Buscando el verdadero yo Una de las sagas más exitosas y rendidoras regresa con una vuelta de tuerca para atrapar a los más pequeños. Algo que comenzó como una aventura entre uno de los actores más populares, Jack Black, y los estudios de animación DreamWorks, sigue sumando dólares en Kung Fu Panda 3 (2016), de Alessandro Carloni. En esta oportunidad, el entrañable, torpe y carismático Po deberá atravesar un viaje iniciático para conocer sus verdaderas raíces, ya que de un día para otro, un extraño oso panda con muchas similitudes a él, se presentará en sus tierras como su verdadero padre. Y mientras Po decide cuál es el lugar que le dará a cada uno en su vida, padre biológico, padre adoptivo, un siniestro villano llamado Kai, desarrollado y potente toro, intentará eliminar a cada uno de los cinco furiosos que acompañan a Po, en la búsqueda del chi de cada uno, energía vital que poseen todos los seres vivos que al combinarse entre sí se potencian. Kung Fu Panda 3 continua centrando su potencia en la incorporación del gag y el slaptick como posibilidad de -a través de la comedia- superar algunas licencias que se toma en cuanto a estructura clásica del eterno relato de un aprendiz que comienza a dar sus primeros pasos en la enseñanza. Así, si en otras narraciones del estilo, lo que prima es la insuperable búsqueda de una sólida construcción progresiva enfocada en la transformación del aprendiz que luego termina siendo el maestro, aquí su dinámica estructura permite que justamente esa travesía, además, esté teñida por una búsqueda personal de identidad que refuerza el sentido de algunas figuras retóricas y narrativas importantes y se descansa en una lograda animación y una banda sonora que suma temas musicales adaptados al oriental. Si Po va dejando a cada paso que da una estela de desastres y torpezas, es justamente para luego poder potenciar la resolución de conflictos hacia un nuevo lugar mucho más luminoso y positivo, un escalón más arriba en la evolución natural de este animal devenido en maestro del Kung Fu de un día para otro. En el mientras de esa transformación, la lucha inusitada que deberá enfrentar Po y los cinco furiosos contra Kai, para evitar así que termine dominando la situación, derivará la historia a un film animado que busca concentrar su temática en el esfuerzo y la búsqueda de una salida ante algunas disyuntivas que sólo con trabajo en equipo y amistad pueden superarse.
Con una mirada puesta, primero, en el detrás de escena de la guerra, las relaciones, los vínculos, dentro y fuera de ella, y luego con una profunda y dolorosa reflexión sobre las decisiones que se toman allí, “A war: La otra guerra” (Dinamarca, 2015) de Tobías Lindholm (colaborador de Thomas Vinterberg y co guionista de “La cacería”) es una lograda película que narra con clasicismo las desventuras de un grupo de soldados en zona de conflicto. En el arranque una bomba le vuela la pierna a un soldado, y Lindholm no titubea en mostrar explícitamente todo lo que acontece alrededor de éste, pero tampoco en profundizar el complejo entramado de historias que confluyen en Afganistán, un lugar en constante puja y que bajo el lema de proteger a los civiles para permitir la reconstrucción pacífica del país tuvo a varios pelotones patrullando rutinariamente la zona. Allí estará el batallón militar danés, con el comandante Claus (Pilou Asbæk) a la cabeza, evitando que los talibanes continúen con su siniestro plan de desestabilizar y masacrar para cumplir con sus objetivos. Lindholm contempla al grupo, lo analiza, lo rodea con la cámara y busca en cada uno de los integrantes, al menos en apariencia, la explicación a la razón de por qué decidieron embarcarse en tamaña aventura. En paralelo el director nos muestra, hábilmente, el otro lado del conflicto (al que hace alusión el lema que los distribuidores locales le pusieron debajo del título), la lucha diaria de los que se quedaron en sus hogares esperando novedades sobre sus seres queridos, con miedo a recibir un llamado o una visita que anuncie una fatídica resolución. Marie (Tuva Novotny), mujer de Claus, libra una batalla diaria con sus hijos, su hogar, sus relaciones, casi tan fuerte y complicada como la que en la zona bélica se expone ante los ojos de los soldados. Pero eso es lo que no se ve, no se dice, no se cuenta en las miles y miles de páginas dedicadas a estos eternos conflictos de intereses que terminan con la vida, en vida, de otros cientos de miles de personas que decidieron seguir en una carrera militar como sustento y forma de subsitencia. Una primera etapa del filme, con una decidida intención de mostrar el artificio de la cámara y la urgencia de los hechos a través de tomas por detrás de objetos (para dar aún más la sensación de espiar aquello que se narra), se dedicará a plantear el mundo de Claus y su compañía, y el de Marie por el otro. Mundos contrapuestos, complementarios y de inevitable eclosión. Pero tras un hecho fortuito, en el que una decisión de Claus afecte al resto del batallón, “A war…” vira su eje hacia una suerte de caza de brujas militar, en la que se verá expuesto a un largo proceso de juicio y castigo por parte de aquellos a quienes hasta hace momentos prestaba servicios. Las cuestiones éticas y morales, como así también las decisiones personales y sus repercusiones ante lo inevitable de la celeridad con la que se desarrollan algunos hechos, terminan siendo el eje temático de un filme que desnuda los procesos a partir de los cuales la propia institución militar expele a aquellos que fueron, hasta segundos antes, los mismos ejecutores de sus decisiones. El planteo esencial del filme se dispara, la mentira como mecanismo de salida ante el cierre de vías de escape judiciales, la recuperación de lo humano ante la deshumanización de la guerra (Claus recuperando pequeños momentos de la rutina familiar en su casa) y la consolidación, potenciada en la segunda parte, de cuestiones como la inevitable reflexión sobre la participación humana en hechos que podrían confundirse en simples asuntos de guerra y bélicos, pero que van más allá de una cuestión institucional. Potente y doloroso filme que encuentra en Pilou Asbæk y Tuva Novotny a los actores protagónicos ideales para narrar sin prejuicios la rutina de un conflicto en el que están puestos mucho más que intereses políticos.
“Magallanes” (2014) es un filme necesario que habla sobre una deuda pendiente en la sociedad: la de hablar con verdad ante hechos que aún duelen. Salvador del Solar coloca en escena la historia de un gris chofer llamado Magallanes (Damian Alcázar) que ve como de un día para otro su pasado vuelve para reclamarle cuestiones en las que fue cómplice por miedo y también por comodidad. Cansado de estar en ese rol, pasivo, decide tomar cartas en el asunto y luego de encontrarse tratando de ayudar a una mujer (Magaly Soler) arma un siniestro plan de chantaje para poder, en parte, acompañarla. Así “Magallanes” va conformando su estructura narrativa para generar uno de los filmes más profundos y reflexivos sobre la dictadura que golpeó a toda América Latina, con el plus de poder enmarcarse en un género particular, potenciando su propuesta. Alcazar, Soler, Luppi y Meier apoyan la narración con grandes interpretaciones. PUNTAJE: 8/10
La carrera del realizador Marcus Nispel es particular. Por un lado es uno de los productores de cine de terror más importante de la década del ochenta del siglo pasado y luego tomó notoriedad como director al ponerse detrás de cámaras de uno de los videos musicales más famosos de todos los tiempos “Spice up your life” de las Spice Girls. En ese abanico, que además le permitió dirigir algunas cintas épicas como “Pathfinder” o “Conan”, su carrera nuevamente viró al cine de género al dirigir el reboot de “Viernes 13” y nuevamente buscar proyectos más personales que lo identifiquen con sus orígenes. Así llegamos a “Exorcismo” (USA, 2015) que en su título original “Exeter” refiere al hospicio en el que los hechos narrados cobrarán acción a partir de una clásica estructura que reposa la historia en un grupo de jóvenes, cada uno con su característica y particularidad, que intentarán buscar respuestas sobre los extraños sucesos que acontecieron en el lugar décadas atrás. Exeter fue, en principio, un lugar inclusivo que intentó bregar por los derechos de los niños con capacidades diferentes. Respondiendo a la Iglesia Católica, dentro de él se implementaron algunos de los más revolucionarios experimentos “educativos” para poder paliar las carencias de los pequeños, pero, con el correr del tiempo, el lugar terminó por virar en un sangriento hospicio en el que miles de niños fueron sacrificados ante la imposibilidad de contenerlos y de querer ayudarlos. Allí llegarán los jóvenes a una noche de fiesta extrema pese a la reticencia de Patrick (Kelly Blatz), el más sensato de todos, quien ve con malos ojos el estar en ese lugar sin permiso del padre Conway (Stephen Lang), encargado de las tareas de refaccionamiento y limpieza para poner en funcionamiento el lugar nuevamente. Pero nadie le hace caso, y mucho menos Rory (Michael Ormsby), su hermano menor, quien esa misma noche terminará siendo poseído por un espíritu luego de jugar con un disco encontrado entre la basura de Exeter. Luego de esto la película virará hacia los intentos denodados por parte de los jóvenes por salir con vida del lugar, tarea nada fácil ya que el mismo cobrará vida para evitar dejarlos con escapatoria alguna. Patrick se convertirá en una especie de líder, y junto a Reign (Brittany Curran), una aguerrida y espontánea muchacha, inentarán conseguir una vía que les posibilite, primero: salir con vida de Exeter, segundo: lograr revertir la posesión de Rory. Pero las vueltas del guión, claramente, complicarán todo, y aquello que por un lado se creía de una manera, al segundo se modifica, virando la historia de estos jóvenes a un carnaval sangriento en donde el trazo grueso es la marca más presente, pero también la que permite disfrutar la historia desde el primer momento. Nispel sabe que no está dirigiendo la obra maestra del género, pero justamente su tarea es conducir con habilidad a este gripo de inexpertos actores hacia un lugar en donde el regodeo por la sangre, las vísceras y el slasher, estará presente para generar el placer en los espectadores, que si son amantes del género, saldrán satisfechos de esta sesión de exorcismo y muerte.
“Kombit: Hacer algo juntos” (Argentina, 2015) es una película necesaria para comprender las nuevas maneras de hacer economía a partir del trabajo en equipo y el esfuerzo mancomunado para evitar seguir perdiendo terreno ante el imperialismo dominante. La película documental de Anibal Garisto se mete de lleno con el kombit una particular manera de producir que, hasta el momento, permitió que cientos de miles de hatianos pudieran subsistir produciendo arroz en cantidades considerables y respetando la milenaria tradición de su cosecha y tratamiento. Garisto elige la contemplación y la entrevista para contar la miseria en la que Haití se encuentra sumergida, y elige hilvanar los sucesos a partir de una narradora específica (Denise Dominique), una historiadora que dispara la primera pregunta del filme y también la impronta con la que toda la película contunuará. “Si Haití fue el primero de los países en independizarse, ¿por qué hoy es el más pobre de América?” sondea Dominique, y las respuestas Garisto las busca en el testimonio de varios entrevistados, en el detalle de los paisajes que muestra, casi obras únicas plasmadas con pinceladas que la cámara sólo refleja, no interviene, a lo largo del metraje. La dura herencia y la apertura hacia el capitalismo, con subvenciones que favorecieron, cuando no, a Estados Unidos, generaron una brecha cultural y económica que aún hoy en día es imposible superar. Así aparece el kombit, como una vía de escape a la dominación y control del proceso productivo, y que a partir de la solidaridad con la que se maneja, además, permite la consolidación de los mismos campesinos, ahora empoderados, como factores de cambio de la zona que habitan. La cámara recorre y muestra, desnuda procesos, se acerca a los trabajadores en sus rutinas y también en sus reuniones y demuestra que el proceso que habilitó la importación de arroz norteamericano, con menor nivel nutritivo, fue la peor decisión tomada en años por el gobierno. Uno de los entrevistados recuerda el esfuerzo con el cual su madre logró enviarlo a a la universidad, y a partir de ahí él puedo hoy ser el organizador de la cooperativa que a través del kombit permite la manutención de miles de familias. Otro reniega del país del norte y denuncia cómo la ONU permitió que Haití se convirtiera en el país con más casos de cólera de todo el mundo. Ante la herencia dolorosa, que se refleja en cada habitante de un país que supo conocer la ostentación mientras era colonia, “Kombit: Hacer algo juntos” busca concientizar sobre una problemática recurrente en países del tercer mundo y que invisibiliza y esconde la crueldad con la que los mecanismos de producción arrasan con la gente y con sus expectativas y anhelos más profundos. En un momento en el que se vive a diario la pérdida de trabajo y la crisis golpea a la puerta de miles de los habitantes de todo el mundo, “Kombit…” se para frente a la inercia para mostrar que otras vías de supervivencia son posibles y necesarias para cambiar el estado de las cosas. Potente muestra del más reciente cine documental.
Darse cuenta Al igual que otras sagas cinematográficas basadas en best sellers para adolescentes, los productores de Divergente la serie: Leal (Allegiant, 2016), decidieron narrar la última historia en dos etapas. Así, esta primera fase hacia el final de la serie, contará con un ritmo mucho más lento que las anteriores entregas y, justamente, en el intento de aprovechar al máximo la posibilidad de generar más ingresos en la taquilla dividiendo al film en dos, se resentirá la dinámica que envolvía a las películas previas y que hasta el momento le habían sumado miles de adeptos en el mundo. Divergente la serie: Leal inicia en el mismo punto en el que vimos por última vez a Tris (Shailene Woodley) y Cuatro (Theo James), intentando escapar hacia el mundo exterior luego del asesinato de la déspota Jeaninne (Kate Winslet), quien controlaba todo intento de diferenciarse del resto. Ahora, con un nuevo orden comandado por Evelyn (Naomi Watts), el que en apariencia terminaría por liberar al mundo de la división por facciones, los jóvenes detectan sus verdaderas intenciones -y su enfrentamiento con Johanna (Octavia Spencer)- emprendiendo rápidamente el escape. Sumando adeptos y no tanto, Tris y Cuatro tratarán de ir hacia fuera del muro, aquel lugar que hasta hace un tiempo era impensado por ellos y en el que, ellos creen, se encontrarán las respuestas a muchos de los interrogantes que han tenido desde siempre sobre su verdadera identidad y objetivo en la Tierra. Pero la huida, ya lo sabemos, no será fácil, Evelyn y su séquito se lo pondrán complicado, y durante varios minutos del metraje la acción se orientará a mostrar esa huida hasta que la escalada y posterior descenso de los muros (con alguna perdida de personajes en el medio) se concrete. Del otro lado se encontrarán con un universo diferente al pensado. Un espacio devastado y marcado por tonos rojizos que acentúan la falta de vida y la soledad y a donde nunca pensaron que iban a llegar. Pero claro está que ese lugar será sólo un escenario montado hasta toparse con la verdadera civilización, una ciudad dirigida por David (Jeff Daniels). La película es dirigida nuevamente por Robert Schwentke, quien tras Insurgente (2015) recuperó el espíritu más rebelde de la historia creada por Veronica Roth y pudo profundizar en la psicología de los personajes, quienes se mostraron mucho más potentes y sólidos que en la primera entrega gracias a un guión pleno de acción y tensión. Pero en esta oportunidad, y como se mencionó anteriormente, al dividir la historia en dos partes, el suspenso creado se disuelve rápidamente transformando al film en una larga construcción semántica sobre la libertad, la diferencia, el trabajo en equipo y la honestidad como fuente de inspiración, que termina cayendo en lugares comunes y generando tedio. Divergente la serie: Leal funciona como preludio y bisagra entre Insurgente y el final esperado de la saga, pero se resiente al reiterar ideas y metáforas obvias como el “suero del olvido”, una siniestra herramienta que será utilizada para coaccionar a las facciones y que terminará por mostrar la verdadera cara de David, otrora líder soñado y luego expuesto como el verdadero artífice de todos los problemas de Tris y Cuatro. Habrá que esperar un tiempo para ver cómo termina la historia de estos dos jóvenes enamorados, que, de la diferencia, supieron construir un espacio de diálogo para inspirar y colaborar a los anhelos y deseos de muchos hacia el camino de la libertad.
El cine basado en hechos reales ha sabido conseguir hitos en los que los espectadores pudieron verse reflejados en historias inspiradoras y necesarias para conocer el pasado. Los Estudios Disney han sido uno de los que más ha aprovechado este tipo de cine y además, con la corrección política que les impregna, pudo superar algunos puntos que quizás en producciones más transgresoras no hubiesen permitido profundizar en aquello que narran. Pero que en el siglo XXI películas como “Horas Contadas” (USA, 2015) se sigan presentando con una impronta tan blanca y superficial, tan fría y lejana, es un grave retroceso en la producción fílmica. “Horas Contadas” del otrora innovador Craig Gillespie (“Lars y la chica real”, “Cuestión de Pelotas”), y escrita por Scott Silver, Eric Johnson y Paul Tamasy, basada en el libro homónimo escrito por Casey Sherman y Michael J. Tougias, hay un sabor a ya visto, ya consumido, tan rancio como la misma ideología pro america que destila cada una de las escenas del filme. La película está centrada en la figura de dos capitanes con diferente suerte, por un lado el estructurado y tímido Bernard (Chris Pine) y por el otro el aguerrido Ray (Cassey Affleck), quienes por un suceso fortuito, el posible hundimiento de la nave del último, deberán aunar esfuerzos para poder llegar al puerto con toda la tripulación de ambos barcos en condiciones. Tras recibir un pedido de auxilio, Bernard es enviado en un pequeño bote de patrulla a contactar a Ray y ver si lo pueden rescatar. Siguiendo al pie de la letra los protocolos, Bernard deberá decidir, en el momento de comenzar el rescate, si continúa con su vida gris, bucólica, o, si debe conducir sus días hacia un nuevo horizonte donde la rebeldía y la transgresión lo pueden constituir de otra manera. La corrección con la que la dirección trabaja este punto, al igual que la idea que se debate en el filme entre el “deber ser, y el ser” es aquello que impide el disfrute de un filme que más allá de este punto, y de contar con un logrado trabajo de efectos especiales, impide que la historia de amor que subyace al rescate pueda ser tenida en cuenta. Si el momento que Bernard estuvo a punto de rechazar la propuesta de matrimonio que su prometida Miriam (Hollyday Grainger –la Lucrecia Borgia de la serie “Los Borgia”) es incorporado al filme para reflejar la apática personalidad del protagonista, la incongruencia de la actuación de Pine, que nunca puede superar la simpleza de un relato antiguo con una caracterización casi infantil, termina por echar tierra en una propuesta que atrasa, al menos, cuarenta años. “Horas contadas” posee buenos efectos visuales y un logrado trabajo de sonido, que permiten la inmersión en el tiempo y espacio del rescate. Pero cuando la psicología de los personajes, la emoción ante las situaciones, y, principalmente, la empatía con los protagonistas debe surgir, nada sucede, por lo que la increíble facturación se evapora ante inevitables preguntas que comienzan a plantearse ante el débil guión. Los secundarios que rodean al equipo central son desaprovechados, así, las interpretaciones precisas de John Ortiz, John Magaro, Eric Bana y Josh Stewart, pasan desapercibidas ante la solemnidad de una propuesta que no puede superar su corrección política y su lavada fachada. Fallida.
Paolo Sorrentino hace años que viene forjando una carrera a fuerza de impacto y proyectos personalísimos. El Oscar recibido por “La gran Belleza” le permitió conseguir la financiación para plasmar en “Juventud” (2015) algunas visiones, perversiones y reflexiones con las que ya venía trabajando en su obra. A falta de Tony Servillo, en esta oportunidad las figuras que lo ayudaran a narrar serán nada más ni nada menos que Michael Caine y Harvey Keithel, quienes interpretarán a dos amigos (o hay algo más entre ellos?) que además son consuegros y que verán como en el ocaso de sus días las posibilidades que se les presentan pueden más que las rutinas más odiosas a las que diariamente se exponen. “Juventud” arranca con un apocado director de orquesta llamado Fred Ballinger (Caine) intentando rechazar a toda costa la solicitud de participar en un evento de la realeza británica para la que es convocado. El emisario de la Reina se desespera ante la inercia de Ballinger ante la propuesta, porque éste, inmutable, sabe que ni todo el oro del mundo lo sacará de su retiro en un lujoso spa y mucho menos de sus obsesiones particulares, miss mundo, el papel de un bombón, los encuentros con un monje tibetano y cualquier otra decisión que a él lo termine completando como persona. Un día su hija Lena (Rachel Weisz) le da la noticia de su separación y que además pasará unos días con él, pero su reciente ostracismo hará que más que un encuentro, esa recuperación del vínculo con ella sea más un obstáculo que una alegría. Sorrentino narra con la ampulosidad, obsesión y minuciosidad que lo destaca, esta historia de personas que quieren cerrar su historia y de otras que deben, de un momento para el otro, rever su destino. Mientras Ballinger reflexiona, su amigo Jimmy (Keithel), un guionista con pocas ideas, siempre rodeado por un séquito creativo que lo ayuda a conseguir las mejores historias para una diva de Hollywood (Jane Fonda) que está cansada de él, lo ayuda a tomar algunas decisiones, y en las largas conversaciones, en ese ambiguo vínculo de amistad y deseo se va conformando la propuesta de “Juventud”, un fresco que se potencia más que por su trama por su cuidada puesta en escena. Sorrentino es un artista, un plano circular inicial, que se suma a la simetría casi obsesiva de cada una de las escenas y la colorida paleta con la que decide bañar las imágenes, terminan por consolidarlo, junto con quizás Alejandro Iñárritu, como uno de los directores más megalómanos de la contemporaneidad. Los personajes secundarios son solo la excusa para seguir hablando de Ballinger y sus deseos, pero en el hallazgo de ese Maradona terminal, obeso, degradado, consumido por vicios, o en esa pareja que diariamente encuentran en el restaurant del lugar, en silencio, hasta el estallido, es en donde “Juventud” se permite transgredir algunos puntos que si se siguiera en la línea inicial se perderían. La hija le reclama, el amigo lo acompaña, los números musicales contextualizan la acción y el detalle de rostros, imágenes, cuerpos, casi de manera fotográfica, terminan por componer con libertad el lienzo sobre el cual el director trabaja. “La libertad es una tentación terrible” dice Ballinger, algo que el propio Sorrentino diría, pero al cual le agradecemos la posibilidad de seguir ejerciendo su soberanía en el cine y su mirada obsesiva y detallada.
Es curioso como el último cine argentino pudo construir dos historias contundentes, y tan disimiles entre sí, a partir de la plena imaginación e inventiva sobre la idea de un momento histórico particular: la fundación de la Argentina. La cruza de género histórico, biografía encubierta y western árido y radical, posibilitaron la construcción de historias que buscan trascender no sólo el momento que relatan, sino, principalmente, la contemporaneidad que las contiene. Así, si no se encuentra una documentación fehaciente, el cine puede “recrear” sobre la base de la nada, o quizás sobre la “presunción”, algunos relatos que potencien el misterio ante la anarquía que rodeo la constitución del país como tal. En ese momento, de organización, reorganización y estructuración, hubo una mirada particular que se hizo necesaria para poder abarcar algo tan inasible como poderoso, algo que no está documentado y que la ficción ha querido, en parte, recuperar o reflexionar, porque en ese cimiento desconocido, justamente, está la esencia de la identidad del pueblo. Si en “Jauja” (2015), Lisandro Alonso nos hablaba de ese lugar particular de encuentro y goce, en el encuentro de un soldado, su hija y unos militares, con una puesta en escena casi fotográfica, en “El movimiento” (2015) lo cinético del período queda reducido al título y es también analizado bajo la particular perspectiva de un líder (Pablo Cedrón) que intenta, a toda costa, cooptar adeptos a un movimiento político incipiente, personalista, económico y social que busca encausar las fuerzas indomables del momento. Benjamín Naishtat reposa su hábil cámara, como ya lo había hecho en su ópera prima “Historia del Miedo”, para hablarnos de este personaje singular, con un amor por él increíble y su entorno, el que comienza a impactar en la pantalla con una fuerza inusitada. “El movimiento” no sólo se queda con la imagen del político, todo lo contrario, pese al protagonismo casi excluyente de éste, suma con una cuidada fotografía y una austera puesta en escena (ambas a cargo de Soledad Rodriguez), la aventura de irrumpir en un período histórico particular sin mucha más información que la presunción de algo que se imagina, más no se sabrá nunca si es real o no, al igual que los discursos del caudillo. La narración disruptiva, el primerísimo primer plano y el detalle como expresividad más allá de la lograda interpretación de Cedrón, la decisión de quebrar la continuidad y el recorte del cuadro académico le permiten a Naishtat lograr un relato tan urgente como contundente. La febrilidad de las pocas acciones, la nocturnidad como espacio de aventura y expedición, y la imposibilidad de comunicación directa entre todos, hacen también a que el espectador termine por consolidarse como uno más de esa posible masa cautiva a la seducción del líder. Otro punto logrado del relato es la musicalización de las escenas, con un claro direccionamiento hacia la creación de climas y atmósferas opresivos, los que sumados a la verborragia y particular enunciación de Cedrón hacen que “El movimiento” avance sobre sus pasos y termine por potenciar lo no dicho y lo no mostrado.
El último cine brasilero está obsesionado por contar historias que entrelazan clases sociales. A las recientes “Casa Grande” de Felipe Barbosa, o “Nova Dubai” de Gustavo Vinagre, profundizaron las relaciones que se forjaron a la fuerza del conglomerado económico y social. “Una segunda madre” (Brasil, 2015) de Anna Muylaert, vuelve con la temática desde la particular visión de una empleada doméstica cama adentro llamada Val (Regina Casé), quien brinda servicios de una manera precisa para una familia adinerada de la clase alta paulista. Durante años Val dirigió los destinos de la vivienda mientras sus dueños aprovecharon la incipiente fama para seguir alimentando los millones que poseen. A su vez, Val crio a Fabinho (Michel Joelsas), con quien mantiene una relación tan cercana que termina por generar celos en la verdadera madre del muchacho. Cuando un día recibe la inesperada llamada de su hija Jessica (Camila Mardila), quien irá a San Pablo a estudiar, Val decidirá pedirle a la dueña de casa la posibilidad de hospedarla en lo inmediato mientras busca un lugar para ir ambas a vivir. Pero con la llegada de Jessica todo cambia. Val ve cómo el sentido de pertenencia de clase se confunde en la joven, aceptando las ofertas del Dr. Carlos (Lourenco Motarelli) de participar en la vida de la familia como uno más. “Una segunda madre” está dividida en dos etapas narrativas bien disimiles entre sí. Una primera en la que la presentación de Val y Fabinho es esencial para empatizar con ambos, etapa digresiva de detalles que sólo por la energía de Val y la verborragia de ésta difiere del relato costumbrista clásico. La siguiente fase, en la que el conflicto estalla ante la llegada de la hija, el tradicionalismo narrativo se potencia con una mirada mucho más opresiva, no enjuiciadora, sobre la llegada de Jessica y los avances de ésta sobre la familia. Si Val se mantiene con su postura ante la sumisión que exige el puesto de trabajo, Jessica se rebelará ante cada directiva que la dueña de casa imparta o su propia madre le indique ante algunas situaciones. Hay un intento de Muylart por despegarse de lo que cuenta cuando juega con la idea de independencia necesaria para que Val y Jessica puedan reencontrarse y conjugar las ideas sobre clase que cada una tiene. Cuando el dueño de casa avanza sobre la joven, de manera sorpresiva, el relato se desencadenará hacia un punto de no retorno por el que Val deberá tomar una decisión sobre ella y su hija. Un juego de café, regalo de Val a su dueña, que se repite a lo largo de todo el metraje, será también la idea con la que la directora quiera jugar sobre la integración de las clases. En el rechazo de la clase alta, en la mirada soberbia y superadora, y en la concepción del trabajo como fundador de la moralidad “Una segunda madre” va narrando su historia lentamente potenciando los conflictos cotidianos como la amenaza más fuerte para las relaciones.