Y finalmente llegó. Tras el largo (pero original) derrotero que antecedió a su producción y lanzamiento y que incluyó cinco películas, el largometraje de uno de los grupos de superhéroes más importantes del universo Marvel fue estrenado provocando una explosión de testosterona nerd alrededor del globo, que se traduce en una taquilla despedazada y medios no especializados haciéndose eco de una cinta de este tenor. Hulk, Iron Man, Thor, Capitán América, Hawkeye, Black Widow, Nick Fury, Loki y su ejército Chitauri transforman la pantalla en una enorme viñeta, o mejor aún, en una página doble repleta de detalles, héroes, explosiones y embebida en la más pura energía cinética. El resultado es un blockbuster monstruoso donde la acción y la comedia van de la mano y que se sostiene no solo por un guión previsible pero sumamente dinámico, una avalancha de bienvenidos FX, la interpretación de un Robert Downey Jr. que pareciera haber nacido para encarnar a Tony Stark y la excelente utilización de Hulk, personaje que los guionistas (al fin) comprendieron a la perfección, explotándolo desde todas sus aristas en un 100% y convirtiéndolo en uno de los puntos más elevados de la película.
Podríamos pretender -corriendo el riesgo de pecar de ambiciosos- que esta reseña no sea sólo sobre la versión norteamericana de la primera parte de la trilogía Millenium, sino también un repaso por las novelas, las tres películas suecas y los fenómenos del mercado y las industrias culturales. De un tiempo a esta parte, Hollywood pareciera haber secado su océano de ideas. Esa planicie árida y resquebrajada se nutre entonces, ya no de guiones importados sino directamente de otras películas que no sólo garantizan el éxito sino que ofrecen la teórica facilidad inherente a un mapa de viaje. “La Chica del Dragón Tatuado” no es sino una muestra más de esta tendencia. Tras el excelente trabajo realizado por el director danés Niels Arden Oplev en la adaptación de la primera novela de Stieg Larsson -luego del fenómeno mundial generado por la publicación del libro- la industria norteamericana no demoró en activar los resortes necesarios para poner en marcha una remake “hecha en casa”. El doppelganger fue activado y el elegido para su creación fue David Fincher. Director mimado en tierras del norte, con laureados antecedentes (el más reciente, la oportuna “Red Social”) e interesantes propuestas. Junto a él, aterrizaron Daniel Craig y una casi ignota Rooney Mara sobre quien los ojos se posaron con particular interés, ya que sería la encargada de interpretar a uno de los personajes más interesantes creados por la literatura contemporánea: la sociópata Lisbeth Salander. Una hacker e investigadora de turbio pasado, con problemas de conducta sólo superados por una inteligencia nacida en el seno de Asperger y un look gótico perturbador. Una dama que rompe el molde, echando por tierra los rasgos identitarios de la femineidad occidental y erigiéndose en una suerte de icono contracultural contemporáneo. Sin embargo, el producto Hollywood propone una Lisbeth Salander edulcorada que se encuentra a años luz de la interpretada por Noomi Rapace en la versión sueca. Si bien esta propuesta sigue obediente los rasgos fundamentales del personaje, a lo largo de la película vemos como languidece hasta llegar al patetismo. La cabeza norteamericana no admite todo eso que la versión original se atrevió a poner en la pantalla y que representa lo dicho, un quiebre con la visión occidental de lo femenino. Así, la Lisbeth de Rooney Mara se toma licencias de minita que le quitan fuerza al personaje y por propiedad transitiva, al desarrollo de la historia. Sobre el resto de la película es difícil tener algún tipo de reparo. Como era previsible, la dirección de Fincher es excelente, el rodaje en locación es algo que el director ha demostrado de sobra que conoce a la perfección por lo que la progresión narrativa hace al relato ameno e intenso, aunque con mucha menos fuerza que su original. Daniel Craig se muestra correcto en un papel sin demasiadas exigencias y ese clima opresivo que corta transversalmente la historia, aunque atenuado, dice presente. Y si bien las comparaciones son odiosas, en este caso parece necesaria. El afán expansionista de Hollywood (industria a la que no delezno y que consumo ávidamente) ha comenzado a mostrar sus fisuras más obvias. La producción, creación y comercialización de películas destinadas a reventar boleterías y mantener al tope sus arcas ya no alcanza. Se busca más y esa voracidad es saciada a través de la recreación. Allí pareciera estar una nueva clave del éxito. Lo que la crítica aclama, si no tiene la bandera yankee, es nacionalizado de inmediato. Como un jugador ignorado en su país y ovacionado en una liga desconocida que es convocado para jugar en la selección de un terruño cuyo idioma nunca aprendió. Ha pasado con “Let The Right One In” y con “Infernal Affairs”. Y seguirá ocurriendo, el mercado manda. Nada más importa. Mientras tanto el poder de la industria yankee propone una particular ironía. Su alcance, hará que sus versiones sean las que terminen por imponerse ante el grueso del público (“The Departed” ganó el Oscar a mejor película, su original asiática, apenas es conocida). No obstante, sería interesante poner el acento en consumir también las historias originales, que al no encontrarse bajo el ala protectora estadounidense requieren un circuito alternativo para darse a conocer globalmente. Y ese circuito de distribución es sin duda Internet, lugar al que se podía acceder a películas que jamás llegarán ni al cine ni al sitio de alquiler de nuestro barrio, pero que ahora encuentran un oportuno cepo en la ley SOPA, curiosamente, impulsada por los Estados Unidos con el objetivo de “salvaguardar los derechos de autor”. Un subterfugio tan divertido como el de defender los derechos civiles y las libertades individuales de los ciudadanos libios, afganos o iraquíes con una simpática invasión.
Juan Minujín se decide a hacer de su primera película un arriesgado y pretencioso experimento. No necesariamente por la manera en la que aborda el lenguaje audiovisual, el uso de la cámara o los recursos cinematográficos, sino más bien por el intrincado personaje que no sólo dirige sino también interpreta. “Vaquero” nos convida a recorrer el escabroso laberinto mental de Julián Lamar, un actor de 33 años que reniega de un sistema al que desespera por pertenecer. Lo hace en silencio, con la astucia de saberse patético pero la terquedad de no reconocerlo. Así, sus pensamientos traducidos en una voz en off que es la verdadera protagonista de la historia, ponen en evidencia un personaje complejo, oscuro, atrapante.
Hasta la victoria siempre Y un día este interminable camino de películas de superhéroes Marvel que nos lleva hacia “The Avengers” llegó a una de sus paradas más esperadas. “Capitán América: El Primer Vengador” se estrenó con una dosis alta de expectativas sobre sus espaldas, sino del público general, al menos de quienes disfrutamos del género fantástico, sobre todo cuando se trata de una extensión natural de un medio de expresión artística largamente subestimado como la historieta. El “Centinela de la Libertad”, personaje norteamericano por antonomasia e ícono cultural del american way of life llegaba a la pantalla grande tras la hilarante adaptación de 1990, arrastrando probablemente el prejuicio inevitable que generará para el público general un personaje que viste con los colores de la bandera de las barras y estrellas. Vayamos por partes. ¿Qué se le puede reprochar a este largometraje técnica y estéticamente? Seguramente muy poco. La caracterización del personaje es genial, optando por un traje más bélico que estridente (e incluso mofándose del diseño original en el pasaje donde es utilizado como estrategia de marketing para atraer reclutas) y la reconstrucción de la década del 40 es loable hasta en los detalles. El rodaje en locación evidencia el trabajo riguroso del director Joe Johnston, quien conoce como manejar el género fantástico (la excelente The Rocketeer es una de sus obras) y el reparto cumple correctamente en cada uno de sus papeles, sin que se pueda señalar uno descollante. Pero lo realmente bueno es que este merengue yankee no empalague. La exacerbación del estilo de vida norteamericano no es el leit motiv del largometraje, que afortunadamente no se convierte en una herramienta de propaganda en ningún momento, marcando sus límites claramente y -como ya dije antes- incluso riéndose de las herramientas utilizadas por el ejército norteamericano en el punto más álgido de la Segunda Guerra Mundial. Punto para la dupla compuesta por Christopher Markus y Stephen McFeely. Pero quizás el peor error en el que incurre este binomio es en no dotar al Capitán América de la fantástica personalidad que supieron imprimirle en las historietas primero Mark Millar y luego Ed Brubaker. Allí, el personaje es un líder nato, oscuro, proactivo, de pocas palabras y no el pelmazo insoportable que desanda la película revoleando su escudo inexpresivamente. Ese es el gran problema de la cinta: el Capitán América nunca es el Capitán América. Estamos ante un largometraje sobre Steve Rogers, el debilucho pero valiente americano con la quijada de cristal y los huevos de plomo, y no sobre el Súper Soldado capaz de ganar una guerra con apenas un puñado de hombres leales dispuestos a morir por él, enajenados por su voz de mando. La evolución del personaje no ocurre nunca y eso contribuye a que se marchite con el correr de los minutos. Y la decepción es aún mayor porque la inclusión de los Howling Commandos y la de un Bucky -que atinadamente no es el sidekick más insoportable de la historia del cómic- es fabulosa. Los personajes respaldan con prestancia al protagonista y son, por lejos, mucho más interesantes a pesar de los pocos minutos en los que ganan el frente de la historia. Hugo Weaving como Red Skull es sencillamente abrumador, si algo le faltaba al rostro de este actor nacido para interpretar villanos, era ser mutado por el arte -sí, el arte- del maquillaje en la calavera escarlata de un megalómano genócida nazi. Sin embargo, y a pesar de estas cuestiones que están más relacionadas con la adaptación de la viñeta al cine, estamos ante una pieza audiovisual muy lograda, un escalón más arriba que “Thor” o “The Incredible Hulk” pero aún mirando desde abajo a “Batman: The Dark Knight” o “X-Men: First Class”, largometrajes que supieron imprimirle al subgénero “película de superhéroe” un valor agregado largamente esperado. Ahora, sólo resta aguardar por “The Avengers” luego del seductor after credit, con la esperanza que la voz que haga resonar el mítico ¡Avengers, assemble! sea la de un verdadero capitán, y no la de un soldado raso timorato devenido por casualidad en el encargado de liderar a los héroes más poderosos de la tierra.
Carpenter, su cámara y la vigencia de un artista Desde aquel memorable plano secuencia que da inicio a Halloween pasando por obras maestras como The Fog o The Thing, John Carpenter a demostrado en incontables ocasiones ser poseedor de un conocimiento acabado de todos los recursos que ofrece una cámara. Esto probablemente no sea una novedad, salvo para algunos fundamentalistas quienes consideran que un género bastardo como el terror, termina con el último pochoclo. ¿Pero cómo culparlos? De un tiempo a esta parte, el terror ha sido testigo de bodrios de renombre que probablemente sean los únicos culpables de que un gran director, detrás de una producción de ese género sea subestimado. Lo cierto es que John Carpenter está de vuelta y en apenas 80 minutos -y un presupuesto mucho menor al que suelen utilizar directores falopa como Zack Snyder, por citar alguno- da una clase práctica de dirección, guión y narración audiovisual. Sin ser una película descollante, The Ward (Atrapada) es básicamente un manual de uso de cómo dirigir una película. La utilización de un sinfín de planos -en ningún momento antojadizos- y funcionales a la narración es deliciosa, así como los pasajes que abren la historia, en los que con una cámara en movimiento el director demuestra porque es un cineasta enorme. La discusión, probablemente se abra a la película como un todo, cuestionando la historia -interesante sin ser necesariamente original- la ambientación y las jóvenes actrices, que sin deslumbrar embellecen la pantalla y acompañan el pulso de la historia. En ese afán, bien podríamos destacar que la cinta recuerda demasiado a dos muy buenos largometrajes de James Mangold, como Identity y Girl, Interrupted, pero francamente, ante una pieza de dirección tan lograda, todo estos aspectos que en otro momento quizás podríamos blandir como sólidos argumentos, ahora no son más que una mera anécdota. Es por eso que si tuviese que ponerle un puntaje a esta película, sin dudas, le pondría un diez, puntaje exagerado, pero que oficiaría como un acto de justicia. Simplemente porque Carpenter merece ese reconocimiento, por seguir demostrando -aunque ahora cada vez más esporádicamente- ser un tremendo cineasta.
Políticos mutantes No queda más remedio que admitirlo. Existen algunas tentaciones en las que, al momento de ser el timonel de una película basada en un comic, los directores suelen caer. El prurito aquel según el cual las historietas de superhéroes continúan siendo un producto para el público infantil/adolescente deriva en que la mala elección de un equipo de producción suela generar una pieza que no hace honor ni por asomo a la obra original. Quizás por eso Frank Miller exigió a Robert Rodriguez ser parte activa del rodaje de “Sin City” y tal vez por el motivo inverso, Zack Snyder destrozó Watchmen, aprovechando el paso al costado de un suspicaz Alan Moore. Es por eso que me fue inevitable recordar a Snyder al terminar de ver X-Men First Class. Y es que Matthew Vaughn pareciera ser el némesis del director de moda del mainstream de Hollywood a la hora de dirigir una película de superhéroes, por lo que la pregunta que se impuso casi de inmediato fue: ¿Qué hubiera pasado si la misma tónica del nuevo largometraje mutante se hubiese aplicado en una cinta como Watchmen?… para los desprevenidos, recordemos que Snyder transformó esa maravillosa novela gráfica en un subproducto espantoso, desvirtuando el mensaje central de la historia original para dar forma a una película de acción, tan burda como insoportable. La nueva película del universo mutante de la Marvel Comics -la quinta de ellas- es por lejos la mejor lograda, ubicándose a una distancia escandalosa de sus predecesoras. Y ahí es justo destacar en primer lugar el trabajo de Matthew Vaughn, que como director y guionista, confirmó todo lo bueno que había insinuado en Kick-Ass, operando exactamente a la inversa que Snyder. Es decir, priorizando la historia, la estética y los recursos audiovisuales en pos de la realización de una buena película, independientemente de que se trate de personajes surgidos de uno de los grupos más importantes de la historia del comic. X-Men: Primera Generación Vaughn evita ser embaucado por los lugares comunes del género fantástico y construye una cinta sólida, consistente, de soberbios personajes y hasta se anima a ubicarla en un período histórico real, exponiendo los entretelones de los problemas diplomáticos entre los líderes del mundo bipolar durante la guerra fría. Así, y con el conflicto de los misiles en Cuba como marco, coloca mutantes en ambos bandos, dotándolos de papeles fundamentales que exceden largamente el de ser un mero superhéroe colorido y pirotécnico. Estos mutantes, son más políticos que paladines de la justicia. Su batalla pareciera ser más de la pluma que de la espada. Este guión salda una de las grandes deudas que tuvieron las tres primeras películas de los X-Men: el tratamiento del origen mismo del fenómeno mutante y sus efectos colaterales a nivel social, con la euforia anti-mutante como una metáfora fantástica de problemáticas tan reales como el segregacionismo de cualquier minoría. Pero contrariamente a sus predecesoras, aquí no somos testigos de turbas enfurecidas pidiendo el escarnio público de esta nueva raza. Las diferencias no están “allá afuera” sino que comienzan a delinearse en la mente misma de los personajes principales: Magneto, el megalómano con el mote autoimpuesto de “homo superior” para diferenciarse de una raza humana a la que delezna, y Charles Xavier del otro lado, un telépata experto en genética que cree profundamente en la convivencia pacífica y la integración de ambas razas. X-Men: Primera Generación Michael Fassbender y James McAvoy, son los encargados de interpretar a estos dos mutantes originales. Y es justicia afirmar que cumplen roles encomiables sin necesidad de hacer uso y abuso de las luces de colores. Junto a ellos, Kevin Bacon sorprende con su soberbia interpretación de Sebastian Shaw y más atrás el resto del reparto no desentona, siempre eludiendo la postura del superhéroe plástico, apolíneo, omnipotente y embutido en leotardos. En ese afán, cumple un rol fundamental la decisión de darle a la fotografía un tono oscuro, casi frío y antagónico a lo que marca el manual del (mal) género fantástico y permitir que los trajes ya no sean del brilloso látex de rigor, sino más bien la indumentaria de un alpinista, con cremalleras y mosquetones a la vista y un diseño simple pero logrado. La inclusión del Hellfire Club es también un acierto. El argumento prescinde de un enemigo único y opta por este club social de mutantes de la alta sociedad para medir las fuerzas de los novatos aspirantes a héroes. Y por medir fuerzas, nuevamente debemos olvidarnos de la concepción básica del cine superheroico. Aquí, los X-Men no se limitan a disparar sus rayos de energía contra el rival a vencer. La propuesta es mucho más compleja, mostrando personajes que utilizan sus habilidades para inmiscuirse en temas de Estado buscando satisfacer sus propios intereses. El entramado político de las potencias durante la Guerra Fría, es entonces manipulado por estos villanos modernos, que en sus actitudes, se antojan demasiado reales para tener poderes como la teletransportación o la absorción de energía. En resumidas cuentas, X-Men First Class es una luz de esperanza en las adaptaciones al cine de clásicos del noveno arte. En tiempos donde las exigencias del mercado permiten que se lleve a la pantalla grande a los personajes más irrisorios, esta película arroja luz sobre el aluvión de largometrajes que se vienen y marca un saludable camino que deberían seguir los directores/guionistas venideros. Esos que como Snyder, entienden todo sobre la ciencia ficción audiovisual, pero nada sobre un medio de expresión artística tan noble como la historieta.
Silencios y Estampas “No creo que Dios esté muy interesado en mí, padre”, responde el huraño personaje de George Clooney ante la propuesta de confesión de un cansado sacerdote, disparando una frase exquisita, potenciada por ser su emisor un personaje cuyo principal rasgo es, paradójicamente, su escueta verborragia. Disculpen el reduccionismo, pero consideró que El Ocaso de un Asesino (inexplicable traducción de The American) es una película sostenida por dos pilares únicos, pero no por eso menos sólidos: la soberbia fotografía y el empleo de los silencios. Anton Corbijn, de una prolífica carrera como director de videoclips y fotógrafo de músicos, crea con su segundo largometraje un thriller intenso, consistente, pero principalmente, consecuente con sus aptitudes y talentos. La película transcurre a través de una sucesión interminable de logrados planos, en los que la Italia profunda hace gala de su añeja belleza. La cámara propone un deleite audiovisual que sin embargo, no nos aparta de un argumento sencillo, pero solventado por la interacción constante e inteligente que Corbijn crea entre “lo que se ve” y “lo que se dice”. Y aunque esto suene obvio, es una práctica de la que no todos los directores salen airosos. El director consigue que los lugares en los que transcurre la trama, sean una suerte de personaje más en la película. Cada uno de sus paisajes, de sus edificios, de sus lugares más secretos, luminosos, bellos y lúgubres, cumplen una función narrativa sostenida en el carácter que les aporta el pulso firme de un director que sabe exactamente donde lanzar sus dardos. Paolo Bonacelli esconde secretos debajo de su sotana, al igual que Clooney Paolo Bonacelli esconde secretos debajo de su sotana, al igual que Clooney George Clooney construye un personaje que recuerda al insomne policía de Clive Owen en The International, aunque claro, parado en la vereda opuesta, en la de los “chicos malos”, pero también frío, impiadoso, calculador, malhumorado y de pocas palabras. Con una humanidad que se deja entrever en dosis muy pequeñas, casi imperceptibles y que lo convierte en una figura interesante, aunque para nada novedosa, que obtiene sus mejores momentos en la interacción con Clara -prostituta romántica de la que procura enamorarse- y Paolo Bonacelli, un cura anciano del que brotan los diálogos más destacables de la cinta. Diálogos anclados por silencios perfectamente ubicados. Por miradas, gestos, muecas, besos, sonrisas, asesinatos, investigaciones y secuencias completamente mudas. Momentos que permiten que emerja la figura de la imagen, evidenciando el impecable trabajo de Martin Ruhe, ladero de un director que definitivamente sabe a lo que juega. Violante Placido encarna a Clara, una prostituta con tendencias a caminar por el filo de la cornisa. Violante Placido encarna a Clara, una prostituta con tendencias a caminar por el filo de la cornisa. The American culmina por ser una película más que correcta y hasta recomendable, que invita a no perderse los trabajos futuros de un Anton Corbijn con crédito abierto. El cine preocupado por mostrar con cierto rigor estético eso “que se ve” -y con esto no hablo de la tormenta de FX a la que nos tiene acostumbrados el planeta Hollywood- es un ejercicio siempre saludable que últimamente sólo parecía encontrarse en algunas producciones europeas. Yo, y sólo yo -en un rapto idealista- celebro que la oferta de las salas locales sorprenda con piezas de este tipo. Silenzio stampa.
Sangre en el pijama Es cierto -y ha sido demostrado en innumerables oportunidades- que para un director/guionista, meter mano en historias o personajes icónicos puede resultar un fiasco de proporciones. La decisión de rehacer películas como “Halloween”, “Friday the 13th” y ahora “Nightmare on Elm Street”, implica el riesgo de ser destrozados por una crítica y una audiencia que inevitablemente caerá en la enojosa comparación con la cintas originales, esas mismas que representaron el punto de partida para el género “slasher”, creando monstruos que obligaron a más de uno a dormir con la luz prendida durante su infancia. Y es que más allá de la interminable sucesión de secuelas de dudosa calidad que procedieron a las primeras partes, estos trabajos renovaron los aires del género gracias al pulso de muy buenos directores como John Carpenter o Wes Craven. Asesinos siniestros como Freddy Krueger, Mike Myers o Jason Voorhees, se han convertido en estandartes de un género con muchos seguidores, cuyo ojo avezado no tolerará el mínimo traspié, ni obviará el detalle más ínfimo en lo que a la nueva composición del personaje se refiere. Y en esta versión 2010 de Pesadilla, es Jackie Earle Haley (elegido por los propios fanáticos en diferentes encuestas, como el actor ideal para interpretar al psicópata onírico) el encargado de cortar en fetas a los adolescentes acosados por este nuevo Freddy. Un villano que sonríe menos, rictus macabro tan característico en Robert Englund que no sólo lo hace más sombrío, macabro y perverso, sino también lo transforma en una máquina cuyo único combustible es la venganza. Freddy viene por ti. El guante con cuchillas vuelve a mancharse de sangre Freddy viene por ti. El guante con cuchillas vuelve a mancharse de sangre Este Freddy no parece regodearse en el sufrimiento de sus víctimas, con el sadismo tan característico de su anterior interpretación, sino más bien haber trazado una hoja de ruta sangrienta para conseguir una revancha que opera en perjuicio de un personaje otrora mucho más divertido. Los gags de la inolvidable película original, brillan por su ausencia y dejan en su lugar una sucesión de escenas sin demasiadas luces que, paradójicamente, tienen sus puntos más altos cuando recrean -con exactitud carbónica- los mejores pasajes de la cinta de 1985, y cuando recrea a través de muy bien logrados flashbacks el origen del personaje. Justamente son esas retrospectivas la que nos permiten adentrarnos en la génesis del monstruo, poniendo en la pantalla a un perturbador Freddy Krueger humano. En esa vorágine de abusos infantiles y linchamientos públicos, están las verdaderas escenas de terror de la historia. El monstruo humano que precedió al monstruo sobrenatural es mucho más perturbador, pero lamentablemente, no es eso lo que uno va a buscar. Uno quiere bañarse en sangre y tripas. Sobresaltarse en la butaca para reírse después de que el asesino de turno corte en tiritas a la siempre predecible víctima de la manera más dolorosa e inverosímil posible. Por eso la remake de Samuel Bayer hace agua. La película no es aburrida, pero tampoco garantiza los buenos momentos de la cinta original. Este Freddy sediento de venganza, con demasiados vericuetos psicológicos (que recuerdan al triste experimento que Rob Zombie hizo con la segunda parte de su versión de Halloween) se aleja demasiado de la concepción que durante los 80 se hizo del personaje, y esa ausencia es notoria. Uno sale del cine con una perspectiva pesimista para lo que se viene, porque si, la segunda parte ya está en marcha y una interminable sucesión de “pesadillas” promete llegar con esta nueva concepción del asesino del guante con cuchillas. Aunque claro, esperar algo mejor a lo ya visto, pareciera ser un sueño demasiado optimista, si se me permite la ironía.
Bélicos Anónimos No existe un fundamento sólido que permita comprender porque “The Hurt Locker” se llevó el Oscar a mejor película. Uno puede especular, suponer, inferir, pero de ninguna manera encontrar con certeza los aspectos que hacen de la película de Kathryn Bigelow una pieza digna de obtener una de las distinciones más importantes (aunque no más relevantes) del universo cinematográfico. Y es que la cinta en ningún momento consigue la profundidad que se le exige con antelación, sabiendo que una producción norteamericana abordará una temática que ofrece tantas aristas como la invasión a Irak. El guión transcurre con una parsimonia exasperante sin ofrecer momentos de real intensidad, habida cuenta de que a priori, esa parecería ser la principal pretensión por sobre la de bajar algún tipo de línea ideológica en torno al conflicto político. Así, se desanda la primera hora de una película que llama al bostezo. La sucesión interminable (e insoportable) de escenas de bombas a punto de explotar no llevan a ningún rincón novedoso ni echan luz sobre un género tratado con muchísimo más pulso con anterioridad. Vidas al Limite ¡Ka-Boom! Ni siquiera las constantes explosiones logran sacar del letargo un guión cansino La poco feliz composición del personaje de Jeremy Renner -el macho alfa con delirios de invulnerabilidad- sumada a cierta postura de validación (¿voluntaria?) para con una suerte de adictos a la guerra, generan un rechazo insoslayable. No hay hidalguía en los soldados estadounidenses, sino más bien una actitud patriótica que deja de lado un ejercicio de pensamiento que les permita discernir por que razón están peleando realmente. Los personajes están lobotomizados, del primero al último y mientras la realidad muestra una invasión movilizada por intereses políticos, ellos defienden la bandera yankee atándose al simbolismo patrio por encima de cualquier ejercicio de pensamiento racional. A favor podríamos celebrar ese incómodo lugar en el que (¿voluntariamente?) queda la milicia, sin dejar de sentirnos incómodos nosotros como espectadores, ante la tibieza con la que se dice todo, un todo que termina siendo nada, o muy poquito. the-hurt-locker-20090610112913952_640w1 ¿Estereotipos yankees?. Jeremy Renner en la piel de un adicto a la guerra. En cuanto a los recursos estéticos y técnicos, Bigelow no se arriesga, su “Vivir al Limite” transita siempre por los caminos seguros, y plano tras plano la sensación de Deja Vu aflora. Las cámaras encuentran sus imágenes más logradas cuando incursionan en la urbe y se sumergen en la vida iraquí diaria, humanizando aunque sea por minutos un pueblo al que Estados Unidos pareciera empecinado en demonizar. Fuera de esos momentos, breves, todo es una interminable paisaje árido, demasiado brillante, sofocante, insoportablemente aburrido. En resumidas cuentas, la vida después de “The Hurt Locker” continúa inmutable. No hay nada nuevo bajo el calor de Medio Oriente, solo un relato ambiguo, tedioso y que dilapida tristemente una ocasión inmejorable de decir lo que muchos quisieran, por falta de pericia quizás. ¿O voluntariamente?
Apocalipsis now Una película como 2012 -la última producción del megalómano Roland Emmerich- es una cinta que llevará al cine tanto a ocasionales espectadores ávidos de un poco de entretenimiento de fin de semana, como a los cinéfilos más recalcitrantes, incapaces de contener esos pequeños placeres culposos que ofrece el mainstream de Hollywood. Es así, hay que comulgar con mucha firmeza con los códigos artísticos del séptimo arte para negarse a pispear (aunque sea por curiosidad) estas ultraproducciones hiperpublicitadas, porque cualquier persona que haya ido al menos diez veces en su vida al cine, sabe antes de comprar su entrada con lo que se va a encontrar. 2012 no depara sorpresas, pero esta es una conclusión a la que puede llegarse con facilidad incluso antes de ver la película. El argumento mixtura una antigua profecía maya con la caótica actualidad ambiental del planeta para dar forma a una catástrofe natural tan grande como relajante. El director toma el planeta tierra con ambas manos y juega al fútbol con él durante una temporada entera. Lo destruye, “lo hace pelota” y recién después, recuerda que tiene que hacer una película. El resultado es una cinta trivial, previsible y absolutamente prescindible, pochoclera por antonomasia, pero que al mismo tiempo esta llamada a reventar taquillas y a convertirse en el sueño húmedo de cualquier productor ávido de hacer rebalsar sus arcas. Y es que Emmerich hace las cosas a medida. Su intención es ser eficaz y en ese afán, es exitoso. Se sube a la tendencia y es políticamente correcto, usa un actor negro para encarnar al presidente norteamericano (en “Independence Day” el primer mandatario era un héroe de guerra que no duda en tomar las armas cuando ve en peligro el sueño americano por la amenaza alienigena, una especie de Capitán América encubierto) y a fuerza de fatalidades une la familia disfuncional y castiga al déspota ruso multimillonario y a su capitalismo foráneo, mientras ensalza la tecnocracia china y dispara un discurso moral cursi y empalagoso. El reparto se centra en un insípido John Cusack (¿el heredero natural de Nicolas Cage?) que con sus sobreactuaciones innatas por momentos encaja a la perfección con el desmesurado argumento, y Chiwetel Ejiofor, un buen autor que carga con un papel que cumple correctamente. Unidos por una casualidad que el guión pretende inocentemente transformar en causalidad, llevan adelante una narración que de no ser por la obscena exhibición de efectos especiales, caería por su propio peso transcurridos 30 minutos de la cinta. Porque el director no se atreve a sostener la película en los fuegos artificiales de los FX e intenta dejar un mensaje, y ahí radica la principal falencia de 2012. Los intentos vacuos de Emmerich de trabajar personajes cuya profundidad brilla por su ausencia y de brindar al espectador diálogos dignos de ser recordados por su contenido tan sólo crean agujeros negros en una cinta que sufre por la falta de coraje de su autor para plantar bandera y hacer frente a cualquiera que lo acuse de como un mero entretenedor cinematográfico. Así, los efectos especiales -única defensa de esta catástrofe de 150 minutos-, caen fulminados por los intentos del director de atenuarlos (como si fuera posible) con diálogos superfluos y personajes que intentan llamar a la reflexión con textos opacos a un público que sólo llenó la sala buscando un poco de entretenimiento, con una actitud que le da a 2012 toda la honestidad de la que carece.