DEMASIADA FRIALDAD En su debut en la ficción, Lucía Vassallo (que venía de dirigir los documentales La cárcel del fin del mundo y Línea 137) hace una apuesta ciertamente arriesgada: un relato que se propone incomodar desde un tratamiento sobre lo corporal emparentado con lo obsesivo y lo patológico, de la mano de lo sexual y lo identitario. Sin embargo, Cadáver exquisito termina siendo un film donde los formalismos en la puesta en escena se imponen sobre la coherencia narrativa, convirtiéndola en una experiencia tan distante como confusa. El film se centra en Clara (Sofía Gala Castiglione), una joven maquilladora que un día encuentra a su novia, Clara (Nieves Villalba), en la bañera de su casa, flotando casi sin signos vitales. Mientras Clara está hospitalizada en estado de coma, Blanca trata de seguir adelante amparándose en los recuerdos de su vínculo de pareja, aunque eso también es puesto en crisis cuando empieza a descubrir aspectos de la vida de Blanca que desconocía. Todos esos eventos sumados la llevarán a una alteración en su personalidad, emprendiendo un camino para transformarse física y psíquicamente en una especie de réplica de Clara, buscando poseer esa identidad inerte y darle nueva vida, aunque eso la lleve al límite de su propia existencia. Si ya el argumento tiene una complejidad importante y requiere de un espectador que se compenetre con una protagonista marcada por su carácter obsesivo, Vasallo suma elementos disruptivos: no solo el albinismo de Clara, que le permite utilizar el blanco de su cuerpo como contraste frente a las ambigüedades de su pasado; sino también una trama con toda clase de idas y vueltas temporales y espaciales; referencias a cuestiones genéticas y químicas; y el uso de la danza butō como enlace para expresar implicancias corporales y psicológicas de ciertos momentos decisivos de la película. Sin embargo, Cadáver exquisito se va enredando sobre sí misma, porque parece más preocupada por mostrar solemnidad y extrañamiento en los eventos que narra que por acercar al espectador al juego retorcido, pero potencialmente interesante que propone. El resultado, entonces, termina siendo un improductivo distanciamiento frente a lo perturbador del conflicto que atraviesa a Clara en su relación con Blanca -presente y a la vez ausente en su vida y su identidad- y con ella misma. A medida que van pasando los minutos, todo se va a haciendo cada vez más confuso y finalmente irrelevante, con unos minutos finales plagados de arbitrariedad. Eso se traslada a las actuaciones, tan impostadas que quedan a contramano de lo que pide el relato. En Cadáver exquisito hay algunas ideas atractivas y originales que nunca llegan a fluir de la manera apropiada, lo que la conduce a una frialdad intrascendente.
UN MUNDO PEQUEÑO Debo admitir que disfruté medianamente de Jurassic World Dominio, pero que al mismo tiempo me cuesta encontrar una justificación medianamente razonable para ese disfrute. Se podrá apelar a la necesidad de pasarla bien sin pensar demasiado, a la típica frase “es una película pochoclera”, pero creo que, finalmente, todo tuvo que ver con las expectativas: esperaba muy poco de una saga que ya consideraba agotada, luego de una primera parte que, a pesar de sus méritos narrativos y de puesta en escena, lo que hacía era actualizar mínimamente el argumento original, sin llegar a innovar demasiado; y de una segunda entrega, El reino caído, que tenía un arranque prometedor, para luego enredarse en demasía y caer en una trama de encierro tan enredada como irrelevante. Por eso, quizás, los pocos hallazgos de este cierre terminaron pesando más que un argumento que, en cuanto se lo piensa un poco, se cae a pedazos. Lo cierto es que Jurassic World Dominio tenía algunos elementos que podían jugar a su favor: desde el planteo (que retomaba el final de El reino caído) de un mundo donde los dinosaurios comenzaban a interactuar con todas las especies, incluida la humana, a escala planetaria; hasta los retornos de Sam Neill, Laura Dern y Jeff Goldblum, protagonistas de la trilogía de Jurassic Park, con todo lo que implicaban sus respectivos legados. Estaban dadas las condiciones entonces para una salida del esquema de repetición y encierro -por más que sea en espacios inmensos como los parques de diversiones- al que parecía sometida la franquicia, además de una posible línea narrativa que potenciara la oscuridad que siempre la sobrevoló. Y algo de eso asoma en la película, principalmente en su primera mitad, que va de un lado al otro del mundo con bastante vértigo. Esa alternancia espacial le permite disimular un poco las incoherencias e indecisiones de un relato que saca de la galera una amenaza para la provisión alimentaria a escala global, producto de un experimento tan ambicioso como fallido de una corporación que quiere sacarle todo el jugo posible a las posibilidades que plantea la combinación de ADN de los dinosaurios con el de los humanos. Esa especie de thriller corporativo con condimentos de acción termina conduciendo, en la segunda mitad del film, a otro lugar donde los dinosaurios están supuestamente contenidos y bajo control hasta que no, hasta que los desmedidos deseos de un empresario malvado (un Campbell Scott totalmente desdibujado) hacen que todo estalle por los aires. Ahí es donde queda claro que Colin Trevorrow, director y coguionista (que ya había cumplido un rol similar en Jurassic World), no tiene la capacidad o el atrevimiento suficiente para contar algo realmente nuevo. Por eso Jurassic World Dominio queda condenada a reincidir en los ya clásicos discursos moralistas sobre los peligros de la ciencia cuando choca con la naturaleza; desperdicia la iconicidad que podían transmitir Neill, Dern y Goldblum, que cumplen papeles poco relevantes; y a lo sumo se conforma con delinear una aventura de conformación familiar relativamente aceptable. Hay sí un puñado de secuencias de acción y algunas ideas narrativas que nos indican la película que podía ser Jurassic World Dominio y que finalmente se resigna a no ser. Ahí tenemos, por caso, una instalación clandestina donde una variopinta galería de criminales trafica dinosaurios con diversos orígenes y destinos; y una vibrante doble persecución urbana en Malta con dinosaurios, motos y camiones destruyendo media ciudad. Son elementos disparatados y divertidos, que insinuaban una historia más ambiciosa y potente, pero que nunca llegan a ser más que chispazos creativos en una película que se conforma con poco y que incluso se autoboicotea en sus propósitos de ser una clausura recordable y cautivadora. En Jurassic World Dominio rara vez aparece la sensación de peligro y miedo, porque se imponen fórmulas que son mínimamente efectivas, pero nunca disruptivas.
PERSONALIDADES Y META-PERSONALIDADES La carrera de Nicolas Cage ha sido un subibaja constante, y no solo por la cantidad de películas en las que participó (desde el 2010 en adelante viene promediando unas cuatro producciones por año), sino también por la diversidad que muestra su filmografía: desde películas de acción baratas y mediocres (Tokarev, Arsenal), hasta dramas independientes con ambiciones de prestigio (Joe, Pig), pasando por tanques animados (Spiderman: un nuevo universo, Los Croods) y hasta films de terror con ánimos de salir de lugares comunes (Mandy, El color que cayó del cielo), y seguro que algo se nos olvida en este repaso rápido. Pero su caso parece ser diferente al de Bruce Willis, que se refugió en el mercado doméstico de las películas de acción, y no solo por la variedad de narraciones y estéticas: también porque Cage casi siempre parece estar poniendo un nivel de energía inusitado en cada película, dejando en claro que hay algo de su personalidad que siempre impregna la pantalla, para bien y para mal. El peso del talento busca hacerse cargo de ese “para bien y para mal”, construyendo un argumento donde no solo Cage hace de sí mismo, sino que incluso permite una examinación de su carácter de estrella y cómo eso va de la mano de su forma de ser, hasta que no se distingue una parte de la otra. Por eso estamos ante una película que es muchas películas a la vez, a partir de un argumento que tiene una cuota considerable de enredos: Cage está en la lona -a nivel artístico, pero también financiero y personal- y por eso debe aceptar a regañadientes un jugoso cheque para viajar a España y asistir a la fiesta de cumpleaños de un millonario llamado Javi Gutierrez (Pedro Pascal), que resulta ser un capo de la droga que acaba de secuestrar a la hija de un importante político. Esto llevará a que Cage termine involucrado en una operación de la CIA para rescatar a la joven, mientras debe lidiar con su crisis existencial y reexaminar su ego. Si El peso del talento es, en el fondo, un relato sobre un hombre haciéndose cargo de que no puede estar todo el tiempo mirándose el ombligo, el film de Tom Gormican acumula una multitud de elementos que pretenden decir muchas cosas más. De hecho, se la puede enlazar con otras películas como Una guerra de película o JCVD, que también indagaban en los egos actorales y en la industria cinematográfica como una maquinaria que se devora personas, instituciones y hechos. En el film conviven un relato de amistad entre dos tipos tan megalómanos como inseguros (Cage y Javi); un examen sobre las demandas de la paternidad; un análisis sobre la relación entre público y estrella, y la influencia del universo cinematográfico en la vida de las personas; y una comedia de acción y espionaje, entre varias cosas más. Para sustentar ese ensamblaje, hay un despliegue de ideas bastante potentes -por ejemplo, el alter ego desbordado que es Nick Cage-, pero que solo de a ratos hacen sistema y se apoderan de la puesta en escena. Hay, es cierto, una saludable apuesta a la incomodidad, incluso yendo a contramano de las expectativas, con personajes bordeando o cayendo en el ridículo, y quizás el más beneficiado en ese esquema sea el personaje de Javi: es un tipo que siempre concibe al cine como un mundo de fantasía al cual escapar de la angustia de la realidad en la cual vive, pero también como una vía en la cual hallar una oportunidad de redención. En eso es clave también la interpretación de Pascal, que demuestra unos inesperados dotes para la comedia y por momentos hasta se roba la película. Sin embargo, El peso del talento no llega del todo a trasladar la mirada de Javi -y la de Cage, con su frágil egocentrismo-, desperdicia algunos personajes en el camino (como los de Tiffany Haddish y Ike Barinholtz) y se ve obligada a resolver los conflictos mediante giros narrativos un tanto forzados. Al igual que Hechizada, otra meta-película que tenía un planteo interesante no del todo llevado a fondo, El peso del talento es atractiva en el antes y después de su visionado, pero no tanto en el durante. Es un experimento con ciertas dosis de disfrute, pero que no llega a explotar todo su potencial, quizás porque no encuentra -o no se permite- apretar el acelerador a fondo.
LOS PROBLEMAS DE LA ECONOMÍA DE RECURSOS A pesar de haber sido un éxito de público y crítica en el momento de su publicación, podríamos ubicar a Ojos de fuego como parte de una segunda línea en la obra de Stephen King, muy sólida pero alejada de la maestría. Era un relato que combinaba con acierto elementos de Carrie y El resplandor -la maldición de ciertos dones, el rechazo social, la tragedia familiar-, incorporando temáticas derivadas de la paranoia y desconfianza hacia lo gubernamental típicas de los años sesenta y setenta estadounidenses. La adaptación de 1984 tenía una buena dosis de ambición, pero también de experimento fallido -era quizás una película que había llegado demasiado tarde-, aunque tenía a George C. Scott componiendo a un villano más que interesante a partir de la forma en que interactuaba con la protagonista interpretada por una pequeña y ya muy talentosa Drew Barrymore. Lo de Llamas de venganza, más que una remake, es una especie de intento de corrección, tanto al primer film como al libro, que está lejos de conseguir sus objetivos. En buena medida, la corrección que intenta la película de Keith Thomas (de la mano del guión escrito por Scott Teems) va por el lado de la estructura narrativa. El relato se centra en Andy (Zac Efron) y Vicky (Sydney Lemmon), un matrimonio con poderes mentales cuya hija, Charlie (Ryan Kiera Armstrong), ha desarrollado la capacidad para crear fuego, y que huyen de una oscura agencia federal que quiere capturarla para experimentar con ella y convertirla en una especie de arma de destrucción masiva. Cuando Charlie cumple once años, ese poder, que se activa a partir de emociones violentas, se vuelve cada vez más difícil de controlar y, luego de un incidente que revela la ubicación de la familia, un misterioso agente llamado Rainbird (Michael Greyeyes) es enviado para capturarlos, lo que desencadenará una nueva huida y un eventual enfrentamiento final. Si Ojos de fuego (libro y film original) recurrían a idas y vueltas temporales, además de darle un lugar preponderante a los experimentos llevados a cabo por la agencia y las acciones de Rainbird, Llamas de venganza elige una mayor economía de recursos. Esa economía de recursos implica veinte minutos menos de duración -algo raro en estos tiempos de películas con metrajes cada vez más largos- y una mayor linealidad, con buena parte de los acontecimientos resumiéndose en la secuencia de créditos, la ausencia de flashbacks y una mayor concentración en el drama familiar, o más bien, paterno-filial. A eso se le suma un tímido anclaje estético ligado al terror de los setenta y ochenta, particularmente a partir de la banda sonora, coescrita por el gran John Carpenter y realmente muy buena. Pero lo cierto es que ese intento por ser más directo en el planteo de los conflictos lleva a que ningún personaje esté bien desarrollado y que todo suceda demasiado rápido, sin dar tiempo para generar empatía con lo que se ve en pantalla. Se puede intuir, por ejemplo, que seguramente Rainbird y la agencia para la que trabaja tienen un largo historial de conflictividad; que Andy y Vicky han atravesado múltiples obstáculos a partir del desarrollo de sus poderes; y que Charlie es una joven atravesada por múltiples tragedias íntimas y afectivas. Pero todo eso no llega a surgir con la potencia deseada en la narración y la puesta en escena, mientras que los componentes dramáticos requieren de una enunciación constante, que hace a todo demasiado previsible. Paradójicamente, en contraposición a un cine norteamericano que suele pecar de gigantismo, Llamas de venganza es un film al que le falta ambición e ideas claras, que quiere contar su premisa a las apuradas y terminar rápido. Por eso, más que un thriller, un relato de horror o un relato dramático, es un trámite burocrático tan efímero como inofensivo.
FORMA Y FONDO Debo admitir que soy de los que reniegan bastante de la trilogía de El Hombre Araña dirigida por Sam Raimi. No solo de la tercera parte (a la que prácticamente nadie defiende), sino también de las dos primeras. Sí, incluso de El Hombre Araña 2, a la que casi todos aman. Es que, si en el cine de Raimi siempre hay una tensión entre forma y fondo, entre lo que se cuenta y cómo se cuenta, un sendero muy fino que el realizador suele transitar con arrojo y riesgo, casi siempre al borde del desbarranco, en las películas sobre el hombre arácnido no llegaba a haber una fluidez total. Eso restaba potencia y solidez a los conflictos personales -o los hacía caer en subrayados- en las dos primeras películas, mientras que en la tercera había una acumulación de recursos que el relato no conseguía ordenar. De ahí que la perspectiva de Doctor Strange en el Multiverso de la locura, que insinuaba una apuesta al terror, pero también la necesidad de plegarse a la nueva vía argumental del Universo Cinemático de Marvel -que hasta ahora ha progresado de forma muy despareja- me generara bastante incertidumbre. Hay que decir que Raimi pasa el examen de su vuelta al mundo de los superhéroes con cierta holgura, precisamente porque encuentra unas cuantas instancias donde la forma y el fondo confluyen adecuadamente. Lo cual no significa que Doctor Strange en el Multiverso de la locura no sea un espectáculo desparejo, en el que hay una multitud de elementos puestos en juego. La estructura es casi la de una especie de road-movie, en primera instancia, interdimensional: Strange (Benedict Cumberbatch) deberá ayudar a America Chávez (Xochitl Gomez), una joven con el poder -que no puede dominar- de pasar un universo a otro y que es perseguida por una entidad maligna que es mucho más cercana de lo que podría presumir inicialmente. Pero el viaje que emprende Strange también será ético, moral y afectivo, porque esos saltos de un mundo a otro lo pondrán frente a elecciones de todo tipo, que pondrán a prueba su carácter y su mirada sobre el poder. Donde la película de Raimi -y en particular el guión de Michael Waldron- acierta es que hay un antagonismo claro y, especialmente, único, que encarrila la narración hacia una confrontación bien definida. A la vez, Strange encuentra en Wanda Maximoff/Bruja Escarlata (Elizabeth Olsen) un espejo que lo interpela no solo desde los poderes mágicos que ambos ostentan, sino también desde los deseos íntimos que en cierto modo los ligan. Si Wanda quiere poder ejercer sus capacidades sin culpa y se aferra a la idea del reencuentro con sus hijos (que ya venía arrastrando desde la serie WandaVision), Strange también arrastra ese amor no concretado por la Doctora Christine Palmer (Rachel McAdams), con lo que no puede evitar verse reflejado en esa conflictividad, en el deseo por algo que luce imposible a primera vista, pero que se revela como realizable, aunque a un costo altísimo para los equilibrios espacio-temporales. Raimi aprovecha mucho ese juego de espejos -de hecho, es un tema que está muy presente en su filmografía- y lo lleva a fondo en la puesta en escena, no solo desde lo objetual, sino también desde la mirada, apropiándose de la materialidad de la historia e incluso permitiéndose ingresar en el territorio de lo macabro e inquietante con resultados auspiciosos. Claro que esa apropiación toma un tiempo considerable y en unos cuantos pasajes queda subordinada a todos los elementos marvelianos que trae la película. En Doctor Strange y el Multiverso de la locura pasan un montón de cosas, desfilan una multitud de personajes emblemáticos -muchos de ellos para que la fanaticada aplauda al instante, como acto reflejo y sin preguntarse realmente qué están aplaudiendo- y se introducen quizás demasiados conceptos, hasta convertir a las dos horas de metraje en una experiencia algo confusa, e incluso extenuante. Allí es donde Raimi parece quedar excesivamente subordinado a las necesidades de una franquicia gigantesca y un poco condenado a volcar una gran cantidad de información sin un criterio consistente, perdiendo incluso el eje de los conflictos principales. Por suerte, hacia el final, Raimi vuelve a encontrar el equilibrio entre forma y fondo, termina de convertir a Strange y Wanda en personajes tan trágicos como coherentes en sus decisiones, y hasta se permite dejar algunas huellas productivas de su autoría en el relato. Doctor Strange y el Multiverso de la locura no llega a ser un film distintivo en el Universo Cinemático de Marvel, pero sí muestra una solidez innegable y le otorga nuevas dimensiones a su protagonista. Y no solo dimensiones espaciales y temporales, sino también sentimentales, lo cual no deja de ser un logro considerable.
BALAS QUE PASAN LEJOS Recuerdo que, en su crítica de Betibú señalaba, acertadamente, cómo en esa película todo se enunciaba de forma explícita y remarcada, cómo el subrayado era la norma que conducía la trama hasta quitarle potencia al discurso que pretendía transmitir, que encima estaba repleto de lugares comunes. Viendo En la mira, no pude evitar una sensación similar, por más que sus ambiciones son bastante más acotadas que las del film de Miguel Kohan. Ambos films forman parte de una vertiente del cine argentino que, por más que exhiba cierto profesionalismo en la puesta en escena, también se aferra a una discursividad gritona propia del peor cine nacional de los ochenta y noventa. La película de Ricardo Hornos y Carlos Gil transcurre en uno de esos días que podría ser de absoluta furia para cualquiera: calor y humedad extremos, cortes de luz, piquetes y un largo etcétera. Pero no lo es para Axel (Nicolás Francella), un tipo que es capaz de manejar un trabajo habitualmente estresante como es atender las quejas en un call center con total solvencia, casi sin despeinarse, mientras lidia despreocupadamente no solo con su pareja, sino también con una amante que es directora en la empresa donde trabaja. Hasta que debe atender la última llamada del día y esa tranquilidad se va al demonio, porque el cliente, que se identifica como Figueroa Mont (Gabriel Goity), quiere dar de baja su servicio y no está dispuesto a aceptar las tácticas que Axel tiene aprendidas para disuadirlo. Es más, le informa que lo está observando a través de un rifle de alta precisión y que, si no le da efectivamente de baja el servicio, está dispuesto a asesinarlo. A partir de ahí, comienza un juego de nervios donde Axel queda expuesto frente a un psicópata que lo conoce mucho más de lo que parece inicialmente. Si En la mira consigue aprovechar en su primera mitad ese único espacio donde transcurre casi todo el relato para generar un aceptable nivel de tensión, lo cierto es que, a medida que pasan los minutos, las arbitrariedades del guión empiezan a ser demasiado evidentes, hasta poner en riesgo el verosímil de lo que se está contando. A eso hay que agregarle una sumatoria de frases y monólogos -mayormente en boca del personaje de Figueroa Mont-, pero también situaciones, que se pretenden provocadores, aunque en verdad son un compendio de lugares comunes sobre lo malas que son las empresas, lo indefensos que están los clientes, lo opresores que son los ejecutivos y cómo los trabajadores son, siempre, víctimas del sistema obligados a seguir las reglas. Hay, por ejemplo, una secuencia de rebelión de la clase trabajadora frente a la patronal que recurre a un simplismo que haría sonrojar a Jorge Altamira. Lo endeble del esquema argumental de En la mira pretende ser ocultado por un tono cada vez más gritón y supuestamente rebelde, aunque en el fondo no deje de evidenciar un conservadurismo ramplón. Eso queda más patente en la suma de resoluciones para el conflicto central, plagadas de arbitrariedad y facilismo, a la que se agrega un epílogo donde la remarcación -en particular en la última frase- vuelve a ser la variable dominante. Si encima tenemos en cuenta que al film le cuesta una enormidad conseguir aunque sea un puñado de planos que nos recuerden que estamos en el cine, no deja de ser lógico que ya esté pautado el lanzamiento en una plataforma como HBO Max: al fin y al cabo, estamos ante una película que se puede ver sin problemas a través de la pequeña pantalla de una computadora.
LA PASIÓN ANTES QUE EL DISTANCIAMIENTO En el cine de Robert Eggers parece estar siempre sobrevolando lo onírico y lo místico, lo ritual y lo sobrenatural, como factores desestabilizantes, pero también definitorios para la identidad de los protagonistas. Sin embargo, en El hombre del norte, el realizador de La bruja (película de la que ahora reniega) y El faro se aleja de lo horroroso -al menos de forma directa- para adentrarse en lo épico. Y los resultados, por suerte, esquivan el distanciamiento para abrazar lo pasional. Basada en una leyenda medieval escandinava (que a su vez inspiró a William Shakespeare para la escritura de su Hamlet), El hombre del norte sigue la historia de Amleth (Alexander Skarsgård), un príncipe vikingo que, siendo todavía un niño, debe huir de su reino cuando su tío Fjölnir (Claes Bang) asesina a su padre, el rey Horvendill (Ethan Hawke). Durante su escape, jura venganza y rescatar a su madre, la reina Gudrun (Nicole Kidman), pero la chance de hacerlo se le presentará muchos años después, de la mano de una serie de visiones que le indican no solo el momento, sino también la forma de tomarse revancha. Sin embargo, ese camino no será precisamente lineal, ya que muchas de sus creencias y preconcepciones serán puestas en crisis, para bien y para mal, en particular en sus vínculos con dos figuras femeninas: su progenitora y una joven esclava, Olga (Anya Taylor-Joy), que terminará siendo su aliada e interés romántico. La primera mitad de El hombre del norte exhibe una serie de tensiones que están dadas esencialmente por la configuración de un mundo propio por parte de Eggers, que aborda un relato con una estructura fácilmente reconocible, pero que despliega una multiplicidad de personajes enmarcados en una cultura plagada de rituales y creencias distintivos. Hay unos cuantos pasajes donde parece prevalecer más una mirada antropológica que narrativa, como si a Eggers le importara más introducir al espectador a una cultura que a un mito particular, a un lenguaje caracterizado por un sistema de relaciones y no tanto a un conflicto personal donde intervienen mandatos sociales, familiares y afectivos. Pero a medida que Amleth se consolida como personaje, no solo desde la enunciación explícita a través de unos diálogos donde pesa el apego a la poética del material original, sino también desde la fisicidad brutal de sus decisiones y acciones, el realizador consigue ensamblar ambas vertientes. Es decir, unir el retrato de un espacio-tiempo crudo y hostil, con el camino del héroe, que no deja de ser también una tragedia donde cada decisión se va ensamblando con la posterior con una lógica implacable. Si la primera hora no puede evitar cierto cálculo y frialdad por más que la puesta en escena evidencia una bienvenida desmesura -prueba de eso es un notable plano secuencia durante un sangriento asalto a un pueblo- y las intrigas afectivas que se suceden después quedan al borde del artificio, los momentos finales abandonan, saludablemente, toda sutileza y contención. Eggers se deja llevar por la poesía de los relatos épicos, se adentra en la interacción entre lo romántico y lo trágico, no teme zambullirse en el horror que implican algunas decisiones terribles y hasta se permite incorporar una estética ligada a narraciones como las de Conan, el bárbaro. De hecho, los últimos minutos son un combo de sangre, fuego, tripas e imágenes entre pictóricas y oníricas tan disparatado como conmovedor. Película totalmente a contramano del cine que se viene realizando en los últimos años, El hombre del norte hace de la megalomanía una virtud y muestra que la épica directa y sin vueltas todavía es posible, aún en estos tiempos cínicos.
UN ROMANCE PASAJERO Si la comedia romántica tuvo un momento de auge entre los ochenta y noventa, con películas notables como Cuando Harry conoció a Sally, Mujer bonita, Sintonía de amor, Cuatro bodas y un funeral, La boda de mi mejor amigo y Tienes un e-mail, ya hacia finales del Siglo XX y principios del nuevo milenio empezó a mostrar crecientes dificultades para trabajar los conflictos relacionados con el amor. Quizás fue el cambio de época -y habría que pensar cuál fue el rol que cumplió una serie bastante autoconsciente como Sex and the city-, pero el discurso que enunciaban estrellas como Julia Roberts o Meg Ryan ya no tenía el mismo impacto y no surgía un recambio a la altura. Por eso empezaron a aparecer películas que creaban premisas bastante enredadas como vehículos para adentrarse en lo romántico, porque ya no bastaba con los dilemas personales de los personajes. Ahí teníamos entonces a films como 27 bodas, Soltero en casa, Experta en bodas y La propuesta, donde no pesaba tanto el amor como la comedia de enredos, que muchas veces iba de la mano con reflexiones bastante superficiales y explícitas sobre los vínculos sentimentales. Producciones discretas, a lo sumo correctas, que por ahí cumplían una función de entretenimiento efímero pero que nunca sacudían al espectador. Pero esos años, vistos a la distancia, todavía garantizaban cierta vitalidad para el género, que parece estar al borde de la muerte en los últimos años: está en una situación casi similar a la del western, traficado entre otros moldes estéticos y narrativos, con obras relevantes que aparecen de vez en cuando, pero de forma muy aislada y sin la sistematicidad de antes. La larga introducción previa viene a cuento de que La ciudad perdida parece una película hecha hace casi veinte años, e incluso toma algunos elementos del siglo XX, pero nunca a fondo. Es esencialmente un vehículo hecho a la medida de sus protagonistas, como para que el espectador no vaya a ver la última comedia romántica, sino “la de Sandra Bullock y Channing Tatum”. Su disfraz claro y explícito es el género de aventuras, a partir de un relato centrado en Loretta (Bullock), una escritora de novelas románticas que es totalmente introvertida y solitaria, pero que debe aceptar, a regañadientes, ir en una gira para promocionar su libro junto a Alan (Tatum), su modelo de portada. Cuando ella es secuestrada por un excéntrico millonario (Daniel Radcliffe) que quiere que la ayude a encontrar un tesoro, todo quedará servido para una odisea en la jungla, que implicará tanto una huida como una búsqueda, además del romanticismo inesperado. Si el molde que provee la aventura con algo de autoconsciencia del artificio puede ser productivo y potenciar lo romántico, lo cierto es que en La ciudad perdida ambas vertientes solo consiguen hacer sistema de a ratos. El film de Aaron y Adam Nee tiene algunos hallazgos en situaciones cómicas puntuales, además del diseño de algunos personajes de reparto -la relación que entabla la representante de Loretta con un piloto es bastante divertida-, pero no despliega muchos recursos más allá del carisma y la capacidad cómica de la pareja protagónica. Y, principalmente, le cuesta entregarse por completo al movimiento que suelen proponer materialidades genéricas que aborda: casi todo, desde el sentido de los descubrimientos históricos hasta la atracción amorosa, es explicado concienzudamente, como si el espectador no pudiera entenderlo de otra forma. Por eso, La ciudad perdida, por más que amague con dejarse llevar por un relato que promete sensibilidades ligadas con el cine clásico, termina conformándose con ser una película apenas correcta, que entretiene levemente, aunque nunca toma riesgos, lo cual la lleva a ser tan prolija como poco emocionante.
MUCHO TRUCO, POCA MAGIA Si Animales fantásticos y dónde encontrarlos lograba eludir buena parte de los riesgos que implicaban ser un spinoff de la saga de Harry Potter y crear un mundo propio dentro de ese universo gigantesco; Animales fantásticos: los crímenes de Grindelwald se mostraba demasiado necesitada de recurrir a personajes emblemáticos y presentar conflictos a resolver en entregas futuras, lo cual reducía su propio potencial. Lo de Animales fantásticos: los secretos de Dumbledore no deja de tener sus rasgos llamativos, ya que es una película repleta de contradicciones: tiene la marca autoral de J.K. Rowling, aunque se nota la intervención de Steve Kloves; quiere construir algo propio y al mismo tiempo se muestra dependiente de otros materiales; es coral en su estructura narrativa y a la vez focalizada en un solo personaje; cierra conflictos hasta cierto punto, pero dejando puertas abiertas. Eso la deja en una mitad de camino interesante y a la vez insatisfactoria. Ya la primera secuencia -un diálogo entre Dumbledore y Grindelwald plagado de tensiones- es un indicador a futuro de las ambiciones, virtudes y limitaciones del film. Es una escena filmada con una elegancia cercana al drama británico más académico, que se muestra sutil para explicitar algunos conflictos íntimos y a la vez demasiada explícita, aunque el tono medido de los diálogos y las actuaciones de Jude Law y Mads Mikkelsen -que está perfecto a lo largo de toda la película- la lleva a buen puerto. Son unos minutos donde el estallido se insinúa, pero no se llega a concretar, lo cual, sumado al romanticismo trágico que la sobrevuela, la aleja de las tonalidades habituales del mainstream hollywoodense. Allí se abren tramas y subtramas enmarcadas en una lucha de poder, donde Grindelwald va progresivamente alineando gran parte de las fuerzas mágicas de su lado con el objetivo de impulsar una guerra total contra el mundo muggle, mientras Newt Scamander (Eddie Redmayne) es reclutado por Dumbledore como parte de un pequeño escuadrón que intenta impedir que esos planes se concreten. Si Animales fantásticos: los secretos de Dumbledore quiere ser una reflexión sobre las diferentes facetas trágicas del amor, también se adentra en el territorio del thriller político y de espías, sin dejar de lado la aventura de descubrimiento y el humor físico. Sin embargo, son las últimas dos facetas las que finalmente funcionan mejor, aunque paradójicamente tengan el menor espacio. El film incurre en demasiados subrayados en su intento de alegoría sobre el nazismo, con Grindelwald queriendo erigirse en una especie de Hitler que impulsa su causa racista mediante engaños discursivos e intrigas palaciegas de diverso calibre. Al mismo tiempo, en su afán por darle visibilidad a ese personaje legendario que es Dumbledore y sus tortuosos “secretos”, les resta protagonismo a los demás personajes, especialmente Newt, que básicamente no tiene un recorrido propio, por más que protagonice un escape que es una de las secuencias que mejor combinan suspenso y comedia desde el cuerpo. Esos “secretos”, que amagan con ser decisivos, se revelan demasiado rápido y no tienen tanto peso en la narración. Aunque tiene unos cuantos pasajes entretenidos y algunos climas atendibles, a Animales fantásticos: los secretos de Dumbledore se le nota mucho que no tiene al mando a un realizador con personalidad en la puesta en escena, pero también que su guión tiene poco para contar. O más bien, que quiere narrar unas cuantas cosas, pero al que le falta inventiva para llevar su propuesta a fondo y capturar la atención del espectador desde el asombro por lo que se ve. Apenas si despliega muchos trucos de los que solo unos cuantos dan en el blanco y las resoluciones dejan bastante que desear. Eso sí, le alcanza para confirmar que Jacob Kowalski, ese muggle que todo el tiempo está descubriendo algo que lo maravilla y que es un abanico de emociones a cada paso, es un bellísimo personaje, al cual Dan Fogler interpreta de manera estupenda. En él vemos lo que esta saga puede ser, aunque el balance general de los tres films -hay que ver si esto sigue- y de esta película en particular sea apenas discreto.
TAMPOCO PARA TANTO Prácticamente la totalidad de la crítica, en especial la norteamericana, se apresuró a vapulear a Morbius, incluso calificándola como la peor película de Marvel. ¿Acaso es buena? No, está muy lejos de eso, es indudablemente mediocre, pero la energía destinada a destrozarla es un poquito exagerada. De hecho, la primera parte de Venom es bastante peor y esta nueva entrega del universo de antihéroes de Marvel que lleva adelante Sony confirma que su piso está muy cerca del techo. El film del limitado Daniel Espinosa -que luego de la interesante Protegiendo al enemigo no metió ni una buena- presenta a Michael Morbius (Jared Leto), un brillante médico (que hasta se da el lujo de rechazar el Premio Nobel) que sufre un raro trastorno sanguíneo y que, para encontrar una cura, decide experimentar con sangre de murciélago. Sin embargo, lo que al principio parece un éxito sublime, que incluso le da poderes sobrehumanos, termina siendo una maldición, ya que se convierte en una especie de vampiro sediento de sangre. Si esa historia sobre un ser brillante que se encuentra frente al dilema moral de cómo lidiar con las repercusiones de su propia invención ya se contó miles de veces, Morbius tiene poco para aportar y la sensación de que nada de lo que vemos es mínimamente original domina toda la narración. El problema de la película no está tanto en la convicción con que aborda su conflicto, sino en las herramientas y formas que despliega. Empezando por el componente humano, ninguno de los personajes posee consistencia suficiente para generar empatía: Morbius -a quien Leto interpreta en piloto automático- tiene su inteligencia, su ética entre heroica y maldita, su interés romántico (Adria Arjona), su mentor (Jared Harris) y un amigo destinado a convertirse en antagonista (Matt Smith), pero todos ellos deben explicar qué les pasa, qué piensan, cuáles son sus propósitos. Y eso afecta a otros elementos de la trama: la puesta en escena no encuentra un rango de equilibrio estético y debe recurrir a cada momento a la cámara lenta, lo que resta fisicidad y anula todo vínculo con la corporalidad que insinuaba el relato. Del mismo modo, la construcción y lo emocional nunca confluyen para involucrar al espectador en la experiencia que supuestamente propone el film. En Morbius hay una historia que involucra diversos temas y subtramas: el aprendizaje doloroso, el recorrido del protagonista lindante con lo trágico, una hermandad quebrada, un romance maldito, un thriller que coquetea con el horror corporal, un análisis de lo heroico y lo villanesco. Y, a la vez, no hay nada, o a lo sumo un conjunto de superficies genéricas que no terminan de aparecer en la dimensión adecuada. Por más que los personajes se muevan de un lado a otro, no hay movimiento ni dinamismo en el film, no hay una sensación patente de evolución o cambio, lo cual se retroalimenta con la constante enunciación y explicación de todo lo que pasa. Espinosa, por más que le pone ganas, no consigue encontrarle la vuelta al relato y superar la sensación constante de repetición, de que todo ya se vio antes y desarrollado con mayor potencia. Por eso también todo se siente como otro capítulo obligado de una franquicia que no se decide a despegar. Quizás el gran inconveniente no esté tanto en la película individual que es Morbius, sino en ese universo que integra, que se supone que está cimentado en un conjunto de antihéroes, pero que todavía no parece tener claro qué es un antihéroe. Si bien Sony viene insinuando que puede zambullirse en la noción del poder como una maldición, no termina todavía de aprovechar por completo a los villanos de Marvel y por eso queda muy dependiente de lo que pueda llegar a aportar el choque de estos personajes con Spider-Man. Mientras tanto, no encuentra un tono concreto que le dé coherencia a su propuesta. Morbius, en ese marco, es otro experimento fallido.