El mundo se salva una vez más kingsman, El Servicio Secreto: El mundo se salva una vez másMatthew Vaughn, el director de X-Men: primera generación, conquista con esta película que transpone el cómic co-creado con Mark Millar: una vuelta de tuerca al subgénero de espionaje. Galahad (Colin Firth), engañado y bajo manipulación, se cargó a todos los fieles de una iglesia de Kentucky (de las del tipo ''Dios odia a los homosexuales'') en mitad de la misa. Es el único sobreviviente de la masacre y está herido. Valentine (Samuel L. Jackson) le dice: “Esta es la parte en la que te confieso mi plan diabólico y pienso en una forma retorcida de matarte”. “Pero no”, agrega: “No estamos en una de esas películas”. Galahad o Harry Hart, su nombre real, es un espia de la agencia internacional de inteligencia Kingsman, con sede en una sastería homónima. Es un gentleman bien al estilo 007, de los que no salen a la calle sin los gemelos puestos y siempre tienen a mano un muy simpático aunque letal gadget. Valentine, el villano, es un magnate de la tecnología y las comunicaciones, un genio de la talla de Steve Jobs, aunque con un plan perverso para dominar al mundo. En realidad, Kingsman sí es ese tipo de película. Afirmar lo contrario en boca de un personaje es una forma de desmarcarse, de mostrar su autoconciencia. Porque la película dirigida por Vaughn, que se suscribe al prototipo del subgénero en cuestión, el cine de espionaje, cumple al pie de la letra con el contrato expectatorial (el placer de ser espectador de género reside más en la reafirmación de ciertos procedimientos que en la novedad, como ya lo dijo Rick Altman, que algo sobre esto sabe). Kingsman: El servicio secreto deja bien en claro en qué tradición se inscribe – el intertexto James Bond aparece casi que obligatoriamente, pero también la referencia a Los intocables, aquella serie televisiva de los años sesenta y setenta, que tuvo su debut en el cine de la mano de Brian de Palma, en 1987. En otras palabras, el esquema es preciso y se conserva más o menos estable. Ya sabemos lo que va a ocurrir, lo único que resta saber es cómo en esta oportunidad y Kingsman seduce especialmente porque llega con un grado de orginalidad que revitaliza la fórmula. Para muestra, un botón: El villano (un increíble Jackson que cecea cuando habla y viste como Jay-Z), delicioso personaje escrito por el mismo Vaugh y su compañera de fórmula, Jane Goldman, es un activista ecológico que convence a los líderes mundiales (al “progresista” Barack Obama, por ejemplo) de que el exterminio de las mayorías es la solución más adecuada (y la que mejor cuadra con sus intereses económicos/corporativos) para resolver la problemática del calentamiento global. La maquinaria ideológica del género alimentada por Bond (el famoso agente del poder que defiende a los ''buenos'', es decir a Inglaterra, contra el mundo anticapitalista) se invierte al menos por un rato para mostrar que estos relatos genéricos también pueden ser un poco menos conservadores.
Tiranía de la puesta en escena Júpiter (Mila Kunis), la chica con nombre de planeta, es una inmigrante que vive en Chicago y se gana el pan limpiando casas. Así como se la ve, entre guantes de goma, sopapas e inodoros de gente rica, Júpiter, aunque no lo sepa, es parte de la realeza. Para ser exactos, su ADN indica que se trata, nada más ni nada menos, de la próxima reina del Universo. Sin un mango y con ganas de comprar un telescopio (su padre era un astrónomo ruso, de ahí viene su deseo y la peculiaridad de su nombre), acepta una propuesta para ganar unos cuantos dólares vendiendo sus óvulos a una clínica; pero antes de que pueda concretarse, Caine Wise (Channing Tatum), un hombre-lobo, equipado con unas botas que burlan las leyes de gravedad o, mejor dicho, un cazador modificado genéticamente, concebido y entrenado para tareas militares, la rescata de las manos de sus asesinos. Es que Júpiter (los guiones de los Watchowski son siempre complejos, siempre ambiciosos: si tienen que hundirse, prefieren hacerlo en el Titanic, a lo grande, absolutamente convencidos de lo que producen) lleva el código genético de la dinastía Abrasax, los aristócratas del espacio, lo que la convierte, además, en la heredera del planeta Tierra, y eso es exactamente lo que los integrantes de su familia galáctica quieren evitar. Esa es la heroína principal, la nuestra, la terrícola, pero además hay villanos de otros mundos, como las iguanas gigantes servidoras del Balem (Eddie Redmayne), el mayor de la familia real de Júpiter; escenas de acción que transcurren en Chicago y a plena luz del día, además de otras tantas en algún lugar del espacio exterior. Algo de romance, muchísimos efectos, escenarios y vestuarios grandilocuentes, como la industria cree que corresponde en estos casos. El destino de Júpiter es una película entretenida, que se mira con una atención sostenida (el guión tiene el sesgo filosófico propio de los relatos de sci-fi, y esboza una mirada crítica hacia el sistema), pero Andy y Lana Wachowski suelen ser mejores narradores y en general tienen más talento para la cita cinéfila.
Ojos más grandes para verte mejor Hubo una vez una pareja de panaderos (Emily Blunt y James Corden) que no podían tener hijos por culpa de un hechizo. La bruja que los maldijo (Meryl Streep) les prometió romper el conjuro si antes de que cayera la noche le traían del bosque una vaca, tan blanca como la leche; una capa, tan roja como la sangre; mechones de pelo, tan dorados como el maíz y unos zapatos color oro. Decididos a revertir su suerte, el panadero y la panadera avanzaron cantando hacia el bosque. En ese lugar salvaje y dionisíaco, donde según los personajes se liberan todas las pasiones, los panaderos, protagonistas de la trama principal que hilvana los cuentos de Perrault y los hermanos Grimm (muchos provenientes de la tradición oral), se cruzan con Caperucita Roja (Lila Crawford) y el Lobo Feroz (Johnny Depp); Cenicienta (Anna Kendrick); Rapunzel (Mackenzie Mauzy) y Jack, el de las habichuelas mágicas (Daniel Huttlestone). El austríaco Bruno Betellheim, un teórico freudiano que escribió sobre la influencia de los cuentos de hadas en la formación de la psicología infantil explicó algunas de las diferencias entre estas fábulas y los sueños. Por ejemplo, mientras que en los sueños, como ya lo había dicho el padre del psicoanálisis, la realización de los deseos está “disfrazada”, en los cuentos se expresan abiertamente. Los sueños son el resultado de las pulsiones que no encuentran alivio, en cambio, los cuentos de hadas toman el camino contrario y proyectan el alivio de todas ellas. Ofrecen, dice Betellheim, una solución "feliz". La salida propuesta por En el bosque altera los finales moralistas de los relatos clásicos. A primera vista podrá parecer que una familia ensamblada; una princesa que rechaza llevar una vida de lujo en el castillo; un príncipe histérico, que seduce de manera compulsiva corrigen un final feliz más conservador para instalar uno nuevo, actualizado y con personajes supuestamente más humanos. El problema es que en la película de Marshall estos cambios no le alcanzan para presentarse como homenaje ni como parodia. Distinto es el caso de Shrek, de Dreamworks, donde se trabaja claramente con elementos paródicos. En la misma línea, pero con resultados diferentes está Frozen, donde Disney trastoca el “vivieron felices para siempre” para ofrecer una versión actualizada: un amor despegado de la norma de la pareja heterosexual, donde las princesas Anna y Elsa son salvadas a través del amor fraternal. También en Maléfica, donde el cuento La bella durmiente está narrado desde el punto de vista de la villana (personaje ampliamente reeleborado), quien rescata a La bella con un beso de madre, que la redime de su pasado vengativo. En todas estas películas los príncipes ya no son los únicos capaces de restablecer el orden y esta es una manera de reescribir los cuentos de hadas. No es una estrategia nueva y hasta puede pensarse al musical norteamericano como un antecedente para el cine que retoma estos tópicos, pero ciertamente la película permanece indecisa entre el respeto y la irreverencia y no se hace eco de esta conciencia más bufona. La destreza vocal de los actores y los enormes trabajos de Streep y Blunt son, sin dudas, lo mejor de En el bosque. La música y letras del compositor Stephen Sondheim (el mismo de West Side Story o Sweeney Todd), ganador de multiplicidad de premios Tony, Pullitzer y Grammy, escritas en colaboración del dramaturgo James Lapine, ambos creadores de la obra y presentes en la película, no logran imponerse en esta producción que pretende más de lo que entrega.
Una más del montón En la línea de las exitosísimas sagas basadas en los clásicos de J.R.R. Tolkien El señor de los anillos o El Hobbit (Peter Jackson) y bajo la fiebre de la serie de HBO Game of Thrones, que explora muy bien el género, el director Serguéi Bodrov- responsable de El prisionero de las montañas (1996), nominada al Oscar en la categoría mejor película extranjera- presenta su nuevo trabajo, El séptimo hijo. La película corresponde a una trasposición de la novela El aprendiz del espectro, primer libro de Las crónicas de la piedra de Ward, una serie de 13 novelas, del inglés Joseph Delaney. En El séptimo hijo, Tom Ward (Ben Barnes) es un granjero de un lugar y un tiempo que nunca son explicitados, teñidos de un imaginario medieval, en el que existen los dragones y otras criaturas extraordinarias. No es cualquier granjero a pesar de su aspecto común y silvestre, sino el séptimo hijo de un séptimo hijo, tal como lo expresa el título, pero además fue concebido por una bruja. Por eso Tom es especial, tiene visiones del futuro, pero no sabe cómo se ordenarán las fichas de su destino. Un buen día, Master Gregory (Jeff Bridges), cazador de brujas profesional, lo recluta para combatir contra las fuerzas oscuras de Malkin (Julianne Moore), aquella bruja que aparecía en las visiones de Tom. A pesar de contar con todo el peso de la industria en términos económicos -efectos visuales diseñados por John Dykstra, el mismo de Star Wars; espectáculo de tomas aéreas del paisaje canadiense, donde se rodó-, El séptimo hijo no alcanza a ser un plato fuerte de este género. Tal vez se deba a la falta de solidez del guión, que no termina de justificar las acciones de los personajes de manera consistente, lo que impide entender las razones que los movilizan. Tal vez sea porque los actores Bridges y Moore no alcanzan nunca su nivel más alto.
La tarea imposible Es de noche. En el plano, un cielo estrellado costea la figura del coronel Gunnar Dinesen (Viggo Mortensen), tirado en el suelo rocoso del desierto. El militar trae un soldado de juguete en la mano y dice en danés algo así como "mi niña". Recorrió kilómetros a pie, está cansado y perdido, pero no renuncia a la búsqueda. Se duerme, aunque no deja de apretar con el puño al soldadito. Tal vez sueñe con la niña perdida. Esta escena dice todo sobre Jauja y se fija en la memoria por su magnetismo pictórico y su fuerza interpretativa -¡qué enorme actor es Mortensen!, vale la pena decirlo así, con énfasis, por si alguien sigue sin percatarse-. No es necesario contar el cuento. No hace falta decir que transcurre en la Patagonia -aunque fue filmada en Dinamarca-, en los tiempos de exterminio de los pueblos originarios por parte de varios gobiernos locales, entre ellos el de Julio Roca, y aludido en los libros de historia como la Conquista del desierto -aquí se cuelan referencias a la civilización y barbarie sarmientina-. Allí, donde el desierto se come todo, como dice otro personaje, el aristócrata, el afrancesado de la clase dominante (Esteban Bigliardi), vive el coronel con su hija Ingebord (Viilbjørk Malling Agger, esa niña rubia, con rasgos parecidos a algunos personajes de Carl Dreyer, como la bruja joven de Dies Irae), momentáneamente y por trabajo, para explotar las tierras conquistadas. En el campamento conviven con un teniente, un soldado y un peón. Ingebord, única mujer en la zona, despierta el deseo de unos y otros, pero también a causa del deseo, el propio, en este caso, se escapa del padre. Todo este relato nunca es relevante, porque la película de Lisandro Alonso -como sus trabajos previos- va por otro lado: el rango y la autoridad de la imagen. Los planos largos y fijos, como registros de la temporalidad, los poquísimos personajes que entran y salen de sus bordes, mientras hacen sus tareas ordinarias. En Jauja los actores despliegan sus acciones sin interrupción, sin el corte; el proceso de la actuación está a la vista. Además, los paneos lentos muestran a ese otro personaje, el desierto, que amerita ser escrito con mayúscula: Desierto. Tan salvaje, al que se enfrentan todos -excepto los nativos, únicos que parecen acertar sus modos-, pero sobre todo Dinesen, confundido y fuera de zona. No es posible domesticar esta naturaleza. Siempre imponente, se escapa al control de los hombres, así que no queda más que resistir, como en la selva de los cuentos de Quiroga. Hay algo más del cine de Dreyer en Jauja, que no se vincula precisamente por el ritmo de alguna de sus películas, como Ordet o Dies Irae, que manejan una temporalidad parecida, en cierta forma. Remite mejor a una metafísica: a una fuerza oculta, misteriosa y extraña, un orden mítico, una instancia que queda por fuera del entendimiento racional. En la película el desierto está dotado de este carácter. La brujería y lo milagroso aluden a este concepto en el cine del danés. La naturaleza, en cambio, es la que toma este lugar en el trabajo del argentino. Todos los planos que componen la película son planos-cuadros. Pura plástica de la imagen. No porque evoquen una obra concreta. Ni siquiera porque constituyan, como dice Pascal Bonitzer, una pausa en la imagen, en su movimiento contínuo, sino porque se brindan a la mirada del modo en que lo hacen las pinturas. Las pinturas callan, opina el crítico de los Cahiers du cinéma, legitiman un comentario interminable, habilitan una lectura conjetural y permiten replanteos infinitos. Del mismo modo, abierta a las interpretaciones más exploratorias, Jauja, como mensaje, como sistema de signos de naturaleza comunicativa, no pide ser descifrado en sentidos estrictos, sino que se alimenta en la ambigüedad y la indeterminación, tan propia del arte.
Había una vez un cómico Se cuenta que en sus comienzos, mientras actuaba en una carpa (un tipo de teatro popular y ambulante mexicano), alguien del público, no muy conforme con lo que veía, le gritó: "¿En qué cantina inflas?", creyendo que estaba borracho, ya que no le entendía una palabra. Ése fue el bautismo, según el mito que retoma la película, de uno de los personajes de ficción más recordados de América Latina: Cantinflas, aquel indigente delirante e ingenioso del espectáculo azteca. Cantinflas intercala dos tiempos distintos: Avanza y retrocede desde los años 30 hasta los 50, alternando dos momentos en la carrera del artista: Mario Moreno Reyes, el muchacho anónimo de cuna humilde, que probaba suerte como boxeador o torero y sólo un poco más tarde, por mera casualidad, se topó con los escenarios, donde parió a su personaje predilecto; los días en que se gestó y rodó La vuelta al mundo en 80 días, aquella megapelícula sobre la novela de Julio Verne, ganadora de Oscars y Golden Globes (uno se llevó Moreno Reyes, como mejor actor): un “crossover” que le valió el reconocimiento de Hollywood y la admiración de Charles Chaplin. La película opera como una biopic y busca representar la vida del cómico en cuestión, pero abre líneas narrativas que luego no desarrolla –su pertenencia a una clase baja, su relación con el público que se identificó con él y lo hizo popular, el vínculo accidentado con su pareja, la fama, el dinero, el reconocimiento social, su militancia política al frente del sindicato de actores–. Bajo la excusa de haber elegido contar cómo este mexicano llegó a los estudios hollywoodenses, la película quiere abarcarlo todo, pero termina por quedarse en la superficie, sin desplegar el relato. Una gran cantidad de planos dedicados a las marquesinas de los cines, las alfombras rojas, las estrellas del star system, los sets de las majors y otras escenas del cine dentro del cine, todos ellos elegidos para hacer avanzar lo contado, dejan entrever la fascinación, muy probablemente del director, por la industria (esto se confirma sobre todo si se tiene en cuenta El fantástico mundo de Juan Orol, su anterior película, dedicada a otra figura del cine mexicano de la época de oro). Así se entiende el uso de ciertos recursos de este tipo de cine, que aquí son nada más que fórmulas efectistas no logradas del todo, que procuran provocar emoción y empatía con el protagonista, pero sólo repiten lugares comunes. El trabajo que logra Jaenada con mucho oficio, gana en muchos aspectos: parecido gestual, cadencia de la voz y sus pausas, pero pierde fuerza y se aleja de la gracia del personaje original por el esquematismo y la falta de despliegue del guión, que le niega la densidad dramática que se merece. Cantinflas es una película fría porque se mantiene distante con el personaje homónimo. Lo conoce bien, sin dudas, pero nunca logra intimidad: por el contrario, es un desfile de anécdotas que no crecen, de detalles (sutilezas, las que mejor hablan por las personas, casi siempre) que nunca aparecen. No es posible saber cómo y qué piensa el personaje y por eso no hay afinidad posible. Tanto es así que una vez concluida la película todavía resta saber quién fue Cantinflas.
Caer en la trampa La primera película que protagoniza el actor Martín Bossi reflexiona sobre la posibilidad del romance en la vida contemporánea y se aferra de manera nostálgica a un tiempo perdido. ¿Cómo se hace para no doblegarse, para mantenerse firme?, le pregunta Lucas (Martín Bossi) al retrato de Ernesto “Che” Guevara colgado en la pared de su casa, en la que vive con su perro. Hasta aquí la imagen del revolucionario funciona como su símbolo de fortaleza, pero este fuerte impenetrable donde habita empieza a derribarse cuando se choca con el amor de Guadalupe (María Zamarbide). Un amor en tiempos de selfies –escrita y dirigida por Emilio Tamer– es el primer rol protagónico de Bossi en el cine. Allí, Lucas es un actor de stand up que dicta clases en El sótano club. Un bohemio que no usa smartphones ni tiene cuentas en las redes sociales y el único compromiso que asume de manera religiosa es el teatro de varieté. En la vereda opuesta está Guadalupe, una profesional del marketing un poco engreída, que llega al taller de Lucas por recomendación de su jefe (Luis Rubio), para mejorar su potencial en la empresa al estilo Google donde trabaja. Dicho de otro modo, él es un artista tosco y mira al mundo de hoy en clave apocalíptica, mientras que ella es hiperactiva y está más que integrada a las nuevas tecnologías comunicacionales, por su profesión. “El amor es volverse débil”, dice Lucas. Según sus palabras, se compara a dejar de ser He-Man, el guerrero más fuerte del universo, para transformarse en el príncipe Adam, un pusilánime sin poderes sobrenaturales. Aquí, el amor lo trasforma en víctima de una mujer. Pero ocurre que es una víctima poco verosímil, ya que el rol femenino se presenta como un estereotipo frívolo, antes que una femme fatale. Ella es caprichosa, llora mucho y casi no puede sostener una conversación seria, pero lo peor de todo es que pretende cambiarlo. Esto es lo que la película formula de manera axiomática: las mujeres conocen a un hombre y después quieren modelarlo a su manera. Aunque en algún momento procure revertir esta afirmación, lo dicho queda subrayado en su mayor parte. Descifrar qué es el éxito y de qué depende es una de las inquietudes más fuertes que giran alrededor de la trama. La fama mediática y fugaz, el uso alienante de la tecnología de los celulares y las redes sociales, la pérdida de los valores de la hermandad (en las comunidades artísticas, en este caso) también son algunos de los planteos que esta película intenta abordar. Ciertamente, el resultado final de Un amor en tiempos de selfies se encarga de cerrar el círculo y darle una respuesta a estas cuestiones. Es que de eso se trata esta comedia con moraleja, que dictamina una “enseñanza” y le niega al espectador la posibilidad de crear otras hipótesis posibles, tan válidas como la propuesta por la película. Aunque es verdad que toda película expone siempre un punto de vista o ciertas ideas más o menos clausuradas que se desprenden del discurso, cuando se sirven demasiado “masticadas” hay algo del orden de lo metafórico que se anula de manera definitiva. Sin embargo, como apuesta a la industria local y a su cine de género, merece ser considerada como una opción de entretenimiento, sobre todo porque los actores (también forman parte del elenco Roberto Carnaghi, Manuel Wirtz, además de Graciela Borges y Carlitos Balá, que hacen una pequeña intervención) logran sostener la película con gran altura.
Trucos y más trucos En la última película de Woody Allen, Stanley Crawford (Colin Firth) y Sophie Baker (Emma Stone) pasean por la Costa Azul francesa en un Alfa Romeo deportivo. El auto se rompe en el camino y él cree poder repararlo pero, su condición de intelectual lo ubica más cerca de las bibliotecas que de los talleres mecánicos. Para peor, una tormenta eléctrica complica los intentos de ponerlo en marcha y los obliga a refugiarse en una construcción cercana, que resulta ser un observatorio. Las horas pasan, el cielo se limpia y ambos quedan capturados por el cosmos que se impone desde el mirador: ante el mismo universo, Stanley contempla el peligro y Sophie lo sublime. Ya en Manhattan, película en blanco y negro que estrenó en 1979, la pareja protagónica se protegía de la lluvia bajo el amparo del Planetario, en el Central Park. Pero la fuerza de esta secuencia no es la simpatía de citarse a sí mismo, sino su contundente poder de síntesis: dos cosmovisiones enfrentadas, el asunto que gira alrededor de todo el relato. Lo mejor es arrancar por el principio: La primera escena de Magia a la luz de la luna tiene lugar en Berlín, donde Stanley, un escapista famoso, presenta sus trucos bajo el seudónimo de Wei Ling Soo. Allí, un colega suyo, mago menor y amigo de la infancia (Simon McBurney), lo desafía a descubrir y ridiculizar a Sophie, una espiritista, que asociada con su madre (Marcia Gay Harden), lucra con el engaño. ¿Quiénes son las víctimas? La respuesta elemental, una familia rica: Los Catledge, dueños de una mansión en la Riviera francesa. Así, vestidos con telas carísimas, entre salones de hot jazz y planes de viajes a Bora Bora, el director narra las contingencias de una clase privilegiada, como lo hace una y otra vez, pero ahora en la Europa de 1920. El protagonista es un burgués misántropo y arrogante, atento lector de la filosofía nietzscheana –y de Charles Dickens, quien, curiosamente, escribió varias líneas sobre lo fantasmagórico y sobrenatural–. Un absoluto nihilista y un verdugo del pensamiento mágico: “Dios ha muerto”, es la frase del filósofo alemán con la que empatiza el personaje, y gusta de citar. En ella se resume el impulso antirreligioso y antimetafísico, con que Nietzsche intentó demoler las bases del pensamiento occidental. Stanley, este fundamentalista de la racionalidad –en su magia todos son trucos probados–, deberá recorrer más de una vez el camino de la revelación para cuestionar sus propias ideas: tendrá que luchar contra Sophie, la pelirroja clarividente y descocada, sin sucumbir bajo su hechizo. La película dedica algunos planos secuencia que siguen a los personajes por jardines refinados, fotografiados por Darius Khondji, el mismo de Medianoche en París. A la par, entrega diálogos lúdicos, reflexivos y absurdistas, siempre fluidos. Esta ficción del guionista y director norteamericano muestra la comprensión que tiene del género comedia romántica, y hasta se permite alguna licencia para parodiarla. Sólo un poco, no mucho, de forma sutil y conservadora. La académica e intelectualista, interpretada por Diane Keaton en Manhattan, advierte: ¿dónde estaríamos sin el pensamiento racional? Mientras tanto, en La rosa púrpura del Cairo, una estrella de cine traspasa la pantalla para vivir un romance con una mujer que lo admira desde la butaca. Estos polos opuestos siempre estuvieron en el cine de Allen y con Magia a la luz de la luna, se confirma que la inquietud sobre lo extraordinario y lo racional todavía funcionan como resorte de su creatividad