El apego prodiga placeres visuales de todo tipo. Un buen ejemplo es el matrimonio que quiere quedarse con el hijo de Carla, ridiculizado por la indumentaria y situado en el centro del plano con un encuadre que aprovecha la totalidad de la superficie que lo delimita. Lo mismo podría decirse del laboratorio en el que la doctora cocina los huesos de sus víctimas o del cuarto en el que tienen sexo Carla e Irina. Los detalles pertenecen a la gramática visual del cineasta, como también los travellings puntillosos y los planos enrarecidos en ocasiones específicas.
Sciamma propone una segunda intersección entre el cine y la pintura. ¿Cómo observa una pintora? ¿Cómo mira una cineasta? Los primeros planos coinciden con la capacidad observacional de quien pinta y también de la mujer que posa. Saber mirar es extender la atención sobre una acción sin énfasis o algo inadvertido de alguien o algo. Una axila en primerísimo plano sin depilar desconcierta primero y luego obtiene una potencia erótica inesperada solamente porque se ha filmado una superficie corporal de una manera inusual que no suele mirarse sino como un área destinada a ser objeto de publicidades de desodorante. La fuerza de la película reside en esos detalles dispersos, y no tanto en las escenas simbólicamente concebidas para vindicar el deseo femenino y la libertad explícita sobre el destino de su cuerpo. (La hermosa canción que cantan muchas mujeres al lado del fuego en una noche es un episodio placenteramente decorativo; la orquestación siniestra durante un aborto no parece pertenecer a esta película).
La precarización laboral no es jamás un mero sintagma de la lucha discursiva entre teóricos, gobiernos y sindicalistas. Denomina una experiencia concreta que tiene consecuencias en la mismísima vida afectiva de una familia y en el cuerpo de un trabajador. Cuando a Ricky se le cierran los ojos manejando en la mañana su camioneta de reparto porque la rebeldía de su hijo mayor le resulta incontrolable a tal punto que no puede dormir, la falta de sueño y la rabia del adolescente no se precipitan por desórdenes afectivos y psicologías inestables: un sistema económico y una forma de trabajo modulan la experiencia en el mundo. Todo esto no es otra cosa que una actualización de la enajenación, que tampoco es un concepto teórico; el término describe un fenómeno, y el film de Loach lo representa bien.
El prófugo resultó una sorpresa. Muerte en Buenos Aires, la película precedente de Natalia Meta, apenas ofrecía el atisbo de una directora que, en cambio, aquí tiene control sobre todos sus materiales, a diferencia de su protagonista, quien experimenta una paulatina caída en lo Real, dirían los psicoanalistas (lacanianos). Que la propia Érica Rivas (una vez más en un papel notable) exprese en los agradecimientos que el film está dedicado a los que no encajan en la norma es una glosa de todo lo que aquí sucede. Y es mucho, porque la psicosis es siempre una decantación de signos sin referencias.
Es una pena que Traucki no prodigue un buen plano de ese animal cautivante y enigmático como el cocodrilo. Un primer plano en los ojos de la criatura o un primerísimo plano sostenido sobre la superficie de su cuerpo en algún pasaje podrían haber ocasionado más terror que ver la inmensidad de su lomo desde un plano en picado aéreo conseguido por un dron. Cuando se prescinde de pensar estéticamente, todo se resuelve por las proezas técnicas del momento y algún que otro efecto especial, cuya eficacia indesmentible apenas disimula la constante resolución mecánica para ilustrar un guion divorciado del cine.
La antiquísima máxima geométrica de Euclides sobre las paralelas que nunca se juntan tienen por momento algún sentido narrativo en Undine, una película que no siempre articula coherentemente la hermosa y trágica historia de amor que devela, algunos apuntes históricos y arquitectónicos relacionados con Alemania y una alusión demasiado abierta y vaga al mito que tiene a las ninfas como protagonistas.
En la tercera película, Castro está detrás de cámara. Su principal actriz es una mujer joven, madre de una hija y vendedora ambulante. Vive en La Matanza, comparte una casa rudimentaria con un hombre, no mucho mayor que ella, probablemente su padre, aunque la filiación es imprecisa. ¿Qué vende? Medias, y la secuencia dedicada a mostrar el desempeño de Bárbara ofreciendo su mercadería por la zona del Abasto es de una precisión inaudita: ir por la calle, entrar a los negocios, anunciar la oferta del día, todo esto solicita a la vendedora el coraje para vencer la timidez y confrontarse con la microscópica humillación del rechazo constante. La excepción es el éxito y el pago. Cuando en Las ranas Bárbara se detiene a almorzar, la derrota del vendedor callejero se siente en todo su esplendor. Escena triste, síntesis de los vencidos, apenas matizada por un pañuelo verde a la derecha del encuadre que remite a la lucha y la resistencia.
La memoria es la condición de posibilidad de la identidad. El deterioro de los recuerdos y su cortocircuito con los estímulos del presente constituyen un riesgo de primer orden para el núcleo insustituible que define que alguien no sea cualquiera sino quien es.
La pareja protagónica está en crisis y a punto de separarse. Los niños lo intuyen, los padres aún no lo han comunicado. Los primeros momentos se circunscriben a situar la angustia de los cuatro. Pero Viejos no es una película familiar propia de la cultura estadounidense en la que se perpetúa el ideal de institución familiar; es una película del cineasta indio M. Night Shyamalan, y si bien a este no le es indiferente la importancia de los sentimientos primarios que circulan entre padres e hijos, su interés recae siempre en lo fantástico y en sintonía con angustias menos enraizadas en la dinámica sentimental de un matrimonio que en formas del malestar contemporáneo. La especialidad del cineasta siempre ha sido detectar los signos de las fantasías en las que se expresan miedos y ansiedades no del todo conscientes en el imaginario colectivo. El desenlace de Viejos, sin ir más lejos, pone en imágenes la paranoia global en torno a la medicina.
En nuestra época de ineludible vindicación de la mujer en todos los espacios imaginables no podía faltar que el ubicuo género de superhéroes se alinee con este imperativo cultural y dé un giro decisivo en la mayor usina contemporánea de la imaginación mitopoética. Hace un tiempo fue Mujer Maravilla, ahora Viuda Negra. Que no sea Tom Cruise subido a una moto el que se desliza por las calles de Budapest, o Matt Damon el que reparte golpes cortos y patadas certeras, y sea Scarlett Johansson y otras cuantas mujeres las protagonistas que tienen a su cargo los tiros y las proezas físicas constituye la asequible y bienvenida prueba del espíritu del tiempo, como también sucede detrás de cámara, donde Cate Shortland es la última responsable de coordinar explosiones, escapes, peleas y diálogos.