En la extraordinaria Ficción privada, Andrés Di Tella, un cineasta que ha trabajado siempre en eso que llamamos documental y cuyo interés ha sido la Historia, los retratos y la novela familiar, vuelve sobre la historia de sus padres. Había hecho con su padre en vida La televisión y yo; también Fotografías, un film sobre su madre, que ya en ese entonces no pertenecía a nuestro mundo. Su padre, Torcuato Di Tella, sociólogo y alguna vez funcionario público, y Kamala, su madre, reconocida psicoterapeuta, constituyeron uno de los primeros matrimonios mixtos en la década de 1950: él argentino, ella india. Donde sea que vivieron (Inglaterra, Estados Unidos, Chile, Argentina), ese amor supo ser insolente frente al conservadurismo de las costumbres. También fueron ellos hijos dilectos de un siglo: el de las revoluciones, el de los cambios de paradigma cultural y el de la inmigración indetenible.
Lluvia de jaulas es un desafío. No hay un relato lineal, sí una atmósfera y una intensidad audiovisual casi hipnótica que propone una idea de mundo. Los paseos del protagonista por el Obelisco, la calle Florida y la city porteña, en contraste con la vida cotidiana en la villa en la que vive, señalan una correlación intrínseca entre la riqueza de una sociedad y la pobreza que es su excedente. Pero eso no es todo, porque hay en este film instantes de hermosura rara vez capturados por una cámara cinematográfica: el cielo, la lluvia, el barro y las flores contemplados a través de la mirada de los plebeyos.
A Hidden Life es el nuevo experimento en cuestión. El tono celestial está aquí relacionado con la encarnación absoluta de lo maligno en la Tierra. El nacionalsocialismo no tiene historia ni antecedentes, ni tampoco una genealogía; es un residuo de un demiurgo, una plataforma simbólica en la que anidó la representación del Mal en toda su dimensión: Adolf Hitler, a quien se lo ve en un par de materiales de archivos trabajados con particular cuidado, acaso subrayando su banalidad e insignificancia, es un misterioso costado documental que está añadido A Hidden Life, como si fuera una forma de conjura retrospectiva. El sortilegio es el siguiente: a través de este poema teológico visual, se puede redimir la mácula espiritual que esparcieron las décadas del 30 y del 40 en el siglo pasado.
El delicado y virtuoso Todd Haynes prefirió menoscabar la gramática que caracteriza sus películas par ilustrar con simpleza la fría lógica el capitalismo y sus consecuencias abyectas. En efecto, quienes piensan desde ese espacio de razones son capaces de ocultar información, envenenar a los ciudadanos, ponderar la ganancia sobre cualquier otro factor que no sea de índole económica y seguir adelante con sus deberes empresariales. Discreta y acertada presunción de El precio de la verdad: no hay villanos, sí un modelo de razonamiento que arrastra a quien decide, y quizás sea esta la mayor clarividencia, no exenta de desesperanza, que el film dispensa.
El elenco de Familia está formado por la familia completa de Edgardo Castro: padre, madre, hermanos, hermana y sobrinos. La época elegida en el relato-retrato es la víspera de la Navidad, fecha obligada de reunión y vindicación mítica anual de todo un orden del que la familia es una pieza esencial. El film se ciñe a la espera y a la llegada de la Navidad. No hay conflictos dramáticos intercalados en la espera, tampoco revelaciones vergonzosas que mancillen el encuentro anual de los portadores de un linaje genético común. Nada pasa, en verdad: ni antes, ni durante ni después de llegada la medianoche; el film acopia preparativos insignificantes, descansos intermitentes y la experiencia dilatada de la espera de un evento en el que se brinda sin ningún indicio trascendental. Esto es Familia, con un prólogo de casi 20 minutos que añade una cualidad perceptiva, la cual solamente puede apreciarse en el final.
Tuvo la suerte y la desgracia de haber sido contemporáneo de un cineasta magnífico llamado Quentin Tarantino. Sin este, Guy Ritchie, el ingenioso colega inglés del estadounidense, célebre también por haber sido el esposo de Madonna, quizás hubiera podido eternizar su apellido como el sucedáneo de un estilo. La velocidad del montaje, la proliferación de personajes caricaturescos y un ostensible trabajo sobre el parlamento de estos son magnitudes compartidas de la estética de ambos, orientada a desatender las constricciones del realismo. El artificio no es necesariamente libertad, y Ritchie es una buena prueba: las doscientas vueltas de tuerca del relato en Los caballeros es más una fórmula que la desobediencia de un autor capaz de liberar los resortes de la narración cinematográfica.
¿Quién iba a decir que su descendiente más fiel ha nacido en Nazaret y ahora se le ocurrió visitar el país de su predecesor?
La comprensible maldad de algunos críticos y cinéfilos le adjudicó al film de Sam Mendes la naturaleza narrativa de un videojuego. En 1917, dos soldados ingleses tienen que atravesar el campo enemigo para advertir al superior de una tropa que detenga su ataque porque es una emboscada del enemigo. 1600 vidas están en juego. En dos secuencias (una es nocturna, por si se quiere identificarla), la marcha de los dos jóvenes del ejército de infantería remite a la estética de obstáculos propia de un videojuego, pero muchos otros pasajes desmienten que así sea. 1917 no es mediocre por ese señalamiento.
Parasite es un film singular; consigue comunicar la calamidad del mundo contemporáneo sin hundirse en una ciénaga pesimista. Tampoco anuncia un porvenir amable, casi lo contrario. La resistencia es apenas un gesto, un signo, una carta que tal vez ni siquiera llega a destino. Pero se escribe, alguien insiste y un cineasta desea filmar la única y verdadera grieta de todas las sociedades, la grieta entre los que dan órdenes y los que acatan.
Entre 1935 y 1936, en las escuelas de Baviera, los niños leían y asimilaban afirmaciones como la siguientes: “Al Führer alemán los niños de Alemania lo aman; a Dios en el cielo, lo temen: al judío lo menosprecian”. También: “El alemán camina, el judío se arrastra”. La autora del libro se llamaba Elvira Bauer, y este compendio ilustrado llevaba por título “Trau keinem Fuchs auf grüner Heid und keinem Jud bei seinem Eid”. Borges lo denominó alguna vez como “un curso de ejercicios de odio”. A este sentimiento tan de moda entre nosotros, no se lo debe subestimar; un día, sin aviso, puede dominar las personalidades de sus practicantes.