Identidades partidas El cine vuelve a retratar una de las épocas más oscuras del pasado reciente en la Argentina. En este caso toma la última etapa de Montoneros antes del Golpe de Estado, la clandestinidad, muerte y exilio posterior de los sobrevivientes. Mario (Javier Godino), hijo de un ex militante que debió irse a vivir a España, regresa para contactarse con Miguel (Miguel Ángel Solá), su padre, luego de que éste sufriera una segunda embolia. Ya en su casa, Miguel demuestra que aun vive conectado con fuerza al pasado y por momentos le cuesta reconocer a su hijo, a quien ve como una amenaza o un enemigo. Mario, que desde bebé también fue llevado a tierras españolas, intenta un acercamiento con él, para tratar de terminar de cerrar y darle un sentido a su historia.
Antoine (Lambert Wilson), cincuenta años, salud cuidada al extremo, sufre un ataque cardíaco en plena maratón amateur. Este hecho se convierte en una bisagra en su vida, que sufre replanteos y cambios en cuanto a la manera de relacionarse con los demás y consigo mismo. Aunque esta no es solo la historia de Antoine, sino también de su grupo de amigos. El filme coral de Eric Lavaine pretende hacer un retrato de personas de mediana edad, con sus vicisitudes, devaneos amorosos y relaciones familiares. La primera mitad de la película promete más de lo que entrega. El guión propone un prólogo, narrado en off por Antoine, para luego realizar un flashback que lo muestra en acción antes del accidente cardíaco. Inútil ida atrás en el tiempo, que no hace sino lentificar el desarrollo de la trama. Finalizado el flashback, volvemos al tiempo presente y la historia sigue sin arrancar. Descriptiva más que narrativa, en el peor de los sentidos, situaciones trilladas y de poco vuelo humorístico se suceden, con alguna que otra salida de alguno de los personajes que nos hace esbozar una sonrisa cómplice. No hay un peso dramático o sustancia para poder ver lo que realmente ocurre con los personajes. Algunos, como sucede con la pareja de separados que inevitablemente se encuentran en cada reunión grupal, cansan con sus actitudes y repeticiones. Recién en la segunda mitad del filme, sentí que el avión, que comenzaba por fin a volar -aunque muy cerca del ras del suelo- había despertado en algo mi interés. Las piezas, llegado el final del filme, no se modifican significativamente. Cada cosa vuelve a su sitio. Quizás el protagonista, Antoine, sea el que sufre realmente un cambio. Hay buenas actuaciones, pero no alcanza y queda gusto a poco. Recomiendo ver (o volver a ver) Intocable (de Eric Toledano y Olivier Nakache), película que habla de la relación y los lazos de amistad entre un personaje tetrapléjico y su asistente. Dos personajes que nos hablan más de lo que les pasa, cómo es su situación personal y social, y nos hacen reír abiertamente, sin sentir lástima por ninguno de ellos.
“Quien, ligero de bolsa, de genio naciente, no haya palpitado con vehemencia al presentarse ante un maestro, siempre carecerá de una cuerda en el corazón, de un toque indefinible en el pincel, de sentimiento en la obra, de verdadera expresión poética.” Honoré de Balzac, La Obra Maestra Desconocida. El Picasso de Persia me recordó aquella película de Sergio Wolf de 2003, Yo no sé qué me han hecho tus ojos, donde el propio Wolf iba, como un detective de la novela negra, detrás de las escasas pistas que le brindaran datos acerca del paradero de la cancionista Ada Falcón, quien tras un desengaño amoroso había decidido retirarse del mundo décadas atrás. El cineasta finalmente logra dar con la mujer, recluida en un convento de la provincia de Córdoba, y registrar el encuentro. La joven artista plástica y realizadora iraní Mitra Farahani hizo algo parecido, aunque el filme se centra prácticamente en los diálogos que mantuvo con el artista Bahman Mohasses, quien como la Falcón, se había encerrado entre cuatro paredes, pero en este caso su templo era una habitación-estudio de un hotel en la ciudad de Roma. Moderno e iconoclasta, Mohasses se había exiliado en Europa por razones políticas, tras el triunfo de la Revolución Islámica, que había censurado o mutilado sus trabajos. Ahora, casi olvidado, realiza pinturas solo por encargo. La mayor parte de su obra existía sólo en libros ya que había sido destruida por la censura de su país o directamente por él mismo. Construida hábilmente, El Picasso de Persia es un estudio sobre la carrera y la vida de un artista atravesado por su tiempo. Su intensidad va de la mano con la figura del personaje retratado. Logra sumergirnos en un clima de intimidad, donde nosotros también convivimos con las situaciones que van apareciendo. Farahani logra una peculiar relación con Mohasses. Fumador empedernido, él le pedirá en ciertos pasajes que no lo deje fumar. Y en otros dará órdenes a la directora, que casi no sale en cuadro, manteniéndose en off, sobre cómo debe ser mostrada tal o cual imagen. Por ejemplo el final, que debía enseñarnos el mar (uno de los temas clásicos de Mohasses en sus pinturas eran los peces y él quería que sus restos fuesen depositados allí). Farahani cumple casi a rajatabla con estos mandamientos y la película se convierte en un curioso acto de creación colectiva, una sinergia entre la realizadora y su entrevistado que potencia la cinta. Aunque la realizadora y su artista elegido no son los únicos protagonistas: dos personajes se suman promediando el metraje, compradores de arte, también iraníes, que residen en Dubái y encargan a su admirado artista una obra. Este encargo logra movilizar a Mohasses y hacerlo salir de su recinto en busca del material necesario para cumplir con el pedido. La obra quedará inconclusa, ya que a los pocos días fallece. Esos últimos momentos son trabajados con pudor por Farahani, que nos cuenta sobre la debacle solo con la voz en off del agónico artista, lo suficientemente dramática para conmovernos. Ganadora del premio a Mejor Película del BAFICI 2014, El Picasso de Persia es un documental sincero, cargado de una sensibilidad y honestidad pocas veces vistas.
No depende del color con que se mire. Oh forma parte de los Buvs, una raza alienígena que desconoce el significado de la palabra “valor”. Más bien a él y a sus congéneres les sale bien lo que conocemos por aquí como “soldado que huye sirve para otra guerra”. Y así comienza la historia de Home, con una huida general de Buvs que finaliza en un planeta amigable como La Tierra. Al llegar, ellos quieren estar tranquilos, por lo que deciden reubicar a los terráqueos en Australia, lugar donde crean una colonia para “humanos felices”. Resuelto el tema, comienzan a moverse a sus anchas en tierra ajena. Despreocupados, sintiéndose a salvo de otra raza alien que los persigue y ha destruido su hábitat en anteriores ocasiones, sólo tienen que adaptarse a su nuevo mundo. Oh se diferencia de sus pares, la gran familia de los Buvs, ya que su deseo es entablar relaciones y socializar con ellos. Pero los demás no quieren saber nada de eso y lo excluyen. Oh descubre pronto que está solo. Y que a los otros solo les importa vivir de una manera rígida y conformista. Trip, adolescente que se salvó por azar de ser llevada a Australia, se cruzará en su camino. Y pronto ambos descubren que la soledad y el no ser aceptado por sus pares es el común denominador que los une. Trip busca desesperadamente a su madre y Oh decide ayudarla en una travesía que incluirá momentos divertidos y algún que otro susto. Oh aprenderá, como todo héroe, el significado de la palabra arrojo y descubrirá que tener amigos no es solo para seres de su especie. Trip pasará del susto y la desconfianza a la comprensión y el afecto. Como suele suceder en las “buddy movies”, nuestros protagonistas, obligados a convivir por razones que los exceden, se encuentran más allá de sus diferencias. Home no se caracteriza por su originalidad pero tiene algunos elementos para tener en cuenta, como el cambio de forma y color de los Buvs con sus emociones o cambios de actitud (Oh se pone verde al mentir, delatando sus propósitos). Y Tip, su compañera de aventuras, no es la típica WASP (las siglas en inglés de Blancos, Anglosajones y Protestantes) sino afroamericana, cosa no muy habitual en propuestas para niños. ¿Corrección política? No lo sabemos, pero el cambio es bienvenido. Estamos ante una película que con sus lugares comunes y previsibilidad en la trama, logra conquistar. Sin ser pretenciosa, transmite un mensaje claro que habla de la familia como eje y la comprensión y el equilibrio con el otro más allá de las diferencias (y los colores). Disfrutable de principio a fin.
Pelotazo al vacío. Un grupo de amigos que ronda los 30 decide pasar unos días cerca del fin de año en la casa de un familiar de uno de ellos en el Tigre. Nicolás, Pilar, Cata, Manuela y Nacho son de la partida, a la que se suma inesperadamente Belén, la hermosa amiga de Manuela. El grupo llega a la casa y comienzan los enredos. Los personajes entrarán en una especie de juego de enroques, pero lo que podría haber sido interesante se encuentra lejos de generar algún interés y se diluye en escenas intrascendentes, chistes pocos graciosos o de gusto dudoso y momentos descartables. Los personajes, estereotipados (la obsesiva del orden, la “intelectual” de sexualidad indefinida, el misógino, la ingenua), están lejos de generar alguna empatía, no crecen, solo se mueven sin ton ni son, y seguir sus avatares y desventuras resulta tedioso y sus diálogos y situaciones poco importan, en una historia que parece no tener fin. La droga y el sexo aparecen, quizás como elemento de ruptura de un orden establecido o mero componente cómico, sin lograr plenamente los objetivos. El único personaje que parece sufrir alguna transformación, o al menos sentirse tocado por los acontecimientos al finalizar la película, es “Cavernico” (Nicolás, interpretado por el propio Piroyansky). Aunque al salir de la sala, uno ya se olvide rápidamente del asunto y quiera pasar a otra cosa. De los más rescatable, la música de Nicolás Sorín, sobre todo el leitmotiv musical que marca el estado salvaje de los personajes. No se termina de entender a dónde apuntó Martín Piroyansky en Vóley, si al retrato de una generación todavía anclada en la adolescencia tardía, la pugna entre lo primario que subyace dentro de nosotros y las formas civilizadas, o al vacío que nos toca vivir en estas épocas. En definitiva, puede que involuntariamente haya sido esto último, porque no le encontré ningún sentido.
El cine antes que todo. Esta crítica está dedicada a Aníbal Vinelli Mi relación con el protagonista de esta película siempre fue cercana. De una u otra manera me ocupaba de conseguir la guía de cine que publicaba junto a Gene Siskel y miraba sus críticas publicadas en el Chicago Sun. Roger Ebert fue un crítico que excedió el mero mote de tal. Apasionada, la mirada de Ebert sobre el material siempre fue con amor. Desde sus inicios, Ebert fue un defensor del cine y un propulsor del medio, sea de donde fuere su procedencia. Galardonado con el premio Pulitzer y creador de un programa televisivo de crítica y opinión junto a su “archienemigo” Gene Siskel, crítico como él, el infatigable norteamericano comenzó como protagonista un rodaje que terminó sin su figura. La película es un repaso a esta carrera y está basada en Life Itself, el libro de Ebert que da nombre a la película. Para el público común, el espectador corriente, es una oportunidad única de acercarse al mundo de un crítico de cine que no perdió la energía y el humor, ni siquiera ante un cáncer que le quitó la capacidad de alimentarse por sus propios medios. Por la cinta desfilan realizadores como Werner Herzog y Martin Scorsese (productor del filme), y Chez Ebert, una persona fundamental en su vida, mujer con la que se casó a los cincuenta años. Ebert fue un abanderado de la crítica para “todo el mundo”, utilizando en sus notas un lenguaje simple y de rápido acceso a sus lectores. El film lo muestra en esta faceta, pero también analiza algunos puntos oscuros (la propia enfermedad que padecía y el alcoholismo que lo acompañó en su juventud). Sin ser demagógico ni complaciente, el director Steve James nos invita a hacer un repaso por la vida de uno de los grandes (si no el más grande) crítico de la historia. No es una película que vaya a sorprender por su estructura o manejo narrativo, pero sí va a cautivar por el costado humano de un personaje que en vida dio todo por el cine y sus espectadores, una persona capaz de defender por igual a Bonnie and Clyde y El Árbol de la Vida.
Si la vida fuera tan sencilla… Rosie y Alex son amigos desde muy chicos y esa amistad irá consolidándose con el paso de los años, mientras una ligera sospecha de romance mutuo los acecha con mayor o menor intensidad a medida que avanza el tiempo. Cómplices y compañeros en sus sueños y primeras aventuras amorosas, estarán unidos y se buscarán para darse apoyo. Todo parece marchar de la mejor manera, hasta que un imprevisto accidente los coloca en caminos opuestos. Rosie queda embarazada de Greg en su primera relación sexual, por lo que su idea de vivir y estudiar en los Estados Unidos debe ser dejada de lado. Él se queda en el gran país del norte, mientras ella decide quedarse con su familia, haciéndose cargo de su hija ella sola en el viejo continente. La historia avanza a trompicones, es decir, con vueltas de tuerca sin un eje preciso, con destino a un happy ending demasiado cantado. Caprichosa, repleta de clichés e indecisa, mantiene una línea que pretende abarcar una historia de vida, con subidas y bajadas de tono, pero sin ton ni son. Lily Collins (hija del ex Génesis Phil Collins) pone su encanto al servicio de un guión muy poco creíble. Y no es que las comedias románticas tengan que ser realistas, ya que de hecho no lo son. Pero sí cuando son buenas deben construir un verosímil que sea honesto y claro consigo mismo, cosa que en Los Imprevistos del Amor no sucede. Reaccionaria y conservadora, no responde a los parámetros que conocemos del mejor cine inglés, sutil e inteligente (viene a mi memoria Cuatro Bodas y un Funeral, por citar solo una) y sí se acerca a la mala comedia americana, más ramplona y facilonga. Si todo se resolviese tan fácil en la vida como en esta historia, viviríamos más felices y con menos preocupaciones, dejando de lado dolores y pesares como si de piezas descartables se tratase. Poca película para una cartelera que espera ansiosa el estreno de comedias románticas más afortunadas.
Un perro andaluz. En 1959 el cine francés pone la firma oficial a la “Nouvelle Vague” con dos filmes que harán historia. Uno es Los Cuatrocientos Golpes, de François Truffaut y el otro, Sin Aliento, de un tal Jean-Luc Godard. Dispuestos ambos a dejar atrás un modelo de cine teatral y caduco, buscan romper normas y establecer nuevas formas, que en realidad se venían gestando desde la época del Neorrealismo Italiano, con Roberto Rossellini a la cabeza, en películas como Roma, Ciudad Abierta y Paisá. En una entrevista realizada en la época, Godard afirmaba que la Nouvelle Vague se proponía hacer cosas que otras películas no hacían. “Si no se puede filmar a los personajes en un fondo blanco, lo haremos en un fondo blanco”, sostenía. Y si no hay carro para realizar un travelling, se haría colocando la cámara en un cochecito de bebé. El cine dejaba los estudios y ganaba la calle. Godard se fue diferenciando y hasta enemistando con su par François, culpándolo de haberse aburguesado e ir entrando en el sistema que otrora había criticado con furia. Y así, en el horizonte, Godard continuaba su camino, levantando su bandera, la del más radical y eterno “enfant terrible”, el único campeón del cine moderno. Adiós al Lenguaje lo encuentra a sus 84 años en plena forma. En formato 3D y con cámaras de celular en algunas de sus tomas, la búsqueda del galo continúa, expandiendo la forma e interpelando a la imagen. El uso restallante del color, marca de fábrica, el empleo del sonido asincrónico y del mismo formato en tres dimensiones, personal y único, lo diferencian de la mayoría de los directores que filman hoy día. Su filme ensaya (y no siempre lo logra) una tesis acerca del lenguaje audiovisual, la masividad de las imágenes, el autoritarismo y las posibilidades que ofrece el dispositivo. El film propone a la vez que desautoriza la teoría de la muerte del cine. Y es en esta contradicción donde reside su fuerza. Las imágenes laten, negándose a dejarse arrastrar por el olvido y la indiferencia del espectador. Godard ladra y tiene aun cosas por decir, y esta película, ganadora del Premio del Jurado del último Festival de Cannes, así lo demuestra. Algunos lo llamarán coraje, otros tozudez, lo que es cierto es que el cine que propone Godard puede conmover con solo una imagen, un sonido o una palabra.
Durante poco más de dos horas y media, Jep Gambardella, protagonista de La Grande Belleza, nos guía con nostalgia y dolor, por una sociedad que conoce bien y de la cual no puede (¿no quiere?) despegarse. La cámara, sinuosa, inquieta, atraviesa impune espacios reservados a la alta sociedad romana. Jep (Tony Servillo), testigo y víctima a la par, sesenta y algo, escritor de un solo libro que le dio cierto renombre en el pasado, es incapaz de escribir otro. Cínico, se dedica a mirar a sus congéneres como si se mirase en un espejo. Habitué de fiestas inacabables y encuentros colmados de vacío, desenmascara y pone en evidencia sin reservas a sus propios compañeros. La nostalgia lo invade en un presente insoportable en la Italia del “Caimán” Berlusconi. Fellini se cuela por los poros de La Grande Belleza. La Dolce Vita, aquel fresco inolvidable de la década del ´60, convocaba los mismos fantasmas. Una sociedad sin rumbo, desencantada y sin horizontes. Marcello Mastroianni era un joven periodista venido de la “Italia Profunda” que se inmiscuía en los círculos más altos de la burguesía romana, dejándose arrastrar finalmente por el sinsentido.
Estados Unidos, con sus mega producciones encabezadas por Disney-Pixar, copa el mercado de la animación en el mundo. Su despliegue monumental ha dado grandes películas, con personajes que entraron rápidamente en el corazón de la gente, engrosando los bolsillos de sus creadores. Toy Story (la tercera de la saga se convirtió en la más taquillera), Monsters Inc., Buscando a Nemo, Wall-E y tantas otras, son algunos de los ejemplos. Pero no solo el emporio del ratón más famoso está en la escena, películas de otros estudios como Shrek, La Era de Hielo y Mi Villano Favorito, con sus respectivas secuelas, vieron que el negocio era jugoso y no se quedaron atrás. Rodencia y el Diente de la Princesa, película de animación en 3D y realizada en Latinoamérica (el film es una coproducción argentino/ peruana), encuentra sus mejores armas en una historia que habla del derrumbe de los prejuicios, la solidaridad y el coraje. La aventura como motor de la historia, en personajes -anti- heroicos y nobles, se combina con una impecable factura técnica y una animación que recrea hermosos paisajes naturales. Además, la película toma palabras y vestimentas de identidad incaica (“quipachí” es uno de los términos, utilizado por uno de los personajes, para hacer su magia). La historia, que comienza con cierta lentitud, va cobrando energía con el correr de los minutos. La aparición de Brie, ratoncita que se suma por decisión propia a la aventura, no solo sirve para auxiliar a sus atribulados compañeros de viaje, sino también para darle ánimos a un relato que va ganando en solidez. No es de extrañar que sea un personaje femenino quien tome las riendas de la acción y destaque por sobre el resto de sus congéneres. Es un signo de los tiempos y de muchas de las historias que se ven en pantalla desde los últimos años. La presencia, seguridad y firmeza de Brie contrasta con los miedos e incertidumbres de los demás personajes masculinos que la circundan. El cine de animación tiene una extensa trayectoria en el continente. Argentina fue pionera en el mundo y hay una larga historia, que parece consolidarse y crecer con la incorporación de nuevas tecnologías (Metegol, de Juan José Campanella, que acaba de obtener el Goya a la mejor película animada, tal vez marque un comienzo). Será cuestión de aguardar las nuevas propuestas y ver qué nos deparan…