Aquí está el ejemplo de que cuando el cine toma un tema del cotidiano y lo explora en profundidad se puede alcanzar, desde la simpleza del tratamiento, una propuesta interesante y que además funcione universalmente. “¡No Renuncio! “ (Italia, 2015) de Gennaro Nunziante, trabaja con lo popular desde el conocimiento del espectador de una creencia sobre los empleados públicos y la lleva al límite en la figura de Checco (Checco Zalone), el encargado en un perdido ministerio de producción que se pasa la mayor parte del día recibiendo “regalos” de aquellas personas que se acercan para solicitarle un permiso. Detallado con trazos gruesos y con la clara convicción de dejarlo parado como un parásito, que no sólo vive del Estado sin hacer nada, sino también de sus padres y de su novia, la acción del filme arranca cuando, perdido en el medio de la selva africana y abordado por el jefe de una tribu que sólo le salvará la vida si comprende que su historia de vida lo amerite, Nunziante, elige el flashback para relatar los hechos por los cuales Checco llegó ahí. Así, el hombre comienza a detallar cómo es que una decisión de “limpieza” en el Gobierno terminó con su sueño de trabajo sin trabajo eterno y puso en vilo su continuidad como empleado estatal al proponérsele una suerte de retiro voluntario que él, como lo avisa el nombre del filme, no aceptó. Pero esa tarea de no renunciar no le será fácil, ya que la fría y distante encargada de Recursos Humanos (Sonia Bergamasco), además de intentar negociar con él la salida del Estado, ante cada negativa de Checco decidirá redoblar la apuesta y enviarlo a los lugares más distantes de Italia en los que una dependencia Estatal pueda requerir un “ñoqui” como él. Y en ese deambular eterno por lugares, algunos más acogedores que otros, Checco, sin darse cuenta encontrará el amor (Eleonora Giovanardi) en la figura de una mujer libre de ataduras físicas y mentales que lo transformará casi sin esfuerzo. “¡No Renuncio!” se inscribe en una línea de cine popular italiano del que pocas veces llegan a estas latitudes propuestas, y evoca a la imaginería de filmes que desde lo cotidiano logra empatizar con el espectador sin propuestas ambiciosas, sino, todo lo contrario. El carisma de su protagonista (Zalone) y su capacidad para hacer de su personaje un ser entrañable, a pesar de todos los componentes detestables que posee (misógino, retrógrado, corrupto, ambicioso, etc.), es uno de los hallazgos del filme. La estructura de comedia clásica, con el agregado de humor que linda lo bizarro, lo escatológico y lo soez, además, dota al filme de un acercamiento desde lo narrativo y su guión a la nueva comedia americana, pero sin perder su identidad como producto. En cada gag y punchline, en cada línea que Checco dice a sus padres, su ex novia, y en la negativa a renunciar por un mandato que le ha sido impuesto y a la vez delegado en el mismísimo momento en el que aceptó ser parte de la burocrática e inmensa estructura estatal, hay una profunda reflexión sobre la exageración en la construcción de los equipos de trabajo gubernamentales, en los que siempre, como el personaje, hay uno (o varios) que sólo quieren sacar rédito a su posición. “¡No Renuncio!” no da respiro con su atiborrado guión y la exposición total del protagonista para componer a este Checco, ejemplo de lo peor de todo aquello que se puede encontrar en cualquier dependencia estatal, y como bien ha sido reflejado por varios productos locales (“La Clínica del Dr. Cureta”, “Relatos Salvajes”, etc.), necesita más allá de un trabajo de un equipo de recursos humanos, de la extirpación total para sanear los Gobiernos.
Con pocos diálogos, los justos, y sólidas actuaciones, naturales y creíbles, llega desde Islandia “Rams: La historia de dos hermanos y ocho ovejas” (2015), que dirigida por Grímur Hákonarson, retrata el relato de una relación filial que puso a prueba límites y vínculos en el tiempo. “Rams…” inicia con las potentes imágenes del despojado, árido y agresivo paisaje en el que los protagonistas serán presentados y se desarrollará la acción, un lugar alejado de todo y en el que la supervivencia a partir del pastoreo trashumante y el criado de ganado bovino es la principal actividad de la zona y lo que permite que los habitantes puedan ganar el poco sustento que poseen. El pequeño pueblo, pendiente de las ovejas, potencia su capacidad productiva sólo por los resultados en las mejoras que en éstas se pueden implementar. Pero cuando una misteriosa enfermedad comienza a contagiar al ganado, los mismos deberán ser sacrificados, poniendo en jaque a la economía del lugar y enfrentando una vez más a Gummi (Sigurður Sigurjónsson) y Kiddi (Theodor Juliusson), dos hermanos que hace 40 años que no se hablan y que, a la fuerza, deberán volver a hacerlo para tomar una decisión sobre la continuidad o no de su actividad. Así avanzará “Rams…” entre peleas, discusiones, y una decisión drástica tomada por Gummi, que finalmente será la misma que terminará por acercarlo nuevamente a su hermano, muy a su pesar y con el que deberá acordar los pasos a seguir para poder seguir con una actividad legada de sus antecesores. El original guión de Hákonarson divide la película en dos etapas bien diferenciadas entre sí, una en la que la presentación de los hermanos potencia las características de cada uno, y otra en la que una revelación pondrá a cada uno frente a frente para poder decidir sobre el futuro de cada uno. Así, Gummi es trabajado desde conceptos como el trabajo, la pasión y el esfuerzo, con un temperamento contemplativo y colaborador para con los demás, mientras que Kiddi es elaborado desde el trazo más grueso, hosco, torpe, enviciado, sin un atisbo de poder ayudar a nadie, ni siquiera a él mismo. Cuando el relato los coloca una vez más el uno ante el otro, Hákonarson prefiere colocar la cámara y dejarlos actuar, que nuevamente se relacionen y el ser solo un espectador de aquello que comienza a construir la tensión hacia el conflicto final que se presenta. Un aire nostálgico y la imprecisión de la época en la que se desarrolla la historia, además, potencian aquellas ideas relacionadas al sentido de pertenencia, la construcción de una vocación y la imposición de ésta en algunos grupos familiares. Si Gummi y Kiddi se esfuerzan por proteger denodadamente a sus ovejas, es porque saben que en ellas hay parte de su propia historia que se pone en juego, porque más allá que durante 40 años no se hablaron, viviendo uno al lado del otro, siempre estuvieron pendientes sobre aquello que hacían o dejaban de hacer. En la presentación de un concurso, en el que ambos obtienen el primero y el segundo puesto, además de introducir el conflicto disparador del relato, hay un trabajo sobre el folklore islandés y sobre el lugar en el que los personajes se moverán. Un territorio hostil y que en la intemperie exige mucho más que un temperamento fuerte para superar las eternas jornadas con sol y las largas en las que no estará presente. “Los hermanos sean unidos, esa es la ley primera” reza el máximo relato autóctono, frase que le sienta muy bien a esta dramática historia, una épica familiar que debe resistir ante los embates climáticos, biológicos, y políticos, y bucear en sus orígenes para afirmar un linaje que se pone a prueba a diario.
Tomando de partida un corto que fue un suceso en las redes sociales “Cuando las luces se apagan” (USA, 2016), de David F. Sandberg, trabaja con una idea tan simple como a la vez aterradora. Desde pequeños el miedo a la oscuridad es uno de los que más marca a fuego el descanso o no, pero también uno que ha posibilitado la elucubración de un sinfín de posibilidades sobre aquello que la oscuridad encierra en el momento que apagamos las luces. Así, el relato comienza con la presentación de un hombre agobiado por su trabajo (Billy Burke) que recibe el llamado desesperado de su pequeño hijo Martin (Gabriel Bateman) con un alarmante mensaje sobre el estado actual de su mujer (Maria Bello). Terminando su actividad y sin prestar atención a los alertas de una de las empleadas (Lotta Olsten, quien además de actuar es una de las creadoras junto a su marido Sandberg del filme) de que algo “extraño” ocurre con las luces, Paul (Burke) avanza en la oscuridad sin prestar atención a su entorno. Pero algo allí lo vigila, algo imperceptible en los intervalos iluminados del inmenso galpón, pero que agazapado aguarda al mínimo descuido para acechar y terminar con una misión que posee para continuar con su plan. Ese arranque tenso, pleno de suspenso y con un logrado nivel de referencia de género, es el climax de un filme que a medida que va avanzando en el relato, tomando distancia del arranque, potencia la necesidad de construir un verosímil que nunca termina de forjar. Si Pau fue víctima de aquello que la oscuridad esconde, su pequeño hijo, su mujer y su hijastra (Teresa Palmer) terminarán por vivir en vida una pesadilla al desentrañarse el origen del miedo, una mujer llamada Diane (Alicia Vela-Bailey), que sólo habita cuando las luces no están encendidas y que será una trampa mortal para todos. Sandberg crea un universo único para su Diane y la oscuridad, algo que ya se ha trabajado en un sinfín de historias del género, como “Pesadilla” y subsiguientes, y en más recientes, como en la inédita “The Babadook” (Australia, 2014), o “Somnia” (USA, 2016) en las que un misterioso personaje busca vengarse de un hecho del pasado por el que perdieron la vida. Por momentos la historia cae en lugares comunes, y hasta se puede perder el vector de la narración al concentrarse, en, por ejemplo, el vínculo entre la hijastra (Palmer) y su pareja (Alexander DiPersia), plagado de clichés y lugares comunes, o en algunos giros de efecto que no terminan por cerrar del todo su idea. Pero cuando profundiza en el imaginario que relaciona la oscuridad con la amenaza, con el miedo y la muerte, y cuando presenta a Diane, un personaje que debe quedar en la historia de los personajes de filmes de terror, por su horrible aspecto, desaliñada y su capacidad para aprovecharse de los más débiles (la madre), “Cuando las luces se apagan” avanza en su propuesta. Filme que bucea en miedos comunes y universaliza su historia desde la concepción de una historia simple pero efectiva, el director sabe como potenciar los factores que llevaron a su corto a generar un sinfín de posibilidades para transformarlo en un ser largometraje tomando como eje a un personaje despreciable y manipulador, y a la vez asesino.
Búsqueda interior Diez años y seis viajes al sur le llevaron a Sebastián Deus (Por el camino de Modesto, TV Utopía, Werken) poder configurar, pensar, reflexionar y reconstruir, el recorrido que hizo Luis, el protagonista del film, para que El retorno de Don Luis (2012) pueda plasmarse en imágenes y aportar así su visión sobre la identidad y su definición. Tomando como punto de partida el regreso de Luis a su pueblo de la infancia (Ñorquinco), para poder así recuperar su historia, Deus va narrando progresivamente el relato de esa vuelta llena de incertidumbre y cuestionamientos, para con él mismo y los demás. El primer obstáculo que le surge a Luis en su regreso (y por ende a Deus también), es que justamente de aquel pueblo del que se alejó en su adolescencia nada queda, sólo algunas ruinas que deben ser completadas con las pocas imágenes mentales y recuerdos que aún el hombre puede conservar en su memoria. Pero al estar plagado de preguntas, esos recuerdos no bastan por sí solos para poder reconfigurar su historia, al contrario, es en el encuentro con cada uno de los habitantes del lugar en donde debe prestar atención y sumar a su bagaje para continuar con su búsqueda. Luis es consciente que sólo el retorno a su lugar le posibilita poder estar nuevamente en paz consigo mismo y evitar seguir negando su origen mapuche, aquel que dejó de lado cuando se fue a Bahía Blanca porque era algo que lo avergonzaba de niño y que ahora le urge recuperar para poder “irse” tranquilo. Deus lo muestra a Luis en la primera escena a la vera de un río escribiéndoles una carta a sus nietos, contándoles de su búsqueda, su regreso, y su origen, mientras que el off desglosa aquellas palabras que en el papel van dejando como un legado para aquellos que lo suceden. En esa orilla se encuentra el árbol emblemático con el que jugaba de pequeño, por lo que escribir allí la carta tiene un doble sentido, de pertenencia y de herencia, de legado y de identidad. Caminando y recorriendo Ñorquinco, un lugar al que la naturaleza castiga, endureciendo pieles y sentimientos, es como Luis va rearmando su pasado, a partir de diálogos casuales, la lectura de algún viejo documento en charlas en la calle con algunos conocidos (a los que debe advertir quien es luego de tanto tiempo) y en la contundente sabiduría de avanzar a pesar de las negativas con las que se encuentra. Deus ensambla los viajes, muestra cómo el paso del tiempo ha afectado al espacio y jugando con el soporte dota de característica similar a la diapositiva al encuadre del relato. Texturiza la imagen, la dota de aridez con cada mota de suciedad que delante del “lente”, o agregada digitalmente, le brinda una espesura al documental particular. La cámara fija, expectante, de aquello que nunca sucede, también es otro de los hallazgos de la película. Si Luis encuentra vestigios de su identidad, Deus luego muestra en alguno de los otros viajes cómo éstos se van apoderando de él, algo que necesitaba para poder ser feliz y disfrutar junto a los suyos, destacándose hacia el final en un desenlace entrañable en donde el retorno queda en el pasado para poder afirmar la identidad de un hombre que no pudo seguir negando aquello que realmente era y que su sangre le pedía a gritos que recupere.
Hay un sinfín de referencias a otras películas, programas de TV, libros, obras de arte, etc, que refuerzan la nueva adaptación de Tarzán, el célebre personaje creado por Edgar Rice Burroughs y que ya fue llevado en miles de ocasiones al cine y otros formatos con diferente suerte. En ese sinfín de referencias, en la cuidada producción y fotografía, y en el viaje “al revés” de Tarzan, de la civilización a la barbarie, como así también, principalmente, en la elección del cast protagónico, es en donde “La leyenda de Tarzán” (USA, 2016), puesta al día de la historia del hombre criado por los monos, encuentra su razón de ser. El prestigioso David Yates (la mente detrás de las transposiciones de “Harry Potter”) bucea en la dualidad de los personajes, más allá de la de Tarzán, para hablar de la civilización y la barbarie en el contraste de mundos que tras el comercio de marfil y otras excentricidades se comienza a desplegar en el siglo XXVIII. En el avance del cazador, que decide inmiscuirse en la selva para sacar un rédito comercial, sin medir las consecuencias, y en el retroceso del hombre monto ahora civilizado, que intenta una comunión ecológica con su entorno, allí está la clave de “La leyenda de Tarzán” como espectáculo cinematográfico. Así, John/Tarzán (Alexander Skarsgard) deberá lidiar con mucho más que sus instintos primitivos, cuando el malvado Leon Rom (Christophe Waltz), en su afán de expandir sus negocios, termina secuestrando a su bella mujer, Jane (Margot Robbie), por lo que acompañado por George Washington Williams (Samuel L. Jackson) volverá a la jungla para rescatarla. La clave de “La leyenda de Tarzán” es esa, la de cómo la vuelta del hombre, ya civilizado, comienza a recuperar, por momentos en forma de flashback, por otros por la liberación de su presente, del animal interior que fue, el que le exige desprenderse de las ataduras de la civilización para reencontrarse con un pasado que en su momento le sirvió para poder sobrevivir en medio de la selva. En esa contradicción es en donde el filme funda su discurso, un relato clásico de búsqueda y superación, y por otro lado una narración que profundiza en la psicología de su personaje principal y las consecuencias de algunas decisiones actuales, que lo retrotraerán a su infancia sin escala. La elección de Yates de contar la historia con una precisa puesta en escena, más la utilización de la cámara lenta para potenciar las luchas entre Tarzan y los animales, hacen del filme un espectáculo visual que marca un antes y un después en las adaptación que de éste héroe se han realizado. Las actuaciones de Jackson y Waltz, sobresalen por encima del resto del elenco, que a pesar de hacer esfuerzos, sólo se limita a una sucesión de situaciones sin interpretación correcta, como las del Tarzán que configura Skarsgard, con la misma cara para todo, aunque uno sepa que se lo contrató para mostrar físico en el medio de la selva, bien podría haberse apropiado del personaje para potenciarlo. Por lo demás “La leyenda de Tarzan” es una interesante y entretenida puesta al día de la recordada historia del hombre criado por los monos, un ícono que pudo superar décadas y siglos aggiornandose a aquello que los espectadores más jóvenes buscan en las salas, los que, en el fondo, apoyarán o no la propuesta.
Sin correa En el arranque de La vida secreta de tus mascotas (The Secret Life of Pets, 2016), de Chris Renaud y Yarrow Cheney, una evocación a Toy Story (1995) se cuela cuando los personajes comienzan sus vivencias luego de que los “dueños” salen del hogar. Esa primera parte, llena de incorrección política, cargada de aspiraciones a las que los animales desean llegar, podría haberse planteado el motivo principal de una película que avanza perdiendo su frescura escena a escena. Así podremos ver cómo un perro salchicha se masajea con una batidora, un gato rechaza de manera irreversible el alimento que su ama le dejó o un Pug libera energía en su casa sin miedo a destrozar todo, contrastando con el único animal que entrega un comportamiento esperable: Max, el protagonista del film, un terrier que ama tanto a su dueña que se pasa la mayor parte del día detrás de la puerta aguardando su llegada. Para él, Katie, quien lo rescató de la intemperie, se ha convertido en el centro de su existencia. Pero su eterno idilio se quiebra cuando Duque, un perro callejero, sea llevado a la casa para que pueda convivir con él. De este modo La vida secreta de tus mascotas configura el escenario para convertirse en otra cosa, porque de ese inicio incorrecto, plagado de gags y bromas, pasa a un relato mucho más convencional enfocado en la convivencia de los dos perros, quienes deberán trabajar juntos para regresar a su hogar, luego de luchar contra Snowball, un pequeño conejo blanco decidido a exterminar a todos aquellos animales “domesticados” por sus dueños. El guión va amalgamando la historia de amistad y cooperación entre los animales, porque como Max y Duke, la serie de enemigos que se presenten, encabezados por Snowball, en el fondo también asumen un rol de equipo para salir ilesos ante los embates de la “perrera” que busca capturarlos y sacarlos de la ciudad. “Domesticados” versus “salvajes”, “civilización” versus “barbarie”, La vida secreta de tus mascotas, cambia su eje narrativo y termina presentándose como una buddy movie para los más pequeños que diluye todas sus potencialidades iniciales en un relato convencional y falto de emoción.
Película de contrastes entre clases, la “Paula” del título es una joven apremiada por la urgencia de necesitar una rápida solución a su incipiente embarazo. Mientras la dueña de casa le rechaza algunos pedidos de dinero, y comienza a dudar sobre las verdaderas intenciones de sus salidas frecuentes, Paula ve como el tiempo se apresura ante la celeridad del embarazo. Filmada con una economía de recursos, y respetando a rajatabla el plano/contraplano y la reiteración de escenas en negativo y positivo (hacia un lado u otro) más la falta de conflictos, resienten la propuesta de Eugenio Canevari, y generan un tedio que nunca termina de superarse.
“¿De qué murió?” preguntó uno, a lo que el otro respondió “de filmar por encargo”. Así bien podrían plantearse la situación entre dos espectadores que salen de ver “El buen amigo gigante” (USA, 2016) o simplemente “El BAG”, reciente producción dirigida por un Steven Spielberg que se va desdibujando en cada escena que presenta de la propuesta. Si con “Tintín” ya había conocido el sabor amargo de no terminar de llegar al público, en esta oportunidad, una vez más, termina por desconcertar tras la lograda “Puente de Espías” (USA, 2015), por citar sólo uno de los casos más recientes. Acá, Roahl Dahl sirve de inspiración para una historia fantástica, que comienza con un misterioso ser que se mueve sigilosamente por las calles de una ciudad que bien podría ser Londres, pero también cualquier recoveco que en los años 60/70 del siglo pasado se hubiese quedado parado en el tiempo. Además del misterioso ser, una niña llamada Sophie (Ruby Barnhill), huérfana, habitante de un hogar para pequeños sin familia, curiosa, inquieta, será “secuestrada” por el BAG y llevada a tierras lejanas en donde éste habita. Sophie, sorprendida, porque entiende que el BAG, el gigante, de buen amigo nada, y que intentará comerla como si fuese uno de los asquerosos alimentos a los que éste está acostumbrado a ingerir. Pero no, Sophie conocerá la verdadera faceta del gigante, un ser sometido por sus pares, también gigantes, quienes acuden a verlo para que pueda solucionarles temas de salud o algún detalle menor relacionado a la ropa y alimentos. Entre ambos se forjará una amistad entrañable, hasta el punto, que aún a expensas de poner en riesgo su propia integridad, el BAG, defenderá a Sophie de los intentos del resto de gigantes, que querrá encontrarla para comerla. Durante la primera parte del filme, Spielberg acompaña a los amigos en su viaje de conocimiento mutuo, acercando la propuesta a otros filmes anteriores del director como por ejemplo “E.T”, en el que un ser “extraño” conecta con un “terrestre” y a partir de allí la épica del filme desandará los caminos por los que el encuentro y conocimiento devuelven una entrañable historia de amor y amistad. Pero en ese filme, Spielberg supo poner todo, alma, pasión, esmero, inventiva, etc., mientras que aquí, al excederse en efectos visuales generados por computadoras, todo suena muy artificial, tanto, que hasta por momentos se distorsiona el verdadero vector de la historia. “El BAG” luego desarrolla la narración hacia un lugar en el que la unión de Sophie y el BAG, junto con la Reina de Inglaterra (Penelope Wilton), deberá detener la posible invasión de los malvados gigantes que viven acosando a éste en la Tierra. Ya para ese entonces la película pierde su encanto y se vuelve un sinfín de bromas escatológicas acerca de gases, del vocabulario inventado de el BAG y otras cuestiones de las que Spielberg nunca pudo volver, que terminan por configurar un producto menor y artificial, dirigido para personas que fueron niños en las décadas de los 70 y 80 del siglo pasado, ubicando el filme dentro de la obra de un autor que debe enfocarse, inevitablemente, en sus propios proyectos para seguir cautivando al público.
Girl Power Con mucha expectativa se esperaba esta remake del ya clásico film de Ivan Reitman, Los cazafantasmas (Ghostbusters, 1984), no porque se tratase de una obra maestra sino porque la evocación a la nostalgia era uno de los puntos más importantes a tener en cuenta en el resultado. Básicamente la duda surgía ya que una reciente serie de películas que tomaron clásicos de los ochenta no han podido resolver de manera satisfactoria sus propuestas y han destrozado los recuerdos de generaciones enteras ante la falta de calidad de los productos. Pero acá el resultado es otro, porque Cazafantasmas (Ghostbusters, 2016) trabaja la idea de un grupo especializado en encontrar y atrapar fantasmas, para disparar otras que acercan más a la comedia que al género fantástico en esta nueva versión de Paul Feig. Dos ex amigas, Abby (Melissa McCarthy y Erin Kristen Wiig, ambas recurrentes en el cine de Feig) se reencuentran tras el descubrimiento de la nueva edición de un libro lleno de falacias y mentiras sobre espectros, fantasmas y otras apariciones. La más recatada y “estudiosa” de ambas, Erin se acercará a Abby para exigirle que retire de amazon el libro y poder así, recuperar su prestigio y lugar en una reconocida universidad. Pero cuando Abby se niega, y le demuestra que cada una de esas “teorías” aplicadas en la publicación es real, deciden aceptar la misteriosa tarea de cazar los fantasmas que habitan en una vieja mansión. Cazafantasmas narra su relato en clave de comedia con un sinfín de gags, slapstick, confusiones y muchos chistes, algunos de ellos predecibles pero que le impregnan un dinamismo a la historia, clave para suplir su falta de respeto al género. Si por momentos el film se transforma en un gran sketch, similar a los que la mayoría de las actrices bien podrían haber protagonizado en SNL -a las mencionadas se suman Jillian (Kate McKinnon) y Patty (Leslie Jones)-, sucede justamente porque el virtuosismo de Feig radica en su habilidad de tomar la base del clásico film, resignificarlo y actualizarlo apelando a un lenguaje visual sincopado que potencia el gag y el humor ante la fantasía y la sorpresa. La extensa serie de cameos de los cazafantasmas originales, como también la incorporación de Chris Hemsworth como Kevin, una suerte de asistente de las mujeres, posibilitan también una serie de bromas que rozan el film con la comedia bizarra y escatológica (tan afín a la nueva comedia americana). La atmósfera nostálgica de aquello que fue pero que también puede transformarse y construir un nuevo tipo de discurso, es uno de los grandes aciertos de esta remake, que sin ser una obra que pasará a la historia por sus logros narrativos, permite el disfrute desde la escena número uno, no sólo para los fanáticos de la saga sino también para la necesaria puesta al día de las nuevas generaciones.
Protegida La saga que plantea el caos total en Estados Unidos por 12 horas (donde el delito, los crímenes y cualquier idea que linde con lo ilegal está permitida) tiene en 12 horas para sobrevir: El año de la elección (The Purge: Election Year, 2016) un giro que enviste a una urgencia impensada. Tomando de la agenda mediática las elecciones primarias que el país del norte está teniendo, la historia del film ubica la acción en la confrontación entre dos candidatos que poseen ideas muy diferentes ante las 12 horas que dan vía libre a la anarquía total. Así, la senadora Roan (Elizabeth Mitchell), una defensora acérrima de la eliminación de la purga, debe luchar por su vida y protegerse ante la inevitable proximidad con la amenaza de su muerte. Cuando los líderes de extrema derecha que impusieron la purga -para eliminar cualquier vestigio de multiculturalismo, inmigrantes, etc.- decidan que la protección de las altas figuras políticas sea vetada, su integridad corre el mismo riesgo que la de cualquier ciudadano. Pero no todo está perdido para Roan, ya que Leo (Frank Grillo), ahora en plan “guardaespaldas” de la mujer, conforma junto a una serie de personajes que también padecieron el acoso, un equipo de contención para mantener con vida a la senadora. En el medio, una serie de obstáculos que lindan lo gore, hacen que la propuesta potencie su narración al enfocarse en las minorías que, más allá de la senadora, deben ingeniárselas para sobrevivir a la anarquía. Ejemplo de esto es el dueño de un pequeño comercio (Mykelti Williamson), su empleado latino (Joseph Julian Soria) y Laney (Betty Gabriel), una suerte de “leyenda” en marcar el territorio y ayudar a los demás el día de la purga. La propuesta mantiene la tensión, prefiriendo el director James DeMonaco los primeros planos, los detalles y la creación de un universo con referencias a próceres norteamericanos e íconos patrios, que refuerzan la idea del asqueroso fervor nacionalista que originó la depuración. En un momento de la película, el discurso de extrema derecha pronunciado por el líder de los nuevos padres de la patria, con una cercanía inevitable a Donald Trump, hace un regodeo en la muerte como mecanismo de expiación que asusta y alarma, y a la vez reflexiona sobre un posible futuro manejado por una persona sin escrúpulos. Con este condimento 12 horas para sobrevir: El año de la elección se suma al debate político de estos días.