediocridad solo es celebrada porque tiene a los Foo Fighters al frente.
LOS PECADOS CAPITALES DE CIUDAD GÓTICA Películas-evento como Batman suelen mostrar la facilidad con la que buena parte de la crítica cae en lugares comunes al momento de hacer análisis que terminan siendo -siendo muy generosos en la calificación- perezosos. Un par de ejemplos ilustrativos: describir (y al mismo tiempo elogiar con el adjetivo) al film como “muy oscuro”, como si eso fuera una virtud en sí misma y pasando por alto que el Hombre Murciélago es un personaje casi inevitablemente oscuro; o afirmar que estamos ante “la mejor película de Batman desde El caballero de la noche”, como si fuera tan difícil superar a la despareja El caballero de la noche asciende, el bodoque de Batman vs Superman: el origen de la justicia y la fallidísima Liga de la Justicia. Pero el lugar común más interesante -valga la contradicción- surgió a partir de declaraciones del propio realizador de la película, Matt Reeves, quien explicó que Zodíaco, aquel notable film de David Fincher, fue una fuente importante de inspiración para Batman. Obviamente, muchos críticos se prendieron de esas declaraciones para hacer comparaciones entre obvias y apresuradas. Es que si bien es cierto que el Acertijo y sus crímenes remiten al Zodíaco -en particular, al homicida real-, lo cierto es que la película de Fincher se focalizaba mucho más en las búsquedas obsesivas de los investigadores. En verdad, el film de Reeves tiene otra obra emblemática de Fincher como espejo: nos referimos a Pecados capitales, y no solo por la iconografía urbana lluviosa, sucia y decadente. También porque la puesta en escena parece avalar la perspectiva del villano: la Ciudad Gótica que nos muestra Reeves es una urbe corrupta y aparentemente irredimible, donde la violencia y el castigo a través de la muerte parecen ser la única solución posible. Durante gran parte de su metraje, Batman es un policial negro hecho y derecho, con el Hombre Murciélago y el teniente Gordon tratando de descifrar los mensajes que dejan los crímenes del Acertijo. Esa pesquisa, donde no importa tanto la identidad del asesino sino lo que dicen los asesinatos que perpetra, es manejada con habilidad por Reeves, aunque no deje de ser un relato que, cuando se lo piensa mínimamente, podría resolver sus conflictos en menos de dos horas. ¿Entonces por qué casi tres horas? El film parece obligarse a sí mismo a ser no solo un policial negro, sino también un artefacto que despliega tramas y subtramas que buscan reflexionar sobre los modos de aplicación de la justicia, los comportamientos de los sectores del poder establecido, los lazos familiares y las repercusiones de acciones pasadas en el presente, con referencias a hechos reales incluidas. Esa ambición de por sí no está mal, excepto cuando luce forzada por la mecanicidad del guión y determinados rasgos de la puesta en escena, que es lo que precisamente ocurre en Batman, hasta rozar lo pretencioso. Quizás por no poder salir de la pose, de la impostación de la “oscuridad” y de la construcción de un mundo podrido, es que Batman no puede llegar a ser un film donde todas sus tonalidades lucen artificiales, frías, casi inocuas. Eso se nota particularmente en una escena que debería ser decisiva, en la que Bruce Wayne interroga a Alfred sobre el pasado familiar. Es un momento donde se pone en juego el rol de Bruce Wayne como eje moral de la historia, como alguien que debe hacerse cargo de que su apellido no es impoluto, pero también de que su camino no puede ser solo el de la venganza. Sin embargo, eso no termina de delinearse por completo, en buena medida porque Reeves, que es un realizador capaz de delinear planos o secuencias físicas muy virtuosos, no muestra la sensibilidad e inteligencia suficientes para generar empatía por lo que le sucede al protagonista. En Batman pasa de todo, desde hechos bastante terribles hasta recorridos de progresiva redención y aprendizaje, que incluso se permiten confrontar con las atmósferas tétricas que construye en la mayoría de su metraje. Y hay que reconocer que sus tres horas no pesan, que Reeves exhibe un dominio de las herramientas narrativas que lleva a que el film nunca caiga en el aburrimiento. Aún así, se produce algo paradójico: por un lado, se percibe que la película tiene casi una hora de más y, por otro, que el universo que arma está incompleto y que harán falta nuevas entregas para finalizar ese proceso. Batman es una película grandota e inflada, a la que en el fondo se le nota que no es mucho más que un policial correcto y bien filmado, pero poco original, que necesita de un espectador (y de una crítica) que sobrevalore sus contados logros.
UNA IDEA Y MUCHOS GOLPES DE EFECTO Hay muchas películas que pueden tener unos cuantos minutos iniciales relativamente interesantes, dado por la premisa, algunas escenas puntuales o actitudes de los personajes que captan la atención. Claro que ese nivel hay que sostenerlo durante lo que resta del metraje, porque si no los méritos se van disolviendo con el correr de la narración. Es el caso de La llamada final, que amaga con ser una Clase B de terror con algo de lucidez, pero se va desmoronando hasta convertirse en otro producto mediocre más. El film de Timothy Woodward Jr. está situado en 1987, en una pequeña ciudad a donde arriba un joven, quien entabla amistad con una compañera de colegio y luego con su grupo de amigos, acompañándolos eventualmente hasta la casa de una anciana (Lin Shaye, exprimiendo su iconicidad surgida a partir de la saga de La noche del demonio) que está supuestamente vinculada con la muerte de una niña y a la que buscan hacerle la vida imposible. Esa sesión de tormento es apenas una más de muchas, que llevan a la mujer al suicidio, aunque su muerte solo será el principio de todo, ya que antes dejará unas cuantas instrucciones. Su marido (Tobin Bell, otro que exprime su iconicidad, pero surgida de la saga de El juego del miedo) es el encargado de consumarlas, convocando a los cuatro jóvenes responsables de la muerte de la esposa para que cumplan una pequeña consigna: hacer una llamada a un celular que está en el ataúd de la fallecida y pasar un minuto al teléfono, a cambio de cien mil dólares para cada uno. Obviamente, lo que parece ser extravagante pero fácil de cumplir, termina siendo algo pesadillesco, porque del otro lado los atenderá alguien con sed de revancha y la capacidad de explotar sus peores miedos. Los primeros minutos en donde conocemos a ese cuarteto variopinto de jóvenes protagonistas parece tomar algunas lecciones de las películas de John Hughes y Richard Linklater, mientras que la presentación del conflicto nos prepara para algo que podría ser un capítulo de La dimensión desconocida. Sin embargo, la primera vertiente es rápidamente abandonada, mientras que la segunda ya muestra un desafío relevante, que es el del riesgo de la repetición del mecanismo intrigante. Y lo cierto es que tanto el guión como la puesta en escena se muestran incapaces de encontrar un imaginario consistente que respalde la idea original. De ahí que ya incluso antes de llegar a la mitad del metraje, el film agota sus recursos y luego se dedica a acumular golpes de efecto sin orden ni coherencia, cayendo en toda clase de lugares comunes y quitándole entidad a sus personajes a partir de un psicologismo barato. Ya entrada la última media hora, La llamada final directamente aburre y expone las dificultades que afronta esa segunda o tercera línea del cine de terror -destinada mayormente a festivales del género o plataformas hogareñas- a la que, salvo contadas excepciones, se le nota demasiado las costuras y hasta cierto amateurismo. De ahí que vuelva a surgir la pregunta sobre por qué estos films siguen estrenándose y ocupando salas en nuestro país.
PODRÍA HABER SIDO PEOR Hay toda una línea -bastante consolidada, por cierto- del cine argentino que busca construir conflictos dentro de espacios acotados y con una cantidad reducida de personajes. Y que lo hace con un nivel de remarcación y solemnidad que suele derivar en experiencias que rozan lo insoportable: films como Amor bandido y Encontrados son apenas ejemplos recientes. Si tomamos en cuenta esos antecedentes, más lo que insinuaban la sinopsis y el trailer, de Noche americana se podía esperar lo peor. Pero aunque esas predicciones no se cumplen, no estamos precisamente ante una película lograda. El film de Alejandro Bazzano se centra en Iván (Alan Daicz), un joven uruguayo que aguarda a tomar un vuelo que irá de Roma a su hogar, luego de un considerable recorrido europeo. Ese retorno es también en parte una huida, ya que acaba de terminar una relación sentimental de forma un tanto tortuosa. Sin embargo, el vuelo se cancela y es trasladado junto al resto de los pasajeros a un hotel. Allí conoce a Michelle Simon (Florencia Raggi), una estrella de cine con la que terminará teniendo lo que parece inicialmente una aventura de una noche. Pero esa noche se hará mucho más larga y complicada cuando aparezcan en escena el marido y la hija de la actriz, más dos chantajistas que intentarán extorsionarla. Así, lo sexual pasará a ser emocional y policial a la vez, con Iván teniendo un rol tan involuntario como decisivo en las distintas acciones. Si Noche americana arranca como una comedia con ligeros toques dramáticos, luego pasa a ser una comedia negra, después un drama, un policial y, finalmente, todo eso junto. Al mismo tiempo, ese hotel donde transcurre el relato se convertirá en un espacio donde habitan un conjunto considerable de reflexiones sobre la fama y la fascinación que esta ejerce; los vínculos sentimentales y familiares; y los miedos relacionados con los secretos personales, entre otras cuestiones. Todo ese combo narrativo, estético y temático es llevado adelante por una amalgama de personajes que rozan diversos esquematismos, diálogos repletos de lugares comunes y algunas actuaciones totalmente desbordadas, con Luis Cao, como uno de los estafadores, llevándose el premio mayor. Quizás lo único que impida que Noche americana sea un completo desastre es la convicción con la que Bazzano sostiene la puesta en escena, sin dejar de hacerse cargo de que todo lo que cuenta es bastante inverosímil. Las tramas y subtramas se superponen y avanzan sin cesar, casi sin dejarle espacio a la duda del espectador, lo que impide que los noventa minutos del film no se conviertan en agobiantes o soporíferos. Sin embargo, no sirven para ocultar que todo está sostenido en un andamiaje tan endeble como pretencioso, un despliegue de supuesta astucia que no es tal, porque todo lo que se escucha y mira ya fue dicho o mostrado de forma mucho más sólida. Noche americana existe, pero no mucho más, y nunca queda claro para qué, aunque no canse u ofenda.
TAN INOFENSIVA COMO OLVIDABLE Hay un puñado de géneros que en las últimas décadas Hollywood tiene bastante abandonados, aunque de vez en cuando intente resucitarlos, con resultados dispares: uno es la comedia romántica, que tuvo estrellas emblemáticas, pero ahora parece ir a contramano del cinismo actual. El otro es el de aventuras, que suele presentar mundos y personajes que muchas veces chocan contra la pulsión contemporánea por el CGI. Uncharted: fuera del mapa es un nuevo intento por revitalizar el segundo género y sus esfuerzos son innegables, pero también sus fallas. Hay un par de cuestiones llamativas en el film de Ruben Fleischer. La primera es que se apoye en una saga de videojuegos que ya desplegaba unas cuantas referencias cinematográficas, como la saga de Indiana Jones. Es cierto que había un mundo de personajes y situaciones por explorar para trasladar el espíritu lúdico a la pantalla grande, pero también que la escasez de ideas originales generaba la necesidad de acudir a materiales que en verdad eran reversiones de paradigmas ya establecidos. La segunda es que, a pesar del tiempo de desarrollo del proyecto (más de una década, con diferentes directores vinculados a la producción, como David O. Russell y Shawn Levy), la trama muestra muchos cabos sueltos. Quizás haya tenido que ver en parte porque, si bien Mark Wahlberg iba a estar a cargo del protagónico, finalmente este haya quedado a cargo de Tom Holland, lo que implicó una reconfiguración de la narración. Así, Uncharted: fuera del mapa se construye en buena medida como una precuela o film de origen, mostrando a un joven Nathan Drake (Holland) y sus comienzos como buscador de tesoros junto a su mentor y compañero Victor Sullivan (Wahlberg). El relato se estructura entonces alrededor de la búsqueda de un enorme cargamento de oro escondido por Fernando de Magallanes y su tripulación hace cientos de años, luego de su famosa expedición que buscó dar la vuelta al mundo. Aunque claro, no son los únicos en busca de ese tesoro: también trata de encontrarlo Santiago Moncada (Antonio Banderas), descendiente de la familia que financió el viaje de Magallanes, que tiene bajo su mando a un grupo de mercenarios cuya líder tiene varias cuentas pendientes con Sullivan. La búsqueda tendrá, obviamente, una diversidad de obstáculos, entre los cuales están las posibles traiciones entre aliados improvisados y un conjunto de enigmas (pero también pistas) relacionados con el pasado de Drake y su vínculo con su hermano mayor, Sam, a quien no ve hace largo tiempo. Es cierto que, sin descollar, Uncharted: fuera del mapa tiene un conjunto de escenas de acción bastante divertidas. No solo la publicitada caída desde un avión -con una dosis de vértigo que se impone al CGI-, sino también una extensa recorrida por las calles y catacumbas de Barcelona en medio de trampas y pasadizos secretos, y una persecución final donde los barcos y helicópteros se unen de formas inesperadas. Allí la narración va de la mano del movimiento y la película fluye sin demasiados inconvenientes. Sin embargo, hay un problema grande que el film no puede resolver, que es la configuración de sus personajes: si el Drake de Holland es un muchacho simpático, pero que debe explicar todos sus conflictos sentimentales y morales; el Sullivan de Wahlberg quiere construir simpatía desde el cinismo, pero luce demasiado forzado. Pero lo peor viene por el lado de los secundarios: las decisiones que se toman con los personajes de Moncada y Chloe Frazer (Sophia Ali) son bastante incomprensibles y los convierte en meras piezas del guión. Esa dificultad insuperable que tiene Uncharted: fuera del mapa para construir personajes atractivos -algo en lo que eran exitosas sagas como Jumanji y La leyenda del tesoro perdido– la condenan a una medianía entre inofensiva e intrascendente. Y si la película se preocupa en demasía por dejar todas las puertas abiertas para la construcción de una franquicia, no despeja las dudas sobre cómo hará para aplicar todas -no solo algunas- las reglas básicas del género en las posibles futuras entregas.
EL DÍA DE LA INDEPENDENCIA DESPUÉS DE MAÑANA Posiblemente a partir del insólito éxito de Día de la Independencia, Roland Emmerich se convenció de que estaba destinado a ser el rey del cine de desastre hollywoodense. Para eso hay que tener un gran ego, algo que al realizador le sobra, si tomamos en cuenta sus declaraciones en diversas entrevistas. Además, se necesita vocación creativa y cierta devoción por el género, y también algo de eso ha mostrado Emmerich, aunque con numerosos altibajos. Es que El día después de mañana tiene un relato sólido y eficaz; El ataque es una grasada tan autoconsciente como disfrutable; y la primera hora de 2012 funciona casi a la perfección. Por el contrario, Godzilla es por momentos inmirable; la segunda mitad de 2012 y Midway exhiben unos cuantos problemas; y mejor ni hablar de Día de la Independencia: contraataque, esa secuela tardía e indefendible. Contra viento y marea sigue adelante Emmerich con su propósito en la vida, y entonces nos trae Moonfall, que presenta una premisa tan sencilla como compleja: una misteriosa fuerza saca a la Luna de su órbita alrededor de la Tierra, con lo que la pone en curso de colisión contra nuestro planeta y rumbo a acabar con toda la vida existente. Decimos sencilla porque, al fin y al cabo, a lo que vamos a los espectadores es a ver imágenes potentes que nos muestren qué pasaría si nuestro satélite empezara a acercarse demasiado. Y decimos compleja porque, para llegar a ese escenario, el realizador monta toda una trama repleta de conspiraciones y mitología alienígena completamente disparatada -que encima roba de todos lados- que solo podría ser enunciada por un freak como el interpretado por John Bradley, en un rol que parece hecho a su medida. Él, junto a dos astronautas interpretados por Halle Berry y Patrick Wilson, serán los improvisados encargados de llevar adelante una misión aún más disparatada para salvar al planeta, que afronta catástrofes de cada vez mayor escala. Así, Moonfall arma un relato que luce como un cruce entre esa ciencia ficción inflamada e inflada de Día de la Independencia y la del escenario catastrófico estilo El día después del mañana. El problema es que a Emmerich le cuesta bastante más encontrar el ritmo apropiado para disponer de forma mínimamente ordenada todos los elementos narrativos. Por eso es que quizás el film solo en contadas ocasiones encuentra la dinámica apropiada: si en muchos pasajes se muestra algo timorato y lento, en otros acumula eventos a las apuradas y un poco torpemente. Hay incluso algunos personajes directamente anémicos, sin sustancia alguna y con interpretaciones que rozan lo paupérrimo, como el del hijo de Wilson y el ex esposo de Berry, que encima tienen espacios importantes dentro de la subtrama familiar y territorial que va en paralelo a la misión a la Luna. Sí hay que reconocerle a Emmerich que, cuando se esfuerza, es capaz de llevar a su concreción ese componente esencial del cine catástrofe, que son las imágenes impactantes a partir de sus marcos de destrucción a todo nivel. Ahí tenemos un puñado de escenas donde la Luna se convierte en un objeto tan bello como atemorizante, capturando la atención del espectador y recuperando algo de la fascinación apocalíptica que estaba reducida al mínimo en Día de la Independencia: contraataque. Eso, más cierta vocación explícita por el absurdo y una autoconsciente falta de sentido del ridículo -en especial en los minutos finales, que abrazan el artificio con fervor-, convierten a Moonfall en una experiencia llevadera y algo divertida, aunque muestre a Emmerich todavía lejos de su mejor forma.
EL OSCURO CIRCO DE LOS MARGINALES El cine de Guillermo del Toro siempre estuvo focalizado en los deformes, en los marginales, en esa gente que está siempre en los bordes del sistema, por contexto o por decisión propia. Eso quizás lo convierta en una especie de heredero del cine de Tim Burton, a partir de cómo convierte ese aspecto temático en nudos centrales de sus construcciones estéticas y narrativas, que logran atravesar diversos ensamblajes genéricos. Claro que ese parecido con el realizador de Beetlejuice juega a favor y en contra: al igual que Burton, del Toro cae a veces en la pose visual y el gesto lindante con lo demagógico. Si las películas de Hellboy son puro movimiento en los márgenes, La cumbre escarlata se queda en el preciosismo visual y varios pasajes de El laberinto del fauno y La forma del agua caen en una corrección política un tanto obvia. Por momentos, no queda claro cuánto le gusta a del Toro apartarse de la norma o si en verdad solo quiere estar en el centro del prestigio hollywoodense. Esa tensión entre la reivindicación de la otredad y la necesidad de pertenencia al campo dominante vuelve a aparecer en El callejón de las almas perdidas, que igual es una película con una cuota importante de riesgo. Para que quede claro: solo porque venía de ganar el Oscar es que del Toro pudo filmar esta película oscurísima que, a pesar de estar repleta de estrellas, está lejos de poder convocar público a un nivel masivo. Más aún en estos tiempos pandémicos, que tienden a ahuyentar a los espectadores adultos de las salas. El realizador podrá filmar Pinocho para Netflix, pero hay que reconocerle su voluntad un tanto suicida de mantener un pie en la pantalla grande y llevar a cabo esta nueva adaptación de la novela de William Lindsay Gresham, que ya había sido llevada al cine en 1947. Con el material literario como base, del Toro se propone construir un policial negro en la línea del film noir que tuvo un auge entre la década del 30 y la del 50, uno de esos relatos repletos de seres amorales y que se adivinan trágicos desde el primer minuto. En este caso, situado durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial y centrado en Stanton (Bradley Cooper), a quien ya en el arranque lo vemos enterrando un cadáver y huyendo hacia ninguna parte. Ese escape sin rumbo lo llevará a cruzarse con los variopintos integrantes de un circo nómade, de los que aprenderá todos los trucos posibles para engañar a ese público incauto y crédulo, que está siempre predispuesto a dar como ciertos todo lo que ve, o cree ver. En general silencioso, pero también encantador a su manera, además de conscientemente corrupto, Stanton emprenderá un camino “artístico” propio, que le permitirá montar un espectáculo en el que pretende ser una especie de mentalista, y que lo llevará a cruzarse con una psicóloga (Cate Blanchett), con la que entablará una alianza para estafar gente que será tan productiva como peligrosa. No es casualidad que El callejón de las almas perdidas se ocupe de remarcar numerosas veces la época en la que transcurre, tratando de poner en crisis una época idealizada por el imaginario histórico estadounidense y hasta intentando trazar un retrato sobre esas clases bajas que estuvieron atravesadas por las secuelas de la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión, y que, cuando intentaban tomar aire, les tocó afrontar un nuevo conflicto bélico tras el bombardeo a Pearl Harbor. Stanton es alguien que busca escapar de esa condición social mediante la trampa constante, engañando a integrantes de las clases privilegiadas e incluso reivindicando su condición de criminal ligeramente sofisticado, aunque esa misma amoralidad será la que finalmente lo condene a un destino trágico. A diferencia de otras criaturas deformes del realizador, para él no habrá redención o reconstrucción posible. Si todo esto está reflejado en las atmósferas cuidadosamente construidas por del Toro, quizás el gran pecado del guión esté en los subrayados algo innecesarios, que eventualmente afectan a la puesta en escena, que termina algo resentida, no por falta de información, sino por exceso. El callejón de las almas perdidas se ve demasiado necesitada de explicitar su mirada pesimista sobre el mundo que construye, cayendo incluso en algunas gestualidades que bordean la manipulación, como en el plano final. Pero, por suerte, del Toro no es Iñárritu ni el Cuarón de Roma, y por eso se aferra a las reglas genéricas para así configurar un film digno e interesante, aún con sus fallas y desniveles.
EL PISO QUE TAMBIÉN ES TECHO Uno ya puede intuir las virtudes, pero también los defectos, el rango de posibilidades, pero también los límites de Scream (Grita) en los taglines que aparecen en los pósters: “es siempre alguien que conoces” y “el asesino está en el póster”. Allí ya podemos ver el juego narrativo, la manipulación (divertida, estimulante incluso) de las expectativas, pero también la inevitable previsibilidad cuando se entra en la fase final de ese proceso lúdico. Quizás ese piso y ese techo, tan cercanos entre sí, estuvieron presentes siempre en la saga de Scream, pero en esta nueva entrega son más palpables que nunca, aunque eso no le quita interés e incluso, paradójicamente, lo fomenta aún más. Si la primera parte de Scream era un meta-slasher que reformulaba el género desde la autoconsciencia que Wes Craven ya había insinuado en La nueva pesadilla; la segunda utilizaba a su favor todos los elementos posibles de las secuelas; y la tercera buscaba explorar los giros inevitables de las trilogías o franquicias extendidas. Si la cuestión del público, sus conocimientos y capacidad de influencia había estado siempre presente en la saga, la cuarta entrega ponía eso en primer plano, indagando en el papel de las redes sociales y los deseos de fama y exposición. Lo cierto es que esta quinta película realiza un movimiento que parece envolver, en diversas formas, a las búsquedas de todas sus predecesoras. Por un lado, se propone como una secuela-legado autoconsciente, que introduce personajes nuevos, pero también trae varios de los originales, para así releer el pasado en función de crear un futuro posible para la franquicia. Por otro, hace hincapié en ese espectador entre fanático y nostálgico, que evoca los films originales como tesoros de sus infancias o adolescencias a los creen que no se puede mancillar, y que siempre necesita de un anclaje en ese pasado idealizado para aceptar que Hollywood siga explotando las propiedades. Por eso el film no se llama Scream 5, sino Scream, coqueteando con la repetición de la original, pero para darle pie al inicio de una nueva era. A la vez, establece un diálogo con revitalizaciones de franquicias como Halloween (quizás la más paradigmática), aunque también podríamos incluir otras recientes como Ghostbusters: el legado y Spider-Man: sin camino a casa. Y, de paso, tira un par de dardos contra ese público que gusta del cine de terror culto y algo culposo -como The Babadook, La bruja y El legado del diablo-, porque en el fondo desprecia al género y quiere pensar que también está viendo films con comentarios sociales, políticos, éticos y morales. El retorno a Woodsboro -con toda su iconicidad a cuestas- que plantean los directores Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett es uno ácido y juguetón, pero también un poco contradictorio y hasta algo hipócrita, porque no deja de incurrir en lo mismo que parece criticar. Es que si el discurso de Scream (Grita) pareciera criticar a esa vertiente contemporánea donde el terror ha cobrado una solemnidad y pretenciosidad algo tóxica, lo cierto es que el film no puede evitar hacer sus propios comentarios seudo sociológicos y hasta delinear un drama entre psicológico y genético algo esquemático. Quizás esto suceda en buena medida porque los realizadores son parecidos a Wes Craven, un genial cineasta popular que a veces tenía demasiada necesidad de mostrarse inteligente y sagaz. Bettinelli-Olpin y Gillett son directores con talento para la puesta en escena y la creación de atmósferas, aunque en varios pasajes se dejan llevar por la necesidad de explicar todo con diálogos o monólogos excesivamente astutos. De ahí que no extrañe que Scream (Grita) sea una película que funcione mucho mejor cuando narra desde el movimiento y la tensión, y que flaquee en sus últimos minutos, cuando se detiene y quiere explicarse solo desde el habla. Aún con esas salvedades, Scream (Grita) cumple con su objetivo, es decir, darle aire fresco a la saga sin dejar de evocar el espíritu original. Y si por un lado deja flotando la duda sobre si hay más material narrativo o estético para abordar en futuras entregas, el conteo de cadáveres nos da pistas sobre posibilidades futuras: al fin y al cabo, todavía quedan varios cadáveres del pasado para seguir construyendo futuro.