No existe el lugar ideal para vivir. Por mucho que se intente cerrar en una burbuja a las personas, o que ellas mismas intenten exiliarse en idílicas propuestas, nada haría suponer que su estadía soñada allí sería para siempre. La tensión en un pequeño barrio cerrado no se hace esperar cuando una familia de color llega a ese espacio "sólo para blancos". En paralelo un niño ve cómo su familia se desmorona y comienza a atar cabos. El film noir y el policial de fórmula revisitados magistralmente por George Clooney, quien sigue dando clase de dirección con sus propuestas.
Una agradable sorpresa resulta “La comunidad de los corazones rotos” (Francia, 2015), película de Samuel Benchetrit en la que adapta su best seller “Crónicas del Asfalto” y que llega con cierta demora a la cartelera, pero no por eso merece no ser atendida. En una ciudad sin esperanzas, presentada más allá del gris tradicional, como una inmensa mole continua de edificios, cajas de zapatos en las que habitan, sin siquiera relacionarse un grupo de seres humanos, desconectados entre sí, situaciones particulares sirven para tomar conciencia sobre el estado actual de los vínculos. Allí la habilidad de Benchetrit no sólo coincide con el transponer su propia historia, sino que, principalmente, radica en transformar cinéticamente esa lograda descripción en escenas y situaciones bien logradas, en detallados momentos extraídos de la vida, como esa eterna reunión de consorcio inicial en la que se debate la adquisición o no de un nuevo ascensor y su utilización por parte de todos los vecinos. “Todos”. “La comunidad de los corazones rotos” relata un sinfín de historias paralelas para hablar de la realidad, y mezcla todo para configurar un relato único sobre los tiempos que corren, marcados por la soledad, la incomunicación, el sedentarismo y la falta de empatía. Un joven que se conecta con una recién llegada que lo triplica en edad, un astronauta que, vaya a saber por qué, termina conviviendo con una mujer oriunda de Argelia, un recientemente salido del hospital se conecta con una enfermera con gustos particulares. Y también hay personajes secundarios, que terminan por configurar un espacio de interacción más allá de las quejas puntuales, y un grupo de adolescentes que no terminan por encontrar un sentido a la vida, son sólo algunos de los escenarios que Benchetrit configura para deleite de los espectadores. Sin caer en lugares comunes, y reforzando el sentido de la sorpresa con giros que van reconfigurando el GPS narrativo, “La comunidad de los corazones rotos” se presenta como el reflejo de una sociedad como la francesa que tuvo que aggiornarse a tiempos de multiculturalismo y crisis, dos aspectos que atraviesan su agenda actual. Y en ese intentar hablar de lo urgente, de la descripción minuciosa de las personalidades de cada uno de los protagonistas, pero también en el plantear situaciones vívidas sobre la vida en una propiedad vertical, el guion va tejiendo redes que amalgaman las personalidades y diferencias de los protagonistas. El humor como válvula de escape para hablar de la realidad, la lograda acidez para configurar cada una de las situaciones con las que se inicia el relato, el cine que permite introducirse en las rutinas para desde allí echar luz sobre temas y tópicos que, al ser universales, trascienden fronteras. “La comunidad de los corazones rotos” no busca estar más arriba de la propuesta que trae, ni tampoco se disfraza de algo que no es, y justamente esa es una de sus principales virtudes, la de poder entretener y reflexionar en la misma partida. Atentos al elenco, encabezado por Isabelle Huppert, pero con grandes intervenciones como las de Valeria Brune Tedeschi, o el americano Michael Pitt, como ese astronauta perdido en Francia y con mucho hambre.
Lucas Santa Ana repasa la vida de Carlos Jaúregui para hablar no sólo de él sino del recorrido de la Comunidad Homosexual Argentina para lograr visibilidad, aceptación y la eliminación de prejuicios y estereotipos. Dinámica, con material de archivo y resemantización de imágenes, tal vez la decisión de utilizar como hilo conductor a uno de los allegados al militante (Gustavo Pecoraro, también guionista de la película) juega en contra en cuanto a objetividad. En vez de hacerse cargo de sus enunciados, deposita en el otro algunas afirmaciones. Aún así, este documental, necesario, pone en situación una lucha que parece de miles de años, pero que fue reciente.
Desintegración Hordas de migrantes avanzan en Europa y en el mundo. Cada país decide tomar medidas, las que cree necesarias para enfrentar, de un momento a otro, el ingreso de personas en busca de otra vida. La infinidad de conflictos armados que atraviesan gran parte del planeta hacen que, diariamente, se exilien miles y miles de personas, y en las peores condiciones, hacia lugares en los que sueñan con un futuro mejor. Irak, Siria, Senegal, México, son sólo algunos de los países que expulsan a estos migrantes precarios, algunos en busca de oportunidades y desarrollo, pero la mayoría escapando de la muerte segura dentro de los territorios que habitan. Ai Weiwei dirige Marea humana (Human Flow, 2017) con la convicción que este proceso, que comenzó hace unas década y que en los últimos años se ha ido acelerando desesperadamente, conlleva más de un significado que no tiene nada que ver con aquel que los medios dominantes de comunicación quieren darle: una consecuencia de un proceso necesario de desarrollo. Para revelar ese verdadero sentido, el director atraviesa países y continentes, y en cada lugar entrevista a los protagonistas, se mezcla con ellos, los desnuda ante la cámara y visibiliza a aquellos enterrados en vida. En Marea humana las personas no sólo transitan sino que, gracias a la mirada y sabiduría de Ai Weiwei, hablan y se reconocen en esa situación actual que viven, muy a pesar de todos ellos. La humanidad surge en cada testimonio con la dedicación que posiciona la cámara para los reportajes tradicionales, porque durante el resto del documental, la cámara se mueve -al igual que la marea- con los entrevistados hablando en una postura tomada frente a la migración alejada de convencionalismos y de discursos bélicos/económicos. Y si bien Marea humana respeta las convenciones del género, la pantalla se transforma en un lienzo, buscando componer dentro del relato de denuncia, imágenes armónicas dentro del caos que refleja sin siquiera intervenirlo. La sola contemplación permite contextualizar un fenómeno vigente y que se acrecienta día a día. Un drone suma planos aéreos, mostrando la realidad de los refugiados en los campamentos improvisados (en algunos casos), los que, capturados desde el aire, parecen panales de insectos, enjambres a punto de explotar recibiendo el flujo continuo de personas. Individuos que dejan su pasado al lado de los millones de salvavidas abarrotados en basureros -imagen real sin manipulación-, que buscan hablar de la fragilidad de los hombres frente a su decisión de migrar a pesar de todo. Pero en la película no todo es contemplación, porque Ai Weiwei también actúa, como en aquellos instantes en los que roba imágenes, reflejando a las fuerzas queriendo dominar todo, bajando línea a su equipo mientras filma. En esos momentos desafortunados, en los que el control extrema su poder, Marea humana va configurando un relato desgarrador y a la vez necesario, sin estridencias, con imágenes simples y directas sobre la urgencia de un fenómeno que ya no tiene retorno.
Alá salve a la reina No es la primera vez que Stephen Frears trabaja con la realeza en una de sus películas. Tampoco es la primera vez que le toca dirigir a una de las mejores actrices de Inglaterra, para configurar un relato histórico que escape de los lugares comunes de las biopics más tradicionales (música sentimental, planos cerrados, algunos travellings, etc.). En La Reina (The Queen, 2006), Helen Mirren, componía a una Isabel II pendiente del entorno, de la gente y de todo aquello que podía hacerla trastabillar en sus deseos y convicciones tras la muerte de Lady Di. Allí Mirren jugaba todo el tiempo con los límites de llevar su personaje al borde del ridículo, y en ese exponerse aparecía un verosímil mucho más sólido. En Victoria y Abdul (Victoria & Abdul), con la entrañable amistad entre la reina (Judi Dench) y un emisario hindú (Ali Fazal) pasa algo similar desde la corporeidad de la Reina en una trama principal que no por predecible deja de ser efectiva. En momentos en los que el cine industrial apela al pasado para seguir construyendo historias atrapantes, el guion de Lee Hall (Billy Elliot, Caballo de guerra), permite desde la sólida presentación de los protagonistas, desandar con alegría los pormenores de un vínculo que fue rechazado en su momento. La historia comienza cuando a Abdul le proponen viajar de India, más precisamente desde Agar a Inglaterra para entregar una moneda simbólica, es convocado por Victoria como su asistente personal. El guion trabaja en paralelo con dos mundos, aparentemente, opuestos, el de la máxima figura en el trono con el recién llegado y sus anécdotas, mientras que por otro lado se presenta el incipiente complot entre los funcionarios reales ante el avance del hindú sobre la mujer. En comparación a realizaciones anteriores, Stephen Frears envuelve a los personajes con su cámara, los deja actuar y representar a su manera, mientras registra todo aquello que la reconstrucción de época (por cierto, muy buena) le permita jugar con los límites del realismo. En vez de cámara expectante, hay un lente activo, que desanda los pasos de los protagonistas en cada rincón del palacio real y más allá, en donde ya ni siquiera se pueda distinguir entre ficción y documental. Es que si bien Victoria y Abdul es una ficción, la lograda representación de esa reina con obesidad mórbida, y su obsesión por la comida y el sueño, que vuelve a vivir a partir de aspiraciones que la otredad le impregna, le inculca y le dispara, los límites se confunden al construir, por momentos, un registro casi vívido de aquello que muestra. Un viaje al pasado para seguir analizando aquello que como sociedad ha forjado, pero también para redescubrir que en la diferencia está la clave de los cimientos de una nación.
No, no y no. Who, así se hace llamar el director de esta película, dispara una anécdota, la idea del karma encarnado en diferentes personajes y que acosan al protagonista sin siquiera producir risa alguna. El gran elenco reunido, multinacional, por cierto, no puede hacer nada con el material ofrecido, y mucho menos construir un verosímil dentro de un relato vacío, que no funciona ni como comedia, grotesco, ni de ninguna manera.
Lugares comunes. Una historia ya vista hace tiempo con Sally Field y otras actrices. Una de esas propuestas que al no innovar y redundar en estereotipos no puede remontar ni siquiera con la histriónica Halle Berry. “Desaparecido” atrasa, cinematográficamente e ideológicamente hablando, allí donde el empoderamiento femenino avanza, esta película retrocede cien millones de casilleros con su impronta cuasi de drama televisivo y acción sin tregua para tapar su nulo guion.
Allí donde “Kill Bill” y “La novia del cabello blanco” culminaban su propuesta Jung Byung-Gil va más allá, y en la historia de una mujer reclutada para cumplir misiones y así expiar culpas explora el soporte hasta lugares insospechados. La cámara gira y juega, envuelve a la protagonista y su raid de muerte y sangre, pero además da espacio para que el amor y la historia de búsqueda y lucha por recuperar lo perdido, configuren, sin dudas una de las películas más impactantes de los últimos años.
Otra película urgente. La precarización laboral y la pérdida de fuentes de trabajo golpea a la sociedad. Acá le toca al protagonista, un joven de clase media que de un momento al otro se queda en la calle. Desesperado, y cuando cree que nada podría empeorar aún más, se topa con viejos conocidos que sólo le harán ir por el mal camino. Lograda interpretación protagónica de Juan Nemirovsky.
PIF el astro italiano de la televisión, incursiona por segunda vez en el cine con una película que se desdibuja hacia la media hora para transformar la risa en denuncia. Esa historia de amor que arranca carcajadas, termina por convertirse en un alegato histórico sobre la mafia y sus conexiones, dejando de lado la historia romántica y poniéndose solemne. Ese cambio la resiente, pero así y todo la película funciona.