Perdidos en el espacio Dos estrellas en ascenso, un director que venía de tener el reconocimiento de la Academia con El código enigma y una trama original que mezcla ciencia-ficción con romance y suspenso. Todo estaba servido para que Pasajeros se convierta en un éxito tanto comercial como artístico, pero algo falló en el camino, como los meteoritos que golpean a esa gigantesca nave espacial que lleva cientos de almas hacia un nuevo planeta, provocando que el armatoste se vuelva errático e indescifrable. La premisa de Pasajeros es la de dos tripulantes del crucero espacial Avalon, que en medio de un viaje de cien años a una colonia distante de la galaxia, se despiertan de sus capsulas criogénicas antes de tiempo (noventa años antes para ser exactos) y deben sobrevivir solos a bordo de la nave y enamorarse en el camino. Pero no es esa la verdadera historia, ya que lo que ocultan los trailers y el material promocional del film es que quien despierta primero es Jim Preston, interpretado por Chris Pratt, y que tras pasar casi un año en soledad y al borde de la locura y el suicidio, decide despertar a una pasajera para que le haga compañía durante su solitaria estadía. Esa pasajera es Aurora (obvia referencia a La bella durmiente) interpretada por Jennifer Lawrence. Jim le oculta este dato a Aurora haciéndole creer que ella también despertó por una falla del sistema, y así nace una relación particular basada en una mentira y en un hecho éticamente discutible por parte de Jim. Es un tema interesante (¿qué haría uno si estuviera en el mismo lugar del protagonista?) al que la película no le escapa durante su primera mitad, ya que mientras vemos el fluir de la relación entre ambos mientras aprovechan los vastos recursos de la nave, con robots multiuso y salones de juegos virtuales para mantenerse entretenidos, uno siente también la incomodidad de la elección tomada por Jim y no queda otra que esperar la reacción de Aurora cuando se entere de la verdad. Lamentablemente, en su última parte la película se olvida de la cuestión para convertirse en un clásico relato de supervivencia espacial, con la pareja (a la que se les suma un Lawrence Fishburne algo perdido dentro de la trama) dejando de lado sus diferencias para arreglar el crucero en medio de desperfectos, incendios y caminatas espaciales heroicas. No molestarían esos momentos culminantes de no ser por dos motivos. El primero es que Gravedad y Misión rescate ya lo hicieron con mucha más efectividad. Y segundo: porque parece querer borrar esa premisa interesante de la primera mitad, transformando a Pasajeros en un film menos arriesgado, más cercano al romance fácil y mediocre de una adaptación de novela de Nicholas Sparks que a la verdadera historia de decisiones difíciles y dudosa moralidad que debería haber sido.
Asesino mental Todos sabemos que, mas allá de que en los últimos tiempos se lo ha reconocido unánimemente como un gran director gracias a excelentes películas como Argo y Atracción peligrosa, Ben Affleck nunca fue tomado muy en serio como actor. Su rostro pétreo y su condición de sex symbol le han jugado una mala pasada en ese sentido, sumado a dudosas elecciones de papeles como Daredevil o en Pearl Harbor, por nombrar algunos títulos. Afortunadamente, a veces el paso del tiempo ayuda a que esas limitaciones actorales puedan resignificarse para terminar de convertirse en una virtud, y es precisamente lo que sucede con El contador, en la que la seriedad y la dureza son características naturales del protagonista, un hombre con síndrome de Asperger cuya extraordinaria habilidad para los números y las cuentas lo llevan a trabajar como auditor de diferentes organizaciones criminales. El Christian Wolff que interpreta Affleck es un hombre callado, taciturno, que se siente incomodo interactuando con otras personas (como sucede en su primera reunión con una colega interpretada con naturalidad y solvencia por Anna Kendrick), pero que esconde más de un secreto. Gracias al riguroso entrenamiento de su padre militar para lidiar con su autismo, Wolff es también un hábil asesino y combatiente mano a mano, por lo que estamos ante una mezcla de Jason Bourne y Rain Man. Cuando el protagonista descubre un faltante económico en una importante empresa de robótica y se vuelve el blanco de una oscura organización, el guion revierte lo que podía ser el clásico drama de autosuperación personal en un preciso relato de acción y suspenso, en el que las altas dosis de humor (sobre todo gracias a la química entre Affleck y Kendrick como pareja opuesta) y la mano certera del director Gavin O’Connor (Warrior) a la hora de filmar el derrotero vengativo de su héroe logran hacer llevadera la historia. El director se vale de la misma seriedad y oficio de su protagonista para narrar, utilizando una paleta de colores azulados fríos y sin regodearse en esteticismos baratos durante las escenas de acción, aunque patina cuando tiende a sobre explicar algunas situaciones mediante flashbacks y buscando la sorpresa con un giro sobre el final que el espectador despierto podrá adivinar. Grandes actores secundarios como Jeffrey Tambor, John Lithgow y JK Simmons prestan su profesionalismo en papeles un tanto desdibujados, pero poco importa porque la verdadera estrella es Affleck, quien aporta lo justo y sin exagerar ni un gesto para mostrar lo que sucede adentro de la mente de su perturbadora pero honorable y finalmente heroica criatura. Es tal la satisfacción que produce El contador que uno desearía que Ben cuelgue la capa de Batman y se vuelva a calzar los lentes y el saco y corbata para una próxima aventura de Christian Wolff. La esperamos gustosos.
Dos por el dinero Una suerte de mix entre El lobo de Wall Street con El señor de la guerra, Amigos de armas vuelve a probar la capacidad de Todd Phillips para generar un escenario de caos y orgullo por la amoralidad y los excesos de todo tipo, tal como lo demostró a lo largo de su filmografía con la saga de Qué pasó ayer como máximo ejemplo. Es inevitable nombrar la última película de Scorsese para hablar de este film, ya que Phillips busca evocar esa misma sensación de complicidad con lo ilegal a la hora de contar el derrotero de dos amigos de la infancia, David Packouz y Ephraim Diveroli, en el negocio de la venta de armas en Estados Unidos. Resulta que durante la presidencia de George Bush hijo, y en plena guerra de Irak, el gobierno norteamericano decidió abrir las licitaciones para que pequeñas y medianas empresas pudieran vender armas y municiones al Pentágono y demás ramas, lo que llevó a esta dupla de veinteañeros adictos a las drogas y a los dólares a conseguir contratos de hasta casi trescientos millones de dólares. Y de la misma forma que vimos el ascenso y caída de Jordan Belfort en el oscuro mundo de las finanzas de Wall Street, seremos testigos de los negocios turbios y traiciones por parte de estos muchachos. David funciona como el más normal de los dos (además de ser el narrador principal), y esa especie de John Cusack adolescente que es Miles Teller lo interpreta con la misma incredulidad con la que lo hacía en la grandiosa Whiplash. Como su hiperactivo socio Ephraim, Jonah Hill es puro carisma e intensidad, confirmando que estamos ante uno de los mejores comediantes de la actualidad (su risa haría estremecer al propio Guason). Si bien Phillips demuestra un gran control sobre su relato y se vale de recursos de toda clase, como planos congelados y una selección musical que va desde Creedence hasta Pink Floyd, para acelerar el ritmo y reflejar el descontrol de la dupla, sobre el final no puede evitar caer en ciertos clises retratando la previsible caída de sus personajes al abismo una vez que se meten con gente todavía más oscura (representada en un Bradley Cooper en versión gángster). Por suerte, sobre el final el director reafirma que esta no es una historia de moralejas fáciles, dejando al espectador con la última palabra sobre si es correcto o no juzgar a los protagonistas por el negocio que decidieron encarar. Después de todo, ellos no son más que un producto de la sociedad capitalista que los rodea, y como decía Tony Montana en Scarface (muy referenciada en Amigos de Armas): el capitalismo significa nada más ni nada menos “que te jodan por atrás”.
Superenemigos Es divertido observar a la distancia esta suerte de contienda entre los fans de Marvel y DC por ver quién se convierte en el rey de las películas de superhéroes. Mas allá de los fanatismos y las preferencias, la realidad es que pocos pueden debatir el hecho de que, aun con algún que otro pifie, la casa de Iron Man, Capitán América y compañía tiene una idea mucho más clara del tipo de películas que hace y cuál es el tono adecuado para contarlas, por eso la decisión de buscar directores como Joss Whedon, James Gunn y Jon Favreau entre otros. No serán ellos grandes autores, pero se trata de hábiles artesanos que ven estos universos superheróicos con cariño, sin desmerecer su carácter fantástico y lúdico. Muy diferente es el caso de DC. Siguiendo la línea de la ultima trilogía de Batman, dirigida por Christopher Nolan, y de El hombre de acero, de Zack Snyder, el universo de DC es mostrado de una forma más solemne y excesivamente grandilocuente, y esa seriedad impostada y su tono grave llegaron al límite de la parodia con la muy malograda Batman vs. Superman, quizás la peor película de superhéroes si se tiene en cuenta su expectativa previa. Con Escuadrón suicida, DC y Warner Brothers buscan redimirse de aquel trago amargo con una premisa que, al menos por sus trailers, anunciaba algo más de irreverencia y color. La historia de un grupo de supervillanos obligado por el gobierno americano a realizar misiones encubiertas prometía al menos una alternativa interesante dentro del género, pero si bien el comienzo muestra un poco de esa irreverencia y salvajismo, al rato nos damos cuenta de que al director David Ayer (más conocido por sus dramas policiales como End of Watch y Los Reyes de la Calle) parece interesarle más el regodeo cool con textos luminosos en pantalla, cámaras lentas y una selección musical que parece salida de un estudiante de publicidad rechazado por MTV (hay desde Queen hasta Eminem y White Stripes). Otros problemas, como un montaje hecho a las apuradas (algunos miembros del escuadrón ni siquiera tienen su propia intro y por lo tanto no sabemos ni sus nombres), y que los villanos a los que se enfrentan sean tan banales y ridículos (una suerte de diosa mitológica que seguro fue rechazada del casting de la nueva Cazafantasmas) hacen de Escuadrón suicida una película que por querer caerle bien a todos termina por convencer a pocos. Pero hay algunos diamantes en bruto que se pueden sacar de este Frankenstein de tonos y estilos. Tanto la desquiciada y sexy Harley Quinn de Margot Robbie, como el carismático asesino Deadshot que Will Smith interpreta con su habitual carisma (del Guasón de Jared Leto poco se puede decir, ya que su tiempo en pantalla no llega ni a los diez minutos, otra víctima del montaje apurado) hacen que el producto al menos sea atendible y que entregue una buena cuota de humor y erotismo dentro de tanta oscuridad. Si bien no estamos ante otro aburrimiento pomposo digno de Zack Snyder, a DC todavía le cuesta redondear una buena película. Se esperará entonces a si La Mujer Maravilla y La Liga de la Justicia el año que viene pueden torcer el rumbo, pero mientras tanto Marvel respira tranquilo: su reinado de superhéroes no está bajo la amenaza de ser derrocado.
Saber asustar Si hay una palabra exacta con la que se puede definir la carrera del joven director James Wan, esa palabra seria oficio. Ya sea en el terreno del thriller de venganza como en Sentencia de muerte, o maniobrando un tanque gigantesco como Rápido y furioso 7, Wan es de esos directores artesanos que ponen la cámara al servicio del relato que quiere contar, sin regodeos excesivos y mostrando siempre un gran interés en retratar a sus personajes con la mayor profundidad posible. Pero sin dudas es en el terreno del terror y lo sobrenatural en donde el director de origen malayo mejor se mueve, con títulos como la primera El juego del miedo y la saga de La noche del demonio, en las que saca a relucir no solo su capacidad de narrador, sino que demuestra tener un timing perfecto a la hora de generar climas de suma tensión y escenas terroríficas que dejan al espectador sin aliento. La primera parte de El conjuro, estrenada hace un par de años, fue la confirmación máxima de estas virtudes, y con esta secuela, si bien el realizador transita terrenos conocidos en cuanto a la puesta de escena y la exploración del miedo, lo muestra muy maduro en cuanto al desarrollo de sus personajes, sobre todo el de la pareja protagónica, interpretada de forma notable por Patrick Wilson y Vera Famiga. Un matrimonio católico de demonólogos encargado por la Iglesia de ir a casas embrujadas a expulsar el mal que allí habita, Ed y Lorraine Warren son el corazón de la saga, y ese amor mutuo que se tienen y su dedicación firme a la hora de enfrentar esos demonios internos que acosan la casa de una familia de clase humilde (en esta segunda parte se trata de una madre soltera y sus cuatro hijos que viven en los suburbios de Londres) es lo que separa a El conjuro y su secuela de la media que nos da el cine de terror últimamente. Basta ver la escena en la que Ed, para calmar los ánimos de los niños, decide cantarles “Can’t Stop Falling in Love”, de Elvis Presley, ante la compasiva y sensible mirada de Lorraine. Momentos como ese, o el plano final, hacen de El conjuro 2 una extraordinaria historia de amor entre dos personas a las que ni el propio Satán podrá separar, y eso puede lograrlo un realizador con la capacidad y el oficio de James Wan.
Mensaje mata cine La historia de Dalton Trumbo, un reconocido guionista de la era dorada de Hollywood (sus créditos incluyen la Espartaco de Kubrick), censurado y humillado tanto pública como moralmente por sus afiliaciones al partido comunista en plena época de caza de brujas del senador Mc McCarthy, daba pie para contar una historia fascinante como así también para entregar un marco de lo que se vivía en la gran máquina de los sueños durante los comienzos de la Guerra Fría, en donde la paranoia y la xenofobia estaban a la orden del día en Estados Unidos. Lamentablemente no es lo que sucede en Regreso con gloria. El director Jay Roach, conocido dentro del ámbito de la comedia con películas como La familia de mi novia y la saga de Austin Powers, decide abordar el derrotero de Trumbo de la forma más básica posible. Siguiendo paso a paso el modelo del biopic cinematográfico (lo único que faltaba era que cada figura conocida que aparece en pantalla esté acompañada de un cartelito indicando su nombre), Roach filma la odisea del guionista por subsistir en el mundo del cine sin traicionar sus ideales subrayando cada frase importante y haciendo una construcción maniquea de quienes se oponen al protagonista. En ese sentido es penoso el papel de la periodista de ultraderecha que interpreta Helen Mirren en plan villana de Disney y la paupérrima imagen que se le da al legendario John Wayne como el líder de la Motion Picture Alliance (una suerte de Tea Party de la industria cinematográfica). Pero esa decisión no solo se traduce en las actuaciones, ya que para mostrar qué tan bajo ha caído Trumbo a Roach no se le ocurre mejor idea que mostrarlo desnudo en una cárcel, remarcando lo reducida que quedó su dignidad a esa altura del relato. Tal es el nivel de sutileza que maneja el film. Luego de crear el antihéroe más memorable de la televisión de la última década con su Walter White de Breaking Bad, Bryan Cranston decidió, para darle vida a Dalton Trumbo, llenarlo de tics y manierismos cosa de que quede claro que está “actuando” y así conseguir un Oscar (de hecho fue nominado pero le tocó perder con Leonardo DiCaprio). La actuación de Cranston casi que puede resumir la película entera: gritada, desaforada, desesperada por ser reconocida por esa meca del mundo que es la Academia de Hollywood, como si esa fuera la única aspiración posible para quienes trabajan en la gran industria.
Todos los hombres de la iglesia Cuando el cine se mete en el mundo del periodismo investigativo basado en hechos reales, los resultados suelen ser interesantes. Allí están dos exponentes brillantes como Todos los Hombres del presidente, de Alan Pakula, o El Informante, de Michael Mann, para demostrar cómo el profesionalismo y el deseo de hacer lo correcto y buscar la verdad por parte de la prensa tanto escrita como televisiva generan un relato atrapante con elementos propios del thriller. En primera plana se inscribe dentro de este subgénero al contar la historia de cómo un grupo de periodistas del diario Boston Globe empezó a desenmarañar varios casos de abuso sexual por parte de la iglesia católica local, y de cómo la investigación fue creciendo hasta llegar a manchar a las grandes cúpulas tanto religiosas como políticas de la ciudad. Tomando como modelo el film de Pakula, el director Thomas McCarthy (el mismo de la muy interesante El visitante, con Richard Jenkins) cuenta la historia desde el punto de vista de los investigadores y de los diferentes miembros de la redacción del diario, optando acertadamente por omitir los detalles más escabrosos del caso evitando en gran parte la manipulación fácil (en ningún momento se muestran flashbacks que aludan a las violaciones por parte de los curas, y las victimas solo figuran en calidad de entrevistados). Digo en gran parte ya que si bien McCarthy se preocupa por mostrar el oficio de estos reporteros y su dedicación por el trabajo y la ética (el estilo sobrio del film busca mimetizarse con el mismo profesionalismo de sus personajes), lamentablemente llegado el tramo final del relato el director no puede evitar caer en la bajada de línea y remarcar los temas para que no queden dudas de la importancia de lo que está contando. En ese sentido, es una lástima que un actor que siempre hizo gala de la sobriedad y del “menos es más” como Mark Ruffalo sea encargado de dar un discurso a los gritos sobre la responsabilidad del periodismo por dar a conocer la verdad al público. Momentos como ese, o el innecesario epílogo en el que se exhibe un listado de casos de abuso sexual de la iglesia alrededor del mundo, amenazan con arruinar lo que era un buen thriller investigativo y con transformar a En primera plana en una película de denuncia, esas que, casualmente, terminan alzándose con una estatuilla dorada en plena temporada de premiaciones (y, en el fondo, sabemos que a los de la Academia les encanta que los temas sean dichos antes que mostrados).
Paranoia A poco de finalizada la guerra civil estadounidense, una diligencia avanza entre el paraje montañoso y nevado de Wyoming buscando evadir una fuerte tormenta y dirigiéndose a un destino incierto. Los paisajes vastos y majestuosos, que solo el formato fílmico Ultra Panavisión de 70mm puede mostrar, en toda su gloria nos hace pensar que Quentin Tarantino, en su octavo opus como realizador, evocará los westerns abiertos propios de John Ford o de su adorado Sergio Leone. Pero los que seguimos a fondo la carrera de este niño terrible de Hollywood sabemos que lo suyo es evadir las expectativas. Una vez presentados los integrantes de dicha caravana (un cazarrecompensas que lleva esposada a una mujer miembro de una banda criminal para que sea ejecutada; un excombatiente negro de las fuerzas del norte, también convertido en cazarrecompensas; y un joven sureño que dice ser el sheriff del pueblo más cercano) la acción se trasladará a una taberna en las afueras de Red Rock, en la que ellos, mas otros cuatro extraños, deberán pasar la noche hasta que aminore la tormenta. De ahí en más la acción no se mueve de ese lugar, y es cuando Tarantino muestra sus verdaderas cartas. Como un globo que se infla hasta reventar cuando menos se lo espera, encerrará a sus criaturas allí creando una olla a presión en las que tensiones de todo tipo (sobre todo las éticas y las raciales) se pondrán a prueba hasta culminar en un baño de sangre y vísceras. Los 8 más odiados, en principio, representa un regreso a las fuentes para el director, ya que tanto la única locación como los choques verborragicos entre los personajes remiten a Perros de la calle, pero al mismo tiempo el film continua con la línea revisionista del pasado que exploró en sus últimos trabajos, Bastardos sin gloria y Django sin cadenas. De esta ultima Tarantino vuelve a retomar la intención política de mostrar una sociedad con un racismo latente y conflictos de clase que aun hoy no tienen solución en su país, aunque afortunadamente en Los 8 más odiados todos los personajes, incluso el que interpreta Samuel L. Jackson. poseen una dudosa moral que tiñe de gris el relato, a diferencia del maniqueísmo más marcado de Django. El verdadero interés pasa por crear tensión y una sensación de paranoia constantes en las que nadie es quien dice ser y un paso en falso puede terminar con una balacera infernal. Las comparaciones con La cosa de John Carpenter son evidentes y no terminan ahí, ya que están los acordes del gran Ennio Morricone y la presencia de Kurt Russell para recordarnos que por más canchero y megalómano que se crea, Tarantino sabe referenciar a la gente indicada. Quizás allí resida su verdadero talento.
Volver al futuro A juzgar por lo que está sucediendo en las últimas décadas, lo que mejor funciona en Hollywood es la nostalgia. Cuando ya no hay mas películas de superhéroes o adaptaciones de novelas adolecentes que explotar, la gran maquinaria cinematográfica apela a retrotraer clásicos de épocas pasadas con el fin de adaptarlas a las nuevas audiencias, pero sin perder esa mirada respetuosa hacia lo que se hizo previamente. Sucedió con las sagas de Rocky, Jurassic Park e Indiana Jones entre muchas otras, y es a lo que apela el director J.J. Abrams con Star Wars: El despertar de la fuerza, la primera de una nueva trilogía del universo intergaláctico creado por George Lucas, quien decidió despegarse de la franquicia al venderle todos los derechos de la misma a Disney en el 2012. Luego del fracaso creativo rotundo que significaron los episodios I,II Y III, en los que al contar el origen del villano Darth Vader a Lucas se lo comió el monstruo de la digitalización convirtiendo a dichos films en meros pastiches visuales sin ningún grado de emoción, Abrams (quien ya había demostrado su capacidad de resucitador de franquicias sci-fi con su versión alegre y relajada de Star Trek) opta por volver a los orígenes más nobles de la saga y retomar los caminos de las tres primeras películas, iniciado allá por 1977. Esta vez, si bien los protagonistas originales como el inoxidable Han Solo y la ahora General Leia hacen sus apariciones respectivas para el deleite de los fans, el centro de la historia pasa por una nueva generación de héroes: El dubitativo Finn, ex soldado Imperial en busca de redención, el valiente piloto rebelde Poe Dameron, y Rey, una joven chatarrera en busca de su verdadero destino. El lado oscuro está encarnado ahora por La Primera Orden y liderado por Kylo Ren, una suerte de Vader 2.0 con graves problemas de ira y un secreto que conviene no revelar. Alumno aplicado de la escuela de Steven Spielberg, Abrams es un cineasta que sabe narrar con mucho vértigo y pulso narrativo. Sus personajes se encuentran siempre en movimiento y no hay mucho espacio para las explicaciones ni la solemnidad. El Despertar de la fuerza tiene muchos momentos de humor y espectacularidad que alivianan el relato y devuelven la saga a su punto más básico, el de la aventura clásica de ciencia-ficción (o space opera, como se solía llamarla) inspirada en los clásicos seriales como Flash Gordon y Buck Rogers, entre otros. En contra del film, se puede decir que si bien Abrams es un talentoso narrador (y gran director de actores, ya que todas las nuevas incorporaciones resultan brillantes descubrimientos) es tal la reverencia y el respeto que tiene por el universo Star Wars que uno siente a El despertar de la fuerza casi como una remake de la primer película, con una nueva Estrella de la muerte incluida a la que hay que destruir de manera similar. Por otro lado, la película también sufre el clásico problema de estructura episódica que tienen todas las sagas, con interrogantes sin responder y pistas varias que serán retomadas en las películas posteriores. Aun así, es mucho lo bueno que hay en El despertar de la fuerza como para que sigamos confiando en viajar a esa galaxia muy muy lejana y sentirnos como niños nuevamente. La Fuerza (y los millones) por ahora están de su lado.
Maldita Navidad Con una escena de créditos iniciales que muestra en slow motion a hordas de familias arrasando con un shopping para realizar las típicas compras navideñas, el director Mike Dougherty (el mismo de la interesante y poco vista Cuentos de Halloween) demuestra en dónde están sus sensibilidades. Lejos de ser una película de terror oscura y seria, Krampus tiene el tono juguetón de aquellos films que la productora Amblin de Steven Spielberg solía hacer en la década del 80, particularmente el de la saga Gremlins, de Joe Dante. Ubicada en las vísperas de la Navidad, el film de Dougherty transcurre mayormente en la residencia de una familia al que el término disfuncional parece quedarle corto, con hermanas que se odian, sobrinos que pelean y suegras insoportables. Es tal el nivel de intolerancia que uno de sus miembros, el joven Max, decide romper la carta que le había escrito a Papá Noel en el que deseaba que devuelva la unión familiar a esa casa. Es justamente ese acto lo que desencadena el arribo del personaje del título, una criatura basada en cuentos folklóricos que hace de contracara de Santa Claus, y que en lugar de traer regalos siembra el terror absoluto en el barrio castigando a la familia en cuestión. Es en ese instante en el que la comedia negra de la primera parte cede un poco al terror sobrenatural, aunque es claro que Dougherty no termina de tomarse al material completamente en serio, lo que hace de Krampus un film un tanto esquizofrénico a la hora de definir el tono de lo que quiere contar. Aún así, la película vale la pena por la creatividad que exhibe el director a la hora de crear escenas delirantes, como un ataque de muñecos de jengibre (un slapstick digno del mejor Sam Raimi) o un enfrentamiento de papá y mamá contra unos juguetes diabólicos que cobran vida y que no paran de causar el caos total. Krampus no será recordada por su originalidad ni por reinventar el género de terror, pero supone un rato agradable que a esta altura del año es recibido como un regalo navideño anticipado.