Redescubrirse Unas vacaciones pueden ser el inicio de una nueva vida, o al menos el comienzo de una nueva relación con uno mismo. Eso plantea “Soleada”, ópera prima de la cordobesa Gabriela Trettel que a través del retrato íntimo de un tiempo en el que todo es posible, el tiempo del ocio y el descanso, plantea el despertar de una mujer. En “Soleada” la protagonista, Andrea, llega a una casa fuera de la ciudad para pasar unos días junto a su marido e hijos adolescentes. Todo fluye en armonía, aparentemente, hasta que el esposo debe regresar intempestivamente a su trabajo y Adriana debe quedarse sola y a cargo de todo. Mientras los hijos imaginan un descanso en solitario o en otro lugar más que con su familia, Adriana comienza a conectarse nuevamente consigo misma y empieza a hacer cosas que hasta el momento tenía postergada. Una noche, en un restaurant y mientras escucha a un cantante de folklore conoce a un hombre que la mirará de una manera que ya nadie lo hace. A partir de allí Adriana comenzará a cuestionarse algunas decisiones que tomó hasta ese momento e intentará tomar algunas para cambiar su presente. “Soleada” trabaja con el tiempo de una manera particular, ya que Trettel busca en la digresión la conformación del contexto a partir del cual Adriana cuestionará todo. Además, en los sonidos que inundan la pantalla, la que con imágenes claves y particularidades de las vacaciones va conformando la narración, se termina por conformar el contexto para que la protagonista avance con algunas decisiones, o no, pero que sí configurarán el trasfondo a partir del cual el resto de las acciones interpelen al espectador sobre cómo la mujer terminará por intentar, en apariencia, el cambio de su destino. Prometedor debut, que pese a algunos lugares comunes, apunta a una identidad y a una realidad que no escapa a la posible empatía que se generará con aquellos que la elijan como opción en la cartelera. PUNTAJE: 6/10
Identidad y clase El regreso de Elena (Daniela Vega) al hogar en el que creció junto a su madre (Rosa Ramírez), una empleada doméstica cama adentro, es el punto de partida de un filme que bucea en las emociones que surgen a partir de esa llegada y la nueva identidad que ella tiene. Al partir de la casona Elena era Felipe, y en su regreso no sólo su madre no puede aceptar la nueva situación, sino que el entorno de la familia para la que prestan servicios se ve absorto y sin capacidad de reacción. De manera simple esta es la premisa narrativa de “La visita”, ópera prima del realizador Mauricio López Fernández, película que avanza sobre lo no dicho y aquello que se sugiere en miradas más que en las pocas palabras que el guión posee. La sensibilidad expresiva del protagonista, y también la del director, permiten avanzar en la historia de esta mujer que regresa a su infancia para despedirse de su padre, un militar estricto, el que, se supone, impulsó con su rechazo la partida de Elena. Pero volver con una nueva identidad, con otro cuerpo que requiere otra mirada, en una sociedad tan pacata y retrógrada como la chilena, exige que se pueda, además de recibir, poder contener a esta mujer que rechaza los cánones y rótulos a pesar que aún su tiempo no la puede aceptar. Elena llega y remueve algunos temores de Coya (Ramírez), pero también los de Teresa (Claudia Cantero), la dueña de casa, quien pese a por un lado “aceptar” el nuevo cuerpo de Felipe, por otro lado lo discrimina y pide a las otras empleadas que alejen a sus hijos de ella. Elena seduce a un empleado que hace el mantenimiento del lugar, y debe luchar por él con una empleada que afirma su femineidad ante la verdad del cuerpo de Elena. Pese a esto ella avanza y lucha con los prejuicios de su madre y el resto, hasta que debe lidiar con una sorpresiva enfermedad de Coya y tomar su lugar en la casa. “La visita” tensiona y logra concientizar sobre la realidad de una mujer que puede superar la casuística y la estigmatización a partir de un tratamiento en el que prevalece la reflexión y la exploración de la sexualidad sin prejuicios. Un filme necesario para repensar las relaciones y sumar en algún punto una mirada sin extrañamiento sobre las nuevas corporalidades que nos rodean. Puntaje: 8/10
Manual de ecología para pequeños Desde hace algunos años, la ONG dedicada al cuidado del medio ambiente más importante del mundo, viene trabajando para que el ártico sea declarado patrimonio común de la humanidad, con el claro objetivo de evitar que sea diezmado por empresas inescrupulosas que sólo lo ven como una posibilidad para extraer petróleo y otras actividades comerciales. Con este antecedente y sabiendo que muchos niños, ya nativos en ecología, se podrían acercar a las salas a ver una película animada con una impronta “verde” es que los productores de Norm y los invencibles (Norm of the North, 2016) armaron su propuesta, un remix de otras películas ya vistas y que termina funcionando como un acercamiento posible, para los más pequeños, a una problemática que exige una pronta solución. Norm y los invencibles tiene como protagonista a Norm, un oso polar, que se siente fuera de su hábitat al no querer ser parte de la cadena alimenticia a la que pertenece, e intenta explorar su costado más creativo y musical. Por eso, en el arranque, lo vemos corriendo desesperado tras una pequeña foca, y luego de apresarla nos plantea su posición al evitar alimentarse con ella, descartando así su instinto. Al igual que el patito feo, Norm es un soñador empedernido, sabe que no tiene nada que ver con aquellos mandatos que le imponen sus pares, y, cuando descubre un siniestro plan por medio del cual el ártico se convertirá rápidamente en el lugar de un nuevo desarrollo inmobiliario, comprenderá que tiene la oportunidad para reivindicarse frente a los suyos y para dar a conocer su verdadero yo. El realizador Trevor Wall, que tiene en su haber la versión animada de Sabrina la bruja adolescente (2013/2014), trabaja la narración de manera simple, con una animación básica y con la idea de ser vista por un espectador pequeño, en su primera infancia, capaz de absorber rápidamente conceptos que faciliten la dinámica del film inspirado en la ecología pero también en la cultura popular. Los números musicales, la animación tradicional, y la incorporación de algunos temas como la lealtad, la amistad y el trabajo en equipo, no hacen otra cosa que potenciar la idea inicial y desde allí reforzar el mensaje que se quiere transmitir. El correcto guión de Daniel Altiere, Steven Altiere y Malcolm T. Goldman omite sumar algunos puntos que quizás hubiesen permitido una empatía más rápida con el personaje principal y sus “ayudantes”, pero cuando reelabora la clásica trama en la que los antagonistas se enfrentan, todo fluye y suma cuando la CEO de la empresa inmobiliaria aparece en la pantalla, con un parecido innegable a Christine Lagarde (a modo de guiño para los adultos). Norm y los invencibles construye su relato desde algunos cimientos relacionados con la ecología para luego avanzar en las relaciones entre los protagonistas, el mundo del consumo, la familia como refugio, y, principalmente, el creer en los sueños como posibilidad de crecimiento personal.
Ladrón que roba a ladrón... Con un nivel de producción inusitado para el cine local y logradas actuaciones de los protagonistas, "100 años de perdón" (Argentina/España, 2016) del realizador Daniel Calparsoro, se plantea como un filme efectivo de género que además plantea algunas cuestiones bien locales. En una supuesta Valencia, en uno de los días más lluviosos del año, una banda de ladrones de liderada por "el uruguayo" (Rodrigo De la Serna) y "el gallego" (Luis Tossar), verá como sus planes de hacer rápido el robo terminará por complicarse y, a su vez, verse envueltos en una compleja trama de intereses políticos al encontrarse en la bóveda del lugar el disco rígido de un importante funcionario. "100 años de perdón" cumple al pie de la letra con cada una de las convenciones del género de robo de bancos, con una impactante facturación que asemeja la propuesta a grandes producciones extranjeras. Ese es uno de los puntos más fuertes del filme, al igual que las logradas interpretaciones de Tossar y De la Serna como la dupla que guiará al resto de la banda hasta, claro está, que los intereses de ambos comiencen a chocar. Al dúo se sumarán "el loco" (Joaquín Furriel) y "Varela" (Luciano Cáceres), quienes aportarán a la dinámica de "100 años de perdón" la cuota necesaria de humor, por un lado, y cordura, por el otro, necesarias para que el timming del film pueda seguir generando tensión hacia la resolución del conflicto. Los ladrones, así, no sólo deberán luchar, como siempre, con el tiempo, sino que además, en esta oportunidad, deberán combatir con la naturaleza (esa lluvia que les complica los planes) y también con el sistema financiero y político, el que, corrupto, nuevamente intentará golpearlos. Una serie de secundarios, como por ejemplo Cristina (Marian Alvarez), una ejecutiva de alto mando del banco, que ve como su fuente laboral está a punto de ser eliminada, o Ferrán (Raúl Arevalo), un asistente de gobierno inescrupuloso que sólo intenta recuperar el disco rígido, además, ofrecerán nuevos puntos a superar por parte de la banda de ladrones. Esa incorporación de cierta temática relacionada a la crisis, la corrupción, la explotación, y una mirada romántica sobre el robar a ladrones de guante blanco, hacen que la película sume un atractivo punto temático a la ya tradicional trama de robo. Falta emoción, impacto, pero la buena interpretación y la espectacularidad de algunas escenas, hacen que "100 años de perdón" pueda presentarse como una propuesta autóctona a un género con tantos admiradores y fanáticos. Puntaje: 6/10
Si existiera un libro titulado “Historia egipcia para dummies” seguramente “Dioses de Egipto” (USA, 2016) hubiese basado su trama, ya que todo el tiempo se intenta hablar del período histórico con una simpleza didáctica que no parece poder superar los propios planteos iniciales que el guión muestra. En “Dioses de Egipto” se asistirá a la pelea entre dos de los dioses más importantes de la época Set (Gerard Butler) y Osiris (Bryan Brown) y en el intento del primero por apropiarse del trono tras el asesinato del segundo. Decidido a imponer un imperio autoritario, además, Set, dejará sin visión a Horus (Nikolaj Coster-Waldau), hijo de Osiris y heredero de la corona, cosa que impedirá para poder así quedarse con el poder. Mientras un joven ladrón llamado Bek (Brenton Thwaites) asiste al sangriento espectáculo, y ve también cómo el déspota Set comienza con su gobierno de muerte y violencia, cercenando las posibilidades y libertades más básicas, decidirá ayudar al caído Horus a recuperar su lugar. Pero Bek también deberá hacerlo por la propia necesidad de poder devolverle la vida a su amada Zaya (Courtney Eaton), a quien su amo (Rufus Sewell), tras descubrir su traición decide matarla. “Dioses de Egipto” se plantea como una nueva puesta al día de un género, el épico, que siempre tuvo adeptos, pero que en los últimos tiempos, le ha sido imposible encontrar el tono y la historia precisa para el regreso con gloria. Alex Proyas (“El Cuervo”, “Yo, Robot”, “Dark City”) en vez de aprovechar su experiencia en géneros mucho más inverosímiles y que apelaban a la tecnología como posibilidad creadora de escenarios y contingencias narrativas, aquí la utiliza para crear todo y no sustentar la narración. Por momentos “Dioses de Egipto” se asemeja a un largo episodio de series televisivas de los años ochenta y principios de los noventa, en las que se intentaban condensar clásicos literarios para cadenas importantes (“Gulliver”, “Hércules”, etc.), con una puesta eficiente y algunos pocos efectos especiales. Pero aquí todo es digital, y las grotescas y evidentes manipulaciones con las que se intenta colocar en el mismo plano a los dioses y los hombres, no hacen otra cosa que advertir acerca de la artificialidad con la que toda la película fue realizada. El nivel actoral, además, no aporta la solidez y la potencia necesaria para poder superar la inverosímil trama y el pastiche que Proyas ha pensado como el ancestral Egipto, cuna de la civilización aquí ridiculizada y bastardeada. Gerard Butler exagera su interpretación del déspota Set, al igual que algunas participaciones de actores de renombre como Geofrey Rush, que personifica a Ra, padre de los hermanos en conflicto, presentado como un anciano al borde de la locura más que el dios supremo. “Dioses de Egipto” pierde su oportunidad de erigirse como la vuelta al cine épico histórico, decidiendo desandar el camino del ridículo y la risa ante la inevitable e imposible posibilidad de ser tomada en serio.
El arranque de “El bosque siniestro” (USA, 2016), de Jason Zada, es contundente. Una joven llamada Sara (Natalie Dormer, de “Game of Thrones”) recibe la sorpresiva comunicación desde Tokio sobre la desaparición de su hermana gemela. Ajustando algunos temas que no puede dejar librados al azar la joven decide viajar hacia el lugar para conocer más detalles acerca del paradero de su hermana. Tokio se presenta como una posibilidad, un espacio desconocido en el que el errabundeo y el desconocimiento, más allá de las intenciones de encontrar a su familia, pesarán más que cualquier presunción que Sara tenga sobre sí misma. Zada muestra a la ciudad opulenta, inmensa, brillante, hasta que la Sara vuelve en sí y comienza, a través de flashbacks, a recordar algunas situaciones sobre su pasado, una historia dolorosa en la que su hermana Jess (Dormer) tiene tanta importancia como relevancia. Al comenzar a investigar detalles sobre la desaparición, Sara conoce la leyenda sobre el misterioso bosque de Aokigahara, aparentemente el lugar en donde Jess fue vista por última vez, y al que van las personas a quitarse la vida. La misma leyenda relata que ese bosque impenetrable, ubicado en la base del monte Fuji, es un lugar atestado de fantasmas, de almas en pena, las que al ingresar terminan por influenciar a uno a tomar decisiones inesperadas al potenciar la tristeza y el dolor con el que cada uno convive diariamente. Pese a las advertencias, y ante la inevitable realidad de no encontrar más pistas sobre Jess, Sara decide ir al bosque a buscar, pese a todo, a su hermana. Hasta ese punto la película se desenvuelve correctamente, con atmósferas y climas específicos y necesarios para realzar el misterio sobre las hermanas Jess/Sara, su pasado, pero también sobre el bosque, que imponente se alza demostrando la inferioridad de los hombres ante su majestuosidad. Pero el guión de Ben Ketai, Nick Antosca y Sarah Cornwell va perdiendo con cada paso que la joven dé dentro de la vegetación fuerza y comienza a apelar a recursos convencionales para transformar el misterio y potencia inicial en una caricatura sobre aquello que planteaba originalmente. En el camino Sara conoce a Aiden (Taylor Kinney) un periodista que se interesa por la historia de las gemelas, y que se sumará a Sara para encontrar a Jess. Las lagunas en los relatos que éste hace sobre su profesión y su desinteresada y sorpresiva ayuda, se sumarán como un desvío de la historia original, transformando ahora a “El bosque siniestro” en una cinta que apela al desenmascaramiento del otro como tema narrativo. Mientras cuestiones básicas sobre las hermanas aparecen, y la duda sobre éstas nunca se resuelven, se termina por elegir la lucha con la otredad, como eje principal, para evitar profundizar en olvidos y lagunas (muchas) que el guión posee. La recurrencia de los flashbacks, la rápida evaporación de cuestiones interesantes ante la inevitable caída del relato inicial, la falta de solidez interpretativa de los protagonistas, la ridiculización del recurso de la actriz para interpretar dos papeles, y, principalmente, la falta de rumbo que hacia mitad del metraje se impone en la película, hacen que “El bosque siniestro” termine por perder la posibilidad de construirse como un relato sólido de género.
Las comedias románticas que intentan reflexionar sobre el estado del matrimonio, luego de varios años de convivencia no son patrimonio exclusivo de los americanos. Con una inclinación mayor hacia el melodrama, la cinematografía Europea, por ejemplo, supo en el último tiempo ofrecer varios ejemplos de productos que intentan, además, sumar cierta estética particular, cuidada, que potencia, por citar sólo un punto, el carisma de la pareja protagónica. El cine argentino no es ajeno a esta tendencia, y con varias películas en los últimos tiempos que profundizan en el género (“Un novio para mi mujer”, “Dos más Dos”, etc.) y que toman como modelo a la increíble “This is 40” (2013), de Jud Apatow, en cuanto a la ironía y sencillez para mostrar una radiografía sobre la convivencia, la rutina, el amor, el desamor y los conflictos más banales de las relaciones de pareja, ya podemos hablar de un género por sí mismo. “Una noche de amor” (Argentina, 2016), segundo largometraje de Hernán Guerschuny va por esa línea, trabajando la temática desde una pareja (Sebastián Wainraich, Carla Peterson) que organiza una salida con amigos y tras la llamada de éstos informando que no asistirán por haberse separado, intentarán demostrarse a sí mismos que ellos no están también “acabados” por la difícil tarea de convivir en paz y armonía luego de 12 años de matrimonio. A partir de ese simple disparador, Guerschuny, con un guión trabajado con el propio Wainraich, en su ansiado debut en el cine, la historia de Leonel y Paola (Wainraich, Peterson) se enfocará en una noche en la que a pesar de recibir esa noticia, las ganas de Paola de demostrarse a sí misma un estado del matrimonio diferente al de sus amigos, y la idea de Leonel de poder creer que pese a su reticencia todo puede cambiarse, pesarán más que la inercia ante una eventual noche más de aburrida rutina y tedio. Justamente la noche y la ciudad serán los otros dos personajes, más allá de una galería de secundarios, que se sumarán para cumplir con las funciones particulares de deseo, anhelos y realidad, ofreciéndoles todas las oportunidades insospechadas y también la aventura de todo aquello que aún está por descubrirse. “Una noche de amor” posee un ritmo y un timming preciso, que a diferencia de películas como “Date Night”, con la misma temática, acá el punchline o el gag entra de manera sutil, evitando así la explosión de la carcajada por encima de la narración. El guión trabaja sobre experiencias y las va mostrando naturalmente, con una correcta dirección y puesta en escena que además prepondera los espacios, otorgándoles entidad y relevancia frente a los personajes. La ciudad, en este caso en Buenos Aires, al mostrarse más cosmopolita que nunca y sin ningún anclaje, permite que los personajes se muevan en ella con un sentido más universal y no tan local de los cuerpos. Acá no es una radiografía costumbrista lo que se construye en “Una noche de amor”, al contrario, se refleja un universo compuesto por dos personajes y su entorno que lucharán por demostrarse a sí mismos que ninguna de las apocalípticas ideas sobre ellos que poseen, son verídicas. Ambos además debatirán con su moral acerca de si es correcto o no pensar en otras personas como objetos de deseo, porque lo hacen, Leonel se desvive por una vecina que lo coquetea (Justina Bustos), o al menos eso cree él, y Paola duda sobre sus 12 años de matrimonio al toparse de casualidad con un ex en un restaurante que no para de elogiarla. Una pareja (Rafael Spregerbuld, María Carámbula) que quiere imponerle ideas propias sobre la vida conyugal, y los miedos que infunde en cada llamado la madre de Leonel (Soledad Silveyra) sobre el estado de sus hijos, los harán reflexionar sobre el amor que aún se tienen y sobre la posibilidad de seguir viviendo juntos como matrimonio. Frank Sinatra, en un CD que salta, musicalizará la noche, pero también será la muestra sobre un estado del matrimonio en el que la reiteración de diálogos y situaciones, simil “disco rayado”, terminan por configurar la idea de la vida en pareja que “Una noche de amor” maneja. En la honestidad del trabajo de los diálogos, en la lograda empatía de la pareja protagónica, en algunos momentos en los que la ensoñación liberan la curva dramática del filme, y en, principalmente, la solidez narrativa que la dirección de Guerschuny propone en su segundo largometraje, es en donde la película encuentra sus puntos más interesante, superando la aparente banalidad superficial con la que el arte del filme vende la película.
A riesgo de exponerse durante casi todo el metraje, y que la experiencia pueda ser tomada como un ensayo particular, “El Legado estratégico de Juan Perón” (Argentina, 2015) se presenta no como un ejercicio de megalomanía, al contrario, sino como una oportunidad única de recuperar la pasión que Fernando “Pino” Solanas tiene por el cine. Justamente Solanas produce con su última realización no sólo uno de los homenajes más importantes al ex presidente, sino que, además, termina por construir un evento que intenta homenajear principalmente al cine. Porque en el arranque del proyecto hay un interés implícito por recuperar a sus compañeros de cine liberación, con audios e imágenes propias que en 1971 se registraron en España, más precisamente en la residencia que Juan Perón tenía en Puerta de Hierro y en donde pasó el exilio. En constantes viajes, y clandestinamente, pudieron capturar al presidente en su cotidianeidad hablando sobre temas que en ese momento eran esenciales para poder devolverle no solo la investidura a su discurso, sino que, además, quería darle visibilidad a su figura, borrada y prohibida por la dictadura. En esos viajes, y alrededor de seis meses, los realizadores tuvieron que sortear un sinfín de obstáculos, como, por ejemplo, cuando ocultaban de López Rega los negativos para evitar que este se adueñara de ellos y evitara la posterior exhibición del material de un Perón recuperado como figura de liderazgo a partir de imágenes y audios que lo exponen en su mejor momento, con una lucidez única. “El Legado estratégico de Juan Perón” comienza con Solanas narrando en primera persona su visita a la quinta que en San Vicente Perón tenía, lugar en el que se representará, imaginariamente, aquellas visitas a España. Allí Solanas camina, muestra el lugar, y comparte con el espectador anécdotas y experiencias, con un tono tranquilo y amable, que además dotan al filme de un sentido entrañable que impregna todo el relato. Hay otra parte didáctica en la que el realizador abreviadamente intenta recapitular la historia de los movimientos populares que Perón supo encauzar, pero también sobre momentos claves o hitos que marcaron a fuego los acontecimientos. La decisión de utilizar los sillones como si estuviera el viejo líder sentado y él escuchándolo (algo que se repite también en el arte del filme), es un juego que abre la experiencia lúdica de “El legado…” trascendiendo su color e índole política. La división del metraje en etapas, como así también la recuperación por momentos de la experiencia de Solanas junto a colaboradores que recrean las jornadas de rodaje de 1971 suman a frases contundentes de Perón del estilo “lo malo de este país es la existencia de tantos idiotas”, de una contemporaneidad inusitada, ó refiriéndose a Evita como aquella que “fue candidata a todo y nunca quiso ser nada”, para hablar de su importancia en la historia argentina, suman a imágenes del archivo personal y publico una impronta diferente. Solanas investigador y realizador avanza a paso lento pero firme con su idea, comparte material con jóvenes con un entusiasmo único y relata otros tiempos de una bonanza económica y política impensada en la actualidad. “El Legado estratégico de Juan Perón” es una experiencia para ser vivida en el cine, expectantes de ver cómo un director célebre realiza un particular homenaje a aquella fase de la vida del hombre que también lo define, una parte política imposible de escindir y que en líderes como Perón han permitido a muchos al acercamiento, aunque sea por simpatía, con el complejo mundo de la política y la historia.
Máxima tensión En el arranque de 13 Horas: Los soldados secretos de Bengasi (13 Hours: The Secret Soldiers of Benghazi, 2016) de Michael Bay, Jack (John Krasinski), recién llegado a la zona en conflicto que alude el título, recibe como descripción del lugar una simple impresión por parte de Ty (James Badge Dale): “este lugar es horrible, hace calor y no se diferencian los buenos de los malos”. En esa frase, tan explícita se encierra el plot de una película que intenta narrar con la mayor verosimilitud, pero también con enorme crueldad, los sucesos que acontecieron en 2012 tras la toma de las dos unidades especiales, símil embajada, que los Estados Unidos decidió mantener abiertas en Bengasi. La inevitable trifulca popular que se comienza a percibir, y que terminará con la toma de una villa especialmente acondicionada para el embajador, hace que se desencadene un espiral de violencia y muerte imposible de revertir, y más cuando el jefe de la unidad no autorice la actuación rápida de éstos. 13 Horas: Los soldados secretos de Bengasi posee un tono digresivo en su inicio para ir planteando, hábilmente, la llegada de Jack a Bengasi y los fantasmas que lo acosan tras haber dejado su familia en América. La utilización del flashback como herramienta discursiva para posicionar al personaje dentro de un contexto hostil, posibilitan que luego, en una segunda etapa del film, y tras la primera toma y ataque a la embajada, la acción se apodere de la pantalla sin dar respiro ni concesión hasta el último minuto del relato. El espectador es envuelto por Bay con planos aéreos, detalles, subjetivos y hasta paneos con “visión nocturna”, que no hacen otra cosa más que seguir sumando información a la tensión que se muestra en pantalla, pero también a introducirlo en el lugar. El recurso gráfico del reloj, que va marcando el paso de las 13 horas, es otro índice que no deja de ser un dato al pasar, al contrario, es uno de los indicadores que ante la tensión in crescendo sirve como vía de escape para ir restando minutos al raid de violencia que se vivió y del que nadie salió ileso (física y mentalmente). El resumen inicial que contextualiza el relato sirve tan sólo como ápice para realmente comprender la magnitud de la situación narrada, una experiencia cinematográfica inspirada en hechos reales que entretiene y no da tregua. Aunque desde lo ideológico siempre es cuestionable.
Buscando el Descanso El húngaro Lazlo Nemes avanza en “El hijo de Saul” (Hungría, 2015) a fuerza de impacto con imágenes que hablan más que las palabras que el guión, casi sin diálogos, posee. En lo no dicho, que podría trabajarse en otras películas como el fuera de campo, Nemes aquí lo trae a un primer plano para, de esa manera, reforzar su idea sobre el Holocausto nazi y la participación, forzada, de judíos en tareas de “manutención” y aseo de los campos de concentración. La reflexión que intenta imponer, si es que la hay, es acerca de la deshumanización de los hombres frente a las rutinas más exigidas, hasta, claro está, que un hecho desencadene el volver en sí y la necesidad de tomar alguna decisión para superar ese estado de revelación al que se ha ingresado. Saul (Géza Röhrig) es uno de los cientos de judíos cooptados por los Alemanes para realizar tareas de rutina en un campo de concentración. Dentro de estas actividades está la de “acompañar” a sus últimos momentos de vida a los presos que serán asesinados. Una vez la muerte les llegue, Saul y sus compañeros deberán vaciar el lugar de pertenencias, limpiar la sangre de los pisos y revisar las pertenencias con las que habían llegado en busca de objetos de valor. Cuando un día cree ver a su hijo dentro de los recientemente fallecidos, su mundo vuelve a él y se promete darle un funeral tradicional, para lo que deberá no sólo recuperar el cuerpo a través de engaños y coimas, sino que, principalmente, intentará ayudar a aquellos que llegan al cadalso si detecta que alguno es rabino (el que podrá darle el sagrado descanso a su hijo). “El hijo de Saul” avanza en su relato con imágenes llenas de morbo, de cuerpos sin vida que son manipulados hasta convertirse en cenizas. Sabiendo Nemes que con esto uno evitará preguntas sobre cómo es que Saul y compañeros han llegado a esa instancia de sus vidas, en el impacto hay una abyección que imposibilita o niega la correcta reflexión sobre aquello que se muestra como espectáculo. También el vértigo narrativo del constante apresuramiento del relato, con un Saul que corre por los espacios con su sobretodo marcado, sin importar jugarse la vida en la tarea con tal de darle al hijo el merecido reposo. La duda sobre si realmente es su hijo también es uno de los factores que hacen avanzar la narración, dato que nunca será confiado al espectador. “El hijo del Saul”, para bien o para mal, es una historia que no pasará desapercibida, más allá que la ausencia de respuestas esté tan presente como la ausencia de diálogos, algo que nunca es resuelto a lo largo del metraje. PUNTAJE: 6/10