En la nueva incursión de Disney sobre un personaje nacido de la literatura pero inmortalizado por los dibujos animados, la trama evidente se circunscribe al móvil predilecto de la industria cinematográfica, en absoluto ajeno a la casa matriz del ratón Mickey: la venganza.
Cualquier acción tiene una consecuencia. De un acto se sigue otro y así sucesivamente. Ese encadenamiento es propio de la conciencia y por ser así también lo es del cine. Que un acto se siga de otro no significa que exista una determinación previa que amalgama necesariamente uno con el otro, más allá de que toda decisión consciente intente conjurar la dosis accidental que recorre cualquier deliberación ante un hecho menor o mayor: irse de viaje para simplemente cumplir con una invitación profesional, o recibir la noticia, de un momento a otro, de que un hombre, como sucede con Ignacio, habrá de ser padre.
¿No es en cierta forma lo que sucede con Nomadland? Cada uno de sus planos dice qué pensar y qué sentir; he aquí una película emoticón: el desamparo, la libertad, la naturaleza, el amor tienen una secuencia emoticón y solo basta reaccionar para identificar qué sentimiento se invoca y cómo responder a este.
Misteriosa y paradójica película la de Desalvo. Los conflictos arquetípicos, y no por eso poco verosímiles, respetan a rajatabla la lógica evolución del antagonismo invocado. Lo mismo sucede con las escenas: están la de la lucha cuerpo a cuerpo, la de los celos de un melodrama, la de sexo e incluso el instante poético invocado por una fiera. Todas se ejecutan con firmeza y ritmo, aun con una contenida elegancia, pero son siempre predecibles. Esta cualidad presente en toda la película puede pasar desapercibida, y bastará observar un pasaje menor en el que Guzmán y su mujer están bailando en una fiesta y son interrumpidos por “El Polaco” para constatar la seguridad que se transmite en cada pasaje; el registro en movimiento en el espacio es notable, la razón de toda la escena resulta esperable. He aquí un signo estético reiterado. El vigor formal es tan indesmentible como la esterilidad de la trama para urdir sorpresas.
No hace falta leer a Laura Mulvey o Molly Haskell, dos pioneras de la teoría y la crítica de cine feminista, para detectar ahí una contradicción performativa respecto de todo lo enunciado y el final elegido en el que se conjetura que la revolución feminista ya había tenido un primer paso en el famoso e-mail de Ana llamando a sus pares a no callar. La escena de la primera violación, en 1985, casi en el desenlace, glosa un punto de vista en las antípodas de las víctimas. A Sajen no le hubiera disgustado.
Si Bandido trabaja con eficacia sobre el retrato del ídolo y desactiva el atajo del lugar común que todo lo iguala en un magma de insignificancias, se debe a la delicada composición de Laport y a la perspicacia de Juncos por distanciar adecuadamente a su película de todo lo que invoca el estéril estereotipo en el que lo singular se anula en el nombre del entendimiento masivo. Están el mánager, los músicos, los chorros, el cura, los humildes, los policías y los burócratas. Todos participan en la cúspide dramática de la película de una instancia en la que el poder puede subyugar y la comunidad resistir: la instalación de un sistema de comunicación en el corazón de un barrio humilde por parte de una empresa inescrupulosa que acarreará consecuencias nocivas.
Virtud paradójica, no exenta de ser practicada por disímiles idiosincrasias, y reconocible más allá de toda nacionalidad, la disciplina revela el carácter y también el modo en el que este se amolda a una cultura. Que Weisse haya elegido al actor francés Simon Abkarian en el papel del marido del personaje de Hoss suma un matiz relevante. La pertenencia a una tradición y las formas de ser también definen una modalidad de ser. La severidad con la que aquí se aprende a tocar una pieza de Bach sugiere que la perfección está por encima del placer, por encima de la expresión singular del músico y su sentimiento puesto en cada nota. La escena en la que Abkarian le hace escuchar un fragmento de una pieza musical a su esposa sin que ella sepa que la ejecutante es ella misma, es clave. Lo que se dice ahí glosa el espíritu alemán, si existe algo semejante, y también su refutación.
Mamá, mamá, mamá economiza en explicaciones psicológicas y prescinde de un contexto preciso. Basta que el espacio dramático esté habitado por Cleo, sus primas, alguna amiga, la tía y su madre para que la película avance en su relato. Este puede ser minimalista si se le mide por las variaciones y picos dramáticos de la narración, y maximalista si se lo estudia por su percepción. Al respecto, Berruezo Pichon-Riviére comprende muy bien cómo los objetos de la infancia y ciertas circunstancias impredecibles forjan las primeras impresiones que quedarán almacenadas en la memoria. En este sentido, es un film hecho de memoria (potencial), porque en el acopio de primeros planos de ventiladores, calcomanías, muñecas, salvavidas, números de un sorteo, una flauta dulce y tantos otros se sugiere que allí residen los signos tempranos del recuerdo. Esos objetos, como los sonidos del verano, habrán de invocar en el futuro la desaparición de la hermana de Cleo.
En Corsario, película que el propio Perrone prefiere presentar como “poema”, la famosa distinción de Pasolini entre cine de prosa y cine de poesía adquiere una precisión epistemológica. El desplazamiento de la narración a una suerte de intensificación de la percepción se percibe ni bien culmina la escena inicial, en la que Pasolini y un asistente examinan a los candidatos para un presunto film que se habrá de rodar. De ahí en más, Corsario se entrega a motivos recurrentes donde los pibes están frente a cámara, se deslizan en skate, caminan, seducen. Pasolini mira y a veces filma. A esto se le añaden dos poesías que se leen en italiano y que se repiten en tres ocasiones, y también se agrega una misteriosa escena en la que Pasolini reproduce en un rodaje una típica situación pictórica de Caravaggio. Sobre ese esplendor pictórico se inmiscuye con frecuencia un fondo sonoro que tiene mucho de free-jazz. Son fuerzas sonoras caóticas y violentas que desajustan la armonía visual. Es una combinación perfecta. Seducción y violencia, imagen y sonido.
n 1913, la bailarina y coreógrafa Isadora Duncan tuvo un accidente de auto en París y sus dos hijos, Deirdre y Patrick, murieron en las aguas del Sena. De ese hecho traumático surgió Mother, una pieza solitaria que no es otra cosa que un duelo en movimiento. Los hijos de Isadora presenta en el inicio estos dolorosos datos biográficos y artísticos y los incorpora como los materiales esenciales de tres historias con cuatro personajes centrales en las que Mother tiene una incidencia concreta. Una joven bailarina estudia la pieza y lee la autobiografía de Duncan; una adolescente y su profesora preparan y analizan la obra para una inminente presentación; una mujer bastante mayor asiste a una presentación de Mother y luce conmovida.