UNA NOCHE DE VACÍAS PRETENSIONES “Pretencioso” es un término que suele usarse en la crítica de cine para aquellas películas cuyos resultados están muy distantes de sus ambiciones. Es decir, aquellos films que ya desde el vamos quieren quedar en la memoria de los espectadores a partir de temas supuestamente importantes, despliegues estéticos que quieren ser impactantes o trucos narrativos que buscan ser astutos, o todo eso junto. Y que muchas veces caen en obviedades discursivas, abusan del exhibicionismo audiovisual, se muestran finalmente predecibles y caen en el golpe bajo, o todo eso junto. Lo cierto es que ese concepto aplica bastante para La última noche, que a pesar de su estructura ciertamente pequeña quiere ser una película de esas que “nos hace reflexionar”. El relato arranca centrándose en la que parece ser una típica reunión de amigos y familiares en una casa de campo en el Reino Unido, aunque progresivamente nos vamos dando cuenta que todos están a la espera de un evento apocalíptico, que es tan inevitable como arrasador para toda la humanidad. De ahí que lo típico pase a ser atípico y que la fingida normalidad se vaya cayendo a pedazos, lo que le permite a la ópera prima de Camille Griffin desplegar toda clase de tensiones y conflictos en un espacio muy acotado. Pero Griffin no solo quiere construir una especie de comedia negra con rasgos dramáticos que van ganando peso a medida que transcurren los minutos. También quiere delinear una especie de pintura entre íntima y social, donde los integrantes de ese grupo variopinto son en buena medida representaciones de distintas posturas y miradas sobre el mundo. Está entonces el matrimonio bastante tradicional que se aferra al conocimiento mutuo, pero no sabe qué hacer con los planteos de uno de sus hijos; la pareja lésbica; el matrimonio al borde de la crisis; y la pareja interracial, todos aportando sus respectivos puntos de vista sobre temas tan debatibles como la muerte, la vida, el amor, los niveles de verdad, la maternidad, el sufrimiento e incluso el genocidio. El problema no está tanto en las ambiciones, sino en las formas en que Griffin quiere llevarlas a su concreción. Porque la verdad es que Griffin rara vez sale de lo estereotípico y las obviedades, en una película que, a pesar de durar tan solo una hora y media, luce estirada y deshilachada. Hay una falta de rumbo alarmante en la primera hora, que lleva a grandes dificultades para plantear la premisa, hasta que recién en el último tercio el film aprieta el acelerador para redondear su anécdota. Para peor, ese acomodamiento de piezas se da a través de una secuencia tan arbitraria como manipuladora, con un par de decisiones muy cuestionables. Si a eso le sumamos que ninguno de los personajes adquiere verdadera entidad y están solo para ser funcionales a los giros del guión, tenemos una experiencia entre intrascendente e irritante. Pero eso sí, con un montón de nombres importantes (Keira Knightley, Matthew Goode, Annabelle Wallis, Lily-Rose Depp, Lucy Punch, Rufus Jones) haciendo todo rápido y de taquito. La última noche es un film que quiere ser muchas cosas, pero es la nada misma.
UN DRAMA DE ACCIÓN SIN DRAMATISMO Si Kingsman, el Servicio Secreto era un correcto prólogo, con algunas secuencias muy divertidas, aunque algo sobrevalorado, y Kingsman: el círculo dorado una secuela que lucía algo repetitiva, King´s Man: el origen es una precuela con algunas ambiciones a priori interesantes. Sin embargo, esas ambiciones suponen unos cuantos riesgos que Matthew Vaughn, realizador de las dos primeras entregas, no consigue eludir, por lo que estamos ante un producto definitivamente fallido. Para contar las implicancias de la creación de la agencia Kingsman, Vaughn se va hasta principios del Siglo XX, en la época de la Primera Guerra Mundial. El relato se centra en el Duque Orlando Oxford (Ralph Fiennes), quien, tras la trágica pérdida de su esposa, ha prometido -un poco a ella y un poco a sí mismo- proteger a su hijo de todas las calamidades del mundo. Sin embargo, el contexto lo termina arrastrando al centro de la contienda bélica, obligándolo a armar una red de espías y cruzándose en el camino de una conspiración global que involucra a personajes reales como Grigori Rasputín, Gavrilo Princip, Mata Hari, Erik Jan Hanussen y Vladimir Lenin, en una relectura ligeramente juguetona de varios acontecimientos históricos. Más que un film de acción o un thriller bélico -que en parte lo es-, King´s Man: el origen es un drama paterno-filial, donde el conflicto de fondo es el de un padre tratando de superar el miedo a la pérdida y de cumplir con el deber moral que cree que le corresponde, y el de un hijo empeñado en servir a su país en el campo de batalla, incluso contra los deseos de su progenitor. Eso no está mal -de hecho, va contra las expectativas, lo cual no deja de ser saludable en un contexto de productos cinematográficos extremadamente predecibles-, pero el problema es que Vaughn se muestra incapaz de darle el desarrollo suficiente a los protagonistas para que podamos empatizar con sus dilemas. Posiblemente esto suceda porque Vaughn es, al igual que Zack Snyder y Denis Villeneuve -otros cineastas que son cabales representantes del cine contemporáneo-, un creador de conceptos audiovisuales más que un narrador de historias. Por eso no sorprende que al film le cueste superar la superficialidad estética y las obvias referencias históricas, con una primera hora pesada y vacilante, y una segunda hora vertiginosa pero también rutinaria. Por suerte, a diferencia de Snyder y Villeneuve, Vaughn posee una dosis saludable de confianza en la comedia directa, yendo un poco más allá de la solemnidad y los guiños cínicos. Por eso se permite construir un puñado de secuencias donde el humor físico y lo lúdico cumplen roles fundamentales, que hacen a la película más llevadera en algunos pasajes. Aún así, eso no alcanza para ocultar lo fallida de la apuesta de King´s Man: el origen, cuyo dramatismo impostado y sus diálogos subrayados lo muestran como un film carente de ideas verdaderamente renovadoras y, por ende, lastimosamente inofensivo.
TODO SOBRE PETER PARKER Más que una película dedicada a sacudir el entramado narrativo del Universo Cinemático de Marvel -que lo es- o el gran evento sobre el mundo que se ha configurado alrededor del superhéroe arácnido -que también lo es-, Spider-Man: sin camino a casa busca ser la película definitiva sobre Peter Parker, el rostro detrás de la máscara. De ahí que estemos ante un meta-film que ofrece una operación narrativa plagada de autoconsciencia sobre las temáticas y conflictos que han girado y giran alrededor de este superhéroe, pero con la suficiente humanidad para no caer en la canchereada o el cinismo, privilegiando las capas de sentido que atraviesan al protagonista por sobre los giros astutos. Esta tercera entrega de la saga dirigida por Jon Watts arranca inmediatamente después de donde finalizaba Spider-Man: lejos de casa, luego de que Mysterio expusiera -con la inestimable ayuda del “periodista” J. Jonah Jameson (J.K. Simmons)- la identidad del hombre arácnido al mundo. La vida de Peter se altera por completo, pero también la de todos quienes lo rodean, a tal punto que ni él ni su novia MJ y su mejor amigo Ned pueden entrar a ninguna universidad por las repercusiones legales y mediáticas de esa revelación. Es entonces que, desesperado, Peter recurre al Doctor Strange, quien lanza un hechizo para que nadie (con algunas excepciones) sepa de su existencia. Obviamente, todo saldrá mal, muy mal, a tal punto que se abrirá una brecha espacio-temporal por donde ingresarán varios villanos de otras dimensiones, como el Doctor Octopus, Electro y el Duende Verde, amenazando con alterar por completo la realidad conocida. Si esa carrera contra el tiempo que debe emprender Peter Parker/Spider-Man para lograr que todo vuelva a la normalidad es una gran excusa para dialogar con encarnaciones cinematográficas pasadas del superhéroe, invitando a una nostalgia que alimenta al Hombre Araña del presente, Spider-Man: sin camino a casa se las arregla -y muy bien- para no perder de vista el conflicto central del personaje. Y ese es lo que implica calzarse el traje de héroe para llevar a los hechos la mirada que se tiene sobre el mundo, pero también para hacerse cargo de las consecuencias de las acciones que se llevan a cabo. La famosa frase del tío Ben “un gran poder conlleva una gran responsabilidad” (que acá es pronunciada por otro personaje fundamental) se da la mano con el término “casa” -o más bien “hogar”- que aparece en los títulos de las tres películas protagonizadas por Holland: la ética y la moral constituyen la identidad de un individuo, y esos rasgos identitarios son el verdadero hogar de un sujeto como Peter, que deberá hacer todo lo posible para no perder el rumbo. Ese rumbo será metafórico e interior, pero también literal y tangible, y cada paso que da el protagonista irá resaltando de forma creciente ese dilema para un joven que crece a los golpes. Y cuando decimos “a los golpes”, es en todo sentido: como nunca antes con el personaje, Spider-Man: sin camino a casa lleva a fondo la apuesta por el drama y la oscuridad, hasta bordear la tragedia. Si eso ya estaba presente en los films anteriores, acá hay una reflexión explícita sobre las huellas de dolor y pérdida que atraviesan a Peter Parker, un personaje que se ha convertido a lo largo de las décadas, a través de sus apariciones en los cómics, la televisión y el cine en un emblema de muchas cosas: el crecimiento, el aprendizaje, el romanticismo, la amistad, la soledad y un largo etcétera. De ahí que el film sea una enorme operación de autoconsciencia, pero que va mucho más allá de lo auto-celebratorio, por más que eso también esté incluido en su propuesta. Si Watts consigue unir las piezas de forma fluida, consistente y dinámica, sin que la película se sienta estirada -a pesar de rozar las dos horas y media- o arbitraria -incluso cuando tiene algunos giros que rozan lo inverosímil-, no es solo por darle el lugar pertinente al humor en momentos puntuales o por preservar el lugar adecuado para cada personaje en un relato que posee un elenco multitudinario. También porque cuenta con un Holland que tiene una actuación consagratoria, aunque muy posiblemente sea ignorada a la hora de los premios. En la que posiblemente sea la película definitiva sobre Spider-Man (del mismo modo que Logan lo era con Wolverine y los X-Men), Holland nos regala pasos perfectos de comedia, pero también momentos definitivamente conmovedores, que lo muestran apropiándose por completo del personaje. Spider-Man: sin camino a casa es una película que vuelve a mostrar a Marvel en su mejor forma estética y narrativa, a la vez que vuelve a evidenciar la capacidad del estudio para elegir a los intérpretes perfectos.
SHOW ME A HERO Así como el autor de El gran Gatsby señalaba que para cada héroe había una tragedia esperándolo, el cine de Steven Spielberg está repleto de héroes eminentemente trágicos en diferentes niveles. Uno contempla a los protagonistas de films tan disímiles como Reto a muerte, Encuentros cercanos del tercer tipo, ET-el extraterrestre, El imperio del sol, La lista de Schindler, Rescatando al Soldado Ryan, Minority report: sentencia previa, Guerra de los mundos, Atrápame si puedes, Munich y Lincoln -por citar solo algunos casos- y los ve marcados por la pérdida, el abandono, las ausencias prematuras, el aislamiento, incluso la muerte y/o el sacrificio. En esa vertiente haya quizás que pensar a su remake de Amor sin barreras, y no tanto desde su abordaje sobre cuestiones raciales e inmigratorias, o la fascinación específica con el musical original de 1961 ganador de diez Oscars. Eso no implica que no haya un interés político ni una necesidad de agregar nuevas lecturas a un clásico que ya de por sí era una relectura de Romeo y Julieta, de William Shakespeare. Sin embargo, antes que nada, el Amor sin barreras de Spielberg es un film atravesado por lo heroico, porque encima no hay un solo héroe, sino dos: Tony (Ansel Elgort) y Maria (Rachel Zegler), que pertenecen a comunidades rivales, pero se enamoran a primera vista y para siempre en la Nueva York de 1957. El de ellos es un heroísmo romántico, no solo por el amor fulgurante que los une, sino también porque va a contramano de sus contextos, sus posibilidades y caminos, aunque con el ímpetu suficiente para poner en crisis todo lo que los rodea. Y también porque es trágicamente sacrificial, destinado a extinguirse a partir de todos los cambios que genera. Pero Amor sin barreras es también una película donde Spielberg lleva al extremo esa obsesión temática de casi toda su filmografía, que es la ausencia de figuras paternas. Acá, tanto los Jets como los Sharks, que rivalizan desde sus orígenes y sentidos de pertenencia, son pandillas que recuerdan a los Niños Perdidos de Peter Pan y Wendy -por algo Spielberg había pensado inicialmente a Hook como un musical-, niños grandes y crecidos, pero también huérfanos, educados en las calles, a las piñas, sin referentes. La única figura de autoridad consistente es Valentina (Rita Moreno), la dueña de la tienda donde trabaja Tony, aunque no deja de ser una madre postiza, además de una outsider a la que también se ve como alguien que ha ido contra el orden establecido. El resto de los lazos maternos o paternales -como Bernardo (David Alvarez), el hermano de Maria, y su mujer Anita (Ariana DeBose)- son improvisados y/o cuestionados, mientras que los representantes de ley -como el teniente Schrank (Corey Stoll)- son despreciables o ridiculizados. De ahí que la educación o aprendizaje de los protagonistas solo pueda darse desde la violencia o el enamoramiento extremos: amar o matar, esa es la única regla. Claro que Spielberg vuelve a mostrar que su mayor fortaleza puede ser también su mayor debilidad: casi nadie puede filmar el movimiento como él y, por ende, le cuesta detenerse, pensar y hablar con total fluidez. Por eso quizás la primera mitad de Amor sin barreras es muy sólida a partir de cómo construye los conflictos desde la corporalidad, las miradas y el montaje en los planos -tanto los minutos iniciales (con la potente referencia al Lincoln Center) como la secuencia del baile donde se conocen Tony y Maria son magníficas-, pero su segunda parte flaquea bastante al momento de las definiciones a partir de los diálogos y canciones. Los personajes no llegan a tener la suficiente entidad y son más símbolos -del amor trágico, de la violencia casi poética, del racismo siempre latente, de la necesidad de la integración, de las comunidades desclasadas- que seres realmente completos en sus ambigüedades y contradicciones. ¿Es Amor sin barreras una decepción? Sí y no. En parte lo es porque no llega a ser la película que amaga con ser al comienzo, como si su realizador no llegara a apropiarse por completo de la historia que quiso contar. Pero tal vez no tanto, porque Spielberg nos vuelve a confirmar que es un cineasta único, alguien que muchas veces no necesita hablar en voz alta para construir un discurso sólido, porque la enorme sabiduría de sus imágenes lo dicen todo. Y porque, una vez más, vuelve a tomar riesgos: filmar un musical no es para cualquiera, pero el niño Steven nos muestra en varios pasajes que conoce el ritmo y sabe elegir la melodía justa.
UN MUNDO INCONSISTENTE La saga de Resident evil es como una vaca lechera a la que nadie quiere dejar de ordeñar, lo cual no deja de tener su lógica: es una franquicia que no ha demandado presupuestos tan altos y que ha cosechado recaudaciones bastante consistentes. De ahí que no sea extraño que las compañías que poseen los derechos (Sony y Constantin Film entre ellas) intenten revivirla a pocos años del supuesto cierre que era Resident evil: capítulo final. Sin embargo, no deja de ser llamativo que lo hagan mediante una precuela que busca reescribir un poco la saga original, aunque no vaya a fondo en su propuesta. Resident evil: bienvenidos a Raccoon City está ambientada en 1998, en la ciudad que era la base de operaciones de la corporación Umbrella, que en ese momento está trasladando sus instalaciones principales y abandonando el lugar. Allí retorna, Claire Redfield (Kaya Scodelario), quien carga con un pasado infantil bastante traumático en relación con ese diminuto pueblo. Sus intenciones no son solo reunirse con su distante hermano Chris (Robbie Amell), sino también indagar en las acciones de la compañía, sobre la que le llegó rumores cuando menos inquietantes. La llegada de Claire se da justo en una noche donde todos los experimentos secretos de Umbrella terminan de salirse de control. A partir de ahí, la ciudad se convertirá en una trampa de la cual los hermanos protagonistas deberán huir antes del estallido definitivo junto con un pequeño grupo de compañeros y aliados circunstanciales. En la película escrita y dirigida por Johannes Roberts hay una intención de conectarse más con las tonalidades de horror de la serie de videojuegos que dio origen a la franquicia cinematográfica. De ahí que Resident evil: bienvenidos a Raccoon City, en especial en su primera mitad, sea más una película de terror que de acción, preocupada por generar climas de incertidumbre y suspenso antes que por el espectáculo explosivo. Pero, además, Roberts se plantea a sí mismo un referente claro, que es el cine de John Carpenter: el diseño de los títulos que van marcando el horario, la banda sonora, los diálogos secos entre algunos de los personajes y la estructura coral nos remiten a títulos como Asalto al Precinto 13, La niebla y Escape de Nueva York. Sin embargo, esas conexiones no van más allá del guiño superficial, ya que la puesta en escena no consigue darle verdadera entidad a los protagonistas y las relaciones que entablan. Hay un problema adicional, que es el hecho de que, para asimilar el verosímil narrativo que propone el film, hay que hacerse el distraído con una respetable cantidad de inconsistencias temporales y espaciales: personajes que tardan más de una hora en recorrer distancias que deberían tomarles no más de unos minutos; explosiones y tiroteos que no son escuchados a unas pocas decenas de metros; eventos que tienen lugar sin que nadie explique por qué, pero sin que tampoco nadie pregunte. Y, si bien es cierto que la película entrega algunas secuencias interesantes desde los climas generados o el impacto visual -la del comienzo en un orfanato, el vuelco de un camión frente a una comisaría, un helicóptero estrellándose-, no son más que chispazos de lucidez en un relato con demasiadas arbitrariedades como para ser creíble. La estructura narrativa y estética que sostiene a Resident evil: bienvenidos a Raccoon City es muy endeble y, aunque no termina de derrumbarse por completo, se nota que prevalece el apuro por sentar las bases para nuevas entregas por sobre la configuración de una mitología sólida a partir de personajes atractivos. Apenas si hay una suma de estereotipos, algunas ideas visuales aisladas y demasiados cabos sueltos.
LA FANTASÍA POR ENCIMA DEL DISCURSO Debo admitir que Lin-Manuel Miranda no me causa mucha simpatía, básicamente porque lo veo como la versión latina de Oprah Winfrey O Tyler Perry: alguien que le dice al Hollywood blanco y biempensante exactamente lo que quiere oír, porque al fin y al cabo quiere ser siempre parte de la fiesta. Al menos eso es lo que me transmitía con, por ejemplo, su buenismo de manual en el papel de reparto que le tocaba en El regreso de Mary Poppins o en su armado creativo para ese bodoque repleto de corrección política llamado En el barrio. Pero también es cierto que es un compositor astuto e inventivo, que sabe alimentarse de distintas vertientes para sus obras musicales, como lo prueba You´re welcome, esa maravillosa canción interpretada por Dwayne Johnson en Moana: un mar de aventuras. Toda esta introducción viene a cuento de que Encanto es, en muchos aspectos, una película de Miranda, por más que no figure a cargo de la dirección y solo sea co-autor de la historia original, ya que su rol como encargado de la música original lo pone en un lugar decisivo. Además, la película refleja en buena medida su punto de vista sobre el mundo, además de sus preocupaciones temáticas y hasta estéticas: estamos ante un relato donde todo gira alrededor de lo familiar y lo comunitario; donde los colores y movimientos, pero también ciertos diálogos puntuales, son una herramienta relevante para expresar los conflictos; y en donde las canciones tienen un sesgo casi ideológico a partir de cómo enuncian lo que les pasa a los personajes. Pero, esta vez, la mirada de Miranda se hace mucho más llevadera, en buena medida gracias a que aparece incorporada dentro de un mundo que se asume como fantástico, juguetón y hasta un tanto telenovelesco. El film sigue a los Madrigal, una familia que vive escondida en las montañas de Colombia, en una casa con propiedades mágicas, en un lugar conocido como un Encanto. Todos los integrantes de la familia están bendecidos por poderes extraordinarios, que van desde la súper fuerza hasta la sanación, pasando por la capacidad de escuchar hasta el más mínimo murmullo. Con una excepción: la joven Mirabel, que no obtuvo ningún poder pero que empieza a detectar señales de que la magia que protege al pueblo y sus seres queridos corre grave peligro, por lo que se embarcará en una carrera contra el tiempo para impedir que se concreten los peores augurios. Desde ahí es que la narración presenta una batalla donde confluyen lo sobrenatural, los secretos familiares, los deberes y legados, con los lazos afectivos como eje conflictivo. Si Mirabel es una heroína que se inscribe en una línea similar a la de películas recientes como Moana, Frozen: una aventura congelada o Enredados -decididas, autónomas y que chocan con los mandatos familiares o tradicionales-, no llega a brillar tanto como sus predecesoras porque su sostén narrativo no tiene tanta solidez. Encanto es una película que cae en algunas discursividades redundantes, como si no terminara de confiar del todo en su imaginario y se viera obligada a remarcar los dilemas desde el habla o las canciones. Pero, a cambio, es un film que, cuando se deja llevar por la intriga de su argumento y la belleza estética de su mundo, cobra un vigor realmente atractivo: la utilización de colores y sonidos, más ciertos pasajes específicos de humor y musicalidad, capturan por completo la atención del espectador. Desde ahí es que no solo logra divertir y entretener, proponiendo un universo concreto y a la vez expansivo -en particular desde su uso plástico del espacio-, sino también conmover en los minutos finales, incluso sobreponiéndose al apuro en algunas resoluciones. Si bien Miranda todavía no ha logrado congeniar sus ideas visuales y su ideología con toda la solidez requerida, Encanto parece indicar un camino posible. Un rumbo donde la animación y los ritmos musicales se dan la mano para explorar y subvertir tradiciones sin dejarse abrumar por los requerimientos de la corrección política y los reclamos de representatividad. Parece que, para Miranda, cuanto menos “realismo” y más fantasía, mucho mejor.
TODO SUPERFICIE Lo que viene sucediendo con Ridley Scott es cuando menos llamativo: indudablemente es un tipo al que le gusta filmar y por eso trabaja sin parar (este año también estrenó El último duelo y se está preparando para rodar un biopic sobre Napoleón), pero no logra en lo más mínimo que eso se traslade a su más reciente filmografía. Sus películas existen y transcurren, pero no persisten, son incapaces de mantenerse en la memoria del espectador. De vez en cuando exhibe energía y vocación narrativa, como en Misión rescate, pero la mayoría de su cine es efímero, incluso sin un propósito definido más allá de la mera existencia. Y esto aplica más que nunca a ese larguísimo desfile de modas que es La casa Gucci. Esa sensación de vacío constante que atraviesa la película es un tanto sorprendente, teniendo en cuenta que había mucho para contar. Quizás eso sea parte del problema, porque estamos ante un relato basado en hechos reales que aborda múltiples procesos, figuras históricas y temáticas. La primera parte, centrada en el romance entre Maurizio Gucci (Adam Driver), heredero de la dinastía familiar de la moda, y Patrizia Reggiani (Lady Gaga), de orígenes bastante más humildes, es por lejos la más llevadera. No tanto por la puesta en escena de Scott, sino por la empatía que generan Driver y Gaga, a partir de cómo fusionan introversión y extroversión desde sus respectivos personajes. Ese tramo, para nada innovador pero efectivo, delinea algunas de las tensiones por venir, ya que estamos ante una pareja de outsiders que, eventualmente, se van a ver metidos de lleno en el negocio familiar, donde jugarán roles decisivos. Sin embargo, ya entrada la segunda hora, todo se empieza a complejizar y La casa Gucci pasa a ser muchas películas a la vez. Por un lado, un retrato de una etapa de transición entre los ochenta y los noventa, con el ascenso de figuras como Gianni Versace y Tom Ford, pero también el final de las empresas familiares y el surgimiento de las grandes corporaciones dentro del ámbito de la moda. Por otro, la historia de la decadencia de la estructura y el sello familiar de los Gucci, con todas sus intrigas cuasi palaciegas. Y, además, el proceso de disolución matrimonial entre Maurizio y Patrizia, que termina derivando en un homicidio por encargo. A Scott parece importarle más lo segundo, aunque se vea arrastrado y comprometido a focalizarse en lo tercero, mientras que lo primero lo deja casi de adorno. Sin embargo, no puede amoldar las tres vertientes, con lo que se dedica a administrarlas más que narrarlas. De ahí que La casa Gucci se limite a contar todo casi como un mero trámite burocrático, sin ninguna pasión y confiando en lo que puedan dar los rubros técnicos. Eso hasta le hace perder la chance de explotar a fondo el tono paródico y paroxístico de las actuaciones de Gaga, Driver, Jared Leto, Salma Hayek, Al Pacino y Jeremy Irons, que quizás entendieron mejor que Scott el artificio y el grotesco que poblaban los eventos narrados. El tono plano e indefinido, donde importa más el lujo exhibido que los conflictos, o la banda sonora más que el diseño de los personajes, convierten a la película en un objeto desapasionado, carente de vigor, que solo puede explicar lo que sucede desde la palabra y no desde las acciones. La incapacidad -o la pereza- de Scott para desplegar los distintos elementos de la trama es tal, que, a pesar de sus dos horas y media, La casa Gucci termina resolviendo todo a las apuradas, sin claridad y consistencia. En el medio, los protagonistas condenados a ser meras caricaturas, en una película insulsa y que desaprovecha una historia que tenía mucho más potencial.
WES ANDERSON, EDITOR DE HISTORIAS Quizás Wes Anderson siempre estuvo haciendo periodismo, o crónicas periodísticas, por más que su instrumento haya sido el cine. No tanto el periodismo como disciplina que informa y analiza la “realidad” -como objeto al cual tratar de analizar “objetivamente”, valga la redundancia-, sino como un set instrumental para rastrear o explorar distintas realidades. Es decir, una vía para encontrar y revelar historias, eventos y personajes. De ahí que podamos ver a La Crónica Francesa como un resumen casi enciclopédico de su cine y su mirada sobre el mundo. El film está ambientado en la redacción de una revista estadounidense -inspirada en The New Yorker- con sede en Ennui-sur-Blasé, una ficticia ciudad francesa. El punto de partida del relato es el fallecimiento de Arthur Howitzer Jr. (Bill Murray), el fundador y editor del periódico, que había expresado en su testamento el deseo de que se suspendiera su publicación después de un último número de despedida, donde se vuelven a publicar distintos artículos de ediciones anteriores, junto con un obituario. Desde ahí es que la película despliega una serie de historias que son también, cada uno a su modo, distintas formas de amoldar diferentes subgéneros periodísticos con diversas capas estéticas cinematográficas. Anderson pone a dialogar el periodismo con el cine, pero con su sensibilidad particular, lo cual implica retorcimientos de formas y narrativas, además de una nueva oportunidad para explicitar su mirada sobre el mundo, y sus mundos. Si en la filmografía de Anderson lo coral y la fragmentación siempre fueron factores relevantes -incluso en sus primeras películas, Bottlerocket y Tres son multitud, que eran mucho más concentradas y económicas-, lo de La Crónica Francesa ya es explícito y hasta constituye una declaración de principios. Incluso podríamos hablar de varios films dentro de uno, pero no como algo antojadizo, sino como una exploración de posibilidades narrativas, de relatos y vivencias por conocer. Es como si el realizador le estuviera presentando al espectador una selección propia, pero también invitándolo a hacer su propia elección, a dejarse llevar por los personajes, ocurrencias y hasta fragmentos que desee. Por eso es que también hay historias dentro de historias, desvíos que cada crónica se permite, desplegando distintos caminos y posibilidades, lo cual permite una constante mutación de estilos y tonalidades. En esa elección definitivamente ética hay un riesgo obvio, que es la de caer en altibajos o enredarse en las mecanicidades del propio planteo. Por ejemplo, la historia protagonizada por Benicio Del Toro como un pintor homicida y demente que es descubierto por un mercader de arte interpretado por Adrien Brody es una maravilla absoluta, a partir de cómo fusiona múltiples variables -lo romántico, lo policial, lo cómico, lo insólito, lo irracional- con una inteligencia pocas veces vista. En cambio, la encabezada por Frances McDormand como una periodista que sigue los vaivenes de una revuelta estudiantil liderada por dos jóvenes encarnados por Timothée Chalamet y Lyna Khoudri, cae en unos cuantos desniveles, aunque termine encarrilando su apuesta sobre el cierre. Esas altas y bajas son también reflejos de las ambiciones y los saltos al vacío que concreta Anderson: es que La Crónica Francesa es no solo un homenaje al periodismo, sino también a Francia, lo que incluye su cine, en particular -pero no solamente- la Nouvelle Vague. En cada relato pueden detectarse elementos vinculados con cineastas como Eric Rohmer, Jean-Luc Godard, Francois Truffaut o Jean Eustache, pero no a la manera de una copia carbónica o una cita astuta, sino como herramientas destinadas a mostrar afinidades y a la vez cimentar la narración. Con una interacción constante con otras artes, como la fotografía y la pintura, pero aferrándose de forma constante al cine como dispositivo esencial desde el movimiento y el montaje, La Crónica Francesa es una película reivindicatoria de un conjunto de valores que parecen estar casi extintos. Anderson parece estar diciéndonos, a su modo, cómo hacer periodismo, cómo hacer cine, cómo concebir el arte, la historia y lo que pasa en el mundo. Y, desde ahí, nos convoca a leer, a escribir, a estudiar, a saber, a preguntarnos qué sucede a nuestro alrededor. Es decir, a ser periodistas -desde el cine o cualquier otro arte-, a buscar, encontrar, escribir y hasta editar nuestros propios relatos.
MITOS NO DEL TODO BIEN ENSAMBLADOS Si gran parte del cine de terror argentino se ha empecinado en repetir lugares comunes del slasher, La forma del bosque va en otra dirección, que la coloca en un lugar diferente dentro de su contexto. La ópera prima de Gonzalo Mellid, coproducción entre Nueva Zelanda, Argentina y Uruguay, no solo busca delinear una especie de terror ecológico, sino también crear atmósferas donde la espera se dé la mano con el suspenso. Sin embargo, ese experimento, aunque interesante, no termina de funcionar del todo. Estructurado en capítulos interrelacionados y que van construyendo sentido poco a poco, el relato se centra en dos hermanos que viven en una cabaña junto a su abuelo, prácticamente aislados del mundo exterior. Mientras pasean y juegan en el bosque, ambos cometen una serie de errores accidentales que terminan desatando la ira de un espíritu oscuro que los perseguirá de forma implacable. A partir de un acto involuntario se desata, entonces, una lucha por la supervivencia, pero también una especie de proceso de aprendizaje sobre el vínculo entre la naturaleza y el ser humano, y cómo hay reglas ancestrales -algunas más explícitas que otras- que no pueden soslayarse. La primera mitad de La forma del bosque es por lejos la más interesante, no solo por el manejo de la información, sino también por la construcción de climas desestabilizadores. La narración se estructura desde la fragmentación, con eventos aislados entre sí pero que tienden a confluir, lo cual contribuye a la incertidumbre y la imprevisibilidad, hasta coquetear con lo angustiante. Al mismo tiempo, la puesta en escena le saca jugo a los espacios abiertos, que se convierten en un factor opresivo, lo mismo que la banda sonora, que remarca lo justo y necesario. Sin embargo, los aciertos de los primeros minutos se disuelven rápidamente en la segunda mitad de la película, cuando el planteo queda más claro y visible. El film muestra pocas herramientas para profundizar en los conflictos que había planteado previamente, con lo que durante extensos pasajes queda atada a una estructura de persecución entre obvia y repetitiva. Hacia el final, busca salir de su propia trampa con una resolución que establece una relectura sobre lo que se había visto previamente. Sin embargo, su método es fallido, porque aplica un par de giros pretendidamente astutos y reflexivos, que igualmente no dejan de ser forzados y solemnes. La forma del bosque quiere hilvanar mitos y tradiciones con un relato de crecimiento pautado desde la pérdida y la violencia, y despliega unas cuantas ideas atractivas para lograr esos objetivos que, a su modo, no dejan de ser muy ambiciosos. Pero no posee la energía y habilidad suficientes para llevar a cabo sus propósitos, quedándose a mitad de camino. De ahí que, aunque dure menos de una hora y media, no deje de parecer larga y estirada, mostrando una diferencia importante entre intenciones y logros.
CONVIVENCIA FORZADA Como ocurre en muchas latitudes, hay un cine argentino que transita una medianía que se pretende ambiciosa o renovadora, pero que en los hechos se revela como un tanto conservadora. Es un cine que se sostiene en buena medida gracias a un sector de la crítica extremadamente complaciente, que mira para un costado cuando se trata de observar defectos muy obvios y que sobrevalora lo que a lo sumo son virtudes técnicas. A esa vertiente pertenece Amor bandido, ópera prima de Daniel Andrés Werner. Con lo erótico como paraguas estético y la iniciación como marco temático, el film es en su primera mitad una especie de drama romántico y -particularmente en su última media hora- un thriller policial y de escape. El relato se centra en Joan (Renato Quattordio), un joven de 16 años, hijo de un juez con el cual tiene un vínculo cuando menos conflictivo, que un día decide escaparse con Luciana (Romina Ricci), una profesora de su colegio con la cual tiene un romance clandestino. Ambos terminan arribando a una casona en el medio del campo, en la que se proponen amarse libremente y tratar de construir algo parecido a una existencia en pareja. Sin embargo, todo ese propósito entra en crisis y se revela como una trampa para Joan, cuando llega al lugar un familiar de Luciana, que tiene intenciones bastante más oscuras de lo que podría parecer al principio. Ya desde el comienzo se nota que Werner tiene una pericia apropiada para manejar el encuadre, la luz y el montaje, pero que eso no va a la par de un guión con unos cuantos diálogos impostados y actuaciones a las cuales les cuesta encontrar el tono pertinente. De hecho, la puesta en escena muestra mayor preocupación por la belleza en los planos que por darle una verdadera carnadura a los protagonistas y los conflictos que llevan adelante. Si en el film conviven elementos del relato de crecimiento, el cine noir, el erotismo y hasta algo de la feminidad confrontada con el machismo, lo cierto es que le cuesta una enormidad amalgamar todas esas vertientes. A tal punto que hay entre media hora y cuarenta minutos donde la película se muestra estancada, girando en el vacío y sin contar algo realmente relevante. Esa indecisión narrativa lleva a que, cuando la narración incorpora al personaje de Ferro como una barrera entre Joan y Luciana, asomándose a lo trágico, ya sea demasiado tarde, porque la empatía con los protagonistas está prácticamente perdida. Para colmo, el film suma en sus últimos minutos unas cuantas decisiones antojadizas y hasta inverosímiles, para terminar arribando a un cierre forzadamente poético y melancólico. En Amor bandido se pueden intuir algunos aspectos que podían haber permitido una película mucho más redonda e interesante, pero lo que prevalece es una acumulación de lugares comunes y decisiones fallidas.