Lazos de familia Dan Fogelman (Directo al corazón) ha creado las series y películas más exitosas de los últimos tiempos, siendo This is Us (2016) el ejemplo de cómo se puede recuperar el melodrama en la televisión, ofreciendo a nuevas generaciones una relectura sincera de éste e imponiendo nuevas tendencias y clásicas fórmulas que repercuten positivamente en la audiencia. Con La vida misma (Life itself, 2018) ese conocimiento sobre el género se potencia al imaginar una historia cruzada, que va y viene a partir de flashbacks y forwards en el tiempo, para configurar un almibarado relato sobre la familia, el amor, la amistad y la búsqueda de ideales. Samuel L. Jackson narra en off las vicisitudes que envuelven a los protagonistas (Olivia Wilde y Oscar Isaac), la elección de voz en off (que luego aparece en un cameo) no es ingenua y posiciona el contrato de lectura de la propuesta. Dan Fogelman homenajea a Tiempos violentos (Pulp Fiction, 1994) con una escena en la que Will le pide matrimonio a Abby, vestidos como Mia Wallace y Vincent Vega, en medio de una fiesta, y en lo que aparenta un rechazo, termina luego brindando el escenario para que comiencen a entrecruzarse historias y relatos a lo largo de países y continentes desde esta unión. En la ambiciosa tarea de hilvanar y mostrar los personajes, La vida misma se presenta como una épica sobre el amor, sobre los encuentros y desencuentros, sobre la vida golpeando a las personas y la capacidad, a partir de la resiliencia, de reconstruir, desde la nada misma, nuevos y potentes vínculos y encuentros. De Nueva York a un pequeño pueblo de España, sin escalas, el viaje que propone Fogelman reposa su verosímil en la reiteración de relatos, y en el subrayado de emociones a partir de la presentación de cada uno de los personajes, protagonistas cada uno de su propia historia de amor, sea pasional, filial o simplemente vincular y ocasional. La vida misma es una película que prefiere buscar la empatía con el espectador con sentimientos expuestos a flor de piel. En esa recuperación del melodrama, en la tradición de sus tiempos y estructuras, y en preferir detenerse en detalles, como en la explicación acerca de la riqueza del potentado hacendado español que interpreta Antonio Banderas, es en donde Fogelman va preparando el escenario en el que las pasiones librarán sus luchas y encuentros. Si por momentos la ágil propuesta inicial se pierde en el letargo del melodrama que encarnará el personaje de Banderas, con una pareja a la que abordará como propia (interpretada por Laia Costa y Sergio Peris-Mencheta), eclosionando en ella, rápidamente la nueva vinculación propone un estadío diferente que repercute en la totalidad de la obra. Y tal vez en la necesidad de estar atentos a no perder conexiones, a relacionar unos con otros a los protagonistas, es en donde el artificio de La vida misma comienza a jugarle en contra, con un sinfín de giros y revelaciones, ya previstos, que atentan con la esencia de la historia central. Así y todo, en las genuinas sensaciones que transmiten los actores, en la banda sonora, que envuelve y acompaña, creada por Federico Jusid, y en la utilización de todo el soporte para potenciar la historia, La vida misma se propone como un logrado ejercicio melodramático, potente, honesto, con algunos diálogos muy lúcidos, sobre vínculos y sus derivados.
Fantasmas en la mente Cadáver (The Possession of Hannah Grace, 2018) se presenta como una propuesta televisiva, de esas que en el binge watching, los millenials devoran en menos de un fin de semana. Series con imágenes perfectas y giros constantes como para dar la sensación de sorpresa y novedad, que en poco tiempo comenzaron a transformarse en productos cinematográficos, convirtiéndose en algo parecido al cine pero con un lenguaje televisivo. A Megan (Shay Mitchell), la protagonista de Cadáver (inexplicable título local), le han pasado muchas cosas, y como resultado de éstas, las alucinaciones la persiguen esté donde esté. Para complicarle todo, la única chance que tiene para salir adelante y seguir con su vida es emplearse como administrativa en la morgue de un hospital, donde, obviamente todo se descontrolará en parte por sus delirios y en parte por un misterio. Así, entre la serie de horror, el drama hospitalario y la narración de género, Cadáver de Diederik Van Rooijen, apuesta por algo que no dista mucho de una infinidad de propuestas anteriores que han tenido en hospitales, morgues y lúgubres espacios, escenarios para contar historias de miedo sobre muertos que reviven, cadáveres que caminan y asesinatos sin explicación que amenazan a los personajes. Pero en Cadáver el principal conflicto es su intención de dotar de cierto realismo y profundidad a la protagonista a partir de un pasado reciente que la acecha. El guion de Brian Sieve pretende confundir al espectador con lecciones sobre psicología y autoayuda de bolsillo en eternos diálogos en los que Megan debe probar que aquello que ha comenzado a vivir en su trabajo nocturno no es otra cosa que la aparición de un extraño cuerpo que toma vida de la muerte de otras personas. Para matizar un poco la cosa, el realizador intenta abrir los espacios con tomas que dan amplitud al techo de la morgue, jugando con la luz y primeros planos para componer una propuesta distinta, pero en el constante apelar al fuera de campo y a la banda sonora para efectuar cambios y transiciones, la fórmula se resiente. En algún momento se incorpora la religión y el exorcismo para justificar las muertes que comienzan a sucederse delante o a espaldas de Megan, algo que demuestra la construcción tipo Frankenstein del guion, un híbrido que no sabe hacia dónde avanzar en su relato y en su progresión. Cadáver podría haber sido una potente vuelta a un subgénero que tiene varios adeptos dentro del terror, pero en el débil desarrollo de los conflictos y en las endebles actuaciones secundarias se terminan por resentir todo aquello que emulando a series olvidables podría haberla distinguido y elevado.
La revolucionaria No existe en la cartelera mundial actual una película con más tino y timming que Colette: Liberación y deseo (Colette, 2018): Feminismo, literatura transgresora, provocación, reivindicación de derechos de igualdad entre el hombre y la mujer, entre otros, hacen de la propuesta una potente carta de bienvenida a la temporada de premios y una oportunidad para seguir pensando en algunos temas asociados a la producción y consumos culturales y cómo desde la propia industria se los representa. En Colette: Liberación y deseo, de Wash Westmoreland (Siempre Alice), la protagonista (Keira Knightley) se casa con Willy (Dominic West) un hombre catorce años más grande que ella, y que ha sabido hacerse un nombre en la literatura popular del momento. Cuando a Colette se le despierta el interés por la literatura (lectura y escritura), nada haría suponer que su esposo la convencería para que sea ella quien escriba algunas obras a su nombre y así beneficiarse ambos. Con las de perder la película logra superar aquellos primeros escollos iniciales para comenzar a constituir una semblanza emotiva y estereotipada sobre la célebre escritora y poeta francesa, una mujer que tuvo que romper esquemas, sacar a la sociedad francesa de su zona de confort e imponer, hasta donde pudo, un estilo que fue muchas veces emulado pero nunca igualado. Esta biopic, o película biográfica de época, con una cuidada producción, vestuario, reconstrucción y más, es tan aséptica que aburre, porque aun cuando supuestamente quiere innovar desde lineamientos asociados a la sexualidad de Colette no trasciende ese punto. Hay también una exageración en cuestiones de representación asociadas al feminismo, que lamentablemente se pierde en los propios mecanismos de anulación de recuerdos sobre el personaje disparador narrativo, una obra que necesita, inevitablemente, dialogar con la época actual, perdiendo una vez más, su sentido al volverse tan políticamente correcta que irrita. Keira Knightley hace lo que puede con los lineamientos torpes y básicos del personaje, una semblanza de bronce que además, por la falta de honestidad, termina por naufragar a pesar de todos los esfuerzos que el elenco hace. Los dos temas vectores, la pasión por la escritura y la pasión por los cuerpos, se disuelven en una serie de escenas tediosas. Colette: Liberación y deseo habla del momento más importante de una escritora transgresora, y también de la persecución por su condición sexual en tiempos revueltos, de los deseos y de cómo es inevitable entregarse a ellos.
Amor a primera vista La princesa encantada (The stolen princess, 2018), de Oleh Malamuzh, conjuga lo mejor y lo peor de la última producción animada fuera de la industria hollywoodense, realizada en países periféricos que buscan alternativas para enfrentarse en las salas a las grandes producciones de estudios poderosos. En la búsqueda de historias distintas, o en la posibilidad de reinventar desde fórmulas clásicas nuevas propuestas, muchas veces el resultado dista de las buenas intenciones iniciales. En La princesa encantada hay un factor que le juega en contra, y no es su delicada animación, el humor que maneja en sus gags y punchlines, la dedicación con la que se presentan cada uno de los personajes, sino una serie de lugares comunes que opacan cualquier intento de presentarse como diferente para las nuevas generaciones: Es que en tiempos de empoderamiento femenino, y de lucha por romper estereotipos y mandatos, queda vieja como propuesta este relato de amor entre un artista y una joven, quienes se enamoran a partir del engaño. Lo que en el vodevil funciona, la mentira como impulsora de confusiones para generar vínculos, aquí obstruyen la linealidad del relato, siendo utilizada como motor humorístico, transformando la historia en un híbrido que no respeta ni refleja un verosímil. Cuando el idilio entre Ruslan y Mila comienza, ya teníamos demasiada información sobre el actor que quiere ser caballero para dejar de trabajar, de luchar con audiencias inexistentes y algún que otro tomatazo por su pésima actuación. Y en el momento que eso queda claro, aparece un malvado (el villano de turno), el más malo del reino de las nueve montañas, que como tradición secuestra a la princesa Mila para quedarse con su poder. Así, La princesa encantada devendrá en una pesquisa para dar con el paradero de la joven, pero no sólo por parte de Ruslan, sino por cada persona del reino que sabe que como recompensa se lo nombrará caballero. Allí el relato pierde su posibilidad de construir un relato novedoso, deteniéndose en detalles acerca de la búsqueda de Ruslan (el protagonista) de Mila (la princesa) y de la necesidad de continuar con viejos esquemas narrativos que ubican, primero a la mujer en un lugar secundario, y, segundo, manipulan un guion que disfraza de humor la historia de amor. La indefinición y el jugar con los dos tonos, deconstruyen su estructura, debilitan las premisas, generando tedio en aquellos momentos en donde la búsqueda del realismo mágico y el romance se presentan ante los espectadores y en donde el guion y la narración podrían haber encontrado algo más para contar.
Con gran ansiedad se esperaba la nueva producción dirigida por Damien Chazelle, un realizador que pese a su corta edad supo mantenernos en vilo, tensos, suplicando un poco de comprensión al protagonista de “Wiplash”, y que también supo enamorarnos y desenamorarnos en aquella pequeña joya “La la land”. Pero acá la historia es otra, de hecho toma la biografía de Neil Amstrong, aquel hombre que se animó a alunizar en “El primer hombre en la luna” (2018), una propuesta que roza con el formato televisivo de biopic y decide agregar elementos melodramáticos para potenciar elementos y construcciones narrativos. En “El primer…” vemos como Ryan Gosling deja el piano y los autos para adentrarse en el particular comportamiento y relacionamiento del mundo de Amstrong, un hombre que supo desde su conocimiento astronáutico llevar a lugares impensados a Estados Unidos en materia de conquista espacial. Con los rusos pisándole los talones, y una serie de infortunados eventos por explotar en su vida, Amstrong se mantuvo estoico ante los avatares que la vida lo iba enfrentando sin saber cómo terminaría todo, o sí, pero no explicitándolo en ese momento. En el arranque una pérdida irreversible, una marca que hará mella en el hombre que pisó por primera vez la luna, y desde allí se configurará todo el relato, que si bien tiene como eje los avances y retrocesos en materia espacial, toma como principal motor impulsor los conflictos internos y externos de un hombre atravesado por el duelo y el recuerdo de un ser querido. Hay, obviamente, relato sobre los mecanismos internos de la NASA y un entramado sobre la amistad y compañerismo entre los astronautas, pero, principalmente hay un interés de Chazelle por asentar la biografía de un hombre que hizo de su profesión un recurso único. Clare Foley acompaña a Gosling, superando su mínimo desarrollo de personaje, imprimiéndole un tono entre abúlico y melancólico, entre ausente y perdido, ante los avatares de su marido y los golpes que la vida le asesta. Chazelle se pone solemne, y aburre con un metraje extenso que podría haberse resuelto en un tiempo más breve y más dinámico. Hay una lograda reconstrucción de época, con detalles cuidados hasta el máximo, pero no alcanzan para transmitir el verdadero espíritu con el que se vivía por ese entonces. “El primer hombre en la luna” podría haber expresado correctamente los miedos y peligros de un momento en la historia en donde todo estaba por hacer y explorar, pero prefiere quedarse en la psicología de un hombre que desde la pérdida quiso superarse y superar, pero que terminó aceptando lo irreversible de la muerte, y, desde allí avanzar en la peligrosa tarea de ser un hito en la carrera astronómica.
Robin super star Inspirado en el clásico relato capturado de la cultura oral popular, que luego se convirtió en una infinidad de libros, obras teatrales y películas, la nueva adaptación de Robin Hood (2018) es una propuesta que intenta innovar con elementos visuales y técnicos, pero que no termina de cerrar por ningún lado su identidad. Acercando al personaje al universo de los superhéroes, presentándolo como tal (de hecho los títulos finales son viñetas casi copiadas de las películas de Marvel), con habilidades y su “identidad secreta”, sus transgresiones al original (cambio de color de los protagonistas, por ejemplo) y una búsqueda narrativa que potencia escenas de acción y efectos visuales, hacen que el relato termine convirtiéndose en una absurda puesta al día para el público más joven. El realizador Otto Bathurst (Margot) debuta en el cine de acción desandando los pasos de este noble (Taron Egerton) que ve truncado su futuro al ser parte de un siniestro plan en el que la propiedad y el dinero sólo son utilidades que el malvado de turno (Ben Mendelsohn) quiere. Habiendo participado de las últimas cruzadas terminará una temporada exiliado, lapso que le hará perder sus bienes, su mujer (Eve Hewson), quien encontró en otros brazos refugio (Jamie Dornan) y la posibilidad de tener influencia en las decisiones gubernamentales. Aliándose con otro fuera de la ley, Juan (Jamie Foxx), decidirá volver para no sólo vengarse sino, principalmente, para hacer justicia y evitar que los lugareños sigan perdiendo lo poco que tienen en manos del tirano sheriff. Robin Hood está dividida en dos instancias, una primera en la que las expediciones para terminar con las amenazas se narran a modo de película bélica, con escenas envolventes que atrapan sin dejar distanciamiento al espectador, y en donde las flechas toman el lugar de las balas y bombas, en un segundo tramo primará el interés por hiperbolizar al personaje con un halo místico de héroe de comic. Entre esa primera parte, y la segunda, se confunde el interés por el personaje, privilegiando, por ejemplo, algunas escenas con movimientos y aceleramientos, ausencia de diálogos, e injustificados giros de la trama, que se desvanece ante cualquier avance de Robin como protagonista absoluto de la historia. De hecho lo único que hace el guion es presentarlo como un “canchero”, preocupado por la moda y que prefiere robar para no hacer nada en su vida. Así, por citar otro mecanismo escogido, se le otorga a Juan (Foxx) un mayor destaque, decidiendo que el regreso de Robin Hood no importe más que la pérdida del hombre que asistirá al joven ladrón de ladrones. Hacia el final todo se precipita, y se comienza a urdir un gigantesco relato que no ata cabos sueltos, que prioriza la imagen y la velocidad de resoluciones para interpelar a aquellos espectadores que se acercan por primera vez al mito, sin reflexionar sobre los motivos que lo llevaron a ese lugar. Tal vez por la débil estructura narrativa que se presenta, por las exageradas interpretaciones, por decisiones de modificar conflictos, o, simplemente porque no encuentra el tono justo y adecuado para la propuesta, Robin Hood se termina transformando en un ejercicio innecesario de aggiornamiento, un caramelo visual aburrido y sin sabor, perdiendo la esencia del protagonista, un ser fuera de la ley que encuentra en sus ideales la posibilidad de transformar la situación de los ciudadanos trabajadores, robándole a aquellos que sólo desean el poder para aumentar sus riquezas personales.
Muchas son las propuestas que toman cenas y vínculos familiares para trazar el motor narrativo. Pocas logran transmitir valores, y muchas menos aquella tensión necesaria para mantener la expectativa. Aquí se da un caso complicado entre ambos puntos, y no se decide por ninguno.
Pablo Zucca propone lo imposible, que un hombre compre la luna como parte de una promesa. Aquello que olvida el director, es el contrato de lectura con el espectador, quien si bien se divertirá con una primera parte dinámica y entretenida, termina cayendo rápidamente en el tedio que alguien que tuvo mal sexo.
Atentos a la nueva película de Inés María Barrionuevo, un viaje a los nuevos roles maternos a partir del desarrollo del vínculo entre una actriz y su hija ante la pérdida del ser querido. Al igual que en Atlántida la directora pisa firme en aquellos senderos que conoce, deslumbrando al espectador con escenarios naturales y la transmisión de sensaciones en el regreso de Umbra Colombo.
Cocktail de género, aquello que no está en "Demonio de Medianoche", no está en ningun otro lugar, porque justamente en el refrito alza su propuesta. Ni siquiera la participación de Robert Englud apuesta por el visionado de un film que atrasa 40 años.