Seguimos incondicionalmente a Santiago Giralt, nos gusta su desenfado y su sentido del humor agitado, pero simpático, por eso nos dispusimos con mucha energía ir a la privada dePrimavera, su nueva película.Upa 1 y 2, Anagramas, sus anteriores metrajes, nos gustaron mucho y el clima festivo, gracioso, nos llevó a madrugar para hacerle el aguante al director argentino en su última experiencia cinematográfica. Los créditos iniciales de Primaveranos trasmitió alegría: manteles colorinches repletos de comida – el inicio es muy almodovoriano- una musiquita popera y la interrupción de la voz de un niño, Angelo Spinetta revelación absoluta, quien se convierte en la voz en off responsable de contar las peripecias de su familia – absolutamente disfuncional – a lo largo del mes de septiembre. Leopoldo es el único hijo de una pareja de artistas que ya no están juntos pero que mantienen una amistad de “amigas”. Leopoldo, el niño, quien parecería ser el único racional, describe a su familia moderna: Papá (Nahuel Mutti) decidió salir del closet y mamá (Catarina Spinetta) filirtea con su pareja, un excéntrico músico interpretado por Mike Amigorena, pero también le quiere “entrar” al hermano de su ex marido (muy bien el Chino Darín). Dentro de la ensalada familiar están el novio de su padre, los amigos de sus padres y hasta una muchachita que le saca el sueño al adolescente. Primavera, película coral, absolutamente kitsch, empieza con todos los platillos: gritos, histerias, chistes resultones acerca del amor y de los conflictos de familia. La primera secuencia, que se va a repetir incansablemente a lo largo de la película, muestra a una familia colorida pasar un día de campo en la casa de una señora adinerada, esa “señora” no es otra que la gran Moría Casan. La incorporación en el elenco de celebrities como La Casan y la gran Luisa Kuliok, funciona como un elemento interesante dentro de esta comedia absurda, pero falla en la repetición constante de muletillas propias de las actrices. “Desdramaticemos” repite Moria a lo largo de todos los parlamentos, haciendo que el chiste inicial se convierta en fastidio promediando la película. La ostentosidad de la película – la escena del teatro símil Birdman de Iñarritú es demasiado pretenciosa- sumado a la compulsión de Giralt por mostrar una y otra vez los mismos conflictos, convierten a Primavera en una película un tanto tediosa. Hay buenos chistes, y las actuaciones – la exageración es parte del contrato de lectura- son buenas, los colores son hermosos – Giralt filma bien- pero eso no logra superar la monotonía de algunos parlamento. Con una línea final acorde a la lógica camp, Primavera es una película divertida pero se queda a mitad de camino.
La “luz incidente” es el albor que llega a la superficie de un sujeto y lo que el sujeto devuelve es la luz reflejada: esa concomitancia, entrega solidaria, es la premisa básica de la fotografía. Ariel Rotter, director argentino – recomiendo ver El otro con Julio Chávez– toma esta idea y la vuelve metáfora: una mujer –increíble Érica Rivas– es minuciosamente seguida por la lente de la cámara. La mirada omnipresente del director seduce a esta dama en su duelo: ha quedado viuda producto de la fatalidad de un accidente y tiene que seguir su pena con dos hijas. La mirada de esta mujer, absolutamente desesperanzada, involucra al espectador desde las primeras escenas. Su melancolía y tristeza son potenciadas por la decisión del director de filmar en blanco y negro: la atmósfera lúgubre – pero con una gran belleza cinematográfica- destila nostalgia.La apacibilidad de esta mujer que se siente vacía es manifestada en cada primerísimo primer plano. Rotter juega con esto, una y otra vez, se enrosca y nos enrosca con esta mujer, que es una especie de Vamp triste. Luisa es una mujer joven y hermosa, pero el derrotero de la vida no le permite rehacer su vida; el pasado la invade y la sumerge en una escenografía fija, inamovible. La casa familiar es su mundo privado, el mundo de ella y sus hijas. Un hombre intentará escabullirse en su universo privativo, obligándola con diplomacia a quererlo. Pero Luisa está triste y no puede salir de su pena. La sofisticación de las escenas – Luisa es una mujer de clase acomodaticia- marcadas por el ritmo jazzero (está ambientada en la década del 50) proponen una película reservada y plácida. Ella es una mujer que es cortejada. Él, un hombre soltero, millonario, que necesita que lo amen – la interpretación de Marcelo Subiotto es impecable-. Él la pretende con insistencia, y en ese juego de atracción reside lo interesante de la película. Él insiste, ella se deja, pero en su mirada está la respuesta. Bailan, se besan, él quiere ocupar el rol del marido que ella perdió, ella se resiste, pero sin fuerza: no puede corresponder ese halo de amor, sólo está allí sintiéndose observada. Luisa es la luz incidente. El drama se escabulle en cada mueca de esta mujer, que circula con pena pero sin nunca perder su belleza. La Luz Incidente es una experiencia cinematográfica que hay que vivir; la empatía con Luisa es tal que uno siente a través de sus ojos inmensos. Además, cada escena, cada paneo es de una sofisticación que evoca incluso al clasicismo. Un cine para celebrar.
sao Takahata había inmortalizado el cuento legendario de Heidi en su versión animé, eran las postrimerías de los setenta y la versión animada de la pequeña huerfanita abandonada por su tía y puesta al cuidado de su abuelo gruñón se metía en los cines continuados, baluartes de los cines de barrio. Heidi de Takahata – imposible no asociar a la jovencita con su vestidito colorado y su carita redonda- se posicionó como la versión más recordable del cuento suizo – escrito por Johanna Spyri-, la historia inoxidable y siempre vigente de la niña que va a vivir con su abuelito a la aldea de Dörffi, en los Alpes Suizos, siempre es bien recibida por un público nostálgico. Generaciones de niños han crecido con la historia de esta pequeña, que pese a sufrir el abandono, siempre porta una alegría iracunda. El cuento clásico, en donde Heidi es expropiada del seno de su abuelo, para ser llevada a una familia “civilizada” – en donde conoce a su eterna amiga Clarita- es recuperado por Alain Gsponer, director suizo – tiene muy buenas películas en su haber como Lila, Lila y Así es la vida- quien es fiel a la narración clásica y transpone el cuento de la pequeña con los matices y las candidez del original. Los paneos incesantes en las montañas nevadas, y los vaivenes de Heidi en una historia trágica pero con happing ending – a esta altura ya todos sabemos de qué va la historia- reponen el cuento de una manera loable. Heidi es Anuk Steffen y Alpöhi – el abuelito- es Bruno Ganz, ambos construyen las mejores escenas de la película. Ganz tiene una versatilidad única, sus arrugas incipientes, su mirada tosca, y su barba albina, lo imponen en los primeros minutos de metraje como un abuelo desamorado que lejos está de adoptar a Heidi. Las primeras secuencias en donde la pequeña - además de ser bellísima esta nena actúa bien- trata de caerle en gracia a su abuelo, son de una ternura increíble. Ganz es bueno y es una pena que Gsponer, no le haya dado más tiempo en la película, lo mejor está en esa relación, que incluye luego a Pedro (Quirin Agrippi), el joven pastor que se hace amigo de la niña. El trio funciona de maravilla, pero el cuento y la literalidad por seguir el original, llevan a Heidi a vivir con una familia “coqueta” de Frankfurt, quien busca educar a la “niña salvaje”. Algunas actuaciones un tanto exageradas y la poca química de Heidi con una Clarita (Isabelle Ottmann) un tanto incolora, hacen decaer una película que arranca muy bien, pero Anuk Steffen (Heidi) nunca pierde su frescura y sostiene cada pasaje de la película. Vale la pena explorar en este clásico y emocionarse de a ratos con este cuento, no será la Heidi de Takahata, que por ahora es nuestra preferida, pero Gsponer hace un buen trabajo en esta reposición del clásico infantil.
Varias historias paralelas construyen este relato que narra los efectos de la inmigración clandestina desde los países del oeste de África hacia la isla de Lampedusa (Sicilia). Gianfranco Rossi, documentalista italiano, sitúa su mirada en un espacio infinito como es el océano, pero también fija su atisbo en estas tierras mediterráneas en donde miles de refugiados intentan cruzar para poder buscar un destino favorable. Estas historias, absolutamente trágicas, son intercaladas con parábolas citadinas: el relato del médico del pueblo quien atiende a los refugiados, el locutor de la radio local quien vibra con los temas del folklore siciliano, la “nonna” que hace sus quehaceres, repetitivitos y sosegados, mientra escucha las noticias en las radio. Pero la mejor – pido un spin off de este personaje- y la más atractiva de las crónicas de Fuocoammare –traducida como Fuego en el mar- , es las de un niño, Samuele Pucillo, quien es capturado por la cámara en sus peripecias dentro de la isla. El niño vive su fábula de juventud: juega a la gomera con su amigo, tiene charlas trascendentales con su abuela, profundiza con el médico sobre la ansiedad que genera la vida. Samuele esta destinado a suceder a su padre pescador, y en la mirada de este niño –la comicidad del pequeño es un hallazgo etnográfico increíble- se resignifica la metáfora del individuo atrapado. Como los exiliados de sus tierras, que buscan escapar, sin tener éxito, Samuele está consignado a la vida en Lampedusa. La inocencia y la ternura de los monólogos del joven, los planos generales, omniscientes, de la inmensidad del mar proponen una película que alterna la dureza de los registros de altamar – las imágenes son poderosas y duras- con la tranquilidad de la vida en la isla. Con un virtuoso trabajo de montaje, Fuocoammare, indaga sobre el desplazamiento de las políticas de migraciones, sobre la vulnerabilidad de los individuos y sobre las búsquedas de fronteras infinitas para un futuro menos perentorio.
Todos hablaron de Permitidos, la película de Ariel Winograd. La inclusión de torbellino Lali Espósito convirtió a esta comedia romántica en un alud de comentarios y de impresiones. Los exegetas se transformaron en críticos y el público, fan del adalid femenino, osado – como todo fan- se volvió mercenario ante cada crítica desfavorable o festivo en las redes sociales si las reseñas adulaban a la ídola de las teens. Voy a admitir que por todo esto que mencioné en el exordio anterior tardé en escribir esta breve, brevísima, opinión sobre la película que muchos han apodado “La Comedia Argentina del año”, mote que considero un tanto sobredimensionado y me ocuparé de esto en los párrafos siguientes. Ariel Winograd es bueno para hacer comedias, defendí en su momento con actitud ferviente Mi Primera Boda, soy de las que arengan que el director anuncie la secuela de su opera prima Cara de queso y finalmente hice una crítica positiva de la GRAN Sin Hijos. Winograd maneja el tiempo del género con una rapidez inusual en las comedias nacionales, y tiene un sentido del humor símil a grandes de la Nueva Comedia Americana (NCA) como Apatow (Virgen a los Cuarenta,Ligeramente embarazada), Todd Phillips (¿Qué pasó ayer?) y Stoler (Forgetting Sarah Marshall,Buenos Vecinos), que influenciados por la gran Saturday Night live, crean películas guarra, con chascarrillos escatológicos, y con un espiritú adolescente tardío (los personajes son los llamados kidults, adultos que nunca crecen). Por eso en Sin Hijos – para mí la mejor de sus comedias- el dilema de la protagonistas femenina es “NO KIDS” ante la idea de un futura incursión en la maternidad. Winograd recoge la motorización de la NCA y le da impulso telúrico. Sus personajes están llenos de vitalidad, son impulsivos, gritones, histéricos, pero para nada irritantes. Tienen “sangre” en las venas – festejo este tipo de personajes antes que los depresivos jovencitos de la camada del Nuevo Cine Argentino- y exponen cada sentimiento de manera graciosísima. Por eso Permitidos, su nueva comedia, era una película esperada por mí, más allá de que Lali Espósito fuese su protagonista. Yo fui al cine a ver Permitidos por Winograd. Permitidos plantea un tema interesante, y lo introduce de manera abasalladora en los primeros minutos de metraje. La presentación de los personajes – a Winograd le sale muy bien estas cuestiones- comienza en los créditos iniciales: Camila (Lali Espósito) y Mateo (Martín Piroyansky) son una pareja joven, ellos viajan en el Scooter Vintage del protagonista masculino, Camila y Mateo se divierten haciendo malabares en la motito, la gracia les sale bien. Es imposible no sentirse motivado con esta secuencia de arranque, la complicidad entre ambos traspasa la pantalla: Camila y Mateo son una pareja que se entienden y eso lo deja bien sentado desde el comienzo. Permitidos empieza con todo. Los jóvenes tienen un gran comienzo con las charlas de pareja, son enérgicos y la química entre ambos es increíble. Piroyansky es uno de los mejores actores del género, de eso no hay duda, pero la gran sorpresa es Lali Esposito. Además de que es bellísima – definitivamente lo suyo es el cine- le hace la segunda a Piroyansky de forma tal que la pareja resulta atractiva. El cuentito es sencillo: pareja de jóvenes que sucumben por una “permitido” (¿con que famoso te dejaría acostar tu pareja sin que se pudra el rancho?). El chiste de ¿cuál es tu permitido? se vuelve tangente con la aparición de Zoe del Rio (Liz Solari), una actriz/modelo que engancha hasta la médula a Mateo. Con ese encuentro, comienzan las situaciones de comedia, chistes divertidos sobre si un “chico común” se puede levantar a una celebrity como la blonda. El permitido no es tan “permitido” para Camila quien se abate ante la noticia. Hay una escena que me paralizó el corazón por su dureza y realismo, la risa deriva en una mueca de pena por estos dos amantes que se van a separar: Camila lo encara en la casa a Mateo, discuten de una manera alocada, pero los ida y venidas, las miradas, los llantos y las palabras de desamor – Esposito y Piroyansky tienen que volver a trabajar juntos- son de una bravura apabullante. Uno se ríe, pero también los compadece y es un mérito – MERITAZO- de Winograd quien crea en esa escena el clima perfecto. La historia de pareja, ese relato que sostienen impecablemente los protagonistas, se desvanece promediando la mitad de la película. La comedia romántica muta en un delirio que resulta poco interesante y aburre. Después de la escena – hechas para las fans de Lali- en donde la veinteañera se pone un tanto nerviosa ante una foto de Zoe del Rio – muy bien Liz Solari interpretando a una frívola, aunque espiritual actriz- la película comienza a desplazar los roles protagónicos de Espósito y Píroyansky y pone en escena historiales transversales. La segunda parte de Permitidos, absolutamente coral, pierde sentido y comicidad. La parodia hacia los medios de comunicación, desvanece la historia de amor entre Camila y Mateo. Permitidos, entonces, se queda en la mitad, una pena, y lo digo hasta con pesar, porque Winograd es quizás uno de los mejores directores argentinos de comedia. Eso sí, la dupla Epósito/Piroyansky es prodigiosa, así que esperamos verlos en una “revancha” para contarnos otra historia de amor.
¡No renuncio! es una parodia repleta de malos gags, de chistes reciclados, y de actuaciones exageradísima. ¡No renuncio! vendida con una tagline rimbombante – “la comedia italiana más taquillera de todos los tiempos”- y con un afiche horrible, es una película que intenta hacer una caricatura del empleado público sin causar demasiada gracia. Explorar en la burocracia estatal, puede ser interesante, pero cuando a los quinces minutos de película se devela el chiste del “sello” –universalmente conocido- y se chicanea con señoras – benditas empleadas públicas- que se toman el té y se hacen la manicura en horario de trabajo todo resulta paradójico o sin sentido. La risa dura, lo que dura ese chiste, o sea quince minutos, momento en donde el protagonista Checco Zalone – dicen que en Italia es un capo/cómico- , un pelado de treinta y pico se describe como un ferviente, orgulloso y “aburguesado” empleado público. No es detalle menor que el personaje del Sr. Zalone, quien además de actuar es guionista de la película, también se llame Checco. Esto es bien de telefilm, o sea el “cómico” de moda interpreta un trípticos de comedias populares – Che bella Gionata, Cado dalle nubi, etc que por suerte no ví.- con diferentes temáticas telúricas. La estética de televisión se atesora desde la primera escena. Todo funciona con la liturgia de la tele. Checco es secuestrado por una tribu en Africa (¿?) quien amenaza con matarlo. Pero, acto seguido, le da como opción de “salvación” escuchar su historia de vida, si el jefe de la tribu cree que su vida es relevante le da la suerte de seguir viviendo. De ahí una historia facilista, poco original y débil de guión se adueña de un metraje que aburre. El delirio, sumado a la verborragia insoportable de Checco, demuele una película que no tiene ni un gag hilarante (bueno el del sello me hizo reír un poco). La ironía se usa de un modo poco inteligente, de manera soez. Checco es visualmente desagradable generando rechazo en los espectadores. Zalone intenta reírse de sí mismo, pero ese auto boicot se vuelve incluso presuntuoso. La desmedida y recurrente muletilla del tano bruto, ventajero, malcriado por la “mamma”, y egoísta irrita. Checco cuenta su historia de vida, que va desde una viaje a Noruega hasta enamoramiento con Valeria – Eleonora Giovanardia es lo único bueno de la película- quien intenta hacerlo cambiar. Pero ¿se puede cambiar la idiocracia italiana?, por ahí va ¡No renuncio! – el título alude a perpetuarse en la planta permanente del estado- una película burda, y con un personaje principal que cae mal. Uno sale del cine con ese ánimo de gastada, como si le hubieran librado una broma pesada, si puede evítela.
Perdidamente enamorada de los paisajes sórdidos de las zonas más australes de la bellísima Islandia, me volví adicta a todas las películas que se sitúan en este país. Hace tres año el visionado de La increíble Vida de Walter Mitti que transcurre gran parte en la montaña de origen volcánico Kirrujfell, me hizo redescubrir un lugar y un espacio absolutamente cinematográfico. Con el descubrimiento aparecieron la memoria y junto con ella los recuerdos de haber sido fan del director islandés Dagur Kári –Virgin Montain, Dark Horse, Noi, el Albino- , la impenetrable frialdad con que los islandeses filman, generan un clima desconcertante. Son fríos, un cubito, pero esa helada, esa manera de trasmitir los sentimientos, de forma tardía, austera – absolutamente unidimensional- generan un extrañamiento que concluye siempre en el asombro y en la congoja. Las películas islandesas son una puñalada, recuerdo haberme quedado con un sentimiento raro al terminar de ver Virgin Montain, de Kári – Corazón Gigante- la película que muestra la vida de un cuarentón absolutamente solitario que finalmente se involucra con una señorita y termina enamorado. Los islandeses, hombres y mujeres de clima polar, son intransigentes para el amor, les cuesta y esa nevada sentimental se trasmite en las películas, y eso está bueno. La planos generales de esos personajes inmensos – además son grandotes- sumergidos en la soledad del paisaje, las ausencia de palabra, y la letanía de la imagen, generan un clima raro, pero a su vez diferente al mainstream. Por ello, y aunque el protocolo resulte casi apologético del cine islandés, la antesala de mi reseña de Rams, es pertinente para que el público se atreva a explorar nuevos mundos y nuevas lejanías. El tráiler de Rams me generó mucha curiosidad, y ese sentimiento se sostiene en toda la película. El director Grimur Kakonarson – vi su opera prima Sumarlandia en un BAFICI- lleva la disputa familiar al valle de los carneros, un lugar inhóspito, absolutamente rural de Islandia. Dos hermanos, Gummi y Kiddi están peleados a muerte, los dos señores – gigantes- viven en granjas contiguas pero no se dirigen la palabra, subsisten de la crianza de ovejas y sus relación esta mediada por un perro que pasa el mensaje de una granja a otra. El conflicto esencial es la enemistad y la rivalidad llevada al límite de lo grotesco. Un pueblo chico en donde la soledad de estos dos hermanos se vuelve incompresible, y lo no decible, que funciona extraordinariamente. No sabemos a ciencias cierta porque están peleados. Kiddi (Theodór Júlíusson) es el hermano sensato, el que va de frente, es el bueno. Gummi (Sigurður Sigurjónsson) es el hermano temeroso, el que va de atrás, el resentido, es el villano. La película empieza con un concurso de carneros, los dos hermanos compiten por ver quien tiene “la mejor oveja”, las miradas de Gummi se centran en Kiddi, quien lo ignora. Lo mira con odio, recelo que deriva en una traición. Desde allí, la disputa se tornará de una violencia – absolutamente silenciosa- que apabulla. Pero en esa pelea, el director pone toda la carne al asador y es imposible no tomar partido por Kiddi. Los cuerpos desnudos, filmados de manera absolutamente salvaje – los viejos son dos fieras- y las imágenes bucólicas del aislamiento, construyen un escenario desalentador para ambos. Rams es una película triste, es monocorde – quizás demasiado- y se repite constantemente, pero es interesante de explorar. Como esos dos hombres desnudos – la escena final es memorable- el espectador siente, se involucra con la pelea y se deja llevar por la nostalgia que propone el director. ¿Cómo terminan estos dos?, es la pregunta que sobrevuela el metraje y en ese misterio – en ese silencio bien islandés- es donde la película funciona.
Ser el “mejor de los peores” y no tener conciencia de ello, es quizás unas de las mejores virtudes que uno puede tener. Florence Jenkins fue la peor cantante del mundo, sus ansias por llegar a cantar en el Ritz Carlo en Manhattan en los dorados años 30 – uno de los teatros más gloriosos – la coronó no sólo como la soprano con menos oído o tempo sino como la mujer más optimista y más tierna, incluso ante las risas del público popular. Florence es un personaje rico para el universo cinematográfico, por ello en el 2014 el director francés Xavier Gianolli, tomó esta historia y la llevó en París. Florence se llamó Margarite y nos deleitó con sus agudos insoportables. Ahora ya de regreso en Manhattan, la Florence americana vuelve con todo y de la mano del groso de Stephen Frears - soy muy fan de Alta Fidelidad, una de sus mejores películas- que respeta a esta Florence y la vuelve casi una heroína. La sonrisa de Florence interpretada increíblemente por la suprema y amada por todos Meryl Streep, es de una ternura imponderable. Difícil no amarla: Florence sale al proscenio colgada de un arnés, ella es la figura de la obra de su teatro “The Verdi Club”, el público la aplaude, incluso en sus vaivenes, todos la aman. De esta manera es presentada Florence, esta inusual cantante de ópera, quien vive una relación absolutamente romántica con St. Clair Bayfield - Hugh Grant la rompe en este papel- su marido, y su cómplice en la persistencia de cumplir su sueño. El la mira con un amor que llega a los corazones de todos -todas queremos que nos miren así- y la sostiene, incluso en los momentos en donde su armonía se derrumba. Frears, alimenta el misterio de escuchar la voz de Florence y la expone recién transcurrido un cuarto de película. La escena en donde la soprano imposovisa Like a Bird, es desopilante. Ella quiere cantar en público y ahí comienza el “gancho” de la película. Su marido y un novato, y tímido, pianista que la acompaña - Simón Helberg tiene que estar nominado al Oscar por este papel- se vuelven compinches para mantener el mundo de fantasía de Florence. Ella canta mal, pero estos dos hombres la van a proteger para que pueda cumplir su sueño. El director explota al máximo la comedia, muestra vulnerable a Florence para que nos cause gracia, pero a su vez, le inyecta un poco de nostalgia. Florence es una anti heroína, que con sus vacilaciones terrenales, no deja de conquistar, a su manera, hazañas épicas: ¿acaso cantar para la milicia en plena guerra para animarlos no es una proeza? (obviamente todo a lo “Florence”). No tiene habilidades poderosas – ni naturales- pero tiene una afabilidad propia del héroe. Florence/Streep es nuestra adalid. Con una ambientación perfecta - el charlestón de Alexander Desplat está en todos los escenarios del metraje- Florence trasmite la pasión de una mujer que ama la música - las lágrimas en sus ojos cuando escucha a Frida Hampel es increíble- y que necesita creer. Con una escena final idílica, Florence es una biopic que nos deja amando a este personaje entrañable.
Las buddy movies son las películas de compañeros. Dos hombres o dos mujeres – las “buddy femeninas” son mis preferidas, recordemos la contemporánea y genial The Heat (Armadas y Peligrosas) con la dupla Bullock/McCarthy – se encuentran envueltos en una trama que los obliga a estar juntos. La empatía entre ambos suele ser hostil al principio, pero a lo largo de la película, la amistad y la fraternidad copan la pantalla para emparentarlos en una relación de afición.El código de las buddy es simple: nos presentan, nos llevamos mal, pero como tenemos que resolver algo juntos comenzamos a aliarnos, obviamente sin perder las chicanas de un personaje a otro. Este tipo de películas datan de los comienzos del clasicismo, siendo mi dupla masculina predilecta la del gran Jerry Lewis y el adorable Dean Martin. Los gags y el slapstick poseían a esta pareja que filmaron juntos más de quince películas (That’s My Boy y 3 Ring Circus son de culto para mí). La comedia veloz de bofetadas, empujones, patadas, balazos, se adueñaba de una trama basada en la relación física. Uno de los personajes es racional y el otro es el llamado “tiro al aire”. Dean Martin era el que tenía que contener las locuras de Mr. Lewis. Las situaciones disparatadas, los romances ocasionales de los dos con diversas señoritas y la resolución de un problema por parte de estos opuestos, siempre se constituyeron en una fija en el cine mainstream. En los ochenta, Lethal Weapon, del gran Richard Donner (hacedor de clásicos como Scrooged, Superman y The Goonies) irrumpió en el género con gloria. Shane Black – director de The Nice Guys (Dos tipos peligrosos) – escribió el guión de este metraje que llevo al éxito a Mel Gibson y a Danny Glover. Los chistes inocentones y la explotación del cine de acción, generaron un suceso que tuvo tres secuelas.Donner (uno de los mejores directores del género) y Black hicieron de Lethal Weapon un exitazo. El tufillo ochentoso del género de acción; el soundtrack impecable (temazos de Michael Kamen y Mark Ayres fueron de la partida) y la buena química entre Glover y Gibson –el “Martin Riggs” de Gibson quedará en la historia del cine y de mi corazón- inspiraron y ampliaron el universo del género. Tal fue la fama de las aventuras de Martin y Roger, que Shane Black se coronó como uno de los mejores escritores de historias de compañeros. Por eso estamos felices y celebramos su regreso con The Nice Guys, película que también dirige.En la película, Russell Crowe y Ryan Gosling son Jackson y Holland respectivamente. Jackson es un “ajusta cuentas” tosco, melancólico, solitario; y Holland es un detective al que las cosas no le están saliendo demasiado bien, alcohólico y padre de una adolescente – esta niña se come la película- que tiene como lema que la felicidad no es lo suyo (lo tiene hasta tatuado). Los dos son perdedores, pero como toda película de anti héroes, la comicidad trasforma lo errático en gracia. Nada puede salir mal en este film: es una buddy, está Black atrás del bacalao, está Crowe con su carisma monocorde que tanto adoramos y está Gosling, a quien le sienta bárbara la comedia (su personaje en The Big Short de Adam McKay es increíble así que ya viene calentando los motores en el género). Jackson y Holland se convierten en compañeros y tienen que buscar a Amelia, una jovencita de la que poco sabemos en los primeros minutos de metraje. La intriga que plantea Black se convierte en absurdo y delirio. La ambientación setentosa – los créditos iniciales son geniales- acompañada por una playlist que incluye a Bee Gees y The Temptations, realzan una película con chistes memorables – la muletilla de Holland sobre Hitler es graciosísima- y un timing que no decae en ningún momento.The Nice Guys es quizás el regreso con gloria de las buddy, la pareja principal resulta y deja al espectador con ganas de que el juego siga. Es una lástima que Black no filme más seguido, pero apostamos que pronto se viene The Nice Guys 2.
La fórmula narrativa acerca del surgimiento del amor o de la amistad ante un escenario adverso es legendaria en el cine mundial. El sufrimiento que acontece ante una enfermedad terminal o una discapacidad es archi utilizado y funciona para un público al que le gusta ir a sufrir al cine. Yo soy una de esas, tengo un atavismo poderoso, casi inexplicable, y un imán ante este subgénero de películas que denominaré films para pasarla mal. Hablo, por supuesto, del drama terminal, de las películas que presentan un personaje principal que sabemos que tarde o temprano va a morir. El público es cómplice de un desenlace cantado y los que nos sentimos atraídos por estas películas, entendemos que estas reglas son parte del código del género. La película icónica, quizás una de las más permeables a lo largo de la historia, la mejor, es el dramón setentón Love Story de Arthur Hiller, con Ali MacGraw y Ryan O’Neal. La canción homónima de Francis Lai, tema principal de la película, acompaña a esta pareja joven que sufre ante la enfermedad de la protagonista. Todos los clichés del romanticismo aparecen en este metraje, que funciona principalmente por la química entre los personajes: Oliver (O’Neal) mira con compasión a Jenny (MacGraw), su mirada contemplativa -todas estábamos enamoradas de esos ojos inmensos- la acompaña en toda la agonía. Las caminatas por la hermosa Manhattan de la mano, con aire a despedida, se repiten reiteradamente en toda la película. Love Story funciona, además, porque se permite sufrir libremente. Muchas fueron las películas que indagaron sobre el amor trágico. Mi preferida, quizás por ser contemporánea a mi realidad etaria, fue A Walk to Remember. La lógica de la narración dispone a los personajes en un devenir que huele a tragedia, y así ocurre, ya que cuando la pareja está en llamas, viviendo su pasión adolescente –la química entre los jóvenes es increíble-, Jamie (Mandy Moore), llorando, le comunica a Landon (Shane West) que no lo puede, ni quiere, ni debe verlo más –el tono discursivo es lascivo-, y acto seguido viene el mazazo: “Landon, tengo cáncer y voy a morirme”, espeta la radiante Jamie/Moore. El relato juvenil ligero se convierte en un dramón que paraliza cualquier alma sensible. Desde esa frase, la película se convierte en la preparación hacia la muerte de la protagonista, todas las frases cursis sobre el amor efímero están ahí, en ese universo diminuto de los amantes que se despiden. John Green, escritor de moda en la generación sub 20, escribe The Fault in Our Star (Bajo la misma estrella), una novela sobre dos enfermos terminales que se enamoran. La película, con un ánimo indie – el soundtrack armado por integrantes de la banda de pop underground Bright Eyes es hermosísimo– resulta porque Josh Boone, un director que bancamos mucho, transita no sólo los momentos lacrimógenos del libro, sino que explota la picardía y los pasos de comedia que propone Green en su narrativa. Boone le saca dramatismo al género y eso es lo novedoso. Además, están las estrellas Shailene Woodley y Ansel Elgort (amados por el público teenager) que despliegan sus dotes actorales con tranquilidad y pasividad, ante un texto que se vuele hacia el final, devastador, pero sin nunca perder la ternura y la picardía. Me Before You (Yo antes de Ti), la nueva película del género, copia la formulita de Bajo la misma estrella: está basada en un best seller (la autora es la británica Jojo Moyes); los personajes están interpretados por dos jóvenes venerados por el público juvenil; hay una decisión terminal en el medio, e incluso por momentos se intenta explorar la comedia, sin lograr sacar siquiera una sonrisa (los chistes son facilistas, repetitivos y poco ingeniosos). La directora Thea Sharrock, operaprimista, intenta contar la historia de un joven parapléjico que es cuidado por una muchacha un tanto hilarante. Will (Sam Claflin) es un joven millonario, extremadamente guapo, exitoso, que vive su frívola vida en Londres, tiene una novia cool, y su existencia parece estar exenta de cualquier problemática terrenal. Will es un galán a lo James Bond, de esos galanes inoxidables, pero un accidente en los primeros minutos lo deja postrado en una silla de ruedas. Recluido en el castillo de sus padres en la campiña inglesa, Will es la solución para la desocupación de la insoportable Lou (Emilia Clarke), una jovencita que se presenta – sin ninguna experiencia- para ocupar el rol de cuidadora del muchacho. Lou es torpe, habla sin hacer pausa, y su vestimenta es una atentado a cualquier retina. Es simpática pero su eterna y fastidiosa sonrisa se vuelve intolerable. Clarke actúa con una exageración que molesta. La relación sentimental entre ambos comienza a surgir de una forma bastante forzada – Will la ignora gran parte del metraje pero ¡ups! al final la amaba- y poco verosímil. La química entre los jóvenes es nula. No hay casi miradas y lo decible se vuelve fatal. Él quiere morir, y ella intenta hacerlo cambiar de parecer, pero todos los intentos se vuelven irrisorios. La película no funciona. Ni siquiera en las escenas más terribles logra estrujar el corazón de los espectadores. Con un final cantado, Me Before You – la mecánica de resaltar el texto incluso cae en el pecado de explicar en la diégesis el título de la película- es un intento de repetir el suceso juvenil que fue The Fault in Our Stars. Intento sin pena ni gloria.