Publicada en la edición digital Nº 6 de la revista.
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Publicada en la edición digital Nº 4 de la revista.
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Se dice que en el futbol hay dos filosofías de juego. Una es la de los menottistas, aquellos que privilegian la idea no solo de buscar ganar un partido sino también hacerlo mediante el buen juego, el toque de pelota y buscando el arco rival a toda costa. Por el otro lado están los bilardistas, aquellos que creen que el futbol se basa simplemente en un sistema estratégico en el que lo único que importa es ganar cueste lo que cueste, aunque eso signifique colgarse del travesaño y ensuciarse un poco (hacer foules tácticos, contaminar bidones) con tal de conseguirlo. Con El juego de la fortuna podría decirse que estamos ante una película bilardista en su esencia y su temática, pero totalmente menottista a la hora de desplegarla en la pantalla. Billy Beane es el manager de los Oakland Athletics, un equipo chico cuyo presupuesto reducido le hace imposible lograr el ascenso a las ligas mayores de Beisbol. Con pocas chances ante los equipos grandes y en contra de lo que dicta la tradición del deporte, Beane decide ignorar el consejo de sus scouters (aquellos buscatalentos más interesados en encontrar a la próxima estrella para su propio beneficio en lugar de conseguir a quien mejor le sirva al equipo) y patea por completo el tablero. Con la ayuda de su nuevo asistente y nerd de la computación Peter Brand, Beane decide armar un equipo con jugadores en teoría menos espectaculares, pero que le rindan mejor al equipo. Básicamente se trata de armar un plantel con menos Cristiano Ronaldos y más Chapu Brañas. El relato no se mueve de ese eje principal, mostrando a su protagonista como un hombre determinado en demostrar que se pueden elegir caminos alternativos que puedan llevar a un team humilde a la gloria. Sí, el beisbol ocupa una parte importante dentro de El juego de la fortuna, y en más de una ocasión aquel que no sabe nada del deporte puede llegar a perderse entre tantos tecnicismos, pero por suerte el director Bennet Miller supo esquivar sabiamente los clisés que hacen a toda película deportiva y se enfocó en lo que pasa afuera del estadio, con el juego constante de comprar y vender jugadores y decisiones difíciles como decirle a un jugador que se busque otro equipo para la próxima temporada. Durante esos momentos es donde vemos la otra clave ganadora del film, el guión de Aaron Sorkin. El escritor de Red Social saca a relucir toda su capacidad a la hora de mostrar hombres que seducen mediante la palabra y quieren probarle al mundo que su visión de las cosas es la única plausible. En ese aspecto, Billy Beane no es diferente de Mark Zuckerberg o de Charlie Wilson (el protagonista de Juego de Poder, otro monstruo sorkineano). Sus criaturas son gente visionaria que decide ir en contra de los parámetros establecidos pese al costo profesional y personal que aquello pueda producir. “Adaptarse o morir” es lo que Beane le dice a uno de los scouters que no se siente cómodo ante la dirección a la que el manager quiere llevar a su equipo, y pareciera ser lo mismo que tanto Miller como Sorkin buscan probarle a los empresarios de Hollywood, que también puede haber formas menos espectaculares pero más rendidoras de lograr hacer una buena película, o mejor dicho, de llevar a un equipo hacia la gloria máxima.
A veces el séptimo arte puede ser algo maravilloso que nos llena de una felicidad indescriptible. Lo gracioso es que no llegué a esta conclusión después de ver El árbol de la vida, sino después de ver una película por la que no daba ni dos pesos después de leer los antecedentes de su director ¿Cómo es posible que me haya emocionado hasta las lágrimas con una película que básicamente consiste en un futuro donde los robots se agarran a piñas en peleas profesionales y no con lo último de Terrence Malick? He aquí, damas y caballeros, el misterio del cine. Al ver Gigantes de acero uno puede hacer un conteo infinito de la cantidad de películas a las que remite, desde Rocky y Halcón (la influencia ochentosa de sendos films de Stallone es notoria) hasta El gigante de hierro y Transformers. Pero lo que hace genial a la de Shawn Levy (que venía de mediocridades tales como Una noche en el museo y Más barato por docena) es que aún conociendo el trayecto entero que va a recorrer la historia, es imposible no dejarse llevar por la emoción y la energía que transmite el camino a la gloria que transitan un padre, su abnegado hijo y un robot encontrado entre la chatarra para convertirse en campeones del boxeo metálico. Hay tres factores fundamentales en los que Levy acertó para lograr que el espectador se enganche con una historia que en teoría suena súper ridícula. El primer gran logro fue confiarle a Hugh Jackman el rol de ex boxeador al que la vida le dio más de un golpe. Este no es el Jackman pintón y carilindo al que la platea femenina está acostumbrada. Su Charlie Kenton es un hombre lleno de pesimismo al que sólo le importa hacer unos mangos llevando sus robots al cuadrilátero. Esa visión del mundo cambiará gracias a su interacción con su hijo Max, al que el principiante Dakota Goyo le entrega un carisma y una energía contagiosos. Es en esta relación que va desde el resentimiento hasta el amor mutuo (en parte gracias a la presencia de Atom, el robot al que ambos entrenaran para llevarlo a la victoria) en donde está el corazón de Gigantes de Hierro. ¿Pero qué pasa con las peleas robóticas? Este era el aspecto que más temía antes a ver el film, ya que si Michael Bay nos enseño algo con sus Transformers, es que ver a dos muñecos de metal dándose golpes durante más de dos horas puede ser algo agotador y aburrido. Es no es el caso. Primero porque desde el diseño cada robot tiene una personalidad definida (hay desde uno con sombrero de cowboy hasta otro que se parece al monstruo de Frankenstein) que los vuelve interesantes visualmente. Además, las peleas están filmadas con suma claridad, lo que hace que uno se involucre emocionalmente con el resultado final. Sí, señores, acabo de admitir que lloré viendo una película de robots luchadores ¿No es hermoso que el cine te sorprenda de esta manera?
Nostagia trip La aparición del logo de Amblin Entertainment (ese que tiene la silueta de Elliot y ET cruzando la luna en una bici, imagen icónica de los 80 si las hay) ya lo dice todo, J. J. Abrams quiere homenajear a su ídolo y mentor, nada más y nada menos que Steven Spielberg. Lo del creador de Lost y director de la nueva Star Trek sigue siendo una incógnita dentro del cine, una similar a la que por nuestros pagos tuvimos con Damián Szifron: ¿Se trata de alguien al que la televisión le queda muy chica o de alguien al que el cine le queda muy grande? Misión Imposible 3 instaló esa duda (sobre todo en comparación con las anteriores películas de la saga, dirigidas por auténticos animales del celuloide como John Woo y Brian De Palma) mientras que su nueva versión de Viaje a las estrellas sorprendía a propios y extraños. Algo era muy claro, lo de Abrams es la primera división. Por eso la idea de querer realizar esta suerte de Greatest Hits Spielberguiano y ochentoso generaba sentimientos encontrados y alguna que otra duda. ¿Lograría Abrams ganarle al maestro en su propio terreno o estamos ante un mero imitador que busca emular a un narrador mucho más eficiente que el? Partiendo de una idea basada en las propias experiencias del realizador que de chico se juntaba con sus amigos a filmar películas caseras en su pueblo natal, Súper 8 confirma el innegable talento de Abrams como narrador y generador de las diferentes emociones. Por momentos J. J. consigue (al igual que el Spielberg de E.T. y Encuentros cercanos del tercer tipo) combinar el mejor cine pochoclero de aventuras con una historia intima y familiar, en la que la ausencia de las figuras paternas y el paso de la infancia a la adultez (los temas más recurrentes del Spielberg de aquel periodo) son la clave del relato. La historia es la de Joe, un joven que perdió a su madre y se comunica poco con su padre, y que mientras filmaba junto a sus amigos una película de zombies casera es testigo de un accidente ferroviario y el posterior escape de una misteriosa criatura del interior del tren descarrilado. Ese es el punto de partida para una aventura en la que habrá terror, un misterio por resolver y hasta una historia de amor prohibida entre Joe y su compañera (y actriz del film dentro del film) Alice. Sin dudas, es en este territorio más intimo en donde están las mayores virtudes de Súper 8, ya sea en la interacción natural entre los amigos al mejor estilo Los Goonies o The Monster Squad, como en la relación amorosa creciente entre Joe y Alice (a la que Elle Fanning dota de una humanidad contagiosa, sin dudas la mejor actuación de todo el film) o los conflictos disfuncionales entre padres e hijos que sirven de trasfondo dramático para el cuento principal. Si Abrams sólo se hubiera dedicado a contar esta linda y trágica fabula de amor y perdida de inocencia creo que hubiéramos estado ante una autentica obra maestra. Pero el problema es que el director no sólo quiso hacer su propio Cuenta Conmigo, sino que también buscó el gran espectáculo y entremezcló las historias personales con la “gran historia”, aquella que tiene al extraterrestre revoloteando por el pueblo y haciendo que el ejército se haga cargo de contener la situación a cualquier costo. Es en este punto, en el que las citas cinéfilas ahora pasan por Jurassic Park y Tiburón (sobre todo en la idea de dejar al bicho en fuera de campo hasta el final) es donde se sienten demasiado los hilos del relato, y quizás sea donde Abrams, si bien demuestra ser un tipo de un indudable talento similar al de su mentor (ambos comparten además el excesivo uso de Lens Flare en varios planos) todavía le faltan unos pasitos para lograr esa combinación exitosa de géneros por las que es famoso el barbudo realizador. Pese a estas fallas, no hay dudas de que J.J. Abrams sigue siendo un director a tener muy en cuenta, sólo faltan unos pequeños ajustes para que estemos hablando de un excelente autor con todas las letras. Mientras tanto, esperamos con ansias el anuncio oficial de la segunda parte de Star Trek.