Ligas menores Si bien al encontrarse con una película se debería dejar de lado los rumores previos que circulan sobre el rodaje y juzgar lo que ve sin condicionamientos, en el caso de La Liga de la Justicia es imposible mirarla y no pensar en un artefacto problemático y armado a pedazos, como un Frankestein salido de directores diferentes y de un estudio desesperado por entregar un producto lo más complaciente posible para llenarse los bolsillos de plata y hacer más secuelas y spin-offs. Después del fracaso critico de Batman vs Superman y de El Escuadrón Suicida (con La Mujer Maravilla apenas aprobando), el universo cinematográfico de DC se propuso hacer una suerte de corrección de rumbo, lejos del tono operístico y solemne de aquellos films y emulando más al vecino de enfrente: los superhéroes coloridos y felices de Marvel. Difícil encontrar esa ligereza en el director Zack Snyder, encargado de la mayor parte de las películas de la compañía y propenso a un fuerte estilo visual, con cámaras lentas y planos calcados de los cómics, y a los diálogos y las actuaciones tan serias que bordean el ridículo. Al parecer una tragedia familiar hizo que Snyder se aleje del proyecto a poco de iniciada la post producción, llevando a que Warner Brothers contrate al marveliano Joss Whedon para que entregue su conocido toque de ingenio y camaradería entre héroes que llevó a Los Vengadores a convertirse en un éxito mundial. El problema es que mientras en aquella película ya sabíamos quiénes eran Thor, Iron Man y Capitán América antes de que se unieran, en La Liga de La Justicia se nos presenta a personajes como Aquaman, Cyborg y Flash que, sin películas previas, aparecen poco desarrollados, mientras que el Batman de Ben Affleck se ve demasiado perdido y teniendo que compartir pantalla con otros superhumanos, y La Mujer Maravilla solo aporta su belleza y grandes dotes para las luchas cuerpo a cuerpo. Pero lo peor de La Liga de la Justicia, además de su diseño visual lleno de fondos falsos y del exceso de animación digital, es su villano, una suerte de Dios todopoderoso llamado Steppenwolf que quiere conquistar el mundo haciéndose de tres “cajas madre” (no es chiste, esto). Su look salido de un videojuego medieval, sumado a sus patéticos monólogos sobre el fin de la humanidad, resumen todo lo que está mal con La Liga de la Justicia, que más que una película parece algo hecho de compromiso por un comité para salvar las papas a último momento. Batman vs Superman era flojísima, pero al menos se trataba de una película de un director con una visión particular del mundo de los superhéroes. Ni eso se puede encontrar en este producto de Cajita Feliz.
Formas sin fondo Blade Runner 2049 constituye el mejor ejemplo de lo que me gusta llamar cine salvapantallas: absolutamente impactante desde lo visual y lo sonoro, pero tan frio y distante a nivel emocional que solo queda la admiración por el impresionante diseño de arte, la monumental fotografía (a cargo del siempre eficiente y veterano Roger Deakins) y una estruendosa banda sonora cortesía de Hans Zimmer. Secuela/remake del icónico film dirigido por Ridley Scott, que constituyó la instalación definitiva del cyberpunk en el cine y provocó innumerables imitadores gracias a la mezcla exitosa de géneros como la ciencia-ficción y el policial negro clásico, este nuevo modelo versión 2017 busca evocar ese espíritu entre hipnótico y pesimista del original, con una Los Ángeles lluviosa y plagada de hologramas y publicidades que contrastan con la oscuridad de un futuro distopico. Allí se encuentra el agente K interpretado por Ryan Gosling, que al igual que el Rick Deckard de Harrison Ford en la versión de 1982, tiene la tarea de cazar androides rebeldes que ya no quieren obedecer a sus amos humanos. Esa búsqueda lo llevará a encontrar una verdad que desconocía sobre la naturaleza de los llamados replicantes y de su propia identidad, como si fuera ante un cuento de hadas moderno al mejor estilo Pinocho. El problema es que el director Denis Villeneuve, que ya venía de filmar historias cargadas de solemnidad y de aires de importancia como Sicario y La llegada, cree que mientras mejor encuadrada y perfecta sea la imagen, más profundo es lo que cuenta, y produce una obra que de tan cuidada en sus detalles y sus formas termina careciendo de toda emoción; la película no permite ver más allá de los colores vibrantes y los decorados imponentes. La Blade Runner original tampoco se caracterizaba por tener un gran corazón, pero su espíritu de film noir la volvía ágil y su costado filosófico estaba perfectamente integrado a su trama principal. Aquí, en cambio, Villeneuve se toma dos horas y media para hacernos reflexionar sobre cuestiones metafísicas como la importancia del alma y qué es lo que nos hace humanos a todos, mientras vemos a Gosling en modo Drive caminando insoportablemente en cámara lenta y sin sugerir sentimiento alguno en su rostro. Por suerte, en la segunda hora, cuando reaparece el Deckard de Ford, la cosa vuelve a tomar ritmo, el director se acuerda de que está haciendo cine de género y va a la acción más pura y física. Viendo Blade Runner 2049 uno no deja de aplaudir el cuidado y la dedicación puesta por un gran equipo de técnicos y especialistas, solo faltó que el director encuentre el alma que humanice esa máquina.
Nieve negra Viento Salvaje es de esas películas que ya no abundan, certera y precisa en su objetivo de atrapar, y con un guion perfectamente construido a la hora de sumergirnos en su mundo y sus ideas. La primera película como realizador del cotizado guionista Taylor Sheridan (el mismo de la irregular Sicario y de la excelente y aclamada Sin nada que perder) es un policial duro, pesimista, pero con un importante grado de humanidad en el trazado de sus personajes que la vuelve emocionante. La acción nos adentra en los nevados terrenos de Wyoming, en donde el blanco de la nieve ya adelanta que se está ante un relato repleto de frialdad e incertidumbre. En un terreno inhóspito, en el que todavía habitan pueblos originarios, una joven indígena aparece violada y asesinada, lo que lleva a una investigación compleja a cargo de la policía local junto con un cazador de animales conocedor del terreno y una joven agente del FBI que hace de los ojos del espectador. El cazador es interpretado por Jeremy Renner y su aspecto callado y de pocos gestos recuerdan a ese otro brillante papel que interpretó años atrás, el del soldado desactivador de bombas en Vivir al limite. Pero esa quietud esconde un pasado tormentoso y lleno de dolor, lo que hace que su búsqueda por encontrar al asesino de la joven se convierta en el cierre de una larga herida. Renner no muestra ese carácter a través de diálogos, sino con su mirada y sus silencios. Elizabeth Olsen se complementa a la perfección como la agente novata pero resoluta, mientras que la dirección de Sheridan no abusa de subrayados y se limita a contar con solidez cada paso de la investigación, ayudado por una fotografía que transforma el paisaje desolador de las montañas y los bosques cubiertos un clima aún más denso y lúgubre. Hay cierto flashback importante sobre el final que quizás se podía haber obviado (recarga de información al espectador sobre un hecho clave del film), pero que no empaña para nada una película que bajo su fachada de cine de género esconde una sensibilidad gigantesca para hablar de cómo se lidia con el dolor de la perdida sin bajar la cabeza en el camino. En épocas de sagas y franquicias interminables para adolescentes, no es menos que milagroso encontrar un sólido y sentido entretenimiento adulto como Viento salvaje.
Rubia debilidad Con la deliciosa Cat People de fondo y junto a los títulos principales escritos con aerosol en un ferviente fucsia, se abre paso por las calles de Berlín la agente secreta que Charlize Theron encarna con todo el sex appeal que las mejores propagandas de fragancias solo aspirarían a igualar. Es imposible en ese momento no engancharse con el cocktail explosivo que propone Atómica: un autentico pastiche videoclipero que toma la estética del brit pop de finales de los 80 (suenan a lo largo del film íconos de la época como Depeche Mode y New Order) y los mezcla con una trama de espionaje posguerra fría propio de John Le Carré y escenas de acción coreografiadas por el mismo equipo que nos trajo esa gloria llamada John Wick. Sumado a la presencia fulminante de Theron, que después de Mad Max está llamada a convertirse en emblema femenino del cine de acción actual, y un James Mc Avoy en plan de compinche gracioso, estamos más que dispuestos a entrar en este universo comiquero cool que nos ofrece la película. Pero la suma no hace al todo y Atómica, que prometía convertirse en el gran espectáculo de acción clase B del 2017, decide en su tercer acto dársela de inteligente acumulando giros de guion inverosímiles con dobles y hasta triples traiciones entre espías que agobian y mucho. Afortunadamente, tantos giros y sobreexplicaciones quedan disminuidos por el carisma infinito de su protagonista. Ya sea en sus combates mano a mano contra docenas de contrincantes (uno en plano secuencia en unas escaleras es de antología) o mostrando su sensual cuerpo desnudo lleno de moretones, Atómica es el show de Charlize Theron devorándose la pantalla con sus ojos penetrantes, aunque no exentos de cierta fragilidad. Fotografiada como si fuera una criatura de Brian De Palma y sumergida en un baño de luces frías de neón, su Lorraine Broughton se pone la película al hombro y nos hace perdonarle al film sus baches narrativos. Theron hace crecer Atómica y logra crear una nueva heroína del cine de espías. Cuidate las espaldas Jason Bourne.
En el marco de un género que entrega formulas repetidas hasta el hartazgo y sustos cada vez menos genuinos, Conjuros del más allá es una bienvenida sorpresa. No es que estemos ante una obra maestra del terror ni mucho menos, pero la película de los debutantes Steve Kostanski y Jeremy Gillespie se vale de herramientas nobles y de un gran sentido del timing para desarrollar muy buenos climas y entregar un producto de indudable pericia y dignidad. El mérito es todavía más grande si se tiene en cuenta que se trata de una producción canadiense de muy bajo presupuesto que seguramente costó una cuarta parte de una hollywoodense. Con una trama simple sobre un grupo de personas atrapadas en un hospital que debe lidiar con una amenaza tanto interna (un paciente que empieza a manifestar síntomas extraños y se vuelve homicida) como externa (los integrantes encapuchados de una secta secreta que merodean desde afuera buscando sangre), la referencia más clara para los realizadores es la de los films de los 80 del gran John Carpenter. Haciendo un buen uso del espacio cerrado como generador de paranoia, al mejor estilo de La cosa y de Asalto al Precinto 13, combinado con la presencia de un mal demoníaco proveniente de las entrañas del infierno mismo (con portales incluidos, propios de El príncipe de las tinieblas y de En la boca del miedo), los directores se encargan de reunir estas referencias de manera tal que la película no parezca una mera copia, sino un auténtico homenaje a una forma de hacer terror casi extinta. Los realizadores confían en la economía de recursos y en el uso de efectos especiales prácticos, sin nada digital; al momento de delinear a los personajes, recurren solamente a lo justo y necesario para entender sus motivaciones y conflictos. Conjuros del más allá respeta la regla de oro de todo buen cine de terror: para producir verdadero miedo, menos siempre es más.
El fragor de la batalla Con Dunkerque, ese director tan amado y odiado por partes iguales llamado Christopher Nolan encontró finalmente el material que realza sus virtudes por encima de sus debilidades. Desde su debut con Memento, allá por 2001, a Nolan se lo ha elogiado y criticado debido a lo excesivamente rebuscado de sus argumentos y al tono serio y solemne de sus películas (no por nada hizo tres de Batman, el superhéroe más torturado de todos). Alternando escenas de una belleza cinematográfica imponente, como los edificios doblándose de El Origen o los viajes espaciales de Interestelar, con diálogos demasiado explicativos sobre la lógica interna de su universo, además de los saltos temporales y rompecabezas narrativos, a veces parece que el Nolan talentoso luchara contra su peor versión, obsesionada por el truco de guion fácil. Pero, por suerte, en este caso, cuando narra la evacuación y el rescate de trescientos mil soldados británicos durante la Segunda Guerra Mundial (la llamada Operación Dinamo, bautizada por Winston Churchill), el Nolan talentoso ganó la batalla. Lejos de valerse de diálogos explicativos sobre lo que estamos viendo, en Dunkerque Nolan confía plenamente en el poder de las imágenes y nos adentra desde el inicio en el verdadero infierno del campo de batalla, con las primeras escenas mostrando a un pequeño batallón de soldados aliados en una calle desierta mientras escapan de unos disparos que no se sabe de dónde llegan. Pero no estamos aquí ante una carnicería de cuerpos mutilados al mejor estilo Rescatando al soldado Ryan o Hasta el último hombre, ya que el director decide contar este evento como si fuera una película de suspenso, mostrando a los nazis como una amenaza fuera de campo, casi sobrenatural, especialmente cuando aparecen los aviones de la Luftwaffe a punto de comenzar un bombardeo aéreo o los submarinos alemanes lanzando misiles a los buques de guerra ingleses. En este sentido, es impresionante el trabajo de Nolan con el sonido ambiente combinado con la música de Hans Zimmer, que con su pulsión constante parece casi indistinguible de los ruidos diegéticos provenientes de lo que vemos en pantalla (el constante tic tac que suena de fondo ayuda a generar una sensación de agobio constante). En cuanto a la estructura narrativa de Dunkerque, Nolan, que no puede con su genio, optó por desarmar el argumento en tres líneas temporales (los eventos en el muelle toman una semana, en un barco, un día, y en el aire, una hora). Quizás este sea el aspecto más polémico del film, y lo que usen como excusa los detractores del director para seguir pegándole por insistir con su obsesión con el tiempo, pero hay que reconocer que, si bien esa estructura en pasajes distancian al espectador de lo que está viendo, su impacto final, cuando las tres lineas se encuentran, es innegable. Más allá de sus caprichos, Nolan entendió que el cine se vale más de momentos de grandeza épica que de adivinanzas de guion y así, todo el final, después de ese plano de un Spitfire sobrevolando la playa con el motor apagado y la llegada de los barcos civiles a rescatar a los soldados varados, uno sale con la impresión de que el cine, como experiencia física y visceral, es mucho más fuerte que cualquier guion de relojería. Y Dunkerque es puro cine.
Luces, música y acción Alguna vez leí al legendario director chino John Woo decir que para él filmar una escena de acción es similar a filmar una coreografía musical, con movimientos coordinados a un ritmo y tiempo determinados para generar una verdadera estética del movimiento en la pantalla. Esta frase viene como anillo al dedo para definir lo que es Baby: El aprendiz del crimen, la nueva película del británico Edgar Wright, famoso por su llamada trilogía Cornetto, compuesta de las geniales Shaun of the Dead, Hot Fuzz y The World’s End junto a sus amigos comediantes Simon Pegg y Nick Frost. Baby Driver es la segunda experiencia de Wright en los Estados Unidos después de la hiperpsicodélica y ultrageek Scott Pilgrim vs. The World, que fracasó en la taquilla, pero que se ha convertido en objeto de culto para la cinefilia nerd. Es que Wright tiene un estilo Tarantinesco y mete todos sus gustos en una gran licuadora de influencias, y si bien por momentos parece pasarse un poco de canchero con sus montajes milimétricos y sus selecciones musicales específicas, no caben dudas de que se trata de un director talentoso que no teme tirar toda la carne al asador con tal de producir una experiencia visual y sensorialmente estimulante. Como si fuera una mezcla del cine de acción de Walter Hill (con The Driver como principal referente) con el musical al estilo La La Land y con los tiroteos secos de los films de Michael Mann (hay un guiño especial a Fuego contra fuego), Baby Driver cuenta la historia de un joven conductor que trabaja para diferentes ladrones de bancos, y que se enamora de una bonita mesera y tiene que cumplir un último encargo para escaparse a la carretera con ella. Hasta aquí la historia no tiene nada nuevo (algo parecido vimos con Drive, de Nicolas Winding Refn), con una excepción: el joven Baby sufre de un problema auditivo que lo lleva a escuchar un I-Pod constantemente y que le proporciona la excusa perfecta al director para valerse de un soundtrack riquísimo en temas jazzeros y funkys tanto como de editar toda la película en base a la música, por lo que las persecuciones automovilísticas y los tiroteos se llevan adelante al ritmo de las canciones que Baby y nosotros escuchamos. Por momentos, la decisión de volver el film un videoclip constante transforma a Baby: El aprendiz del crimen en un puro ejercicio de estilo algo vacío, ya que tanta parafernalia visual a veces va en detrimento de un mejor desarrollo de los personajes, aunque Jamie Foxx, Jon Hamm y Kevin Spacey hagan su mejor esfuerzo por inyectarle algo de vida a sus estereotipos de gángsters y ladrones. Aun así, es tanta la energía y la explosión de ideas tanto visuales como sonoras que el director arroja a la pantalla que resulta imposible no salir del cine con ganas de moverse a toda velocidad al ritmo de una buena banda sonora, así como, después de un buen musical, solo queremos cantar y bailar.
Como se suponía, la Norteamérica de Trump da que hablar y mucho. Está claro que la sociedad estadounidense está sufriendo enormes cambios a nivel político y social tras la elección de un polémico candidato conocido por sus declaraciones xenofóbicas y actitudes bastante retrogradas para quien no sea un auténtico americano. Y Hollywood en general, conocido por su mirada más progre e inclusiva del mundo, no iba a tardar en responder. Es así que podríamos considerar la opera prima del comediante Jordan Peele, ¡Huye!, y su inesperado éxito en la taquilla en Estados Unidos, como la primera (y seguramente no la última) película definidamente antisistema de la nueva era. Pero lo meritorio de ¡Huye! no es eso en sí mismo, sino que su comentario social aparezca bajo el disfraz de una clásica película de terror y paranoia como las que los estudios solían hacer en los años 60 y 70, con La invasión de los usurpadores de cuerpos y La noche de los muertos vivos como ejemplos claros. No es arbitraria la mención a la película seminal de George A. Romero de 1968, ya que tanto aquella en su momento como ¡Huye! ponen al frente la cuestión de las tensiones raciales que aún subsisten en la sociedad norteamericana. En ambas nuestro héroe es un hombre de color que debe luchar frente a un entorno hostil que no acepta su condición y quiere destruirlo a como dé lugar, aunque es cierto que Peele no es Romero y su película hace más obvio su mensaje sobre la intolerancia. Como si fuera una versión terrorífica de Adivina quién vino a cenar, ¡Huye! cuenta la historia de una pareja interracial conformada por el joven afroamericano Chris y su novia blanca Rose. Cuando ella lo convence de ir a conocer a sus padres a su finca privada en las afueras de la ciudad, el aire cada vez se vuelve más incomodo. La falsa amabilidad progresista de los futuros suegros (“hubiéramos votado por Obama por tercera vez”, repiten una y otra vez), el hecho de que todos los sirvientes de la casa sean de raza negra y actúen de forma extraña y robótica, además de otras cuestiones como sesiones de hipnosis por parte de la madre, generan en Chris una extraña sensación de inseguridad y rareza que quien conoce las reglas del cine de terror sabrá leer como indicios de que todo está por explotar. Lo interesante del guion escrito por el propio Peele es la forma en que se toma su tiempo para ir generando esa misma incomodidad en el espectador. A la manera un poco del cine del primer Michael Haneke, el director asusta con herramientas simples y sin exagerar mucho en cuanto a tensión se refiere. No hace falta que muestre imágenes sangrientas o efectos de sonido extraños para entender que estamos ante un ambiente raro, solo basta mostrar a la sirvienta o al jardinero como para dejar en claro que algo no está bien en ese lugar. Sobre el final, cuando el director ya se vale de los clichés clásicos del género y pone demasiado en evidencia el mensaje de odio racial, ¡Huye! se resiente un poco, pero por suerte Peele no se toma todo demasiado en serio; personajes como el del policía amigo del protagonista entregan liviandad e ironía en un relato que de por sí ya es bastante siniestro. El tiempo dirá si la opera prima de Peele fue una base fundadora de varios filmes de protesta que vendrán durante el mandato de Trump o si se trató de un fenómeno aislado que capturó un momento crítico de los Estados Unidos. Lo cierto es que, mientras la critica venga disfrazada de un relato entretenido y bien narrado como este, será bienvenida.
Alienizados A pocas semanas del estreno de Life: Vida inteligente se esparció un rumor en las redes sociales que decía que se trataba de una precuela de la futura película del villano del Hombre Araña, Venom, ya que el origen de ese villano comienza cuando un simbionte alienígena se apodera de una nave espacial hasta que llega a la tierra y lucha contra el héroe arácnido, lo que ocurre efectivamente en este film (menos lo último, claro está). El rumor no fue cierto, y quizás hubiera sido más entretenido al menos ubicar a Life: Vida inteligente dentro del universo cinematográfico de Marvel, ya que la película que tenemos es una de las tantas copias que Hollywood viene haciendo de la saga seminal que dio origen a lo que se llama terror espacial (hablamos, obviamente, de Alien: El octavo pasajero, de Ridley Scott). Seis astronautas de la tripulación Pilgrim reciben una sonda espacial proveniente de Marte con una muestra de ADN alienígena. Lo que al principio es sorpresa y felicidad por haber encontrado pruebas de vida extraterrestre, pronto se convertirá en pesadilla cuando la criatura (una suerte de estrella de mar mezclada con pulpo y algún otro molusco marino) vaya creciendo en tamaño, alimentándose de cada miembro de la estación. Entre los personajes están los clásicos arquetipos del género: el héroe con pasado oscuro que prefiere el espacio antes que la tierra, la comandante severa y maternal, el gracioso del grupo (cuándo no, interpretado por Ryan Reynolds), el científico que intenta explicar todo racionalmente y una rusa y un chino para mostrar diversidad y vender el producto a otros países. En favor de Life: Vida inteligente hay que decir que el director Daniel Espinosa no pierde el tiempo en introducciones aburridas y psicologismo berreta para con sus personajes y decide pasar lo antes posible a la acción, con momentos de mucha tensión y altos niveles de gore y suspenso en gravedad cero. Pero mas allá de ser un producto noble y entretenido, uno no deja de pensar que esto ya se vio antes y mejor demasiadas veces, y que no queda otra que esperar unas semanas a que se estrene Alien: Covenant y así declarar a Ridley Scott amo y señor del terror espacial.
Umbral del dolor Al comienzo de Manchester frente al mar vemos el quehacer diario de Lee Chandler, realizando diversas tareas de plomería y limpieza en algún barrio humilde de Boston, aguantando quejas y evadiendo todo tipo de contacto amigable con sus empleadores. Cuando decide tomarse unas cervezas en un bar, no solo se muestra antipático ante los avances de una joven, sino que además decide agarrarse a piñas con cualquiera que apenas le cruce una mirada. A Lee se lo siente llevando una carga terrible sobre sus hombros, marcado por un hecho fatídico, que conoceremos a través de flashbacks que se irán intercalando con el relato principal. Al recibir la no tan sorpresiva noticia del fallecimiento de su hermano mayor Joe (arrastraba una enfermedad cardiaca terminal), Lee deberá volver a su Manchester natal, una ciudad portuaria de climas grisáceos y nieve congelada esparcida por las veredas. Volver a Manchester significa para él volver a enfrentar sus propios demonios y para colmo recibe la sorpresiva noticia de que su hermano le legó la tutela de su hijo adolecente Patrick, por lo que se verá forzado a establecer un vínculo con el rebelde muchacho. Si hay algo que define claramente la corta filmografía del escritor, guionista y dramaturgo Kenneth Lonergan son las diversas formas de lidiar con el dolor. Tal como sucedía con You Can Count on Me, en el que dos hermanos se veían forzados a reconectarse tras la muerte de sus padres en un accidente automovilístico, los personajes de Manchester frente al mar deben resolver cómo seguir adelante con sus vidas después de ser marcados por hechos trágicos. Pero afortunadamente a Lonergan no le interesan las resoluciones fáciles ni hacer uso de un manual de psicología para mostrar los dilemas (para eso pueden mirar las impresentables Belleza inesperada y Un monstruo viene a verme), lo suyo pasa por retratarlos a través de las acciones diarias mas mundanas. Así es como vemos al cerrado de Lee lidiando no solo con los tramites funerarios de su hermano fallecido (entierro, herencias, etc.), sino viéndose obligado a cuidar de Patrick, a quien la muerte de su padre en un principio parece no afectarlo, aunque de a poco empieza a resquebrajarlo por dentro. Pero no estamos ante una historia de redención y segundas oportunidades, ya que es tan fuerte el dolor que siente Lee por los errores que cometió en el pasado que se ve prácticamente imposibilitado de establecer algo parecido al amor y al afecto con su sobrino. Y mientras la dirección sobria y justa de Lonergan, sin golpes bajos arbitrarios y con el tono dramático exacto, ayuda a que sintamos internamente este peso que lleva el protagonista a lo largo del relato, es en la impresionante y consagratoria actuación de Casey Affleck que realmente vivimos ese dolor intenso que significa no poder salir del lado más oscuro de nuestro ser, y si bien hay momentos de luminosidad y humor a lo largo de Manchester frente al mar, en el fondo sabemos que existen umbrales del dolor que son imposibles de cruzar, solo queda lidiar con los mismos de la mejor manera posible y seguir adelante.