Bienvenida esta propuesta, un contundente policial que revisita clásicos para renovar la mirada sobre un tipo de cine que ha sido considerado menor en la pantalla local. El debutante Santiago Esteves atraviesa la vida de sus protagonistas a partir del relato de un encuentro fortuito entre un marginal y un ex guardia de seguridad. En el contraste y en la presentación de ambos se comienza a narrar una de las historias de “bautismo” y “educación” mas atrapantes de los últimos tiempos.
Dicen que cuanto más inteligente quiere presentarse una película más ingenua y artificiosa termina siendo. En este thriller plagado de psicópatas, encierros, y asesinos, hay ideas viejas trabajadas de la peor manera, no se logra nunca la tensión necesaria para hacer verosímil un relato olvidable.
Animaladas El cine y la televisión ya han regalado varias versiones de Doctor Dolittle, aquel excéntrico médico protagonista de una serie de exitosos libros infantiles en los que se desarrollaban aventuras a partir del disparador narrativo principal: la habilidad del médico para poder dialogar con los animales, y a partir de este “don”, no sólo ayudarlos sino también relacionarse de otra manera con la naturaleza. Si bien hubo varias adaptaciones (se anuncia para 2019 una nueva con Robert Downey Jr.), Joachim Masannek dirige una suerte de relectura de esta épica en La pequeña traviesa (Little Miss Dolittle, 2018), producción alemana en la que Lilli, es quién se comunica con la fauna. Lilli ha prometido a sus padres que nunca más hablaría con los animales, motivo por el cual su familia ha tenido que dejar varios pueblos para evitar que la descubran. Luchando con sus propios miedos, advierte la desaparición de animales y un pequeño elefante del zoológico “Paradisia”, y recurre una vez más a su habilidad para desentrañar el misterio. Aquello que podría ser simpático, entretenido, y hasta anecdótico, y dirigido a un público primordialmente infantil, por el rechazo automático con el personaje central, termina convirtiéndose en un suplicio para los espectadores, quienes por más de 100 minutos sólo verán un relato de facturación pobre, con problemas de montaje y coherencia lógica y una producción que no está a la altura de la propuesta. Algo similar ofreció la pantalla nacional cuando Locos sueltos en el ZOO (2015), intentaba capturar la atención durante el receso invernal de esa época, con animales que hablaban por la superposición de imágenes de labios humanos y una trama que, no hace falta aclarar, hacía agua por todos lados. El principal inconveniente de este tipo de productos, es no sólo la extensión, sino su acentuado desinterés por el público que intenta cooptar, y en ese menosprecio por su target comienza a desarticular todas las premisas asociadas, construyendo relatos con una producción pobre que no está a la altura de las circunstancias. Además, acá la protagonista es mala, no hay manera de empatizar con una niña insufrible, que consigue a fuerza de caprichos lo que quiere y que se asocia -y desasocia- de sus compañeros con la misma rapidez con la que la edición nos hace ir saltando de escena en escena sin continuidad ni lógica. La limitada producción, que prefiere generar por CGI un elefante bebé antes que capturar imágenes reales y luego ubicarlas en las escenas, tampoco permite jugar con los espacios, y mucho menos generar la necesaria sensibilidad y emoción por los animales desaparecidos que la niña quiere recuperar. En tiempos en donde los zoológicos van cediendo su lugar a espacios amigables y ecológicamente dignos, el único cautivo en La pequeña traviesa es el espectador, a quienes aconsejamos dejar pasar esta fallida propuesta que engaña con su brillante imagen promocional y defrauda con su propuesta.
Dicen por ahí que a los hermanos se los puede elegir, o que, mejor dicho, un amigo es un hermano que uno elige. En algunas oportunidades esta “elección” es fortuita, y se termina relacionando gente en las antípodas, por el caso y motivo que sea, construyendo vínculos que con el tiempo se fortalecen, o, en el peor de los casos, se desgastan. “Mi obra maestra” parte de esta premisa, la de un galerista (Guillermo Francella) y un artista (Luis Brandoni) que con el correr de los años más allá de uno representar al otro, forjaron una estrecha amistad cimentada más en el espanto que en el amor y respeto. Renzo (Brandoni) ha perdido su toque que lo hacía único y que en poco tiempo lo catapultó a la fama convirtiéndolo en uno de los pocos artistas, con una vasta obra, de grandes dimensiones, que pudieron hacerse de una fama que aún luego de años reverbera en el mundillo y circuito cultural. Arturo (Francella) ya no sabe cómo sostener a Renzo en sus muestras, y mucho menos, seguir tolerando los desplantes, desaires y prejuicios, que éste tiene para su profesión, responsabilidad y vínculo con los demás artistas. En ese punto de vínculo entre ambos, y volviendo a pensar algunas ideas ya volcadas en “El Ciudadano Ilustre”, Gastón Duprat, en solitario, se anima a jugar con la comedia negra, con toques de thriller y policial, construyendo un relato sobre la amistad más allá de todo. Un encargo, un engaño, la posibilidad de reivindicar a toda costa a Renzo y su obra, van disparando pequeños conflictos que de alguna manera intentan complejizar la narración pero que en el fondo desarticulan algunas ideas interesantes sobre la frivolidad en el arte para preferir desarrollar, en una segunda instancia, un relato sobre el gran problema del país, el engaño. Claro que para engañar tiene que haber gente dispuesta o incauta, y la hay, una galerista multimillonaria (Andrea Frigerio) y, principalmente, miles de coleccionistas y amantes de las obras pictóricas, que caerán en una situación confusa de la que son participes los protagonistas. “Mi obra maestra” gana fuerza en el relato cuando mantiene ciertos lineamientos estéticos previos, ya trabajados en propuestas anteriores de Duprat (obsesión por simetría, utilización de grandes espacios arquitectónicos, registro cuasi documental de personas). Pero cuando intenta cohesionar géneros dentro de la misma estructura, allí pierde ante el inevitable desencadenamiento de situaciones y una aceleración ya en el tramo final que en vez de generar sorpresa con las revelaciones, avanza en el refuerzo de conceptos perdidos sobre esa amistad inicial que impulsaba el relato. Filmada en locaciones naturales, utilizando el norte argentino (Jujuy) como vehículo para avanzar en la segunda etapa de la historia, la del relato, “Mi obra maestra” no logra trascender algunas cuestiones recurrentes en la obra de la dupla Duprat/Cohn relacionada a una reaccionaria mirada de clase que tiñen y opacan el intento de reforzar un cine for export pensado solo como entretenimiento para las grandes masas.
Nada más terrorífico que un tiburón merodeando en la playa. Hordas de ociosos humanos disfrutando de la arena, el sol y el mar, y porque no, alguna bebida espirituosa, hasta que, conflicto, la aleta acecha a sus próximas víctimas. Steven Spielberg fue el pionero del negocio. Con la primera “Jaws”, inauguró el “blockbuster”, una palabra que determinaría un subgénero asociado inevitablemente al pochoclo y el entretenimiento dentro de un universo de consumo que tras él se generó. Así, con ese mega éxito sin precedentes, aquel tanque inauguró un modelo de producción que salvaría las alicaídas cuentas de los grandes estudios. Films de receta, fórmulas probadas, el verano boreal como espacio para lanzar todas las películas de mero entretenimiento. Ese film, recordado también por su célebre melodía, repensaba el mito del hombre acechado por la naturaleza, desandando un estilo de historias que privilegian la mínima existencia y volatilidad humana ante inevitables fenómenos de índole impredecibles. “Jaws” habló del poder reestablecer el control y estadio inicial a hombres que también estaban agobiados por sus propios tormentos mentales, pero que, de alguna manera, y ante la urgencia del peligro, se corren de su mismidad para ayudar al otro. En “Megalodón” (The Meg, 2018) todo este preámbulo, que sirve para comprender algunas cuestiones relacionadas al cine de entretenimiento, y, en particular, al cine que utiliza tiburones como amenaza, es superado por la intención de generar un film de entretenimiento que se apoya, fundamentalmente, en su intención de reelaborar algunas leyes sobre el mismo. Lamentablemente en su intento por sumar una mirada asociada al consumo irónico, al poder cambiar algunas reglas, algo que viene haciendo con soltura e ingenio la cadena SyFy en la saga “Sharknado”, se queda en el intento y no avanza en una propuesta sólida que reivindique algunas decisiones. Acá, a partir de la fusión entre “ciencia” y “experiencia” se intenta narrar la existencia de un megalodón, ancestro del tiburón, que ha permanecido sumergido bajo una capa de una sustancia que lo ha mantenido intacto, pero también, oculto. Una expedición científica lo “despertará” y el gigantesco ser comenzará un camino de destrucción y sangre por doquier, animando una propuesta que busca con el efecto sorprender al espectador. Tras el megalodón irá un atribulado y conflictivo Jason Statham, quien hace las mil y una piruetas e intentos imposibles para detenerlo, hiperbolizando sus acciones a partir de una estructura narrativa que se ha olvidado, principalmente, de contar con un guion que, valga la redundancia, guie cada paso de los protagonistas. En el medio de la lucha por detener al inmenso monstruo, aparecen ex mujeres, nuevas posibilidades de parejas, fantasmas del pasado que le recuerdan al protagonista sus fracasos anteriores, todo enmarcado en un contexto de absurdo que no puede sostener un tempo adecuado (ni hablar de las actuaciones) para mantener la tensión y el conflicto hasta el desenlace. Aquellos fanáticos de las historias de tiburones sin importar ninguna cuestión ulterior ni lógicas internas del relato saldrán realizados. Aquellos que deseen encontrar una relectura inteligente de un subgénero con peso propio, es preferible que vean una vez más “Jaws” y sigan esperando una nueva oportunidad en un tiempo.
La excusa de recuperar ideas y conceptos sobre Puig y su obra, abren el juego para repensar la mirada sobre los otros y el rumor como impulso narrativo. Carlos Castro dirige con solvencia un recorrido sobre el pasado y el presente de un pueblo que supo darle la espalda a su hijo pródigo.
Un documental que avanza en un grupo de danza diferente para justamente hablar de la posibilidad de integrar sin prejuicios. A la sucesión de imágenes de danza, se encadenan ensayos y testimonios, configurando un relato potente sobre la resiliencia, la superación y el esfuerzo.
Pablo Dacal y Julián Chalde reconstruyen un cancionero rioplatense, caprichoso, pero único replicando emociones y sensaciones que multiplican las melodías en imágenes. Los ritmos se suceden sin importar lo ecléctico del collage que se configura, y más allá de algunas falencias, en la honestidad de la propuesta se refuerza su narración.
Mientras los americanos siguen rodando el sufrimiento de los esclavos de una manera que intenta deslindar la complicidad de la sociedad y sólo reposar la mirada en los poderosos, esta producción australiana llega para desmitificar y desestructurar discursos. Una pareja de fugitivos serán el objeto de una sangrienta cacería en la que nadie saldrá de la misma manera que ingresaron. Bryan Brown la rompe como un déspota sargento que maneja un pueblo para su beneficio.
Fallida propuesta en el regreso de Inés De Oliveira Cézar al cine con una historia que maneja dos planos narrativos para desandar la transformación de su protagonista. Hastiada del presente y con intenciones de ser valorada como mujer, Abril emprende un camino que seguramente no la regresará a su estado inicial. Rafael Spregelburd regala fragmentos de “La Terquedad” en una obra difícil, no por su complejidad, sino por perderse en el laberinto de aquello que intenta proponer.