Nosotros contra el mundo De una forma o de otra el cine italiano suele ensayar intentos varios en pos de recuperar algunos de los elementos clásicos del neorrealismo, sin duda una de sus marcas registradas históricas de siempre, lo que a veces produce resultados positivos y en general sirve para contrarrestar un poco la propensión europea mainstream -cada vez más fuerte- de salir a competirle a Hollywood en géneros como los thrillers, el drama identitario y la comedia. Por supuesto que el foco de estas películas ya no puede ser la relativamente privilegiada comunidad local, como sí sucedía durante la miseria de la posguerra y aquella eclosión de antaño del neorrealismo, por lo que los nuevos protagonistas pasaron a ser los refugiados y los sectores marginados, dos colectivos sociales en los que se amalgaman años de pillaje europeo en el Tercer Mundo y un presente en el que se ven obligados a pagar sus crímenes. Como muchas otras obras orientadas al retrato de las injusticias sociales, la inmigración masiva por hambre y guerras o la simple -y eterna- segregación de grupos específicos bajo excusas étnicas, raciales, religiosas o culturales, A Ciambra (2017) se inspira tanto en el susodicho neorrealismo como en el cine social británico, dando por resultado un trabajo poderoso que sin ser perfecto supera el promedio de los opus destinados principalmente al circuito/ mercado de los festivales internacionales del séptimo arte. Aquí el realizador Jonas Carpignano construye una suerte de “secuela conceptual” de su ópera prima, Mediterranea (2015), la cual analizaba con una impronta documentalista los procesos de expulsión que padecen los africanos y un viaje en concreto desde el continente negro hacia Calabria en pos de un futuro mejor, sueño que choca con la violencia e intolerancia reinantes en Italia. El director y guionista retoma el personaje de Ayiva (nuevamente interpretado por el genial Koudous Seihon, de Burkina Faso) para transformarlo en un secundario dentro de la historia de Pio (Pio Amato), hoy el verdadero eje de la trama: hablamos de un niño gitano de 14 años que vive en el ghetto del título, una comunidad romaní paupérrima en Calabria que ve con desconfianza a los italianos -y sobre todo a la policía- y que menosprecia a los inmigrantes africanos en general. Cuando las dos cabezas de la numerosa familia de Pio terminan presas, su hermano por robo de autos y su padre por estar colgado del suministro eléctrico, el joven comenzará una serie de pequeños hurtos con el doble objetivo de traer dinero a su hogar y demostrar a todos que ya se convirtió en un hombre (la educación formal no es tan importante como el ganarse el sustento en las calles). Basándose en una familia real compuesta por actores no profesionales, Carpignano describe con cámara en mano y muchos primeros planos el estilo de vida criminal de Pio y su amistad con Ayiva, ahora uno más en un asentamiento africano intentando sobrevivir a la aversión y la pobreza. A Ciambra adopta aquella misma perspectiva -entre humanista, rigurosa y muy sincera- de Mediterranea, aunque al cambiar el núcleo cultural del relato logra enfatizar eso de que hay marginados dentro de los marginados, una verdad en ocasiones obviada en medio de las romantizaciones genéricas de los films sociales o a veces sepultada bajo la denuncia de la hipocresía europea de siempre, esa que pretende no hacerse cargo de la miseria africana que ellos mismos produjeron ni reconocer a los expatriados como ciudadanos con todos los derechos del caso. Carpignano consigue un maravilloso desempeño de Pio y su parentela y saca a relucir la constante desilusión de las capas postergadas y cómo deben traicionar sus ideales para poder subsistir, sin embargo en algunas escenas abusa de la música berretona símil pop grasiento y en general alarga la narración más de lo debido, con unos 20 minutos que bien podrían haber quedado en la sala de edición. De todas formas, la obra es un buen retrato de la cosmovisión gitana de “nosotros contra el mundo” y la pérdida de los rasgos nómades del pueblo en cuestión, aquí representados por un caballo misterioso y errante…
Tiempo de Gitanos Imposible no caer en reminiscencias del neorrealismo italiano al tomar contacto con este opus de Jonas Carpignano, con la presencia de no actores, más específicamente gitanos, que deja de lado esa mirada progresista europea acerca de la solidaridad entre los pobres. El protagonista de esta historia es un niño llamado Pío, quien en su etapa de educación delictiva, pues el único modelo de referencia paterna o filial no es otro que ése, toma contacto con otro marginado de Burkina Faso, entabla una relación que nunca llega a definirse como de amistad pero sí dentro del ámbito de la delincuencia y sus códigos, a veces respetados y otras no tanto. El corazón de este film crudo no es otro que el del día a día y la supervivencia de los marginados, que ven con ojos de desconfianza y prejuicio a los propios italianos, quienes los deben recibir a regañadientes. Nada hace suponer que de esa importante mezcla de situaciones sociales, humores, bilis y resentimiento salga algo necesariamente bueno porque la realidad de los refugiados en Europa y de la falta de tacto desde la política de países como el italiano dejan presente un horizonte sumamente oscuro. Oscuro como el alma cuando se la acorrala, cuando se le quita toda posibilidad de dignidad y progreso y las fauces de los lobos se hacen agua a la boca para que la rueda de la marginalidad continúe girando, sea en Italia, en Francia o en cualquier rincón del planeta donde siempre existirá un Pío y su abandono, un niño como cualquiera de Los olvidados, de Luis Buñuel, quien tiene que crecer y hacerse grande transformándose en un delincuente de calle.
Estrenada en la sección Quincena de Realizadores del Festival de Cannes 2017 (donde obtuvo el premio Label Europa Cinemas), esta segunda película del director de Mediterranea es una apuesta de ficción, pero con una fuerte raigambre e impronta documentalista que narra las desventuras de una familia numerosa (los Amato) de una comunidad gitana en la postergada y explosiva región de Calabria. Heredera directa de la vertiente más noble y conmovedora del neorrealismo italiano, se trata de una historia fascinante y desgarradora a la vez. Firme candidata a figurar entre los mejores estrenos del año. Fue la penúltima película que vi en el Festival de Cannes 2017 y quedó en mi Top 3. Si no fuera por alguna escena aislada que resulta un poco forzada, por un final algo ampuloso (pero igualmente conmovedor) y por cierto uso sobrecargado de la música estaríamos hablando de una obra maestra de Jonas Carpignano, que confirma aquí el tono y el estilo que ya mostrara en su notable ópera prima Mediterranea, distinguida en la Semana de la Crítica 2015. El título de A Ciambra refiere a la pequeña comunidad homónima romaní en Calabria, zona bastante postergada del sur de Italia y ahora también uno de los centros neurálgicos del conflicto de los refugiados norafricanos. El protagonista del film es Pio Amato, un niño de 14 años que bebe, fuma e intenta ingresar lo más rápidamente posible al mundo de los adultos que, en su inmensa mayoría, se dedican a robos, estafas o negocios turbios. Pio quiere ser como su hermano mayor Cosimo (Damiano Amato), al que vemos entrar y salir de la cárcel a cada rato. El film no juzga ni exalta a Pio (aunque claramente lo quiere) ni a su entorno familiar compuesto por hermanos, tíos, padres y un abuelo anciano que supo ser patriarca del clan (todos los Amato se “interpretan” a sí mismos). La película tampoco es un documental puro, ya que hay muchos e intensos conflictos de ficción, pero Carpignano registra (y construye) un universo fascinante y desconocido como el de los gitanos, uno de los grupos más resistidos en Italia precisamente porque suelen desvalijar casas, robar autos y luego pedir rescate por ellos o desarmarlos, y quedarse con las valijas ajenas en los trenes, entre otras actividades delictivas. Carpignano -que contó con el apoyo de Martin Scorsese como uno de los productores ejecutivos- muestra también la tensión entre los romaníes y los africanos (la relación entre Pio y un inmigrante de Burkina Faso es hermosa) y sobre todo con “los italianos” (como ellos los llaman), así como también la acción de los grupos de choque de ultraderecha que suelen incendiar las casas de los gitanos con la intención de amedrentarlos y que se vayan (antes eran un pueblo nómade). “Nunca te olvides que no tenemos patrón y que estamos solos contra el mundo”, le dice el abuelo al carismático Pio, eje de este hermoso, tragicómico, desgarrador relato de iniciación a la adultez de espíritu dickensoniano en un entorno sórdido y hostil.
Gurrumin italiano La cartelera comercial a veces esconde pequeñas piezas dignas de ser encontradas. Así sucede con La Ciambra (A Ciambra, 2017). Producida por Martin Scorsese y seleccionada por Italia para participar en los últimos Oscars, este film muestra el resultado de lo que sucede cuando la marginalidad social ataca al mas vulnerable: Los niños. “La familia es lo primero”, dirían los Benvenuto. Y así lo toma Pio, un joven que integra una familia italiana y gitana, ubicada en Calabria. Cuando su hermano es encarcelado por robar un auto, el “benjamín” de la familia se convertirá en el gurrumin de los suburbios. Martin Scorsese vuelve a su Italia para, junto con el realizador Jonas Carpignano, armar este relato (en principio arrimado a Cannes como un corto), que pendula entre la inocencia y la marginalidad. El relato desata una batalla que se construye en silencio durante toda la película; el mundo de “los grandes”, contra la ingenuidad del universo infantil. Veremos a Pio negociar el precio de un televisor robado, y su miedo a subirse a los trenes, fumar cigarrillos baratos y enamorarse de la chica del barrio, estafar a un comprador y abrazar a su abuela. Películas así ya se vieron en el pasado, pero se agradece ver imágenes de calles suburbiales recorridas por personajes perdidos en tiempo y espacio que en cierto punto funcionan como flashbacks al neorrealismo italiano. El buen ojo de los dos realizadores italoamericanos, (donde se nota que ambos aprenden juntos), prepara distintos tipos de géneros musicales para entremezclarlos y colocarlos en la misma dirección del guion. Reggeaton, latino, notas italianas y hasta un entonado tema soft pop suenan por los barrios y le dan el toque especial sobre todo a la escena final. Sin dudas, producción de esas que podrían haber gustado a la academia americana. Pio también construirá una paradójica amistad con Koudous, inmigrante originario de Burkina faso, que vive en una colonia africana “a las afueras de lo afuera”. Él es el amigo que no tiene y es incapaz de construir con 14 años. Otra vez, es ese contrapunto social y cultural lo valioso que ofrece esta realización, que, detalle no menor, está protagonizada realmente por una familia entera del sur italiano. Así, Carpignano logra escapar del casillero de “lo superficial”, al cual podrían acudir algunos si los protagónicos hubiesen caído en manos de actores conocidos. Como si fuera poco, logra hacer un fiel retrato panorámico cuando mete su cámara para apuntillar el conflicto inmigratorio de pueblos africanos hacia Europa y como éstos interactúan con las comunidades italianas. A su vez, es recomendable quedarse hasta lo último para disfrutar de una suave caricia a Pio, justo antes bajarse el telón, será la escena mas esperable del fin de semana para disfrutar con familia, amigos o simplemente en soledad, como vive Pio.
La Ciambra, de Jonas Carpignano Por Marcela Barbaro En la zona que bordea el Mediterráneo del sur de Italia se asientan comunidades postergadas que sobreviven a cualquier costo. Allí conviven refugiados africanos y romaníes que se enfrentan con los italianos del norte. El clan de los gitanos Amato, es uno de ellos. Una pequeña comunidad romaní asentada en la región de Calabria, llamada A Ciambra. La nueva película del director Jonas Carpignano, luego de Mediterránea (2015), cuenta con el aval de Martin Scorsese, como uno de los productores ejecutivos. Su estreno tuvo lugar en la sección Quincena de Realizadores del Festival de Cannes 2017, donde obtuvo el premio Label Europa Cinemas. La película aborda el proceso de crecimiento de su protagonista, Pio Amato, en medio de un entorno conflictivo. Con catorce años ya toma alcohol, fuma, enfrenta las vivencias duras de la calle y la marginalidad que lo rodea. Acompañado de una numerosa familia comandada por su abuelo, le transmiten el lema de los gitanos: “Somos nosotros contra el mundo”. Bajo ese legado, Pío observa a los adultos para imitar sus códigos, el hábito de delinquir, estafar, como forma de vida que naturaliza. Así lo hace su hermano mayor, Cosimo (Damiano Amato), quien le enseña a robar, mientras entra y sale de la cárcel. Pío también tiene un amigo mayor, Ayiva (Koudous Seihon, protagonista de Mediterránea), un africano oriundo de Burkina Faso que trata de cuidarlo y preservarlo del ambiente que forman parte. La historia se inscribe en ese límite impreciso entre documental y ficción, con un ritmo que no decae en ningún momento. La cámara en mano, en constante movimiento, refleja la ausencia de un tiempo que no espera. Los personajes deambulan, buscan, se escapan cuando hay allanamientos, saltan por una ventana, viven el ahora, la inmediatez de una oportunidad que se presenta. Y en ese devenir, se traduce la raíz nómade del pueblo gitano, una comunidad sin asentamiento propio, más bien siempre en los márgenes y mal vista. Los Amato hacen de ellos mismos y el realizador logra captar la naturalidad de sus gestos, sus acciones, como si fuese un integrante más dentro del clan. Un infiltrado en los suburbios donde registra su cotidianeidad. El relato expone con crudeza una realidad sin ornamentos, imágenes sórdidas con mensaje directo. No los juzga ni hace empatía. Tal vez, el tono cambia en el tratamiento sobre Pío, los primeros planos lo dejan al descubierto y, al mismo tiempo, lo protegen si siente miedo o frustración. Nuevamente, la mirada de Carpigno se inclina sobre la temática de los inmigrantes que no encuentran su lugar en el mundo, y son perseguidos donde vayan. Intensa y fiel reflejo de los flagelos del mundo actual, La Ciambra se hace cargo de lo que muestra con una clara impronta neorrealista. LA CIAMBRA A Ciambra, Italia/Brasil/Francia/Suecia/Estados Unidos, 2017. Guion y dirección: Jonas Carpignano. Intérpretes: Pio Amato, Koudous Seihon, Damiano Amato, Iolanda Amato, Francesco Amato, Patrizia Amato, Rocco Amato y Susanna Amato. Fotografía: Tim Curtis. Edición: Affonso Goncalves. Música: Dan Romer. Duración: 117 minutos.
Doloroso y oscuro relato sobre el ingreso a la adultez del protagonista, nada haría pensar que detrás de la búsqueda del verosímil inherente al film había también un interés por graficar una parte de la Italia que no se ve en los medios y pantallas. Sorprendente, vívida, real, efectiva, “La ciambra” es una película urgente que interpela en cada plano y que profundiza sobre fenómenos como el multiculturalismo con crudeza y sin paños fríos.
A Jonas Carpignano le robaron un auto cargado con equipamiento cinematográfico cuando estaba filmando un cortometraje. Como todo el mundo sabe en Gioia Tauro (Calabria), cuando algo así ocurre hay que negociar con los gitanos: el joven cineasta italoamericano lo hizo, recuperó su auto y descubrió un mundo. a partir de entonces, durante cinco años estuvo visitando la Ciambra, el barrio gitano, y maduró su segundo largo, con los integrantes de la familia Amato, que nunca antes habían actuado, como protagonistas. Todo está contado a través de los ojos de Pio, el adolescente de 14 años que quiere demostrarle a su hermano mayor, Cosimo, que ya es un hombre en condiciones de seguirle el ritmo en sus andanzas delictivas. Es una historia ficcional narrada con pulso documental: Carpignano logró que los Amato reinterpretaran situaciones que, en su mayor parte, les habían ocurrido realmente. De ahí la naturalidad y la verosimilitud de La Ciambra, reforzadas por el carisma de ese adulto prematuro que es Pio. La película -que contó con Martin Scorsese como productor ejecutivo y fue enviada por Italia a los Oscar- muestra, con crudeza, la cotidianidad marginal de la comunidad gitana. Que no es nómada sino que habita monoblocks, rodeada de basurales, sumergida en el analfabetismo, viviendo de robos y estafas, a merced de las constantes redadas policiales, con la cárcel como escala habitual. A la vez, retrata el drama de los refugiados en el sur de Italia: si los gitanos están fuera del sistema y son despreciados por los “italianos” (los llaman así, aunque ellos también lo son), a su vez desprecian a los africanos, que están un escalón por debajo de ellos. La jerarquía de la pobreza. En esta aventura de maduración, Pio es el puente entre las realidades paralelas de ambas comunidades. Y llegará a una encrucijada en la que deberá elegir entre un mundo más amplio o seguir la enseñanza de su abuelo: “Somos nosotros contra todos los demás”.
Pío recorre el irregular territorio de la Ciambra con la seguridad de un adulto. Con el cigarrillo en la boca, la campera de moda y un inquieto magnetismo, su escurridiza figura atraviesa esa zona marginal de Calabria donde conviven el intermitente orden de los carabinieri y el permanente caos de las diversas comunidades. El director Jonas Carpignano, nacido en Nueva York y criado en Italia, capta con energía vibrante y subterráneo lirismo la vida de gitanos, inmigrantes africanos e italianos del sur en esa convivencia marcada por robos, lealtades y celebraciones. Pío mira ese mundo con sus acuosos ojos de niño adulto mientras la cámara lo descubre a él, lo sigue pegado a su espalda, adherido a su suerte. Luego de su primer largometraje, Mediterránea (2015) -la odisea italiana de un grupo de refugiados africanos-, Carpignano no pierde nada de la impronta documental en La Ciambra y se afirma en el entorno de Gioia Tauro: esta vez elige seguir la perspectiva de Pío, sus ansias de crecimiento, su natural instinto para la supervivencia. Con la voluntad de quien define una identidad propia sin perder la herencia del pasado, el director se apropia de ese sentir moral del cine italiano de posguerra para combinarlo con la energía del nuevo milenio, su nocturnidad bulliciosa y sus personajes desafiantes. Como parte de un despertar, Pío y su familia de gitanos irrumpen en el cine con la fuerza de la más cruda realidad.
Del director italiano Jonás Carpignano, que contó con la colaboración de Martin Scorsese en la producción. El film con una impronta de documental, muestra como se mueve una familia de gitanos en la comunidad que da titulo a la película, interpretados por la familia Amato (hacen de si mismos) en Calabria. Una zona donde conviven con los inmigrantes africanos. Y comparten con ellos no solo el territorio, sino el desprecio de los nativos hacia los inmigrantes en general y hacia los de la comunidad romaní que se dedican al robo de autos para vender sus partes desarmados, valijas en trenes, rescates. Una comunidad que sobrevive como puede que sabe, como dice en un momento el patriarca de la familia, que tienen a todo el mundo en contra. La película se centra en el magnético Pío, que es analfabeto pero sumamente rápido e inteligente que tiene como única aspiración vivir rápido sus 14 años para transformarse en un adulto. Cuando el hermano que admira y sigue y otros familiares van presos, el se transforma en el proveedor de la familia. Una mirada inteligente que no juzga, que no se demora en ninguna trampa sensible y que logra momentos de verdadera emoción y vuelo lírico.
En esta época de series, sagas y universos expandidos, es un alivio encontrar una película que nos recuerde el valor de la brevedad y la síntesis. La Ciambra es el segundo largo del joven italoamericano Jonas Carpignano. También es el nombre del barrio gitano en Calabria donde viven los protagonistas. Para retratar este mundo, el guión podría haber adoptado una estructura coral, pero en cambio se enfoca en un joven de catorce años, Pio. La trama, entonces, se ajusta al esqueleto de una novela de aprendizaje, o Bildungsroman, y traza el ascenso del adolescente a la adultez. Ahora bien, en el contexto del barrio gitano –pobre, marginal, permanentemente vigilado por la policía- lo que Pio aprende es cómo sobrevivir por fuera del sistema. Y una de las salidas que encuentra es la que eligió su hermano mayor, Cosimo, que roba autos y se codea con la mafia local, la ‘Ndrangheta. En este sentido, La Ciambra refuerza el vínculo, trillado y estereotipado, entre marginalidad y crimen (sobre este tema, vale la pena ver el documental Ciudad de Dios: 10 años después, que cuestiona el legado del film de Fernando Meirelles y Kátia Lund). Con la excusa de mostrar una dura realidad, cuya existencia nadie discute, quedan desplazadas otras realidades (e historias y personajes) que no están ligadas a la delincuencia. Sin embargo, la película de Carpignano, aunque se limita al punto de vista de Pio, evoca un panorama complejo, amplio y de gran riqueza sociológica. Vemos el funcionamiento interno de la familia gitana, cómo se relacionan hermanos, padres, madres y tíos. A través de un amigo de Pio, inmigrante de Burkina Faso, conocemos la situación de los refugiados africanos en la zona. Percibimos, también, las interacciones tensas entre italianos, gitanos y africanos, enrarecidas por la desconfianza mutua y la xenofobia. Obviamente, los gitanos también son italianos, pero la distinción entre unos y otros surge constantemente en los diálogos. La marginalidad se cuela en el lenguaje. Visualmente, La Ciambra recuerda a uno de los mejores estrenos del año pasado, Good Time: Viviendo al límite, de Benny y Josh Safdie. Ambos films comparten un estilo vertiginoso, impulsado por ritmos electrónicos. Abundan los planos cortos y claustrofóbicos, que jerarquizan el cuerpo del protagonista. El fondo, en muchas tomas, está fuera de foco, como un ruido difuso, siempre presente y nunca inteligible. La potencia de cada momento importa más que la trama. Tanto en La Ciambra como en Good Time, el final está anunciado desde el principio. Lo que interesa es el camino, porque de ese camino, filmado de cerca, se desprenden otras posibilidades que permanecen latentes. Es fácil imaginarse una secuela o precuela que recorra el campamento de refugiados africanos, el pasaje de Cosimo por la cárcel, la vida de Pio a los treinta años, la rutina diaria del barrio gitano, etcétera. Los actores de Carpignano interpretan versiones de sí mismos. Pio, en la vida real, también es Pio, residente de la Ciambra. Lo mismo su hermano y su madre. Esta cuota de realidad se nota en la pantalla. Los personajes están enraizados en su contexto, que podría brindar material para un sinfín de narraciones adicionales (de hecho, Carpignano ya trabajó con los mismos protagonistas en otros proyectos y cortos). Pero, como se trata de una película y dura sólo dos horas, nos quedamos con las ganas. Y eso, ante el aluvión de contenido en línea y de narraciones seriales que agotan cada recoveco de sus universos narrativos, es casi una bendición.
Cuando la amistad desafía fronteras El nuevo film del director de Mediterránea vuelve a sumergirse en el duro mundo de los inmigrantes que forjan nuevas identidades. En Mediterranea (2015), la ópera prima de Jonas Carpignano, un joven de Burkina Faso iniciaba un largo y peligroso viaje hacia el continente europeo, periplo que culminaba con el arraigo en un poblado de gitanos de Calabria, donde entablaba una relación de amistad con un niño romaní. Aquella película reelaboraba y ampliaba algunos de los conceptos de un cortometraje previo, A Ciambra (2014), ideas que ahora reciben un nuevo tratamiento en el largometraje del mismo nombre, estrenado mundialmente hace casi un año en el Festival de Cannes. No se trata, de todas maneras, de una remake; tampoco de una saga de películas con una filiación narrativa en común, entendida ésta de manera literal. Sin embargo, la visión completa de los dos largos y el corto pone de relieve varias de las obsesiones temáticas del director, nacido y criado en Nueva York pero afincado desde hace muchos años en Italia: las causas y consecuencias de las corrientes inmigratorias provenientes de países africanos; las nuevas generaciones de romaníes, que han abandonado sus tradicionales raíces nómades; la delincuencia como método de subsistencia, fuertemente enraizada en esas comunidades empobrecidas. El nuevo film –que disfrutó del aporte de Martin Scorsese como uno de sus productores ejecutivos– cuenta por tercera vez con la participación de los actores no-profesionales Pio Amato y Koudous Seihon, quienes interpretan a un adolescente de catorce años llamado Pio y a un inmigrante africano, Ayiva, respectivamente. Con una impronta formal deudora tanto del neorrealismo más clásico como del cine de los hermanos Dardenne, La Ciambra –el nombre con el cual los pobladores designan familiarmente al barrio marginal Gioia Tauro– es un relato de crecimiento, una pintura descriptiva de ciertos ambientes y formas de vida, además de un retrato sobre una amistad que va más allá de cualquier etiqueta. Los miembros del clan Amato viven en una casa de dos plantas de construcción semi precaria, iluminados gracia a la electricidad que toman prestada del tendido general. El abuelo, la madre, el padre y los hijos e hijas viven de algunas changas y, sobre todo, de actividades delictivas varias, en particular el robo de autos. A veces para vencer individualmente sus partes, en otros casos como particular método de secuestro automotor. Alguna cena familiar puede traer el recuerdo de los feos, sucios y malos de Ettore Scola, aunque si hay algo que al film de Carpignano no le interesa es moldear a sus personajes con la arcilla del grotesco. A pesar de ello, todos –desde el mayor hasta el más pequeño– beben, fuman y manejan vehículos, por más peligroso que parezca ver a un chiquito de seis o siete años detrás del volante. Qué relación existe entre los Amato de la vida real y aquellos que pueden verse en la pantalla permanecerá envuelto en el misterio, aunque es evidente que el realizador utiliza la materia prima de la realidad para construir a los personajes y darle forma a la historia. Un atraco fallido y la detención del hermano mayor de la familia terminan disparando los cambios que comienzan a ocurrir a velocidad crucero en Pio, quien demuestra un enorme coraje y temeridad al cometer algunos pequeños robos y tomar prestada una patrulla policial. En esencia, el muchacho parece determinado a crecer de golpe, a tomar las riendas de la casa, a ser adulto de una vez por todas. Carpignano construye pacientemente una historia que, al menos durante los primeros dos tercios de metraje, escapa de los lugares comunes dramáticos del cine social estandarizado, prefiriendo en cambio la descripción detallada de los vínculos entre los miembros de la familia, la relación entre Pio y Ayiva (en una escena memorable, el chico es prácticamente adoptado como mascota de un grupo de migrantes de Senegal y Kenia) y también la mutua dependencia entre los Amato y un grupo de mafiosos de la zona, a quienes apodan “los italianos”, transformando su condición nativa en una suerte de particular extranjería. La aparición de lo onírico como alegoría libertaria introduce tardíamente un elemento disruptivo que opaca algunas de las virtudes de La Ciambra, al tiempo que la película se concentra en los conceptos de fidelidad –a la sangre, a las amistades–, permitiendo incluso un pequeño paso de suspenso. En esos momentos la película coquetea con la posibilidad de encarnar en fábula, aunque la última escena termina por dejar completamente afuera esa posibilidad: la vida sigue y es tan real y dura como antes.
El director Jonas Carpignano -Mediterrána- mete su cámara en el pequeño universo de la familia Amato. Un clan gitano que vive en una zona marginal de Calabria, esa Italia del sur que muchas veces muestra tejidos sociales paupérrimos, tercermundistas. En verdad, su cámara se posa en el rostro o la espalda del joven Pío, un preadolescente que admira a su hermano mayor y da sus primeros pasos en el robo. En la Ciambra los niños fuman y beben alcohol, las familias, afectuosas en su brutalidad, se comunican a los gritos, y los códigos se desdibujan, lejos de cualquier contención institucional, sin escuelas ni trabajos. Hay que ver cómo, sin un argumento de principio-desarrollo-fin, Carpignano hace con su película un relato vivo, tenso, urgente. Y visualmente tan atractivo que uno no puede despegarse de las idas y vueltas de este chico y lo que lo rodea, a pesar de la aspereza de sus secuencias a oscuras, con confusos primeros planos, como sombras, y palabras susurradas en distintos dialectos y acentos. Entre el documental y la ficción -o la ficcionalización de la vida cotidiana de una familia real, haciendo de algo parecido a sí misma-, la película es una clara heredera del neorrealismo y el cine social italiano, producida por un Martin Scorsese que se enamoró del material. Un relato vibrante y profundamente conmovedor.
Este film dramático en el que se entremezcla por momentos con el documental llega de la mano del cineasta ítalo-estadounidense Jonas Carpignano, maravilloso en distintas secuencias como cuando instala la cámara generando distintas molestias e inquieta mostrando a joven gitano analfabeto pero inteligente, se las ingenia para sobrevivir, como así también africanos a quienes los rodea un mundo marginal con las consecuencias que esto trae aparejado (hasta les incendian sus casas para que se vayan). En su narración va desnudando a cada uno de los personajes, explica un poco como fue la llegada de de las familias gitanas y porque no los querían los italianos. Resulta bastante realista, utiliza muy bien ciertos recursos cinematográficos como las luces, los colores, las sombras, creando interesantes atmósferas, todo acompañado con una música acorde. Este film tiene como coproductor ejecutivo al cineasta Martin Scorsese y fue la elegida para representar a Italia en los Oscar en la categoría mejor filme de habla no inglesa de 2018, pero lamentablemente no fue seleccionada por la academia.
La película del realizador de “Mediterránea” retoma a algunos personajes de aquel filme para contar, de un modo cercano al documental, las desventuras de Pío, un adolescente de una familia romaní en Calabria que intenta seguir los pasos en el mundo del delito, de sus mayores, metiéndose en problemas. El realizador italiano presentó sus dos películas en el Festival de Cannes y, de algún modo, LA CIAMBRA deriva en parte de aquella ya que Pio, el adolescente protagonista de este filme es uno de los personajes de aquel. Aquí, el pequeño toma el rol protagónico a partir de que los miembros mayores de su familia de origen romaní que vive en el sur de Italia –su padre y su hermano– van cayendo preso y él siente que es su tarea ponerse a cargo de algunas de las actividades delictivas que practicaban ellos. En medio del caos de la vida cotidiana en este pequeño pueblo, que Carpignano captura con una naturalidad asombrosa haciendo sentir por momentos al espectador que está viendo un documental, Pio vuelve a conectarse –como en el anterior filme– con Ayiva, un refugiado/inmigrante africano. Y es a partir de los compromisos que empiezan a surgir con los “trabajitos” que tiene con su familia y la relación de amistad que lo une con él que empiezan algunos de los problemas que conformarán el eje dramático de esta historia de crecimiento y de pérdida definitiva de la inocencia. La película se organiza, un poco también como PROYECTO FLORIDA, a partir de situaciones, momentos y anécdotas que parecen no haber sido guionadas hasta que la narración empieza, sí, a tomar un rumbo más claro y preciso, ligado a las complicaciones en las que se mete, en sus incipientes pasos delictivos, el pequeño Pio, quien siempre parece creerse más grande de lo que realmente es. Con producción ejecutiva de Martin Scorsese, LA CIAMBRA tiene elementos del cine del norteamericano, en especial en la descripción de un día a día que es peligroso pero a la vez casual y hasta banal dentro de familias cuyas vidas están ligadas a algún tipo de delito. No se trata de una empresa mafiosa (en Calabria, para eso, está la todopoderosa ‘Ndrangheta), sino de una familia marginal que comete delitos pequeños para sobrevivir. Pero las decisiones que Pio debe tomar lo afectarán del mismo modo. Tal vez un poco larga para su escueta propuesta narrativa (dura dos horas), la película de Carpignano es, pese a la oscuridad de su mundo y temática, de una frescura y naturalidad necesarias en el cine italiano, una que muchos de los jóvenes que están apareciendo allí estos años están trayendo. Es cierto, tiene mucho de relectura del clásico neorrealismo, pero uno que captura a la perfección cómo ha cambiado el país desde entonces (la década posterior a la Segunda Guerra) hasta hoy, con problemas nuevos y otros que continúan siendo los mismos. Y esa cercanía con el personaje y con la verdad cinematográfica hacen también que el director jamás se pare a mirar desde afuera ni juzgue. Sus ojos son los ojos del personaje y ambos miran al mundo desde el mismo lugar, como un lugar fascinante y terrible en iguales proporciones, uno que no juzgan pero que, ambos saben, probablemente traiga más sinsabores que alegrías.
LA FICCIÓN QUE HACE TODO MÁS FÁCIL El juego es la principal actividad de aprendizaje de los chicos. Algunos juegan a construir, a inventar y a ser madre o padre, otros juegan a ser adultos. Pero el juego infantil se libra con libertad porque reposa en la confianza de que algún adulto podrá abrazarlo cuando se vuelva peligroso para él. Pico, el protagonista de La Ciambra, es un niño-adolescente de 14 años que juega a ser adulto pero que se refugia en los brazos de su madre y amigo mayor. En el film -que cuenta con producción ejecutiva de Martin Scorsese-, los chicos, que rondan en edades de 6 a 14 años, juegan a fumar y tomar alcohol. Juegan, pero lo hacen concretamente. Pio, ya un poco más grande que los demás, ve a su hermano mayor y a sus amigos de una manera idealizada. Esto hace que se sienta atraído de hacer las mismas actividades que ellos. Es así como decide entrar en la delincuencia. Para Pio el robo forma parte de un sentido de partencia y, por otro lado, no deja de ser un juego. La Ciambra elige determinadas maneras de narración que nos muestran cómo este joven que ya está dejando de ser un niño aun vive en ese umbral. En repetidas oportunidades se lo ve en la entrada de un bar colgándose a caballito del amigo del hermano. En otra de las escenas, vuelve de robar, se pone el pijama y se recuesta al lado de su madre, dejándose abrazar. Pio negocia con adultos el costo de un artefacto electrónico que vende y, por el otro lado, reparte monedas a sus amigos pequeños. En esta idea de un niño en el umbral de la adultez, la actuación de Koudous Seihun toma un lugar relevante. Su amigo adulto de origen africano es su resguardo en los momentos de incertidumbre. Estos dos personajes tienen situaciones juntos en las que la comunicación se da de forma natural y seguramente influye en esto que hayan trabajado juntos en la anterior película del mismo director, Mediterranea (2015). En La Ciambra se establece un diálogo con Mediterranea al volver a hablar de los refugiados africanos. Es notable la cantidad de información que se muestra, en unos pocos minutos que se les dedica a las escenas en las que aparecen las comunidades africanas. Pio logra relacionarse con los africanos, rompiendo así el prejuicio impulsado por su familia. De esta manera, el film nos acerca a los conflictos sociales que viven en el sur de Italia en el que los gitanos, comunidad de Pio, están posicionados en las clases bajas y los africanos por debajo de ellos. De forma indirecta, a través de determinados juegos y peleas de chicos es cómo se logra hablar de una determinada realidad social. Se nos muestra el analfabetismo en la comunidad gitana de esa zona. También, aparece en el diálogo de los chicos la prostitución de las mujeres. La aventura de estos jóvenes permite que también se pueda apreciar el lugar en dónde viven. Es posible ver cómo funcionan los desarmaderos de autos y el tráfico de mercadería robada. Pero como el ruido de un globo que explota, el llanto de los chicos da fin al juego. A través del dolor lo vemos a Pio crecer, volverse adulto. Pio Amato logra caracterizar muy bien a ese niño que se va convirtiendo de a poco en un adulto. Pero principalmente es impecable la escena en la que llora al lado de su amigo africano. Las palabras no son necesarias porque la mirada perdida de Pio habla en silencio.
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Precandidata al Oscar por Italia, La Ciambra, segundo film del ítalo-estadounidense Jonas Carpignano, con Martin Scorsese como productor ejecutivo, retrata marginalidad sin trazo grueso. La Ciambra es un barrio periférico en Gioia Tauro, en Calabria. Allí viven los Amato, un clan de zíngaros, con abuelo, madre, padre, hermanos, primos, en una amalgama por subsistir como se puede: haciendo changas, desvalijando casas, secuestrando vehículos, colgándose de la luz, robando valijas en los trenes. En esa marginalidad, el relato de Jonas Carpignano elige seguir especialmente la vida de Pio Amato que, con 14 años, fuma, toma y comete algunos delitos en su salida de la infancia y entrada al mundo de los adultos. Cuando su padre y su hermano son detenidos, él se arroga el rol del jefe de familia o, al menos, de tomar las riendas para conseguir el sustento económico del clan. Narrada entre los imprecisos límites entre documental y ficción, La Ciambra no cae en los lugares comunes en que, a veces, incurren este tipo de relatos, que es ser sólo contemplativo de una dura realidad. Ficciona circunstancias que vivió su director durante la filmación de su película anterior, Mediterranea: el robo de sus equipos de filmación por el que las bandas piden un rescate y lo traslada a su segunda película. Más el agregado de otros hechos con los que pinta esta aldea. Circula cierto aire al neorrealismo, con la presencia de actores no profesionales. Carpignano se enamoró tanto de los personajes de su ópera prima que repitió a algunos: Ayiva (Koudous Seihon), natural de Burkina Faso, era el protagonista de Mediterranea y Pio (Pio Amato) tenía un pequeño papel. En este caso las jerarquías se invierten, pero se conserva la relación de amistad establecida en el debut del realizador ítalo-estadounidense. La odisea de refugiados e inmigrantes buscando su lugar en el mundo hostil que los expulsa y los margina. Pio es un personaje que actúa como adulto -cuando los demás lo ven como niño-, toma decisiones fuertes para suplantar a sus parientes en la cárcel. Y aunque se atreve con el alcohol y el tabaco y coquetea con el sexo con cierto miedo a consumarlo, sigue siendo un niño que teme estar en un tren en movimiento y al encierro en los ascensores. Así de ambivalentes son las cosas en esta película, porque de lo que se trata es de no juzgar con un dedo acusador sino de mostrar una realidad desde la óptica de un chico de 14 años, analfabeto, que quizás no se dé cuenta del todo del espesor dramático de su entorno, acaso por no conocer otra situación que la de la urgencia del subsistir.
Hay filmes que evocan otros filmes ya vistos, hay otros que nos resultan en cambio relatos inaugurales. Cuando uno ve una película que parece contener un poco de otras, la memoria busca cuales son sus raíces o sus fuentes cinematográficas. Nunca pasa desapercibido si ese viaje al pasado es porque nos trae reminiscencias de un cine anterior que representó ni más ni menos que un movimiento de vanguardia, un cambio, una revelación para el cine de post guerra en aquel paradigmático año 1945 cuando en Italia, Roberto Rossellini hacía explotar una nueva narrativa: el neorrealismo italiano. Si comienzo conectando la última película de Jonas Carpignano con el neorrealismo italiano la sensación que provoca la idea es que enaltecemos un relato porque evoca a otros grandes relatos de la historia. Y no es así en este caso. Pío Amato (así se llama el joven en la realidad y en la ficción) tiene 14 años y está en plena búsqueda identitaria, la de definir ante todo un lugar de validación y poder en su nicho familiar y en su enclave social. Como buen adolescente gitano, fuma, bebe y se preocupa por resolver los temas que deben resolver los que “ya son hombres” mantener a la familia y vivir de lo que viven todos sus allegados: el robo y la ilegalidad. La historia pone en el centro del cuadro a este grupo social marginal (los gitanos han sido históricamente marginados) focalizando en el ascendente camino del joven Pío. El relato tiene a la vista la estructura de un coming of age, más allá de la panorámica social el eje de la curva dramática es el crecimiento de Pío en todos sus planos. A su alrededor podemos ver la coreografía del resto de los personajes que atraviesan la vida de Pío con sus objetivos y sus conflictos. La trama no tiene grandes revelaciones sobre este núcleo social, lo que se cuenta y cómo se cuenta no nos deja ni datos, ni sensaciones que no hayamos podido suponer o saber de este mundo y sus reglas. A Ciambra no es exactamente un nuevo gran filme ni porque su trama sea reveladora, ni porque remita a una estética que fue sin duda revolucionaria. Aquel neorrealismo paradigmático representaba una nueva “ética de la mirada”, como bien diría Cesare Zavattini, donde la narración jugaba a ser un par de la realidad que espejaba. A Ciambra no cala en lo profundo de la ética a la que refería Zavattini. La conexión neorrealista está en lo formal ante todo, más aún en lo formalista diría yo, más superficie que fondo. La forma está determinada por el uso de una cámara móvil que se propone testigo en el constante seguimiento del personaje, marcha tras sus vivencias e intenta crear una verdad como si el casi continuo “espiar” diera fé de que esto que vemos es realmente una presentación de la realidad. La música que envuelve gran parte de las escenas – detalle que no es para nada neorrealista – es excesiva en su cantidad de incidencias en el relato, finalmente esta herramienta desajusta mucho los climas construidos desvirtuando el despojo que sería necesario en este modelo de corte documentalista. Lo documental queda más en el dato que en el fondo de lo narrativo. Es claramente una película hecha por un narrador que sabe mucho de cine, de su historia y su lenguaje. Pero saber no garantiza que pueda conmovernos o hacernos reflexionar sobre lo que nos rodea y sus obviedades. Por Victoria Leven @VictoriaLeven
Puede interpretarse como una influencia tardía del neorrealismo italiano, aquel movimiento cinematográfico que revolucionó el cine social mundial durante las épocas de posguerra. Como sea, se trata de un resurgir aún no bautizado de un cine entrañable, comprometido y directo, que viene dando películas brillantemente logradas, con un realismo casi documental y un fuerte contenido humanista. Alice Rohrwacher (Las maravillas, Lazzaro Felice), Tizza Covi y Rainer Frimmel (La pivellina, Míster universo) han dado obras brillantes en los últimos años, a las que hay que sumar las logradas por el director Jonas Carpignano (Mediterránea, La Ciambra). Nacido en Estados Unidos, este cineasta de 35 años viene recibiendo un sinfín de premios en festivales y es una de las nuevas promesas del cine mundial. A Ciambra fue originalmente un cortometraje de 2014, centrado en la vida marginal y delictiva de un niño gitano. El cineasta describía allí la vida en la comunidad gitana ubicada en la localidad Gioia Tauro, en la Calabria, en el sur de Italia. Esta zona, también conocida por sus pobladores como la Ciambra, es un sitio en el que hoy se concentra, además, una numerosa comunidad de refugiados africanos.