Buceando en el melodrama más clásico y sumando condimentos asociados a las pulsiones sexuales de dos hermanas, la nueva propuesta de Pablo Trapero y con un elenco internacional, encabezado por Graciela Borges, como una especie de matriarca déspota que digita los destinos de los personajes, se permite jugar con la fotografía y la banda sonora para despistar y solapar índices y motivos que luego cobrarán sentido hacia las revelaciones finales. Película de progresión lenta, con una preferencia por la exageración, en puesta, en actuaciones, en diálogos, el trabajo sobre una doble tragedia permitirá un lucimiento interpretativo, y, paralelamente, una reflexión sobre la particularísima búsqueda de sentido e identidad sobre el pasado y presente de los personajes.
En el nombre del padre Buceando en archivos familiares y de dominio público, y en la propia voz de Astor Piazzolla como vector narrativo, el realizador Daniel Rosenfeld (Al centro de la tierra, Cornelia frente al espejo) reconstruye en Piazzolla, los años del tiburón (2018) un íntimo, potente y simple relato sobre el artista, su música y su particular manera de relacionarse con los demás y el mundo. Las grabaciones de las charlas entre Piazzolla y su hija Diana, quien ofició de biógrafa de su padre, son solo la excusa para recorrer desde la infancia, el camino que el músico comenzó tras recibir como regalo de su padre en Nueva York un bandoneón. Además la utilización de este particular material permite conocer el cercano vínculo del músico con su hija, logrando empatizar con los espectadores más allá del contraste que luego se generará con los comentarios de otro de los personajes que se mostrarán. El esfuerzo, la lucha, la obstinación y la pasión con la que Piazzolla fue trazando su destino son reflejadas por Rosenfeld a partir de la utilización de materiales de archivo, de grabaciones caseras, entrevistas televisivas y el testimonio de Daniel, su hijo, quien de alguna manera hace de guía en el intrincado laberinto de la vida del músico. La habilidad del director está en resemantizar materiales a la luz de hechos y comentarios relatados por el propio artista. La elección de iniciar el documental con la visita de Daniel Piazzolla al lugar en donde una exhibición sobre su padre se desplegará en breve, es también una manera de darle reconocimiento como protagonista, un personaje acuciado por los recuerdos, en constante contradicción por los fantasmas que merodean la relación que mantuvo con su padre. En ese punto la película busca correrse de elegir un punto de vista propio, y prefiere ahondar en las idas y venidas del Piazzolla padre, músico, compañero, marido, hijo, siguiendo los compases de su obra y los ritmos que a medida que iba avanzando en su carrera lograba plasmar con su pasión. Piazzolla, los años del tiburón opta por una progresión narrativa más lenta para reforzar su sentido, reposando en fotos, en recortes, en grabaciones en Super 8, en detalles de reuniones familiares, en las eternas tardes de pesca y, desde allí, mostrar un Piazzolla diferente, aquel alejado de los flashes y las críticas, conectado con su familia y los suyos. El mayor mérito de una propuesta de estas características es poder envolver al espectador con la música del artista, seleccionando de manera contundente los retazos de aquellos hitos que marcaron a fuego su biografía y dejaron que la propia obra hable y relate la historia. El mostrar las imágenes de Piazzolla jugando con sus hijos, coqueteando a su primera mujer, son también una decisión de acercar una mirada distinta sobre el músico, un recorte temporal que demuestra que no siempre, ni siquiera estando en la cresta de la ola, la fama garantiza felicidad y tranquilidad, al contrario, en las reflexiones del hijo, en su mirada perdida escuchando a su padre, con quien estuvo distanciado por largo tiempo, hay una reflexión sobre cómo impacta el éxito no solo en el “exitoso” sino en su entorno. Piazzolla, los años del tiburón oficia de homenaje, pero también de divulgación. Sobre momentos, esquelas, retazos, de la vida de un hombre que siempre tuvo que rendir examen ante los puristas del tango, un examen aprobado para muchos, y desaprobado para aquellos que sólo querían estar cerca del ser amado.
La historia del náufrago y su supervivencia a base de inteligencia, instinto y suerte, ha seducido desde tiempos inmemoriales a los espectadores, lectores y mucho más. De “Robinson Crusoe” para acá hay una infinidad de historias que lo avalan y afirman. Los relatos inspirados en la épica de la resistencia han rendido en diferentes pantallas y formatos, y si no basta observar que al menos cada dos años la industria del cine impulsa un nuevo proyecto de estas características y más cercano en el tiempo la búsqueda de acercar a nuevas generaciones a los mismos es evidente. En este contexto, “A la deriva” (2018) basada en hechos reales, mezcla las dos afirmaciones de más arriba, una, relacionada a la epopeya del náufrago y otra el acercamiento inevitable a un público teen. En esta oportunidad esa conjunción se da por la narración de los hechos que atravesaron la historia de una joven que decidió cambiar drásticamente su vida y embarcarse con su recientemente prometido en una travesía en alta mar. Enmarcada en una romcom que suma la acción de la intrepidez de la aventura, termina perdiendo el rumbo y ni siquiera la fuerza de su protagonista puede contrarrestar algunos errores y decisiones que opacan el resultado final. Hace unos años la inédita “Todo está perdido”(2013) con Robert Redford en silencio luchando con sus fantasmas y miedos, ofrecía un espectáculo único, además de una de las mejores actuaciones de su carrera. Pero también hubo otras propuestas como “Gravedad”, “Mar Abierto” y hasta la mismísima “Naúfrago”, que entendieron el negocio y terminaron ofreciendo espectáculos cinematográficos acordes a la epopeya que se narrará. Aquí, uno comprende el código y el destino del producto, teens que desean inspirarse con un relato almibarado de lucha y coraje, y como era de esperar, al poco tiempo del idilio entre los protagonistas, una tormenta complicará el viaje y “a la deriva” deberán sortear obstáculos, primero, para reencontrarse en medio del agua, y luego, para poder llegar a tierra de alguna manera. En su afán de acercarse a nuevas generaciones, aquellas que supieron disfrutar del talento de Shailene Woodley en la saga “Divergente”, el director Baltasar Kormákur (el mismo de “Everest”) construye un relato de fórmula, donde la tragedia no inspira, el drama es de mentira, y los efectos especiales sólo suman desorientación a fuerza de estridencia y ruidos. “A la deriva” omite renovar al género, y en la chatura con la que presenta su historia avanza a regañadientes entre un híbrido que termina perjudicando el tempo del relato y su necesaria empatía con los protagonistas. Woodley hace esfuerzos denodados para representar con verosímil a su personaje, y lo logra pero el artificio se nota todo el largometraje. En otras oportunidades ha ofrecido naturalmente sus interpretaciones y eso también es un obstáculo en la historia, una propuesta olvidable y que sumerge al espectador en la nada misma por unas horas.
Tal vez uno de los últimos exponentes locales de la resistencia en fílmico, Pablo César, nos propone un viaje de conocimiento y transformación, en dos planos, a partir del conocimiento de Rabindranath Tagore, su obra y su pensamiento. La multiplicación de tiempos muertos, las débiles actuaciones de los intérpretes y una historia que no termina de justificar aquello que propone, resienten la propuesta, en donde destaca Eleonora Wexler como Victoria Ocampo.
Algo curioso de esta coproducción entre Alemania e Israel no son los giros que irán desencadenando los hechos principales de un relato que acerca una aparente historia de amor a una tragedia, sino la sencillez y honestidad con la que trabaja, aunque hacia el final se traiciona su origen. “El pastelero de Berlín” desanda los pasos de Thomas, un joven y atractivo pastelero que de un día para otro ve cómo cambia su vida al perder su amor de manera inesperada. Tan inesperada como la pasión que originalmente lo unió a esta persona. No se revelarán en esta crítica detalles que componen la historia, porque es mucho más acertado acercarse al cine para descubrir cuál es el motor principal de una historia que desentraña prejuicios relacionados con la sexualidad y la religión, pero también con heridas profundas que han marcado, y lo siguen haciendo, a los vínculos entre los dos países productores de la historia. Ofir Raul Graizer construye un relato que encuentra en aquellas producciones que utilizan la comida como impulsor narrativo, un camino para luego virar hacia un thriller en el que nada ni nadie es quien realmente dice ser. La principal virtud será tener al espectador como cómplice, éste será el único que sepa realmente qué hace Thomas en Israel, por qué deja de lado su exitoso negocio en Alemania y comienza a desarrollar algunos trabajos de asistencia en un pequeño café Kosher en otro país. Graizer se deleita con la comida que plasma en la pantalla, traspasa la tela con imágenes impactantes del proceso de cocción de algunas piezas, pero también con el desarrollo de la comunión que existe entre la comida y los hombres. A medida que va avanzando en la trama, y que las verdaderas intenciones del protagonista van cediendo el lugar a una nueva e inesperada historia de amor, “El pastelero de Berlín” comienza a traicionar su origen, perdiéndose en un laberinto que acerca la propuesta a un melodrama televisivo sin profundizar en cuestiones que podrían haber potenciado su origen político y social. Si de diferencias se trata, Thomas, un hombre atribulado por sus pasiones, las amorosas y las culinarias, comienza a desdibujarse ante la fuerte presencia de los demás, y cuando el recorrido que hace empieza a dejar cabos sueltos por todos lados, la resolución final no hace otra cosa más que comprender cierta corrección política que se le pide para evitar ser honesto con aquello que siente y le apasiona. Como película que utiliza la comida para impactar visualmente, está la función cumplida en ese sentido, deteniéndose en especialidades del lugar para desarrollar una mirada ingenua sobre el hacer y el deseo. “El pastelero de Berlín” es un acertado ejercicio estilístico, que encuentra en detalles y una fotografía cuidada, resaltar los escenarios naturales de ambos países productores. Pero cuando comienza a desarrollar su costado más melodramático, pierde verosímil y fuerza, traduciendo en imágenes esquemas cercanos a telenovelas de otro tiempo perjudicando la propuesta.
Retomando un tipo de personaje que supo construir relatos en los años setenta del siglo pasado, y también en los primeros ochenta, y que tuvo recientemente su primera aparición encarnado por Denzel Washington, “El justiciero 2”, de Antoine Fuqua, logra el equilibrio justo entre tensión, acción, y suspenso, sin evitar plasmar una marca de autor. Buceando en la misteriosa muerte de una colega, Robert McCall (Washington) comenzará a lidiar una vez más con asesinos y gente que creía de su lado, pero que demuestran, una vez más, que nadie puede confiar en nadie. Tras años de mantenerse en las sombras, estableciendo relaciones de amistad y honestidad con sus vecinos, y hasta intentando luchar para que los más jóvenes no se vean envueltos en la oscuridad, McCall verá trastocar su aparente equilibrio de un momento para otro. Hábilmente, el director reposa su mirada y lente en una inteligente construcción de vínculos entre los personajes, se toma toda la primera parte de la historia para avanzar lentamente en esto. Fuqua quiere cimentar el relato, con un contexto sólido y verosímil para que luego se desencadenen una serie de sucesos que atravesarán al protagonista, de una manera irreversible, y en consecuencia, a todos aquellos que lo rodean. Washington compone a McCall con solvencia, con mínimos y cuidados gestos, sumando la particularidad de posicionarse en un momento de la vida del protagonista en la que nada está librado al azar y la suerte. Si continua con su lectura empedernida, un rasgo que se reitera en la narración, para lograr terminar con los 100 libros que se había propuesto leer en la primera entrega, ese motivo es destacado para solventar la sabiduría y sapiencia con la que se mueve en todos los planos. El personaje no es un justiciero más, es un vengador que piensa todos los pasos a seguir. Si bien no tiene nada que perder, de hecho ya ha perdido a su mujer, su único y más preciado motivo de vida, el guion le sumará aparentes roles secundarios para que pueda avanzar en la historia y revelación. McCall es un hombre que medita, que está atento al mínimo cambio de entorno, porque sabe, seguramente, que en esas modificaciones puede encontrarse el final de su tranquila, en apariencia, vida. Manejando un auto respondiendo a una aplicación simil Uber, su trabajo como “chofer” no hace otra cosa que reivindicar su figura de vengador anónimo, algo que si bien en la primera entrega fue más trabajado, en esta oportunidad sus acciones de buen samaritano terminarán cuando se vea envuelto en una traición que llevó a la muerte a su amiga y colega. Lo que sigue es un raid de sangre y violencia que terminará en un épico enfrentamiento en medio de una tormenta, volviendo a afirmar que nada ni nadie se interpondrá entre él, los suyos, y sus objetivos.
La obra póstuma del realizador Abbas Kiarostami es un viaje sensorial único, sin precedentes, que reflexiona sobre el paso del tiempo, la manipulación de la imagen y la reinvención del sentido. Fotos tomadas con anterioridad, un cuadro, todo es resemantizado a partir de la suma de sentido con la incorporación del antes y el después. Una oportunidad para volver a deleitarse con su mirada, sapiencia e inteligencia.
Los Anti-Muppets En el arranque de ¿Quién mató a Los Puppets? (The Happytime Murders, 2018), de Brian Henson (Los Muppets en la isla del tesoro) se plantea el universo del film, uno en el que personas y puppets conviven en “armonía” pero con un sentido diferente sobre aquello que cada uno considera del otro. Para una persona el puppet debe mantener cierta coherencia y lógica, respondiendo a su propia materialidad de títere de felpa, cuando en realidad se presentan como seres viciados, corrosivos, alcohólicos, y detestables. En ¿Quién mató a Los Puppets? la otrora dupla de excelencia policial Phill (el muñeco) y Connie (Melissa McCarthy) deberán una vez más trabajar en conjunto muy a pesar suyo, para resolver la misteriosa muerte de los protagonistas de una sitcom, en su mayoría títeres. Presentados con trazos gruesos y con las peores características del mundo del orden y la ley, el relato los seguirá en su diaria convivencia y en la búsqueda del culpable de la muerte del elenco televisivo, incluyendo al hermano de Phill. Mientras intentan desentrañar quién está detrás de los asesinatos, la propuesta construirá un verosímil en el que los muñecos tienen sexo, se corrompen fácilmente por dinero y drogas, e intentan salir adelante escondidos en oscuros y lúgubres callejones, nada alejado de aquello que también las calles de la ciudad vive con los seres humanos. Todo es presentado con diálogos filosos y con escenas dinámicas que priorizan el humor negro y soez sobre la bondad característica de los puppets o títeres. Así, alejándose de la corrección política con la que anteriormente dirigió películas de la franquicia creada por su padre, Brian Henson se inscribe en la larga lista de realizadores que respetan a rajatabla los cánones de la nueva comedia americana, y particularmente, de un subgénero que tiene al sexo y la escatología como vector narrativo sin importar transgredir y arrasar con sus cimientos. Si hace algunos años La fiesta de las salchichas (Sausage Party, 2016) intentaba capitalizar, sin buen resultado, un público adulto para un producto realizado con animación digital y que buceaba en el “mientras las personas no están” de un mercado (puntapié inicial de Toy Story pero con juguetes y en una casa), en esta oportunidad Henson logra traspasar la barrera de género con ingredientes que potencian su mensaje con insultos, desnudos, y todo aquello que compone el submundo de los excluidos y la marginalidad. Sexo, drogas, humor negro, escatología por doquier, son los principales motivos de un relato que transita la comedia y el policial por partes iguales, algo que ya había hecho ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit, 1988) dentro del cine industrial, pero que en esta oportunidad intenta superar cualquier encasillamiento o mote que se le quiera poner con escenas arriesgadas y explícitas. Acompañan a los muñecos y Melissa McCarthy un elenco secundario con figuras como Maya Rudolph, Elizabeth Banks y Joel McHale, entre otros, quienes potencian el humor y la acidez de los diálogos, entregándose con todo a una propuesta distinta, repulsiva, entretenida, que no desea ser condescendiente con el espectador y mucho menos caerle en gracia, al contrario, intenta con su sucesión de sketchs y gags sacarlo de la zona de confort de las clásicas comedias actuales para llevarlo a un nuevo universo de lujuria y felpa.
Terror televisivo Hay que encontrar la justificación para que Kerem, hasta la eternidad (Çocuklar Sana Emanet, 2018), de Çağan Irmak, llegue a las salas argentinas, tal vez el motivo radique en el éxito que las novelas de origen turco tienen hace algún tiempo en la pantalla local. Habría que ver si esos miles de espectadores, que todos los días asisten a las aggiornadas historias de amor en medio de escenarios exóticos, acompañan también un producto de estas características y que rompe, en su enunciación, con la tradición del clásico formato y género que lo contiene. En Kerem, hasta la eternidad está Engin Akyürek, el protagonista de los sucesos Kara para Ask y Qué culpa tiene Fatmagül?, dos telenovelas que han logrado posicionarlo como una de las figuras reconocibles de un fenómeno que ha tomado por sorpresa a más de un desprevenido programador local. Hablando ya de la película, la historia de Kerem, hasta la eternidad es simple, en un viaje de placer, el exitoso publicitario Kerem (Engin Akyürek) tiene un accidente automovilístico en el que no sólo pierde a su mujer, sino que mata a un niño de una aldea cercana. Recuperado del choque, pero atribulado por las pérdidas, comienza a tener alucinaciones permanentes, por lo que deberá acudir a una anciana con poderes para sanar sus heridas. A partir de allí todo se precipita, y el inverosímil se apodera de un relato que recurre al factor sorpresa para generar sentido. Así, aquello que podría parecer, a simple vista, un producto menor, destinado sólo para fanáticos, con el correr de los minutos se demuestran todas las sospechas, acentuando falencias narrativas, discursivas, de puesta y dirección, que resienten la propuesta (sin mencionar que se estrena en versión doblada en el país). Si el fenómeno anteriormente mencionado de las novelas turcas era entendido como producto del extrañamiento ante la visibilización de costumbres ajenas y exóticas enmarcadas dentro del clásico romance entre chico y chica, en esta película el esfuerzo por universalizar el relato, desarrollado en escenarios comunes, hacen peligrar no sólo su empatía con los seguidores de las novelas, sino también, con el de potenciales espectadores ajenos al boom. Engin Akyürek interpreta a Kerem con escasos matices, siendo en su protagonismo lo mismo la muerte de su mujer, el asesinato de un niño, o el chantaje del que comienza a ser víctima, imposibilitando así tomar en serio un producto que no puede superar su origen televisivo, ni siquiera incorporando algunos puntos de color y folklore local y que sólo desea capturar fanáticos e incautos para seguir reproduciendo ideas occidentales en un mundo completamente ajeno.
Después de las 12 No es sólo durante el receso invernal se multiplica la oferta de películas para el público infantil, al contrario, esporádicamente llegan propuestas como Cenicienta y el príncipe oculto (Cinderella 3D, 2018), de Lynne Southerland (Mulan II), una relectura al clásico de Perrault para los tiempos que corren, que saben captar la atención de un público que busca entretenimiento familiar en las salas. En esta oportunidad, a la clásica historia ya conocida por todos, se busca agregarle una parte de empoderamiento para aggiornar a los tiempos que corren: la historia de la joven que no hace otra cosa más que fregar y atender a los demás hasta que descubre al verdadero amor. En Cenicienta y el príncipe oculto, la protagonista descubre por casualidad, y horas antes de dirigirse al castillo para el baile real, que el verdadero príncipe del palacio es un estafador, que por algún mecanismo pudo reemplazar al verdadero sin levantar sospechas en el reino. Cenicienta, con la ayuda de tres ratones (uno de ellos podría ser el verdadero príncipe), y una hada madrina bastante particular, se embarcará en una aventura que tomará por sorpresa a más de uno, incluyendo, a ella misma, para acabar con la farsa de la que es parte todo el pueblo. Así, dejando de lado las almibaradas imágenes que Disney supo regalar en su versión animada de 1950, o en la reciente adaptación de Kenneth Branagh, con actores de carne y hueso, Lynne Southerland, bajo guion de Francis Glebas (La gran película de Piglet), reinventan al personaje protagónico como una aguerrida luchadora que desea desentrañar el misterio tras la identidad real. El tópico central del cuento, el maltrato por parte de sus hermanastras y madrasta, y la búsqueda del amor, dejan espacio para una épica aventura digna de narraciones de películas de acción más que de una historia de romance y fantasía, agregando conflictos relacionados al camino que emprende y sumando obstáculos y enemigos de turno que no estaban contemplados en el relato original. En ese transgredir su fuente, es en donde Cenicienta y el príncipe oculto encuentra su fuerza. Con diseños básicos, pero estilizados, y una paleta de colores asociada más a tonos pasteles, que a estridentes cromas, se logra una empatía con los personajes. Además, en la presentación y posibilidad de desarrollar un personaje femenino acorde a la actualidad, su relato cobra aún más sentido, dejando de lado a la icónica figura de la princesa para presentar una nueva amazona que luchará por sus ideales. En esta línea, ya no importará si el traje de Cenicienta es el más bello, o si el carruaje es el más deslumbrante, al contrario, en la pesquisa por descubrir pistas para revelar quién de los ratones es el verdadero príncipe hay un valor agregado al relato que empodera a la protagonista de una manera contundente. La linealidad de la historia, la reiteración de estructuras dramáticas, y una resolución final precipitada, restan potencia a un relato que busca revisitar un clásico para las nuevas generaciones, sin dejar de atender a que muchos niños y niñas están subidos, intuitivamente, a un movimiento que descarta el rosa para unos y el celeste para otros.