Tamae Garateguy es una provocadora, lo sabe y apuesta cada vez más en sus películas. La protagonista de Mujer Lobo deviene mujer sufrida pero deseante en esta nueva propuesta que sumerge al espectador en la vida de Clara (Martina Garello) y su relación con Gonzalo (Rodrigo Guirao Díaz). Por momentos hipnótica, el film revisa el melodrama más clásico, lo aggiorna y lo potencia con sesiones de sadomasoquismo y una pasión que doblega cuerpos y deseos.
Fiesta americana ¿Qué puede pasar? (2018), de Andrés Tambornino y Alejandro Gruz, intenta homenajear a clásicos de la comedia popular norteamericana como Fin de semana de locura (Weekend at Bernie's, 1989), Tonto y retonto (Dumb and Dumber, 1994), ¿Qué pasó ayer? (The Hangover, 2009), Un experto en diversión (Ferris Bueller's Day Off, 1986), por citar sólo algunos ejemplos, tamizándola con ingredientes locales y buscando un público que sólo quiera acompañar a sus protagonistas en la infinidad de obstáculos y situaciones que enfrentan, sin renegar y olvidar su origen. Desde hace algunos años la comedia nacional está buscando nuevos rumbos. En esa búsqueda es inevitable que recorra caminos ya transitados por otras cinematografías, las que producen cientos de miles de horas al año de entretenimiento sin ningún tipo de reflexión o posterior debate, y está bien que así sea. En la propuesta, Marito (Darío Lopilato) y Peter (Grego Rosello) son dos amigos que pretenden aprovechar las vacaciones de los padres del primero para organizar una gran fiesta como las “yanquis”. Ese anhelo es en gran parte impulsado por Peter, que además desea conocer a una “Kelly”, una joven que es parte importante -según él- de las películas del subgénero “fiestas”. A los dos personajes les comenzarán a pasar una infinidad de situaciones que los alejan de ese deseo original de fiesta, a partir una extraña y bella mujer (Luciana Salazar) que los envuelve en una serie de engaños para salirse con la suya. Sin entrar en demasiados detalles, cada personaje que se incorpora funciona como líder del sketch al que se suma, dándole un nuevo sentido al universo creado a estos dos loosers interpretados por Lopilato y Rosello. La propuesta plantea nuevas metas en la comedia local, exigiendo sólo disfrute al espectador y nada de reclamos. El guion responde con solvencia al género al resolver aquellos problemas que signarán los destinos de los protagonistas. ¿Qué puede pasar? es la pregunta que dispara Peter cada vez que un desafío se presenta, pero también resume el riesgo que decide asumir la película, confiando que en la simpleza y honestidad de sus planteos, hay una propuesta que busca ser aprobada.
Por amor a la música La construcción de los ídolos musicales siempre ha funcionado en el cine. El interés de los espectadores por ver en la pantalla grande el épico ascenso a la fama ha generado varias propuestas siendo Nace una estrella (A star is born, 2018), un clásico dentro de este subgénero. Si en las primeras versiones el amor era el impulso narrativo, la música convertiría más adelante a la pasión en un drama musical, el cual en esta oportunidad es revisado por Bradley Cooper con varios méritos delante y detrás de cámara. Uno de ellos es la elección de Lady Gaga (histriónica, una bestia cantando) como en su momento se escogió a Barbra Streisand. Estratégica decisión para evitar justificar playbacks o paupérrimas interpretaciones que demuestran que la historia de amor entre un músico famoso que se topa por casualidad con una joya en bruto a la que ayudará a brillar, es apasionante en la época que se la cuente. En el desarrollo de la trama, con una potente mirada acerca de las relaciones tóxicas, necesarias y a la vez peligrosas, hay espacio y tiempo para empatizar con los dos protagonistas, uno con su lucha por salir adelante, el otro con el dolor que lleva en silencio. No hacen falta, eso sí, en esta puesta al día, los grandes diálogos o demasiados movimientos de cámara, ni mucho menos juegos estilísticos (travellings y paneos), al contrario en Nace una estrella, la música y el vínculo entre los protagonistas marcarán el ritmo de un relato previsible y ya visto una infinidad de oportunidades, pero que funciona gracias al compromiso de los actores. Lady Gaga emociona y transmite su fuego como Ally, una mujer que aún vive con su padre, trabaja en algo ajeno a su vocación por la música y conoce a la megaestrella Jack (Bradley Cooper), un perdido intérprete, con un pasado oscuro y que cae continuamente en situaciones complicadas. Nace una estrella recorre con solvencia los mecanismos de producción de los ídolos populares y los caminos en los que se incluye a los mismos con un registro íntimo de los personajes. El guion de Eric Roth, Will Fetters y el propio Cooper enfatiza en la artificialidad con la que Ally comienza a dar sus pasos en el mundo de la música y su exposición mediática, pero también en el abismo en el que Jack cae al instante por celos y odio. Con un arranque potente, en el que la música atrapa y envuelve al espectador, esta producción de Clint Eastwood no hace otra cosa que contar la pasión desde la crudeza, desde el sentimiento más visceral con el que se identifican Ally y Jack. Esa potencia inicial se diluye a medida que la cotidianeidad toma lugar en el relato, tal vez una innecesaria necesidad de humanizar aún más a los personajes. Cooper transmite el amor entre ambos con oficio en su debut como director. Pero también los miedos y las miserias que acompañan al éxito: Las ausencias, las mentiras, el ridículo (atención a la escena en los premios Grammy) desplazan el foco de las versiones predecesoras.
Así como recientemente “Deadpool” pudo inyectar un aire fresco a las alicaídas sagas de superhéroes, “Venom” de Ruben Fleischer, logra conjugar en su propuesta, y en gran parte gracias a la ductilidad de Tom Hardy, un nuevo esquema en donde el antihéroe termina siendo el epicentro narrativo de una trama en la que los poderes especiales, del tipo que sean, dejan el espacio para una crítica profunda sobre la manipulación científica, el capitalismo y mucho más. Hardy, quien además oficia de productor del film, se calza el traje del extraterrestre “parásito” que acecha en la oscuridad potenciando la “maldad” del cuerpo portador, pero también sus instintos de supervivencia y su capacidad para diagramar planes que puedan, de alguna manera, mantenerlo vivo en el envase. Si bien mucho tiempo más adelante este “ser” se convertirá en uno de los archienemigos de Spider-Man, en esta oportunidad se narra el origen de la simbiosis Venom/Eddie Brock a partir de un encuentro desafortunado entre ambos. “LIFE” es una siniestra corporación científica que avanza en investigaciones con cuerpos alienígenas que han sido traídos a la Tierra a partir de expediciones no comunicadas por tripulación propia. En esos viajes, estos seres, que han llegado casi de manera buscada, son puestos, al llegar al planeta, a una serie de pruebas que permitan comprender la posibilidad de potenciar a seres humanos para así, de alguna manera, perpetuar el dominio del siniestro líder del lugar (Riz Ahmed), quien escondiendo en su empresa esta aventura, vende una imagen de espiritual guía con posibles chances de colonizar el espacio. Así, entre ese espacio de poder y control y el “descontrol” que Eddie, un reportero sensacionalista, mantiene en su vida, es que las dos fuerzas del conflicto de “Venom” avanzan, construyendo con estereotipos y trazos gruesos una alianza que permite que la progresión dramática avance de manera muy precipitada. Claramente la “Venom” que vemos es una que ya ha pasado por cientos de miles de filtros y recortes en Hollywood, se nota en su preámbulo laxo en el que los personajes son presentados de una manera precisa. Eddie mantiene un romance con Anne (Michelle Williams), ella, abogada, perfecta, ordenada, impoluta, choca con el descontrol en el que él vive, hasta que se desencadena un conflicto entre ambos a partir de la decidida intención de éste de desenmascarar los verdaderos intentos de “LIFE” por controlar el espacio y sus seres. A partir de allí, y tras una elipsis, todo se desencadena apresuradamente, la correlación entre tiempo y sucesos no se mantiene, multiplicando las líneas narrativas y la interrelación entre los personajes y sucesos que no hacen otra cosa que desarrollar una estética de relato simil videoclip que imposibilita, por momento, asir los conceptos que se desean transmitir. Pese a este vertiginoso montaje, en el continuo refuerzo de su progreso discursivo, “Venom” comienza a desarrollar un afecto por su dupla Eddie/Venom, trabajando con éstos la posibilidad de trascender su necesidad de presentarse como productor de acción reforzando el humor como relief para profundizar su transgresión original, que, dicho sea de paso, ha sido suavizada para potenciar en la taquilla su llegada a todas las audiencias. “Venom” es puro entretenimiento, es pirotecnia verbal y visual en la que la solidez actoral de Hardy, el oficio de Williams, y la capacidad de Ahmed para interpretar casi automáticamente al científico villano de turno, potencian un film que no escapa a esquemas clásicos de narración de películas de héroes, pero que en el camino, bucea sus propias maneras y formas.
En el medio del boom de biopics que se está viviendo a escala mundial, Lorena Muñoz, ha podido, una vez más, construir un apasionante relato sobre uno de los ídolos populares argentinos más recordados de los últimos tiempos, Rodrigo Bueno. Si en “Gilda, no me arrepiento de este amor”, junto con Natalia Oreiro, Muñoz había consolidado, y tras una serie de sólidos documentales, un estilo propio de narrar hitos biográficos de la cantante, en “El Potro, lo mejor del amor”, eficientemente dosifica información sobre Rodrigo para generar un intenso relato sobre la construcción de un artista. En esa construcción, claro está, y partiendo de la base del conocimiento público de su vida, la decisiva elección de los momentos claves de su carrera permiten direccionar la mirada hacia un lugar menos conocido del artista, uno alejado de los escándalos mediáticos y los romances que le exigían, en cuanto programa vespertino de chimentos que se precie, paternidad, dinero y mucho más. En “El Potro: Lo mejor del amor” asistimos a sus inicios, sus primeros pasos en la música, su decisión de orientarse al cuarteto y a partir de allí comenzar un meteórico ascenso que culminó con los célebres recitales en el Luna Park mimetizándose con el estadio y su origen pugilístico. Pero también hay un interés por mostrarlo humano, con sus conflictos pasionales, su dolores, sus pérdidas, su familia rodeándolo cual satélite, y sus “picardías” para evitar seguir algunos lineamientos, necesarios, claro, para mantener una carrera ordenada y “limpia” a fin de responder a todas las obligaciones contractuales que iban apareciendo. Muñoz espía los espacios, nos introduce en la intimidad de cada uno y se apoya en la solvencia actoral de los protagonistas, desde ese Rodrigo interpretado por el debutante Rodrigo Romero, que más allá del parecido, transmite la pasión y el carisma del artista, pasando por Fernán Mirás, Daniel Aráoz y Florencia Peña, como esa abnegada y luchadora madre que con su cuidados, y sobre protección, permitió que el cantante llegara a la cima. “El Potro, lo mejor del amor” mantiene en vilo al espectador a pesar que conoce el “cuento” que se le va a narrar, y la habilidad de la directora es “revisitar” esos sucesos y resignificarlos dentro de un nuevo esquema en el que las figuras expuestas terminan siendo objeto de miradas y análisis, con referencias a los personajes reales, pero con una nueva configuración que los presenta como personajes del film. Seguramente habrá defensores acérrimos de los protagonistas que buscarán polémica a partir de si los hechos son o no los que Muñoz y Tamara Viñes (guionistas) deciden contar en la propuesta, y si hay o no más detenimiento en la mujer que ha legado en su hijo la continuación de un nombre y un apellido. Pero lo que seguramente no podrán decir esto paladines de la justicia biográfica es que “El Potro, lo mejor del amor” es una sensible y honesta producción, que a pesar de estar enmarcada desde un sistema de producción industrial, la mirada y emoción que transmite, es sólo el resultado de una autora que logra conectarse con sus personajes y a partir de allí, con amor y respeto, armar un relato cinematográfico con viñetas importantes de la vida de éstos.
Al descontrol secreto de su majestad En el arranque de Johnny English 3.0 (Johnny English Strikes Again, 2018), un ataque cibernético de dimensiones considerables pone en peligro la realización de un nuevo encuentro del G12 en suelo británico. Aquello que debería ser solemne y “serio” en cualquier película de espionaje y acción, en esta oportunidad es puesto en solfa por una propuesta que se ríe de sí misma –honestamente-, y no se toma en serio, reivindicando el entretenimiento como motor e impulso narrativo y la confusión como principal conflicto dramático. La vuelta de este falso James Bond en la piel de Rowan Atkinson es un aire fresco para las últimas comedias que parodian el cine de espionaje, que pretenciosamente han querido ser solemnes y fieles con sus predecesoras pero sin conseguir transmitir la esencia y arquetipos que las atraviesan, potenciando, en esta oportunidad, al hombre de las mil muecas, y que supo, ya en su precuela, construir una parodia del universo de los servicios secretos como otrora supo hacerlo Mike Myers en la saga de Austin Powers. Enmarcada en la clásica comedia que toma la confusión como eje, el desarrollo de la historia va de la mano de más y más obstáculos que se desprenden de ese primer traspié inicial que originó el relato cuando la primera ministra (Emma Thompson), más preocupada por tomar vino y decidir qué ponerse en el encuentro de naciones, se da cuenta del ciberataque y pone en acción un plan para que viejos agentes resuelvan rápidamente el misterio sobre la identidad del atacante. Cuatro son los escogidos para tomar parte en el asunto y English (Rowan Atkinson) es uno de ellos, tal vez el menos indicado, pero el único que queda en pie para llevar adelante la búsqueda del agresor virtual, por lo que el disparate y la comedia estarán a tono con una propuesta que si bien camina sobre seguro y apela al célebre humorista y su archiconocido Mr. Bean, la sólida trama la posicionan como un entretenimiento dinámico y efectivo. El gag, el slapstick y el humor físico puesto para este personaje, que además potencia muchas de las bromas presentadas a partir de una trama anacrónica en cuanto a su tema: English odia la tecnología, y en el momento de escoger su gadgets prefiere una lapicera bomba, una golosina envenenada o unas pastillas energizantes. Justamente a partir de éstas últimas se construyen los sketchs más divertidos del film: un personaje sobreexcitado y enérgico que baila sin parar ritmos en una pista plagada de amenazas, una persecución en caminos paradisíacos (si no hay persecución no hay película de espionaje) y un remate final con el desenlace de la energía. Johnny English 3.0 reivindica un universo creado para y por disposición de Atkinson, quien sabe llevar adelante la acción, deteniéndose en aspectos más físicos del relato para atrapar a la audiencia. Emma Thompson brilla como la primera ministra, como así también el resto del elenco, en el que se destaca Olga Kurylenko y Jake Lacy, los villanos de turno, que aportan belleza y glamour a esta propuesta de espionaje internacional.
Decisiones acertadas La ópera prima de José Militano, Música para casarse (2018) demuestra una vez más que a la habilidad de narrar hay que acompañarla por un universo particular, y si éste es conocido y detallado minuciosamente, permite empatizar con los personajes rápidamente, más allá de las distancias que puedan surgir. El film, centrado en el regreso a su pueblo de un retraído y silencioso joven llamado Pedro (Diego Vegezzi), que tiene el don de cantar como pocos, pero que no se anima a acercarse a nadie, y mucho menos revelar sus sentimientos, comienza con una escena en la que su timidez le impide decirle directamente a un compañero de trabajo que no desea que sea su próximo roomate o avanzar a una chica por la que se siente profundamente atraído. Conviviendo con Pablo (Mariano Saborido), quien se independizará prontamente, los cambios paralizan a Pedro, y mucha de esa inercia tiene que ver con su imposibilidad de asumir de manera correcta el rol que tiene en cada uno de los lugares en donde se maneja. Su hermana (María Soldi) se casa y debe volver a Vera, un pequeño pueblo al norte de Santa Fé, que continua haciendo de la siesta un rito, y del rumor un culto al entretenimiento, para acompañarla en el trascendental momento que vivirá. El contraste con la seguridad de Pablo, el detalle del reencuentro con los amigos de la infancia y su familia, el choque con una particular chica (Laila Maltz), que dice tener un recuerdo marcado a fuego y por el cual “nunca lo perdonará”, sumado a las rutinas de la vida de pueblo, configuran el material para dinamizar un relato en clave de comedia que logra rápidamente su cometido. José Militano construye a partir de pequeñas, pero entrañables, postales de la vida del protagonista, el rompecabezas de Pedro, lo pinta de cuerpo entero y lo ubica en un contexto que termina por completar y afirmar su presente tan dubitativo. La dirección de actores, como así también la correcta puesta, son parte de un engranaje que va configurando un efectivo producto que prefiere detallar sus personajes y subrayar las características de cada uno para evitar caer en estereotipos artificiales. La verdad de Música para casarse está en cada uno de los arquetipos con los que trabaja, ofreciéndoles, a cada uno, un conflicto para que en el reconocimiento de ellos, como así también en su refuerzo, se termine por dinamizar, a partir de algunos gags, humor físico y punchline, un relato honesto con el material que trabaja. La frescura de algunas tomas, la decisión de reflejar la sencillez de la vida del interior sin juzgarla, el recurrir a algunos mecanismos cinematográficos (fuera de campo) para crear tensión o para intrigar sobre índices que se manifiestan verbalmente (nunca conocemos a Piqui, el hijo de uno de los amigos de Pedro), y la concreción de la meta final y motivo del regreso al pueblo, hacen de Música para casarse el promisorio debut de un realizador con mucho futuro y al que hay que seguirle los pasos.
Fallido film que intenta trabajar y bucear con una subtrama sobrenatural que termina disolviéndose en medio de la progresión dramática. A las malogradas decisiones de guion se le suman actuaciones endebles que no están a la altura. Se destacan Guillermo Pfening y el regreso de Diana Lamas en una película que se pierde en sus propios laberintos.
Con varias decisiones desafortunadas, y una atmósfera y clima que atrasa en cuanto a propuestas relacionadas a la comedia más actual, el film arranca con algunas ideas que a priori podrían haber resultado. A la decisión de transformarla en un discurso televisivo, y de no lograr atrapar con sus situaciones exageradas, se le suma un discurso enrevesado sobre la mujer y el lugar que debe ocupar en la sociedad.
Cuando creíamos que ya nada se podía contar sobre el nazismo y sus consecuencias, llega esta propuesta sobre una pesquisa y un vínculo entre dos personas para demostrar lo contrario. Un intérprete y el hijo de un ex subcomandante nazi en busca de respuestas en una lograda roadmovie que nunca pierde su norte ni su objetivo.