Cero sentido Las películas de terror clase b muchas veces ejercitan oblicuamente una crítica social. Aparecidos, el filme de Paco Cabezas, pertenece en parte a este universo cinematográfico, aunque su pretensión doble y paradójica, entretener y concientizar, disloca el terror que busca y ridiculiza su moraleja política, objetivo noble e incuestionable, pero que exige rigor histórico (en este caso) e inteligencia política. ¿Cómo, si no, hacer un filme de fantasmas cuyo estatuto de espectros coincide con ese vocablo preciso de nuestra historia: desaparecidos? La premisa no es necesariamente improcedente e indecente. En nuestra historia nacional, un desaparecido es un fantasma material: desconocemos su paradero, y de esto se predica una errancia simbólica. El derecho a saber significa incorporar instancias esenciales de una vida que se resisten a ser parte de un relato. El trauma es, por definición, exactamente eso: una memoria dolorosa que se fuga de la historia de un sujeto, de una comunidad, de un país. Aparecidos larga el 13 de agosto de 2001. Es un dato arbitrario, pues los sismos preparatorios para la debacle nacional no son parte del relato. Podría ser hoy, hace dos años, hace una década. Lo que importa es que en ese presente impreciso dos hermanos de nacionalidad española visitan Argentina. Su padre está en estado vegetativo. Tienen que tomar una decisión: desconectar al progenitor, y apurar los trámites hereditarios. De los dos, y no es un dato menor, es el más joven, Pablo, el que tiene un gesto menos utilitario. Le habla a su padre, toca su mano y le avisa que su hijo está presente. No tardará en responder. Pablo quiere saber un poco más sobre su padre, y convence a Malena, su hermana mayor, de viajar a la Patagonia, cerca de Rawson, donde su padre ejerció como médico. Arriba de una Ford rural emprenden un viaje al pasado. Y el pasado de su familia, como el de Argentina, no es un pasado exento de mentiras, traiciones, asesinatos, violencia, odio. Y es así que la aparición de una misteriosa niña en el medio de la nada patagónica será el presagio de varias apariciones. Son fantasmas del último proceso militar, son fantasmas desconocidos de la vida personal de los dos hermanos. Lo que sigue es un despropósito inaudito: cambiar la historia volviendo literalmente a ella en un presente yuxtapuesto al pasado. ¿Un túnel del tiempo? ¿Un anillo de Moebius? En la cabeza de Cabezas todo parece posible. Narrativamente incoherente y políticamente inocente, Aparecidos se parece a varias películas de terror de la última década. A diferencia de Sexto sentido, una de fantasmas con un fondo político difuso y preciso, además de ser un intento de actualización (no del todo exitoso) del clasicismo hollywoodense, Aparecidos posee un ritmo narrativo veloz en donde todo está codificado: las panorámicas turísticas sobre la Patagonia, las paletas de colores y las elecciones musicales, todo explicita qué se debe sentir y qué se debe pensar. La máxima conquista de Cabezas son dos secuencias correctas de levitación. Una de las últimas secuencias propone que los desaparecidos están entre nosotros: abandonados en las calles, atribulados, ignorados, en un limbo de injusticia perenne, en la medida en que la sociedad desestime ir hasta las últimas consecuencias en el esclarecimiento de los asesinatos sistemáticamente perpetrados por parte del terrorismo de estado. No obstante, la puesta en escena de Cabezas parece más un comercial que un momento cinematográfico. La ciudad se detiene, los desaparecidos son invisibles, llueve y el tráfico es infernal. Es una publicidad de derechos humanos en medio de una película. Una idea justa, pero no justo una imagen.
Después de detectar un posible fenómeno astronómico con consecuencias devastadoras para la vida en la biósfera, el geólogo Adrian Helmsley (Chiwetel Ejiofor), lector de libros como La consolación por la filosofía de Boecio y Adiós Atlántida, del desconocido (y apócrifo) Jackson Curtis (John Cusack), reporta el incidente al jefe de gobierno de los EE.UU. Es el fin del mundo, al menos de los latinoamericanos y los africanos, pues el G8, liderado por el presidente estadounidense (Danny Glover canalizando a un heroico Obama envejecido), ya ha invertido todo el capital en salvar a medio millón de almas millonarias (europeas, estadounidenses y asiáticas) y algún que otro homo sapiens simbólicamente relevante, sin descontar especies animales y algunas obras de arte. 2012 combina oscurantismo New Age californiano (legitimación del calendario maya), referencias bíblicas (apropiación del diluvio universal) y problemas familiares (el mítico reencuentro del padre con su hijo) en un relato ligeramente airoso y pletórico de efectos digitales. La secuencia en la que Cusack escapa con sus hijos, su ex mujer y el actual esposo de ésta manejando una limusina mientras se desmorona California justifica la entrada, aunque ver a Woody Harrelson como hippie paranoico extasiado por el fin del mundo no deja de ser satisfactorio. El humanismo ramplón del caricaturesco discurso de Helmsley para salvaguardar algunos hombres y mujeres que quedaron fuera de las arcas en el epílogo no es otra cosa que la conjura culposa e ineficaz de un relato que expresa una ideología precisa: el fin del mundo es posible e imaginable, no así el fin del capitalismo.
El arte de sobrevivir Los amantes no se parece en nada a los filmes precedentes de James Gray, excepto por el paisaje simbólico en el que transcurren sus historias (y su ostensible clasicismo): Nueva York, y sus suburbios, en especial la playa de Brighton en Coney Island y sus comunidades de inmigrantes. Sin tiros ni persecuciones, sin oficiales ni mafiosos, en el primer drama romántico del director de La traición y Los dueños de la noche, la mítica ciudad es una presencia, un personaje difuso que acompaña a sus criaturas. Se dirá que Los amantes es un filme sobre el deseo amoroso, la seguridad afectiva y la aventura romántica, y sin duda lo es, aunque su verosimilitud pasa por delinear el secreto combate diario de dos almas desoladas por colgarse al mundo, adaptarse a la sociedad y sobrevivir. El plano inicial es preciso: un hombre salta de un puente para capitular su vida. Bajo el agua, recuerda, duda y elige volver a vivir. No habrá un ángel que lo rescate, pero sí un transeúnte, que lo ayudará a respirar. Alguien lo reconoce: es el empleado de una tintorería. Leonard Kraditor (Joaquin Phoenix, antes de devenir en rapero con look ZZ Top) ya es un adulto, pero vive con sus padres. Tras un fracaso amoroso, quizás por una incompatibilidad genética con su ex mujer para procrear, quizás por ser él un maníaco depresivo, este hijo único de una familia judía de clase media trabajadora no es el orgullo del hogar, pero sí una preocupación exclusiva de la casa. Hay que despertarlo, animarlo, cuidarlo, medicarlo, casarlo, vigilarlo, aunque cuestionar el obsesivo amor materno (paranoico) y la comprensión paterna es injustificado. La familia apuesta a una nueva prometida (Vinessa Shaw), hija de un comerciante prestigioso a punto de asociarse con el padre de Leonard, que parece legítimamente atraída, y a quien le interesa la veta artística del posible candidato: la fotografía. Sandra Cohen es bella e inteligente, a pesar de que su película favorita sea La novicia rebelde. Si bien a Leonard no le disgusta la propuesta, el encuentro azaroso con su nueva vecina, Michelle (Gwyneth Platrow), una “shiksa” rubia, fina y curiosa, no menos compleja que él (espera que su amante –y jefe– abandone a su mujer y a su hijo para vivir con ella y es posible que consuma drogas), dividirá su deseo: seguir el plan familiar, de lo que se predica una tradición y un estilo de vida o, eventualmente, conquistar a esa mujer que no es judía y empezar todo de nuevo. James Gray es elegante: los movimientos de cámara suelen ser parsimoniosos: el hogar de los Kraditor es un espacio reducido, pero sus paneos expanden el modesto departamento en un microcosmos culturalmente reconocible; un viaje en subte y un paseo por las calles son ocasiones para capturar la fluidez de la cotidianidad en una ciudad específica. Un diálogo entre Leonard y Michelle, de una ventana a la otra desde sus respectivos departamentos, y la interrupción de una voz masculina en fuera de campo sugiriéndoles que usen el teléfono, sirve para denotar cierta solidaridad y amabilidad entre vecinos, quizás anacrónica, pasaje que también remite a La ventana indiscreta y al sentido de comunidad que se expresaba entre vecinos en aquella obra maestra de Alfred Hitchcock. En efecto, si bien los personajes de Los amantes usan celulares y computadoras, la película parece un ejercicio amoroso de nostalgia por un tiempo pretérito. Es notable, además, cómo las marcaciones de los actores, los gestos y las líneas de diálogo se complementan con una austera economía narrativa en donde Gray suministra poca información, mínima, de tal modo que todas las acciones dramáticas no se expliquen y quien mira, por lo tanto, deba resolver lo que permanece implícito y deliberadamente abierto. Los amantes –cuyo título original es “Dos amantes”, una distinción semántica nada irrelevante porque legitima una lectura menos ortodoxa, y obliga a pensar dos veces el desenlace, quizás inverosímil aunque dramática y filosóficamente audaz– sugiere tanto cómo el orden social se perpetúa a expensas del amor como también cómo ese mismo orden sostiene la identidad de sus miembros. Verlo a Leonard escapar y regresar a una fiesta que preanuncia su matrimonio no es otra cosa que observar cómo los hombres deben optar entre la solidez de las costumbres y el discreto confort de su acatamiento, y el imperativo del propio deseo, casi siempre a contramano de lo que otros quieren de nosotros y el mundo establece como norma.
El cuerpo en cuestión En el libro ¿Qué es el cine moderno?, Adrian Martin, el lúcido crítico australiano, intenta recuperar una distinción válida y necesaria para pensar el cine contemporáneo: la diferencia entre un cine de prosa (narrativa) y un cine de poesía, conceptos acuñados por Pier Paolo Pasolini. Dice: “El cine de poesía, tal como él lo define claramente, podría ser algo como un torrente libre compuesto por imágenes y eventos sonoros, similar a cierto cine de vanguardia”. Los primeros 20 minutos de La invención de la carne, la película más radical del cineasta cordobés más reconocido en el mundo, son misteriosos y poéticos. ¿Qué estamos viendo? Los primerísimos planos de un cuerpo se desmarcan del modo canónico en el que suele retratarse nuestra evidencia material de que existimos. Los pliegues de la carne, la piel como superficie, las extremidades desvinculadas de sus usos, incluso un plano detalle de una vagina constituyen una tesis: el cuerpo humano es un accidente evolutivo (y teológico). María (Umbra Colombo) y Mateo (Diego Benedetto) son los personajes centrales. Ella está dispuesta a entregar su cuerpo como objeto de placer ajeno y escrutinio médico. Poco sabemos de ella, excepto que es estéril física (y metafísicamente). María fornica con extraños para conjurar su catatonia espiritual y visita hospitales como si fuera el pretexto de una ocupación. Allí conocerá a Mateo, una criatura atormentada y solitaria cuyos padres lo han ubicado en un departamento con cuidadora incluida. Homosexual y obsesionado por la paternidad, Mateo no encuentra alivio ni en sus estudios ni en el sexo ocasional, aunque practicar natación parece liberarlo. En algún momento María y Mateo emprenderán juntos un viaje no exento de sorpresas. Si a una poesía no se le exige ser entendida, el cine de poesía supone una destitución del señorío del argumento y la apuesta por una experiencia sensible en donde sonido e imagen se mimetizan y materializan los estados psíquicos de los personajes. Los planos de Loza se sienten, y, si se quiere, el medio (es decir la forma) es el mensaje. Es por eso que las elecciones cromáticas y los planos cerrados del inicio se van sustituyendo por planos más abiertos y coloridos hacia el desenlace. Si la angustia extrema de los personajes es superada, eso se ve, no se dice. De allí, la belleza plástica de muchas secuencias, como los planos acuáticos en los que Mateo intuye en la movilidad bajo el agua una libertad de la que carece en la superficie. El prodigioso diseño de sonido y el hermoso motivo musical de Christian Basso intensifican sensualmente el desamparo y el reparo. Visceral y metafísica, La invención de la carne puede ser contemplada como un poema visual sobre la piedad. Su difusa iconografía cristiana no rivaliza con su materialismo filosófico, más bien se combinan para expresar el carácter accidental del cuerpo y el deseo táctil de redención. Para quienes estén dispuestos a ver un filme radical. Una virtud: creer en las imágenes. Un pecado: la secuencia policial.
Después de la inocencia No tiene estrellas televisivas, no cuenta con efectos especiales, no se pavonea con un plano secuencia pomposo sobre un estadio de fútbol, y no está destinada, lamentablemente, a las grandes cifras (de público y dinero), de lo que siempre se predica un argumento sospechoso que transforma el número en valor estético. La noble y secretamente grandiosa película de Julia Solomonoff ni siquiera lucra con un tema transversal de su relato, uno que ya ha dado buenos dividendos y premios: el hermafroditismo. No. Es un filme sobre la ternura, sobre el valor del conocimiento y los inconvenientes de la ignorancia, y, esencialmente, una película sobre la experiencia volátil del fin de la infancia y sus consecuencias. ¿Quién es el público de El último verano de La Boyita? Todos y nadie. La segunda película de Solomonoff transcurre en la década del ’80. El mundial de México está cerca y el austral es la moneda en curso. Jorgelina (Guadalupe Alonso, extraordinaria) vive en Rosario y sus padres están separados. Llega el verano y su madre y su hermana adolescente están a punto de ir a veranear a Gesell. Ella elegirá ir con su padre al campo, no muy lejos de Paraná. Ahí vive una familia de campesinos inmigrantes europeos con su único hijo, Mario, a quien Jorgelina aprecia mucho. Ambos están en el comienzo de la pubertad, y esa experiencia es más poderosa que la ostensible diferencia de clase y los universos simbólicos a los que pertenecen. El vínculo entre Jorgelina y Mario se intensifica. Andar a caballo, ir al tanque australiano, caminar y conversar, y bañarse en el río son placeres que ambos disfrutan, aunque la reticencia por parte de Mario a nadar anuncia un malestar que excede al pudor y codifica un trauma. Es que este hombrecito que trabaja al lado de su padre mientras se prepara para “hacerse hombre” en una carrera de caballos está sangrando periódicamente. La lectura de Jorgelina y la intervención posterior de su padre, que es médico, cambiarán la vida de Mario y su familia. Narrativamente fluida y formalmente precisa, El último verano de La Boyita presenta un mundo y un tiempo a través de una puesta en escena minuciosa. Los detalles gobiernan el plano: desde la ropa y las sábanas colgadas, pasando por los teléfonos, los utensillos de cocina y el mobiliario, hasta llegar a un ludomatic y los disfraces para ir a un carnaval, todos los objetos reconstituyen la memoria de un tiempo histórico. A este desvelo por la inscripción de lo histórico en las entidades materiales de la cotidianidad Solomonoff le agrega un atributo de clase: su mirada, la de la niña, es una perspectiva de clase (media). A través de ella se puede ver el trabajo de Mario, la idiosincrasia de sus padres, las diferencias entre la cultura de los campesinos y de quienes viven en la ciudad. No se trata ni de una mirada paternalista, ni de un lugar de observación condescendiente que detenta superioridad. Es simplemente un punto de partida observacional. De ahí que Solomonoff privilegie los planos subjetivos que suelen reproducir la mirada de Jorgelina, uno de los pocos momentos en los que la realizadora obliga invisiblemente a quien mira a sentir la cámara. Pero en El último verano de La Boyita no solamente se trata de mirar sino también de escuchar. El verano se escucha y el campo suena. No son muchas las películas argentinas que hacen de su banda de sonido (no su música, que en el filme no siempre parece pertinente) un dispositivo semántico y una experiencia sensorial. El retrato visual de la cotidianidad rural viene acompañado de un empirismo sonoro. Y, como sucede con el cine de Martel, que la película parece invocar al comienzo, los diálogos poseen una musicalidad convincente. Podrá sonar estúpido, pero nunca está de más repetir una vieja fórmula: el cine es imagen y sonido; después, quizás, y no necesariamente, un sistema audiovisual narrativo. Si bien se podría decir que tanto Hermanas como El último verano de La Boyita son dos películas sobre la identidad, una preocupación evidente en los dos casos, en la segunda tal inquietud se vincula con el conocimiento y cómo éste puede modificar los modos de estar en el mundo. Es notable el rol que juega un manual sobre sexualidad en la vida de Jorgelina. El libro proporciona soluciones a las inferencias que ella hace de sus observaciones. En efecto, El último verano de La Boyita recobra una experiencia fugaz aunque definitoria, característica de la preadolescencia, en donde se aprende a medir el mundo más allá de la cultura familiar y a reconocer su (in)deseable complejidad. Conocer y conocerse no es gratuito. De allí, ese misterioso plano final en el que el viejo cuarto de juegos (La Boyita, la pequeña casa rodante) ha sido destruido por un árbol. Se pierde algo y se conquista otra cosa; se abandona la inocencia y se empieza a transitar y a modelar la autonomía, como en el pasaje en el que Mario y Jorgelina, finalmente, se sumergen juntos en el río, después de una cabalgata que no es otra cosa que una fuga de lo conocido.
La pólvora y el polvo Los policiales son un test cultural. Cada cinematografía representa sus fuerzas del orden y al hacerlo exterioriza un imaginario, un ideal, incluyendo sus traiciones y disfuncionalidades. El bonaerense, de Trapero, por ejemplo, sigue siendo la gran película para visualizar la versión argentina de ese universo cerrado en el que los civiles son otros. MR 73 es un policial dirigido por un ex policía devenido en cineasta, una conversión impensable en nuestro medio y en otros, pero que en Francia, la patria de la cinefilia, parece posible. La tercera película de Olivier Marchal empieza relativamente bien. El gran Daniel Auteuil, quizás la razón principal para ver este filme, es Louis Schneider, un experimentado policía de Marsella. Su personaje transmite desolación y cansancio de existir, pues algo terrible le ha sucedido y pronto se sabe: perdió a su hija en un accidente y, técnicamente, también a su mujer, aunque sigue viva. Tras blasfemar contra el Altísimo, promete darle muerte. Es un comienzo lúgubre y una explicación convincente del alcoholismo que sistemáticamente ejercita durante toda la película. Lo absurdo del mundo exaspera y la ineficacia de su demiurgo es imperdonable. Totalmente ebrio, Schneider secuestra un colectivo con la pretensión de que lo lleve hasta su casa. Un evento desafortunado, un posible descenso en el escalafón policial, a pesar de que nadie duda de la eficacia de este agente que todavía conduce un Volvo del siglo pasado mientras sus colegas se deslizan en máquinas de acero. Schneider investiga un conjunto de asesinatos en serie. Otros tenientes también buscan atrapar a este asesino serial especializado en violar y mutilar a sus víctimas femeninas. Al mismo tiempo, otro asesino serial con cadena perpetua quizás pueda quedar en libertad. Dios todo lo puede: el homicida, aparentemente, se ha convertido al cristianismo, y su posible libertad enloquece a la hija de un matrimonio despachado por esta alma renovada. Víctima y victimario están ligados al pasado de Schneider, lo que será motivo de un “renacimiento”. Las ideas cinematográficas de Marchal son elementales, y todo su esfuerzo por traducir estéticamente un mundo que conoce de primera mano demuestra los límites de su puesta en escena. A la decadencia de la institución policial y su corrupción oblicua le corresponde una tonalidad: todo se ve gris y descolorido, y la predilección por espacios cerrados iluminados tenuemente materializa un veredicto sobre este universo simbólico irredento. Este modesto acierto en el retrato de una comunidad por parte de este heredero bastardo de Jean-Pierre Melville se diluye en varios desaciertos que sentencian a MR 73 a una ostensible insignificancia y al mero pasatiempo condenado al olvido: entre los flashbacks mecánicos y “en cuotas”, pintados de blanco y negro como obliga el régimen estético dominante, en los que dos personajes recuerdan la genealogía de sus respectivos traumas, una persecución inverosímil y “artística” entre policías y asesino bajo la lluvia, y el montaje cruzado pueril y barroco del epílogo, en el que se pretende sintetizar una filosofía del mundo en donde los opuestos se tocan (la vida y la muerte, la desesperanza y la esperanza, la oscuridad y la luz), Marchal devela lo rudimentario de su cine. Todo se musicaliza, todo se subraya, un bebé que nace es el contrapunto de un héroe que dispara en el nombre de la justicia, aunque esta celebración consciente de la vida sea incompatible con el nihilismo primitivo que merodea en toda la película. Inspirada en un hecho real, MR 73, el nombre de una pistola antigua, es precisa y efectiva en su incredulidad sobre la benevolencia de los hombres y en su denuncia de las mallas de la corrupción policial. La pólvora de los revólveres es la ley del mundo. Tarde o temprano, las criaturas del mundo transmutan en polvo.
Pretérita y tímida promesa del cine estadounidense de los ’90, Dominic Sena (Kalifornia, Swordfish) dirige este bodrio ligeramente inspirado en una novela gráfica en el que una detective (Kate Beckinsale), a punto de dejar una base en la Antártida, lugar en donde los crímenes no son la regla, debe investigar tres asesinatos consecutivos ligados a un cargamento secreto, posiblemente material nuclear, extraviado hace décadas en la nada polar después que un avión ruso se estrelló en la región. Después de un elegante plano secuencia inicial en el que Beckinsale ingresa a su cuarto y se da una ducha, Terror en la Antártida se transforma en una película mecánica, desprovista de suspenso y perezosa en capturar el papel protagónico de un paisaje indicado para la opresión y la paranoia. Los flashbacks que intentan explicar la psicología del personaje de Beckinsale no sólo son narrativamente irrelevantes, sino que evidencian un desgano absoluto por parte del director a la hora de pensar la puesta en escena.
Antes del crepúsculo “El fracaso es un paroxismo de la lucidez”, dice Emil Cioran. Bien podría ser el aforismo que sintetice el epílogo de Tres deseos, la opera prima de Trotta (Legado) y Vivian Imar, un drama discreto e intimista sobre la disolución del vínculo amoroso de un matrimonio de ocho años. La sentencia del filósofo rumano es precisamente lo que conquista dolorosamente en su conciencia uno de los personajes. Clarividencia de saber y poder decidir cómo conjurar a tiempo la pestilencia que sobreviene al desencanto amoroso. Tres deseos transcurre en Colonia de Sacramento, Uruguay. Es el lugar elegido por Vicky (Florencia Raggi) y Pablo (Antonio Birabent) para pasar un fin de semana, que coincide con el cumpleaños de ella (de allí uno de los sentidos del título del filme). Él, arquitecto, aunque dirige la fábrica de su padre; ella, diseñadora de ropa, inspirada en modelos de viejas películas, y quizás una cineasta frustrada. Es un viaje con agenda secreta: restituir la pareja, lo que explica por qué su hija ha quedado en Buenos Aires bajo el cuidado de sus abuelos maternos. Un hotel 5 estrellas y un lugar casi paradisíaco es un escenario de reparación. Pero el bienestar económico no garantiza bienestar amoroso. Tras un forzado monólogo existencial, Pablo, que fuma como si se tratara de un deporte oral, se enoja con Vicky y se va a caminar solo. Por azar o por predestinación (del guión) se encuentra con una ex novia, Ana (Julieta Cardinali), que acaba de separarse y se ha tomado unos días. Es un reencuentro y una nueva promesa. Vicky, Ana y Pablo, tres sujetos, tres deseos. En un pasaje, Vicky cita sin nombrar a Bleu de Kieslowski. Es una confesión estética de los realizadores y un deseo mimético. Por momentos, Tres deseos consigue enrarecer su registro como ocurre a veces en la trilogía del polaco. Los raccords (la continuidad) de las escenas desafían la lógica, los horarios internos de la película son laxos, la concepción sonora tiende a lo experimental e irrumpe sobre lo visual. Este filón experimental no siempre se entreteje bien con la voluntad narrativa, que, en las escenas entre Ana y Pablo, remite a Antes del atardecer, de Richard Linklater: caminar y conversar funciona como un método de indagación sobre el yo y sus deseos, aunque aquí los diálogos carecen de la perspicacia pop y filosófica del filme citado. Formalmente inquieta y narrativamente despareja, Tres deseos no deja de ser un debut promisorio. Su propensión a la solemnidad y al lugar común rivaliza con el poder de sus imágenes. Para quienes disfrutan de dramas intimistas. Una virtud: su veta experimental. Un pecado: el desnivel entre los intérpretes.
La tortura como lección de autoayuda Las almas bellas se escandalizan y luego toman decisiones: “Este filme putrefacto debería estar prohibido”. Así pensaron en la madre patria, y El juego del miedo VI se exhibió allí en donde el cuerpo filmado es pura mercancía y lo narrativo es un pretexto para exhibir las destrezas anatómicas de actores cuyos cuerpos son su último recurso interpretativo. ¿Sadismo pornográfico? Pocas cosas tiene para entregar esta tercera parte de una segunda trilogía que empezó a principios de esta década. Excepto por la prestancia perversa de Tobin Bell, quien encarna al asesino serial reaccionario y articula el discurso filosófico de la serie, como suele suceder, el resto de los actores son unos troncos, y el relato resulta mecánico como un reloj a cuerda y la estética slasher colecciona lugares comunes como John artefactos de tortura. El juego del miedo VI consiste en la ejecución del testamento vengativo del popular asesino, cuyo fin es doble: exterminar a un ejecutivo de una corporación de seguros médicos y darle su merecido a los responsables de la muerte de su hijo en gestación. La viuda de Jigsaw/John tiene visiones y una misión secreta. Su único discípulo vivo prosigue con la línea de acción de su maestro, aunque detrás de su musculatura no parece haber vida inteligente. La apertura no es discreta, y condensa, además, una ideología. Dos bancarios deben salvar sus vidas sacrificando su propia carne. La automutilación deviene salvación. Detrás de la sangre, una consigna: estos depredadores que prestan dinero a quienes no lo tienen son convertidos en presa. Ésa es la lógica compensatoria de El juego del miedo. Su obscenidad sádica es el correlato de un diagnóstico: un mundo desprovisto de valores. En efecto, el supuesto sabio de la tortura cree en los extremos como método terapéutico: quien se enfrenta con la muerte puede llegar a valorar su vida más que las posesiones que la sostienen. Y es allí en donde secretamente El juego del miedo es autoayuda por otros medios. Después de 2001, la tortura como instrumento político dejó de ser tabú en EE.UU. Es lógico que Hollywood la naturalice, pues ese cine es una máquina pedagógica y expresa fantasías colectivas de un imaginario específico. Más que escandalizarse y prohibir, hay que sopesar por qué el consumidor preferencial de este tipo de productos ya no cuenta con paciencia ni sensibilidad para mirar Noche y niebla o Garage Olimpo. Se necesita una contrapedagogía, imágenes que restituyan lo Otro y distinto de nuestro mundo. Para los fans de la serie y sociólogos del espectáculo. Una virtud: una vuelta de tuerca casi aceptable. Un pecado: su estética berreta.