Película urgente, que en plan de comedia analiza el fenómeno de las migraciones en Europa, con Alemania como epicentro del multiculturalismo. Lo que comienza como comedia, con el contraste de clases, los recién llegados, y ese matrimonio que se divide en posiciones, termina por escupir una verdad insoslayable, los cambios llegaron para quedarse le pese a quien le pese.
Feroz crítica sobre el mundo del arte, con su snobismo a flor de piel y la denuncia de clase desde una clase. Algo parecido había hecho la local “El Ciudadano Ilustre”, pero acá todo se potencia y explota de una manera insospechada. Algunas contradicciones, principalmente en su personaje protagónico, no resienten igualmente a la mordacidad de un director que nos tiene acostumbrados cada vez más a reflexionar sobre nosotros, nuestras reacciones, y nuestras miserias.
Buscando piezas Con libros como La pasión del piquetero, El alma no come vidrio y Lengua sucia, entre otros, el poeta, escritor y dramaturgo Vicente Zito Lema, ha configurado un corpus particular en el que la resistencia, frente a modelos productivos y culturales dominantes, son el denominador común. En Eva (2017), el director Ricardo von Muhlenbrock (Vida Tsimane) no desatiende este punto, y decide desandar el largo proceso con el que Lema imaginó, soñó, puso en marcha y finalmente estreno en 2016, una obra teatral dentro de la recuperada y emblemática fábrica IMPA inspirada en un mito argentino. Allí, la cámara buscará acompañar ese recorrido, de manera contemplativa, y que, desde la convocatoria actoral, al afinado de un “apolillado” piano por parte de un especialista (uno de los últimos), se irá completando, hasta el día del estreno, de la obra en el lugar. Zito Lema recuerda su vida mientras ensaya, arma, deconstruye, y pone en escena el proyecto, atiende a sus actrices, las cuida de los posibles accidentes en la fábrica y las impulsa a seguirlo en su propia pasión. Porque si hay algo que tiene Lema es pasión, y no sólo por su trabajo, sino por su pasado, su presente y su futuro, un tiempo de crear inagotable, y que lo posiciona como un artesano de la poesía y la voz frente al mundo. Tomando como punto de partida la vida de uno de los mitos populares, político y social, más importante de la historia argentina: Eva Perón, Zito Lema fortalece ideas como soberanía, pueblo, lucha, poder, clase, aclarando, constantemente, su posición ante los medios productivos hegemónicos. La cámara brinda luz en el proceso creativo, se muestra estática en ensayos y envolvente cuando los cuerpos transitan la mítica IMPA, espacio clave de resistencia y recuperación del sentido de lucha. Ricardo von Muhlenbrock hábilmente deja al escritor hablar, como así también al “afinador”, porque sabe de su potencial ante la cámara, del enigmático proceso de empatía que atravesará el espectador ante la sucesión de anécdotas que tienen para contar. Allí el documental se muestra sólido y consistente, con una decisión de progresar junto al avance de la obra, de apuntalar el proyecto, de materializar, y también preservar para el futuro, la historia de Lema y su obra. Pero por el contrario, cuando el realizador se hace parte de la película, y se revela como el artificio dentro de la creación de la obra, Eva, cae en lugares comunes y en viejos vicios del cine documental, como por ejemplo el fundido encadenado como transición del relato o la mera enumeración de componentes de la obra. Y cuando esos vicios comienzan a repetirse, se resiente la narración a partir de la identificación de convencionalismos, dentro de un género que en el último tiempo supo innovar y borrar la delgada línea entre ficción y realidad, pero que en esta oportunidad no hay posibilidad de escapar al inevitable tedio en el que rápidamente el registro se convierte.
La vida sin un plan Corría 1935. Las influencias anarquistas en la sociedad Argentina se potenciaban con la llegada de materiales de esa índole desde Europa. De contrabando o simplemente por casualidad, el cuento suma una mirada crítica sobre la lucha de clases. Con imágenes contundentes del “linyera” en su entorno, la película no hace otra cosa más que “vitalizar” la mirada sobre el objeto y grupo del que habla. Si en algunos casos se pierde el interés educativo por considerar, de alguna manera, que el desorden reinaría en una sociedad sin clases o castas, Bepo (2016), de Marcelo Galvez exige que la vara se mida correctamente para evitar perder toda la inocencia e ingenuidad. Bepo es una propuesta diferente, no sólo por su capacidad para lograr trasmitir, sin manierismos y mucho menos artificio, los sentimientos de los protagonistas, sino porque además comprende que la única manera para poder generar empatía inmediata con los espectadores es hablarles y decirles lo justo y necesario. Los planos cerrados, la producción de una austeridad única, permiten que la película, rodada durante más de nueve meses, en diferentes locaciones, y seleccionando los días lunes para registrar las escenas, termine configurando un verosímil de antaño para realizar relatos frescos, efectivos, en los que el humor como en este caso, suavicen cualquier vestigio de crítica. La apasionada vida de un hombre que decidió dejar todo para poder sentirse realmente libre y perseguir sus sueños, es el material con el cual Galvez genera los cimientos de su historia basada en hechos verídicos. El guión preciso y cuidado brinda un panorama exacto de la vida de los “crotos”, tal como se definía a aquellos que errabundeaban por la vida y que particularmente, como en este caso, vivían de la suerte de aquello que se les presentaba. “La propiedad es un robo” grita Bepo en algún momento, y Galvez acompaña a su personaje en esa especie de road movie de trenes, crónica de viaje, en la que Bepo se aleja de su lugar de origen mientras va conociendo gente que lo ayuda a poder avanzar sin mirar atrás. En la decisión de Galvez de relatar su cuento de transformación, con una puesta muy televisiva, planos cortos, acciones sincopadas, y sumar trazos gráficos a modo de separador, Bepo se va configurando con una estructura narrativa plagada de vitalidad, algo único para la pantalla, que termina por potenciar las ideas que presenta. Las vías de tren como guía, la literatura presente en el intercambio de ejemplares con otros “crotos”, y, principalmente, la frescura con la que los actores van interpretando a los personajes secundarios, todos con Bepo cual lazarillo, también suman una mirada para nada complaciente, y una lectura de la historia particular. Inspirada en el libro homónimo de Hugo Nario, la acertada y dinámica puesta, la división en episodios, y, la idea de un marcada posición anti “todo”, suman tensión e interés para que la convocatoria termine por salir airosa.
Tras “Wonder Woman” (2017), el fenómeno de taquilla y empoderamiento que además catapultó a la fama a la actriz israelí Gal Gadot, Warner encontró una manera de narrar la riqueza que las páginas de los cómics de DC contenían. Hasta el momento, y excepto las trilogías de Batman dirigidas por Tim Burton y Christopher Nolan, no hubo en el último tiempo otras producciones que pudieran hacerle honor a los relatos que las historietas desplegaban en cada viñeta. Repasemos, “Catwoman” o “Green Lantern”, por citar sólo dos, de los muchos casos de adaptaciones desafortunadas, que fueron sumando, fracaso tras fracaso, una mirada completamente diferente a la necesaria por los espectadores frente a las películas de DC. En la vereda del frente, y apoyados en la experiencia y conocimiento de los estudios Disney, Marvel comenzó a proliferar en la pantalla, con una infinidad de versiones de carne y hueso de sus héroes que rápidamente se posicionaron en la taquilla y en las preferencias del público. Si Superman, Batman y la Mujer Maravilla, por citar tres de los íconos del universo DC, construían desde el papel infinidad de historias atrapantes, dignas de los mejores dramaturgos de todos los tiempos, cómo podía ser que el cine no pudiera capturar la esencia de los personajes y dotarlos de un contexto propicio para narrar sus aventuras. Pero Zack Snyder (“Batman Vs. Superman”) lo hizo, utilizando su carta blanca, tras varios productos fallidos, logró trasponer las reglas de cada uno de los superhéroes, sumando a The Flash, Ciborg y Aquaman, en la conformación del grupo que podrá poner fin a los males de la sociedad “La Liga de la Justicia” (2017) en una película potente y sólida. En esa manera de encontrar un estilo propio (aunque “robando” en el guion algunos tips a las películas de Marvel, principalmente el humor como relief de situaciones complicadas) ya desde la escena de arranque, un videoclip digno de MTV, con “Everybody Knows” de Leonard Cohen reversionado por Sigrid, la oscuridad se apoderará del relato y marcará el ritmo de la historia. Tras la muerte de Superman, el mundo ha comenzado a vivir una era de delitos imparables, a lo que se sumará la visita inesperada del villano “Steppenwolf”, un ser que desea a toda costa hacerse con tres poderosas cajas que le permitirán crear un nuevo orden en el universo y la Tierra. Pero claro está que no le será fácil, y menos cuando Batman/Bruce Wayne (Ben Affleck) junto con Diana Prince/Wonder Woman (Gal Gadot) comiencen a reclutar al resto de héroes necesarios para configurar el escudo que impedirá el reinado del mal de este ser. No contentos con lograr sumar a The Flash (Ezra Miller), Ciborg (Ray Fisher), Aquaman (Jason Momoa) irán más allá, recuperando la figura de Superman (Henry Cavill) para que el combo sea aún más atractivo. Allí donde sus predecesoras se quedaban, con la solemnidad de intentar ser lo más fiel posible a su origen, “La Liga de la Justicia” juega y entretiene, hace que los héroes se muestren más conflictuados que nunca, tomen alcohol (el whisky es la bebida preferida por todos) y piensen en todas aquellas cosas que en algún momento se prometieron hacer y hasta ese momento no las habían hecho por miedo o prejuicio. “La Liga de la Justicia” cumple con lo que otras producciones prometían y no podían sostenerlo por más de diez minutos, brillando en el mapa de películas de género y prometiendo mucha más diversión para próximas entregas.
Belén llega a un barrio cerrado para ayudar a una mujer y su hijo en las tareas diarias, sin saber que la vivienda linda con un espacio en el que sus fantasías y deseos más profundos la llevarán a transgredir sus propios límites. Lukas Valenta Rinner logra construir un relato sobre el aburrimiento y las múltiples maneras de enfrentarlo a partir de las diferencias sociales de dos universos opuestos. Gran trabajo de su protagonista Iride Mockert como esa mujer que se anima a salir de sí misma.
Muchas veces las biopics omiten contextualizar la narración en un marco que además de hablar de la vida y obra de tal o cual artista, permita ir más allá, como en este caso lo hace “Paula” (2016), basada en la complicada existencia de Paula Modersohn-Becker, una mujer que siguió adelante a pesar de todo. Christian Schwochow logra exponer, de manera notable, los pasos de esta joven que viajó desde Worpswede a París para cumplir con su sueño de convertirse, a pesar de todo, en una de las primeras mujeres en ser reconocida por su talento. Dividida en dos partes, una inicial en donde las posibilidades presentan el lienzo en blanco sobre el cual el gran despliegue puede llegar a hacerse realidad, y una final en donde la configuración de la identidad de Paula, claramente, marca el rumbo de la narración. “Paula” busca demostrar cómo el empeño por reflejar de manera original su mirada sobre el mundo que la rodeaba, un mundo que debía ser mostrado, para ella, sin estridencias y mucho menos filtros, terminó siendo la marca distintiva de la artista que dejó cientos de cuadros en legado. Decidida a lograr particularismos que la distingan, comenzó a relacionarse con las clases más bajas, y de ellas capturó la esencia de sus almas, almas que buscaban más que lo efímero del aura de los cuadros, un pedazo de pan, al menos, para subsisitir. Y entre las contradicciones de la mujer, el mandato de su marido, Otto Modersohn, de sí o sí mantenerse a su sombra, y la pasión que encontrará en la ciudad luz junto a una artista, “Paula” va tejiendo su relato sutilmente. Pocas veces el cine ha logrado llevar a la pantalla el proceso creativo sin caer en estereotipos y lugares comunes, y aquí, Schwochow, puede llevar adelante la tarea gracias a la gran composición de Carla Juri (vista recientemente en “Blade Runner 2049”), quien dota de una entidad única al personaje. Los detalles con los que configura el mundo de la artista, desde las pinceladas toscas y hoscas, a los encuentros furtivos amorosos en los que consigue comenzar a realizarse como mujer, principalmente, Juri transmite la ira contenida por esta mujer que fue incomprendida en su época. El director ubica a los personajes en espacios abiertos, excepto cuando la intimidad del matrimonio o la pequeña habitación de París requiere ser utilizada, y eso también posibilita el “aire” que posee la producción. El hábil guion de Sthephan Suschke y Stefan Kolditz, además, hablan de una época en la que sólo los hombres eran los que dictaminaban el ingreso al mundo del arte, sin importar la calidad de las obras presentadas. Película que le hace honor al personaje, “Paula” puede ser un homenaje tardío (uno más) para una mujer que terminó luchando hasta el último aliento para que sus esfuerzos sean reconocidos, y que, principalmente, supo hacer de sus impulsos un camino de pasión y lograda dedicación.
Nicolás Puenzo pertenece a una estirpe cinematográfica que ha marcado a fuego el cine argentino. Hijo de Luis Puenzo, hermano de Lucía Puenzo, sus pasos en la realización datan desde que tal vez se puso una cámara al hombro muy pequeño o comenzó a acompañar a su padre a los rodajes. O sea, desde siempre. No es tan desacertado pensar que “Los Últimos” (2017), su “ópera prima cinematográfica”, sea tan solo un paso más en ese largo camino que ha desandado desde Historias, la productora familiar, o Puenzo Hnos, su otro emprendimiento, y del que ya hemos visto muchas películas como asistente, y, más cercano en el tiempo, su serie “Cromo”, firmada junto a Lucía. Con varios puntos en común con esta producción televisiva, “Los últimos” cuenta una historia de amor en medio de un contexto urgente y desesperado de un mundo apocalíptico, pero presente, en el que la guerra por el agua es tan sólo uno de los muchos inconvenientes que la pareja tendrá por superar. Yaku (la debutante Juana Burga) y Pedro (Peter Lanzani) verán cómo su suerte queda librada al azar en medio de intereses geoeconómicos que determinarán sus pasos hasta obtener aquello que desean de ellos. En medio del caos, el amor, un amor tan ingenuo que se escapa de los canones cinematográficos, y que llevan a un plano hasta casi irreal de esa profundidad que el mismo posee. Mientras avanzan por el desierto, en busca del padre de uno de ellos, se van topando con trabas, que les impiden continuar el camino hasta donde desean terminar juntos, y la noticia de un embarazo, además, les ofrecerá la oportunidad de seguir creyendo el uno en el otro a pesar de todo. El guion por momentos desea profundizar en cuestiones técnicas del escenario que plantea, con una especial atención ubicada en la zona de “conflicto” en la que los protagonistas permanecerán junto a un líder (Germán Palacios) que responde a intereses encontrados de ambos bandos. La puesta, la belleza, paradójicamente, de los escenarios naturales intervenidos por el hombre con sus desechos, otorgan verosímil a este cuento apocalíptico de supervivencia, pero también de transgresión. Algunos estereotipos, como la participación de Natalia Oreiro en plan doctora de Médicos Sin Fronteras, y resoluciones que se precipitan hacia el final, sumado al ritmo pausado de la primera etapa, resienten una propuesta potente y sólida que además permite concientizar o disparar posteriores discusiones acerca de problemáticas ambientales y la necesidad de entender que la megaminería sólo sirve como beneficio de unos pocos. Juana Burga sorprende en su debut, con una actuación creíble como esa mujer que lucha para seguir adelante junto a su amor a pesar de todo. Lanzani compone a Pedro de manera verosímil, sin importarle, al contrario, el aspecto que ofrece en la pantalla. Loable debut para un director que tiene en claro aquello que desea contar, y sabe de lo que habla, otorgando entidad, calidad y una imagen única a su historia. Nicolás Puenzo es sin dudas, una figura a seguir de cerca dentro del panorama de la cinematografía Argentina.
Monstruosa Hay algo que transmite La familia Monster (Happy Family, 2017), propuesta animada dirigida por el alemán Holger Tappe, en una de sus primeras escenas, y es su cercanía con aquel cine hollywoodense de la era dorada del musical, en donde el baile posibilitaba la utilización de diferentes tópicos para construir tramas pasatistas y simples, con gran repercusión en las audiencias y taquillas. Si bien, claro está, La familia Monster no es una obra musical, sus posibilidades expresivas a partir de la música y el despliegue audiovisual, suman a la propuesta un aire indefinido hasta que la trama comienza, por sí sola a despistar y tratar de enseñar la manera de manejarse en un grupo familiar, dejando de lado el tópico inicial. Producto pensado para los más pequeños, aquellos que en la confusión con Hotel Transylvania (2012)- los personajes son los mismos- creerán ver una entrega más de la saga de Sony con vampiros, hombres lobos, momias y más, pero no, esta es una historia inspirada en el cuento “Happy Family” de David Safier que busca, desde un primer momento, adoctrinar y educar en el “buen trato” dentro y fuera del hogar. El guion comienza a zozobrar en el intento de conceder otra identidad a los clásicos monstruos, aggiornando su relato a los tiempos que corren, sumando la obsesión por la tecnología, el aislamiento, la proliferación de redes sociales, el bullying, moving y más. En el arranque Jason Isaacs le pone la voz y la impronta a un Conde Drácula festivo, alegre, con ritmo, el que rápidamente pasa a convertirse en un ser oscuro cuando intenta cumplir, a toda costa, su objetivo de que una mujer humana lo ame. Cuando por equivocación Drácula contacta a Emma (Emily Watson), y la invita a un festejo en familia en el que no sólo serán los únicos disfrazados, sino que, principalmente, quedarán con las características de un siniestro hechizo que se desprende de su “infelicidad”. Entonces ahí La familia Monster comienza otro relato, uno en el que ese grupo familiar, que acepta a regañadientes ir a la fiesta de disfraces, debe aceptar el presente en el que la desconexión, la falta de empatía con el otro, y, principalmente, la tecnología como generador de ausencias, lleva a un camino obvio y predecible de enseñanza. La animación poco realista, como así también la inconsistencia entre ese arranque con Drácula y sus tres asistentes (murciélagos) buscando el verdadero amor, y una fábula con moraleja en cada escena, configuran un cocoliche que aburre más que entretener. Ni siquiera el potente cast (en su versión original, acá llega doblada) puede revertir la simpleza de la trama y los estereotipos con los que trabaja, motor de la narración, como el padre desempleado, la madre empoderada, el niño víctima de burlas y la adolescente que se rebela sin saber siquiera porqué. En vez de jugar con los temas, los personajes y las miles de posibilidades que la animación hoy permite, La familia Monster se pone castrense, y baja línea en cada escena, esperando que el espectador asuma un rol de juez y que termine castigando a aquellos que sólo piensan en sí mismos, en el ocio tecnológico como única vía de escape de la realidad, y que en el cuestionamiento de la familia como posibilidad de construcción identitaria, sólo alimentan aún más las posibilidades expansivas del control sobre los individuos.
Documental tradicional que recorre un pueblo atrapado por el recuerdo de algo que ya no está. Cada testimonio potencian, con humor, el interés por esta fábrica fantasma que dejó su huella para siempre en los habitantes. La omisión de un hilo conductor, dejando la sucesión de voces para que los espectadores determinen su empatía con ellos, es uno de los mayores hallazgos de una película simple y honesta, y a la vez, pintoresca.