Una experiencia de la que nadie podrá salir igual del cine, y que reflexionando sobre la vida y la muerte, con momentos en los que el cine dice presente, se potencia un mensaje directo que tiene a un hombre y su entorno como reflejo universal de muchos, muchos, otros. Griselda Siciliani brilla en cada escena de la que participa.
Larga y pretenciosa ya desde el título, la nueva película de Alejandro González Iñárritu puede significar un arduo desafío incluso para aquellos que lo consideran un poeta, un iluminado, un artista trascendente. Para quienes encuentran incómodas ciertas zonas de su cine (como es mi caso), las dos horas y media de BARDO: Falsa crónica de unas cuantas verdades resultan en muchos de sus pasajes una experiencia entre tortuosa e irritante. SU RELACIÓN CON LA FILMOGRAFÍA PREVIA. Las películas de Iñárritu siempre fueron de muy extensa duración, con ambiciones nunca modestas y situaciones muchas veces extremas y provocadoras. Sin embargo, nunca había alcanzado un nivel semejante de autoindulgencia y obviedad como en BARDO, una acumulación de escenas de alto impacto, diálogos presuntuosos, bajadas de línea y “denuncias” (la idea parece ser la de sacar todos los trapitos al sol). En BARDO Iñárritu juega a ser el Fellini de 8½ (aunque más bien parece el Subiela de El lado oscuro del corazón) con una película que empieza con un personaje volando en la inmensidad del desierto, sigue con un bebé que al nacer no quiere vivir en ese afuera y es reintroducido en el vientre de su madre (sí, así como leen), una inundación en trenes y departamentos, la información de que Amazon quiere comprar el estado mexicano de Baja California y la reconstrucción de un hecho histórico en el que las tropas estadounidense masacran a un regimiento mexicano integrado por adolescentes. Y eso ocurre apenas en los primeros minutos, así que imaginen todo lo que viene después... SU RELACIÓN CON MÉXICO Y ESTADOS UNIDOS. Si hay algo para reconocerle a Iñárritu es que BARDO probablemente enoje a todo el mundo. La película es un acto de humillación hacia estadounidenses y mexicanos por igual, hacia cada uno de los personajes y en cada una de las escenas. Maltratos que -según me han contado fuentes inobjetables- tambén se reprodujeron con el equipo méxicano durante parte del rodaje. El desprecio es moneda constante en la película: cuando una empleada doméstica quiere ingresar a un lugar “exclusivo”, cuando el protagonista ingresa (regresa) a los Estados Unidos y recibe un trato desdeñoso por parte de un agente (latino, claro ) que trabaja para el servicio de control migratorio. Y así podría seguir la enumeración. LA RELACIÓN CON SU VIDA, LOS MEDIOS Y EL ARTE. No es difícil advertir las similitudes entre el Silverio Gacho (Daniel Giménez Cacho, el “Darín mexicano”, haciendo gala de un profesionalismo y dignidad encomiables para sobrellevar los despropósitos que le hace decir y hacer el director) y el propio Iñárritu. Si bien Silverio es un periodista y documentalista que desde hace dos décadas está radicado en Los Angeles y regresa a su México natal para recibir un prestigioso premio, está claro que en muchos sentidos funciona como alter-ego, vehículo para que el cineasta juegue a la autobiografía y se despache a diestra y siniestra contra políticos (el encuentro con el embajador estadounidense), la hipocresía global (no se priva de filmar a los inmigrantes ilegales que intentan cruzar la frontera hacia los Estados Unidos), medios de comunicación (la escena de la fallida entrevista en vivo) y el lugar vanidoso del artista, el éxito, la adulación y las traiciones. Todo revestido de pompa, pero que en verdad son frases que suenan como aforismos propios de una filosofía barata. SU RELACIÓN CON ARGENTINA. Iñárritu volvió a trabajar junto a Nicolás Giacobone luego de la experiencia conjunta en Biutiful y Birdman. Y eligió a Griselda Siciliani para interpretar a Lucía, la pareja del protagonista. Lamentablemente (y no es culpa de la actriz) no solo la hace hablar con un acento mexicano que suena forzado sino que el personaje se ve sometido a situaciones muy poco cuidadas. Es que los intérpretes de Iñárritu son meras marionetas, engranajes de una gran maquinaria que solo tiene sentido en la cabeza del autor y, en este caso, la arbitrariedad y el artificio imposibilitan cualquier tipo de empatía o conexión emocional con los personajes. Eso sí, tanto Lucía como Silverio tienen “vuelo propio”, pero en el sentido más literal de la expresión. SU RELACIÓN CON NETFLIX. Es interesante comparar BARDO con Roma, el regreso a México de otro autor mexicano consagrado en Hollywood y también de la mano de la N roja. Mientras Alfonso Cuarón filmó en blanco y negro una historia personal y -salvo alguna escena puntual- con austeridad y sensibilidad, lo de Iñárritu es propio de un director presumido, con ínfulas y mucho dinero para concretar sus caprichos y dejar en claro tanto sus berrinches como sus miedos (a la vejez, por ejemplo). LO RESCATABLE. Hay algunos momentos de cierta bienvenida intimidad en la relación entre Silverio y sus hijos adolescentes Camila (Ximena Lamadrid) y Lorenzo (Íker Sánchez Solano) y otros -cuando se desprende de su lugar de profeta, filósofo y artista rencoroso y misántropo- en los que aparecen planos o incluso escenas en los que Iñárritu demuestra que tiene un virtuosismo prodigioso y una dimensión como cineasta poco habituales. En ese sentido -más allá de cierto abuso del gran angular y otros lentes deformantes- el trabajo junto al gran Darius Khondji en 65mm alcanza ciertos picos artísticos que se disfrutan mucho en pantalla grande (pude ver la película en un cine), pero en definitiva son solo breves irrupciones, atisbos, excepciones dentro de una película dominada por la grandilocuencia, el subrayado, la autoflagelación, el resentimiento, el sadismo y la venganza.
"Del éxito hay q tomar un sorbito, hacer un buche y escupirlo, si no, te envenena”, le dice uno de los personajes de Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, a su protagonista, una suerte de álter ego- con énfasis en la parte del ego-, de Alejandro González Iñárritu, el director mexicano que en su afán de encarnar al imperfecto hijo pródigo de regreso al hogar, realizó una de sus películas más deshonestas, incoherentes y maniqueas. Su reflexión íntima sobre el suceso internacional y la desconcertante sensación de no ser de aquí ni de allá también incluye un intento por resumir el espíritu de su país desde la conquista hasta la actualidad, una tarea titánica que Iñárritu ensaya en un film de dos horas y cuarenta minutos producido por Netflix -estará disponible en la plataforma desde el 16 de diciembre-, en el que las secuencias oníricas y su viejo truco de la cronología narrativa fracturada demuestran las limitaciones de un autor demasiado enamorado de sus propias ideas. Veintidós años después de Amores perros, su última película mexicana y la que le abrió las puertas del mundo y le consiguió la atención de Hollywood -tiene cuatro premios Oscar- el director de El renacido decidió volver al origen a sabiendas de que ese origen ya le era ajeno. Para eso, junto con el guionista argentino Nicolás Giacobone-ganador del premio de la Academia junto a Armando Bo por su trabajo en Birdman-, Iñárritu se creó un avatar en el periodista devenido en documentalista estrella Silverio Gacho (Daniel Giménez Cacho). La excusa argumental para apilar verdades de perogrullo sobre la era de la “posverdad” y superficiales reflexiones sobre la inmigración es el reconocimiento que Silverio está a punto de recibir por parte de una asociación de periodismo internacional, lo que genera un revuelo en México y sus allegados. Entre los festejos y los encontronazos con las personas que dejó atrás allá lejos y hace tiempo cuando decidió emigrar con su esposa Lucía (Griselda Siciliani) y sus pequeños hijos a los Estados Unidos, el personaje también carga en su valija de regreso el duelo siempre latente por un bebe de la pareja que murió a las pocas horas de nacer. La ensoñación del parto en la que el bebé decide que no está listo para salir al mundo y regresa a la matriz de su mamá marca la pauta, al comienzo del film, de que no habrá pretensión de realismo ni medias tintas en este relato. Claro que a medida que la trama avanza -o más bien tropieza- a través de diferentes viñetas sobre la vida de Silverio, las secuencias fantásticas -prodigiosamente fotografiadas, como el resto del film, por Darius Khondji- se revelan como uno de las trampas que utiliza Iñárritu para sacudir al espectador. La historia de la guerra entre México y los Estados Unidos, la aniquilación de los pueblos originarios en la época de la conquista, el sufrimiento de los inmigrantes en la actualidad y hasta el narcotráfico aparecen como escenas extraídas de los supuestamente brillantes documentales del protagonista. “Al que no sabe jugar no se lo puede tomar en serio”, dice Silverio como respuesta a las muchas críticas que recibió en su carrera por esas recreaciones. Una y otra vez, Iñárritu aprovecha esos diálogos para intentar blindar su película ante los reparos que imagina se escribirán sobre Bardo, que fue recibido con tibieza en el más reciente festival de Venecia. Esa estrategia de adelantarse a lo que se dirá del film no desmiente las críticas. Al contrario, lo que consigue es mostrar que por debajo de sus gestos de profeta de un mundo en plena crisis y su búsqueda de revisar su propia historia, Iñárritu se traiciona a sí mismo constantemente. Las contradicciones de Silverio, como las de cualquier inmigrante al regresar a su país, resultan en un personaje que dice añorar lo que activamente desprecia y su legendaria ética periodística demuestra ser puro humo cuando se vislumbran escenas de sus documentales en las que, por ejemplo, se lo ve circulando por las calles de la Ciudad de México o trepándose a una suerte de pirámide hecha con los cuerpos de los mexicanos masacrados por Hernán Cortés, quien lo espera en la cima para compartir un cigarrillo con él y hablar de su hipocresía. La lógica de esa secuencia termina de quebrarse cuando se revela como el detrás de escena de una filmación. Pura cáscara dramática sin más valor que el de demostrar la aparentemente infinita imaginación del director. En el camino de bucear en su interior, Iñárritu tal vez que encontró a ese hombre/niño caprichoso, temeroso y algo perdido al que su padre le aconseja, demasiado tarde, el peligro de creerse su propio éxito.
Bardo, ha dicho Alejandro González Iñárritu, la hizo no con la cabeza, sino con el corazón. Y la película tiene todo o mucho de aquello que sus admiradores aman y sus detractores más acérrimos odian. En tiempos de grieta, el filme del director de Birdman y El renacido -las películas por las que ganó él mismo sus cuatro Oscar, dos como mejor director- es un nuevo exponente para la polémica. Entre el inconsciente y el consciente va desarrollándose la trama. Que es ambiciosa y en la que la puesta en cámara de Iñárritu a veces, a menudo, está más en primer plano que la historia en sí misma, que ya tiene bastantes vericuetos y senderos escarpados, como para ir dejando rastros en nuestro inconsciente. Y Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades comienza como una comedia, tras una imagen impactante con una sombra que vuela sobre el desierto (primera alusión a Birdman). Lucía (Griselda Siciliani), la pareja del protagonista, da a luz a Mateo, pero el bebé se niega a estar entre nosotros, y desea regresar al vientre materno. Y bueno, lo vuelven a introducir a su madre. Mucho cambiará a lo largo de casi tres horas -la versión que este jueves estrena en cines dura 159 minutos, por lo que fue aligerada con respecto a la que compitió y tuvo su premiere internacional en la Mostra de Venecia-, porque la historia no se quedará solo en la pareja de Silverio y Lucía. Se centrará en Silverio (Daniel Giménez Cacho, protagonista de Zama, de Lucrecia Martel), un periodista y documentalista exitoso, que se fue de México a los Estados Unidos, y regresa para recibir un premio. También en Los Angeles quieren premiarlo, justo cuando Amazon (Netflix produce la película, y la estrenará en streaming recién el 16 de diciembre) planea comprar Bajo California, en México, para entregárselo a los Estados Unidos… La película combina sueños y realidad, en un guion trabajado con rigurosidad entre Iñárritu y nuestro compatriota Nicolás Giacobone. Iñárritu no había regresado a filmar a México desde Amores perros (2001). Rodada con planos secuencias, incluye escenas en las que la imaginación le gana a todo, con pisos inundados o llenos de arena, una pila enorme de cadáveres en El Zócalo, en México, gente que se arrastra, otra se desploma y son “desaparecidos”, y más. ¿Más? Hernán Cortés, alusiones a la ausencia del estado con respecto a los ciudadanos mexicanos, la pregunta de adónde pertenecemos, si allí donde vivimos o donde nacimos y nos criamos. La película es una mirada de González Iñárritu a su vida, su existencia, el México que dejó hace veinte años para vivir en los Estados Unidos. Atravesado o no por una crisis, el protagonista reflexiona, recuerda y fantasea. Así como Alfonso Cuarón tuvo su retorno a México con Roma, en la que retrató a su familia y su barrio, el director de Babel emprende un camino de regreso, que tal vez lo coloque de aquí en adelante en otro recorrido cinematográfico. Nada será igual Porque después de Bardo, nada será igual para él y su público. Bardo es muy distinta a todo lo que filmó hasta ahora. ¿Narcisista? Está en el mismo camino que otros realizadores que necesitaron hablar de su pasado, ya sea Fellini con Amarcord o más cerca en el tiempo Paolo Sorrentino con La grande bellezza. Bardo es como un sueño, o una pesadilla, un ensueño en el que la realidad y la ficción se confunden con elegancia, pero que tal vez sea demasiado grandilocuente, o mucho.
Todo lo que se pueda decir de esta desmesurada y espléndida película de Alejandro González Iñárritu, escrita junto a Nicolás Giacobone, el mismo lo anticipa en boca de sus colegas mexicanos, que increpan al protagonista ( un soberbio Daniel Gómez Cacho) con frases “pretensioso y sin sentido onírico” entre otras lindezas que seguramente se publicaran sobre este film. Un trabajo tan extenso como seductor, tan deslumbrante como agobiante, tan creativo como punzante. Una realización artesanal exigente que mezcla realidad, escenas de ficción que se supone son parte de los documentales del protagonista, un expansivo e inmersivo mundo onírico y un presente que tiene que ver con un premio importante que el duda en recibir y provoca todo tipo de reacciones entre sus colegas del pasado. El tema es que el espectador nunca se aburre y pocas veces encontrará criticas tan despiadadas hacia EEUU y la quita de territorio a México, la masacre hacia sus soldados, los supuestos trámites de Amazon para comprar un estado de su país de origen. Y ni hablar sobre la conquista encabezada sobre Cortez que dialoga con el protagonista desde la cima de una montaña de cadáveres indígenas. Y los dardos hacia México, con su violencia que provoca tantos desaparecidos en una escena impresionante, o cuando le dice a un periodista exitoso local “Gracias a tus opiniones exaltadas y tu enojo nos quedamos sin verdades” . Es despiadada su mirada sobre la situación del protagonista, un migrante de lujo que sin embargo sufre maltrato en el regreso a un país que habita desde hace 20 años. Nada ni nadie se salvan. Pero tampoco faltan los momentos emotivos: los recuerdos de su padre, el encuentro con su madre, el hijo que vivió tan poco, la cercanía de la muerte. Como es un gran director, es fácil decir que Fellini con su “ 8 y ½”, “All That Jazz de Bob Fosse o “La grande bellezza” de Paolo Sorrentino influenciaron a Iñárritu. Pero él le dio su sello, su impronta a un film que, toma al espectador para un viaje largo, de emociones, visiones filosas, desbordes, hermosos momentos. Su creación es avasallante, recargada, florida y también personal. Es de celebrar que ahora en cine y luego en su estreno en Netflix la plataforma le de espacio a una creación tan particular como extensa. Se luce con su trabajo Griselda Siciliani.
Bardo", o el director en su laberinto. El realizador de "Babel" y "Biutiful" hizo una de sus habituales películas ambiciosas y cargadas de nihilismo, a lo que le suma escenas cuya carga metafórica cae ante el peso del ridículo. creciente es un monstruo querible y frágil, en línea con los que han atravesado la filmografía del ganador del Oscar por La forma del agua. ¿E Iñárritu? Bueno, el director de Babel y Biutiful hizo una de sus habituales películas ambiciosas y cargadas de nihilismo, a lo que le suma escenas cuya carga metafórica cae ante el peso del ridículo. Son dos horas y media largas, larguísimas, llenas de prodigios técnicos que conducen hacia la nada misma. Un vacío cuya pretensión se preanuncia desde la elección de un título como Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades. Porque Iñárritu no hace películas; Iñárritu cuenta verdades, en este caso, con la forma un viaje por sus obsesiones. O, mejor dicho, LA obsesión, que no es otra que él mismo. trenes que se inundan, tormentas de arena, recreaciones de batallas entre mexicanos y estadounidenses y varios intentos burdos por señalar que el mundo se está yendo a la mierda. Así lo piensa Iñárritu, como también su alter ego ficticio Silverio Gacho (Giménez Cacho), un periodista devenido en reputado documentalista que vuelve a México tan consagrado por la crítica como conflictuado por cuestiones nunca del todo claras. Pero tampoco importa demasiado, dado que lo importante es que esa conflictividad pueda operar como puntapié para largas peroratas con ínfulas de profundidad y encuentros con personajes de todo tipo, pero siempre cortados por la tijera de una maldad innegociable. Como ese colega que, durante una entrevista televisiva en vivo, fusila discursivamente a Silverio. Porque en Bardo no hay salvación posible, mucho menos algo parecido a la reconciliación.
Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es desde el título una película pretenciosa, larga y barroca. Pero como seguramente será mencionada simplemente como Bardo, dejaremos en paz el análisis de su nombre inútilmente redundante y pasemos a lo siguiente. Si Alejandro González Iñárritu (aquí director, guionista, productor, montajista e incluso músico) disfruta esta manera de presentar su película no hay que pedirle que se salga de allí. Bardo es muy despareja y bastante fallida. Esto no es un comentario positivo, claro, pero es preferible que falle o no sea constante un realizador que cuando es efectivo hace películas espantosas, crueles, solemnes y aburridas. Acá hay un poco de todo eso, pero no todo el tiempo. Esta especie de falso autorretrato tiene muchas cosas, demasiadas, y entre tanto revoleo de ideas algunas parecen sacadas de otra película, una mejor, aunque menos parecida al mundo de su director. El protagonista es Silverio (Daniel Giménez Cacho, un verdadero titán luchando contra viento y marea), un prestigioso periodista y documentalista mexicano que vive en Los Ángeles, quien, luego de ser nombrado ganador de un importante premio internacional, regresa a México, en lo que se convierte en un repaso de toda su vida y lo obliga a reflexionar sobre su existencia. En ese viaje emocional e intelectual también entra la historia de México, los medios, el arte, la familia, los amigos, el trabajo y la propia idea de la muerte. La forma desordenada y surrealista con la cual se describe todo esto hace que la narración no del todo lineal esté llena de metáforas, escenas oníricas y demás recursos en contra del realismo. Curiosamente, los pequeños momentos realistas que la película tiene brillan en contraposición y se podría decir que son lo mejor de Bardo. Sin embargo estos son breves y deben ser buscados entre un momento estéticamente imposible y el siguiente. La única forma de ver Bardo y llegar al final es verla en cine. Aunque prácticamente no hay momentos de belleza, todo el tiempo hay ideas visuales, algunas horribles, otras más interesantes. Pero para bien o para mal, el cine permite meterse en la historia. La belleza que podría aparecer no lo hace porque la pasión adictiva de Iñárritu por el gran angular destruye la casi totalidad de los planos. No es un error, es su estética. Y aquí hay que destacar algo. A uno le puede gustar o no su cine, pero el director no se ha equivocado. Su carrera ha sido sólida y ha conseguido toda clase de reconocimientos. Aunque no creo que merezca tal prestigio, lo que importa es que lo tiene, al menos en algunos círculos. Siempre ha pisado fuerte, desde Amores perros hasta El renacido. Acá, por primera vez, se lo nota inseguro, algo temeroso, incluso preocupado por el que dirán… en contra. Antes de que la película llegue a la mitad, hay una escena donde el protagonista discute con un viejo amigo, hoy conductor estrella de la televisión. Es un diálogo muy importante, porque el amigo dice, casi de forma exacta, todo lo malo que tiene la película hasta ese momento. Dedicarle una escena a criticar la película que estamos viendo es una muy curiosa muestra de inseguridad por parte de un director que ha ganado, entre muchas otras cosas, dos premios Oscar a mejor director. Luego el protagonista le responde, claro, pero la incertidumbre ha sido sembrada. Es como esos films de alto presupuesto donde hay una escena para cada gusto y alguna que cuestiona a la propia película. Un blockbuster tribunero hecho y derecho. Pero claro, también hay escenas verdaderamente bochornosas. No importa que un personaje lo aclare, ya lo sabíamos, estuvimos allí sentados. Todo lo del bebé es un mamarracho, porque se supone que es algo dramático y siempre, pero siempre, es una carcajada tras otra por el papelón. De eso, hay mucho, por eso la película nunca se vuelve simpáticamente fallida o agradablemente despareja. Tampoco indigna todo el tiempo, a veces las cosas no tienen sentido. La abyección, sin embargo, tiene su aparición estelar en dos o tres momentos que destruyen cualquier posibilidad de empatizar con Bardo. Muchos realizadores han hecho películas así. No solo Federico Fellini e Ingmar Bergman, también Bob Fosse, muchas veces Woody Allen y otros directores de los más variados estilos. Hay claras referencias a algunos de ellos, pero es tan obvio que no hay que ahondar demasiado. Ser un director ambicioso es una apuesta en la cual caer en el exceso y resultar pretencioso y ridículo es una posibilidad. Si le agregamos tonterías como una crítica obvia a la televisión basura y las redes, sin ninguna complejidad, entonces el combo resulta poco interesante. Hay momentos en los cuales Bardo podría haber terminado sin problemas. También es cierto que en manos de un montajista que no fuera el engolosinado autor podría haber durado una hora menos. La película entra y sale, se cuestiona, tiene dudas, se cae, se equivoca, se pierde y vuelve a buscar una salida. Tiene contradicciones que los propios personajes dicen en los diálogos. Hay dos escenas que merecían mejor acompañamiento. Una es la del protagonista junto a su hija charlando en una pileta frente al mar. La otra, bastante cercana, con su hijo hablando en el avión. Dos momentos de los pocos que respiran una verdad cinematográfica y humana dentro de este largometraje tan disperso.
Finalmente, después de varias paradas por festivales cinematográficos, se estrenó en cines selectos el último largometraje del galardonado cineasta mexicano, Alejandro Gonzalez Iñarritú. Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades también llegará a la plataforma de Netflix el 16 de diciembre. Esta vez el arte del cineasta genera divisiones muy marcadas, pero todo dependerá de quien esté dispuesto a dejar los prejuicios de lado y a subirse a un viaje íntimo y surreal. ¿Quién alguna vez soñó con volar? ¿Quién alguna vez no ha despertado con una sensación extraña de haber estado levitando por los cielos? Las primeras imágenes de Bardo nos invitan a rebuscar esos recuerdos que podamos haber sentido y nos pone en órbita de lo que será Bardo, no solo por repensar ese sueño colectivo sino que nos adentra al surrealismo e Iñárritu aprovecha para demostrarnos, una vez más, el orfebre que es: el sublime artificio con la cámara será penetrante a lo largo de todo el metraje. ¿Pero qué es el bardo? Como oriunda de Argentina diría que es un lío, pero en el diccionario tiene distintas connotaciones: desde poeta hasta limbo, pero para su director es el sentimiento que tiene una persona que abandonó hace bastante su país y no sabe a qué lado pertenece, es una fractura. El bardo es una condición que atraviesa a todos sus personajes y cada uno lo resignifica de alguna manera que iremos descubriendo. Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho) es un exitoso periodista y documentalista que hace más de veinte años está radicado en Los Ángeles y regresa a su México natal para recibir un premio de reconocimiento. En ese camino de vuelta será un viaje de la conciencia, un estudio de personaje para el espectador. Una aventura fantasmagórica para exponer con autocrítica temas como la identidad, la emigración, la familia, la pérdida, el racismo, la colonización, el éxito y la mortalidad. Pero Silverio Gama no sería posible sin la entrega de su actor mexicano quien lo encarna de una manera hipnótica y nos regala una secuencia de baile en acapella de Let’s dance de Bowie que es simplemente deslumbrante. Bardo de Iñárritu es un inmersivo retrato de un artista torturado, fracturado que respira ansiedad existencial en un imaginario visual apabullante. Bardo no tiene una estructura simple ni una narración clásica porque es sobre los recuerdos y los sueños y a ellos no los atañe el tiempo. Otros dicen que Bardo es el álter-ego del director lo que convierte a esta película en un relato banal, pretencioso y egocéntrico, pero en mi caso me quedo con el lado luminoso de esta obra: un artista (Iñárritu) que toma sus derechos para cincelar sus pensamientos en un imaginario que escala por encima de lo que nos permite el cine. Luis Buñuel decía que el «cine es un sueño dirigido» y Bardo es un fiel reflejo de esa idea.
Alto bardo. Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es la última película de Alejandro González Iñarritu, ganador del Oscar al mejor director dos veces consecutivas por Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) y El renacido, que vuelve a filmar en su México natal producido por Netflix. Y protagonizada por Daniel Giménez Cacho, acompañado de la argentina Griselda Siciliani, Ximena Lamadrid, Íker Sánchez Solano y Andrés Almeida, entre otros. La historia, basada en un guión de su director, en una nueva colaboración con el ganador del Oscar Nicolás Giacobone, cuenta la historia de Silverio Gacho (Giménez Cacho), un renombrado documentalista mexicano radicado en Los Ángeles, que vuelve a su país natal para celebrar junto a sus allegados el reconocimiento por un importante premio que va a recibir en Estados Unidos. Que sirven como sustento narrativo para una serie de secuencias oníricas entre las que se alternan recuerdos propios con reflexiones sobre la historia de su país. En primer lugar es necesario destacar la prodigiosa fotografía de Darius Khondji (Delicatessen, Pecados capitales, Evita de Alan Parker), cuyas lentes grandes angulares exageran la profundidad de campo para generar ese clima surrealista, con escenas oníricas construidas con largos planos secuencia, que interrumpen el realismo de los acontecimientos a la manera de cine de Luis Buñuel. En las que el Silverio de Daniel Giménez Cacho se convierte en el equivalente de lo que fue Marcelo Mastroiani para Fellini en La ciudad de las mujeres (La città delle donne, 1980) como testigo y protagonista, en el sentido de que lleva a cabo las acciones que hacen avanzar la trama de lo que ocurre. Pero si bien tiene todo para convertirse en una obra maestra, falla porque en su ambición excesiva se olvida del público. Ya que este ocupa un rol pasivo, limitándose a contemplar las imágenes, algunas de una belleza admirable y otras de un notable mal gusto. Y llenas de significantes a los que no les encuentra un significado a pesar de lo altisonante de muchas de sus líneas de diálogo, haciendo que los gags generen desconcierto en lugar de risas. En conclusión, Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es la película más ambiciosa y fallida de su director, incluso más que Babel (2006). En la que su director mantiene en un rol pasivo al espectador mientras le muestra cómo juega solo, cuando él mismo dice, en boca de su protagonista, que el que no sabe jugar no puede ser tomado en serio, cosa que ocurre en este caso en particular.
Uno de los errores típicos de la crítica es tildar de ambiciosas o pretenciosas a películas que tienen largos planos secuencia, abundante gran angular y un lenguaje poético u onírico. Pero no todas las películas con estos recursos formales son pretenciosas o ambiciosas, así como tampoco son todos westerns las películas que tienen caballos y personajes con sombreros y pistolas. Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades está producida por Netflix y marca el regreso del director mexicano Alejandro González Iñárritu (Amores perros, El renacido) a su país natal con una autoficción con elementos y datos autobiográficos, lo que la convierte en su película más intimista hasta la fecha y la menos pretenciosa. Que recurra a planos secuencia y al gran angular (con una fotografía a cargo de Darius Khondji), o que tome como fuente de inspiración principal a 8½, de Federico Fellini, pasada por el filtro metafórico y charlatán de Alejandro Jodorowsky y el divague existencialista del último Terrence Malick, no quiere decir que sea ambiciosa, ya que se trata de un honesto ajuste de cuentas del director consigo mismo. Bardo es una especie de monólogo interior susurrado por Juan Rulfo desde ese llano en llamas desértico y entristecido por las injusticias, un viaje inmersivo a las raíces de un México que no pudo salir nunca del laberinto de la soledad al que lo condenó el país vecino del norte, que obliga a muchos mexicanos a cruzar la frontera para vivir mejor. Iñárritu cuestiona sus malas decisiones y la culpa por haber preferido Los Ángeles antes que su ciudad de origen para continuar con su vida profesional, quitándoles a sus hijos el sentido de pertenencia. De ahí el título de la película, Bardo, que según el rito budista es ese estado intermedio entre la muerte y la reencarnación, lo que también significa estar en un limbo. En este estado vive Silverio Gama (interpretado de manera sólida por Daniel Giménez Cacho), un periodista y documentalista exitoso que vuelve a México (después de haber vivido 20 años en el extranjero) a recibir un premio organizado por colegas, visita que aprovecha para reflexionar sobre su condición de migrante y para enfrentarse con los fantasmas de su vida. Hay una escena reveladora que contiene la clave autoconsciente del filme: el periodista y presentador televisivo interpretado por Francisco Rubio le reprocha a Silverio el no haber ido a su programa, despachándose con una crítica furibunda que es, a su vez, la crítica que le van a hacer a la película los haters de turno, que dice algo así como que el trabajo de Silverio es pretencioso y sin sentido, que se refugia en símbolos para esconder la falta de ideas y su impotencia para hacer algo racional, lógico y coherente. En su deambular onírico, Silverio pasa a ser el alter ego de Iñárritu en una autobiografía no reconocida que se cansa de dar vueltas en falso en busca de respuestas. También hay que destacar la actuación de Griselda Siciliani como la mujer de Silverio, un papel tan arriesgado como la película, y la de los dos hijos adolescentes interpretados por Íker Sánchez Solano y Ximena Lamadrid. Bardo también es la película menos violenta de Iñárritu, en la que no se ve una gota de sangre, ni siquiera en ese parto a la inversa del comienzo, una suerte de no aceptación de la muerte de un hijo antes de nacer, que en vez de salir al mundo decide volver al vientre de su madre. Iñárritu entrega una película honesta y personal, que contempla voces y opiniones tanto a favor como en contra de sí mismo.
Un contundente regreso de Iñárritu a México Iñárritu regresa a México con una película en donde México es el sueño viviente. Un país repleto de historia y cultura no puede evitar ser el corazón de movimientos como el surrealismo o el realismo mágico, ambos claros referentes para la creación de “Bardo. Falsa crónica de unas cuantas verdades” En sí, Bardo es una película inundada en referentes culturales sublimes, no sólo en planos o secuencias que te regresan a las grandes obras de Fellini, sino que el maravilloso diseño de producción de la mano de Eugenio Caballero es detalloso en lograr capturar la importancia en la que ciertos objetos a nuestro alrededor reconstruyen carácter. Todo esto apoyado en una trama relativamente sencilla, pero vastamente rica gracias a todo aquello que busca manejar y el cómo se acerca a ello. La película sigue al periodista y documentalista Silverio, interpretado por un impecable Daniel Giménez Cacho, el cual está a días de recibir un premio de parte de una asociación de periodistas estadounidenses. Previo a ello, debe regresar por un tiempo limitado a sus raíces, es decir, a la Ciudad de México. Es aquí que tomamos un viaje junto al propio protagonista, en donde logramos nadar en viñetas cinematográficas perfectamente pulidas y donde todo aquello que forma al mexicano es cuestionado, tanto en un aspecto meramente personal como en un aspecto político e histórico. Conectando todos estos ámbitos de la vida de un mexicano de tal manera que se nos da una imagen muy compleja del concepto del “mexicano”. En una secuencia impresionante que toma lugar en el centro de la Ciudad de México, cuyo clímax nos lleva al propio Zócalo, Iñárritu acentúa una de las ideas más contundentes de la película, un cuestionamiento el cual a todo mexicano clavará directamente en el alma e identidad del mismo: En un país de desaparecidos e inmigrantes, ¿qué es el mexicano? ¿Somos mestizos? ¿Criollos? ¿Somos almas perdidas? La ausencia es no solo un tema recurrente en la película, sino un tema lamentablemente recurrente en el país donde la misma toma lugar. Por ello, creo que las reacciones negativas provenientes de festivales internacionales de otros países no sorprenden. Las raíces de Bardo se encuentran tan profundamente conectadas a México, que hasta parece imposible que alguien externo al país pueda conectar con lo que la película busca transmitir. Claro que son temas universales –los conflictos de identidad, los efectos generacionales que deja la historia, la migración y desplazamiento, la confusión interminable entre la realidad y la fantasía es cuestión del día a día de la humanidad–, cierto, a la par que es cierto que en lo específico se encuentra la universalidad, como lo vendría siendo enfocarse en el estado de un país para encontrar cuestionamientos de la condición humana. Sin embargo, reiteró que el acercamiento de Iñárritu me parece tan conectado al mexicano, tan cerca de la tormenta cultural y política por la que habitamos… aunque claro que me alegraría que un extranjero disfrutará la película, pero me interesaría el cómo. Bardo es una obra narcisista, pero ¿acaso no lo es todo el arte? ¿Qué nos hace pensar que nuestra expresión lo hace? No lo sé, pero me alegra que lo haga, me alegra que la expresión sea un derecho humano y me parece que viendo a lo que Iñárritu apuntaba temática y emocionalmente con esta película, quizás no le quedaba de otra que desarrollar una obra tan evidentemente sobre él. Aparte, la manera en cómo juega con ello me parece magnífica. Todo es absurdo, y en lo absurdo Iñárritu encuentra lo bello, lo emotivo, lo divertido y una oda a las tres en donde se combinan de tal manera en que se crean las secuencias más poderosas que el cineasta mexicano jamás ha filmado. Cabe ahí declarar lo ya mencionado por otros. En el aspecto meramente técnico es su mejor película, cada plano es llevado con una increíble cantidad de cuidado y, a la vez, gracias a la cámara y la actuación, es llevado con una libertad tan viva y magnífica, que es el balance perfecto en donde lo planeado no se vuelve robótico y la vida se abre camino. Como ejemplo, la secuencia de la fiesta, aquella donde cientos de personas gozan del baile, el bloqueo implementado es magnífico y preciso, pero el movimiento corporal capturado por una cámara voladora vuelve a todo en un paseo sin restricciones y contagiosamente gozoso por vivir. Esto no es por decir que sea la mejor obra de Iñárritu, creo que aún es muy temprano para decirlo. Es grande y compleja, cada escena exhala nuevos conceptos, se necesita desmenuzar con mayor precisión, lo cual convierte a este texto en simples primeras impresiones de la obra.
Antes de recibir un importante premio, un famoso periodista mexicano viaja a su país y repasa su propia vida personal, familiar y la de su patria. En Venecia y San Sebastián. Estreno en cines de Argentina el 3 de noviembre. En Netflix, el 16 de diciembre. La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada», dice la frase shakespeareana. No podía evitar pensar en eso cada diez segundos mientras veía BARDO, un ego-trip psicológico (quizás, psicopático o psicosomático) engendrado por Alejandro González Iñárritu tomando como víctimas de sus mínimas referencias cinéfilas los ejemplos de Federico Fellini o Ingmar Bergman a la hora de hacer un repaso audiovisual de su vida. No hay, casi, parámetros que expliquen el show de horrores que es BARDO, al menos dentro del cine profesional. El desperdicio de talentos que hay aquí es tan brutal –desde el pobre elenco, sacrificado en el altar del cineasta poseído, filmado a distancia como si fuera un estorbo que interrumpe los giros de la cámara, pasando por los grandes nombres del equipo técnico y artístico– que empeora a la película a cada paso. No se trata de un cineasta modesto y sin experiencia al que se le dio por el autorretrato místico lleno de pedorras alegorías religiosas y políticas, sino un hombre que de algún modo logró ganar un par de premios Oscar a mejor director con films que, comparados con este, son discretos y humildes. Y eso es lo que duplica la ofensa cinematográfica que es, de principio a fin, esta película. Es cierto que Iñárritu avisa de entrada. Ya el problemático parto que tiene la esposa del protagonista (interpretada por una dignidad a prueba de imposibles por Griselda Siciliani, una víctima más de todo esto) avisa que veremos algo particular, extraño, por no decir bizarro. Hay algo de humor en esa escena, y eso hace suponer que, aun cuando estamos ante la presencia de un trauma que acompañará al protagonista y a su familia a los largo de las 200 horas que parece durar la película, quizás haya alguna esperanza de poner algún pie en la Tierra, de tomarse a sí mismo en broma. Pero no será así. O, cuando lo sea, el humor será de la calaña más baja posible, malo aún en relación a un mal programa de televisión, malo de toda maldad. La película es de una grandilocuencia, de una impostura, de una desmesura verborrágica y visual que me cuesta encontrar comparaciones en mi experiencia como espectador de cine. Pino Solanas coqueteó con ridiculeces de este estilo pero solo en algunos momentos de películas como EL VIAJE, Eliseo Subiela solía tener trips similares y a realizadores como Emir Kusturica cada tanto se le daba por esperpentos comparables. Pero nadie lo hizo con la consistencia para el feísmo cinematográfico como lo hace Iñárritu acá. No hay escena que se salve. Ninguna. Acaso algún plano en el centro vacío de la Ciudad de México a alguna hora de madrugada se vea bonito, pero pronto será arruinado por dos escenas de miserable alegoría política que involucran a las desapariciones y a la conquista de América que dan vergüenza ajena. El inicio de una versión a capella de «Let’s Dance» de David Bowie lo tomé como un pedido al espectador de cerrar los ojos y al menos escuchar algo bello, pero pronto se interrumpe por algo horrendo. O un momento de silencio, en una piscina, entre tanto ruido y volumen audiovisual. Es una película con dedicada devoción por ser fea, irritante, desagradable y, sobre todo, absurda. Usando un lente gran angular durante gran parte de la película (la foto la hace Darius Khondji, Emmanuel Lubezki se hizo el tonto y se borró parece), efectos visuales lamentables (el que transforma a su protagonista en un «niño» es de no creer) y largos planos a la BIRDMAN que se vuelven cacofónicos a los cinco segundos de comenzados, la experiencia es ardua, difícil, salvo para los que quizás estén en algún viaje místico con su propio ego y enganchados en terapias alternativas ligadas al mal gusto cinematográfico. Algo que, convengamos, desde Alejandro Jodorowsky en adelante, suele suceder. No tiene mucho sentido contar lo que pasa. Haré un resumen simple. Daniel Giménez Cacho (que no tiene la culpa de nada, como el resto del sacrificado elenco) interpreta a Silverio Gama, un periodista y documentalista mexicano radicado en los Estados Unidos que por algún motivo es tan famoso que hasta supone que deben reconocerlo en Migraciones. Supongamos que el tal Silverio sea una persona popular –difícil, pero sigamos el juego– y exitosa que viaja de vuelta a su país natal antes de recibir un importante premio de parte de una asociación de periodistas que tiene la capacidad de armar una fiesta propia de un magnate de, bueno, de Netflix. Y, una vez allí, empieza a tener esos cruces con su historia personal, familiar y nacional que lo conecta con ese país que alguna vez dejó para ser un multimillonario con problemas en una patria que no es la suya. Si no están de entrada muy preocupados por los problemas de Silverio no entenderán jamás la película. Y, la verdad, se vuelve muy difícil preocuparse por él. Pero él sí se preocupa. Y su familia también. Y el público que lo sigue también. Y aparecerá su padre, su madre, Hernán Cortés y las guerras entre México y Estados Unidos en las que quizás los soldados masacrados también estaban preocupados por él. Hay un periodista malo y competitivo que lo tiene entre ceja y ceja, y que trata de dejarlo mal parado en todo momento diciéndole algunas cosas similares a las que escribo acá. Pero él lo ignora y trata de no prestarle atención. Ojo, Iñárritu es crítico con Silverio. Es un tipo metido en lo suyo, contradictorio, quizás «vendido» a los dólares estadounidenses, que no estuvo en momentos importantes de la vida de sus hijos y que solo mira su propio ombligo. Pero en el fondo no es su culpa sino la de una industria (la de los documentales periodísticos, con la cual cualquiera puede hacerse millonario parece) que lo llevó por el mal camino, lo hizo alejarse del pueblo, de la patria, de México y de su «gente real», vaya uno a saber quiénes son para un hombre que no parece haber compartido un bus con nadie jamás en su vida. Al lado de este despropósito, ROMA es una obra maestra. La de Alfonso Cuarón tendrá sus problemas, pero es una película de una dignidad cinematográfica mayor comparada con este film enviado desde el Averno, largado al mundo por alguien que odia al cine, que no le importa el cine y que si hizo alguna buena película (AMORES PERROS y, en cierta medida, EL RENACIDO) debo pensar que fue por pura casualidad. Sí, la inspiración puede ser felliniana (es un mix de 8 1/2 y AMARCORD contado por alguien que solo vio clips y fotos de escenas de ambas, con un touch de Terrence Malick pero sin paciencia alguna para capturar la belleza), pero la puesta en escena es propia, de esas en las que la cámara llama la atención sobre sí misma y todo lo que pasa adelante de ella es secundario. Es que la propia factura elefantiásica anula la introspección que la película supone estar revelando. La inmensidad egocéntrica de las imágenes niegan su supuesta razón de ser y, especialmente, contradicen la idea de que BARDO pueda ser vista como una película autocrítica. Nadie se cuestiona su propia alienación construyendo imágenes que, por un lado, extienden ese divorcio con el mundo real y, por otro, ponen al protagonista a discutir con los grandes hechos y personajes de la historia mexicana. Se podrá decir que es monótona y aburrida, pero eso me parece totalmente secundario. Sí, quizás lo sea, pero hay muy buenas películas que son, por momentos, monótonas y aburridas. BARDO no quiere ser eso, no se lo permite, teme aburrir y grita, teme ser monótona y gira la cámara para un lado y para el otro, teme dejar una idea sin resolver y la explica mil veces, teme que el espectador piense por sí mismo y le arma un festín de explicaciones, teme que quede algún misterio o duda y le tira un catálogo de símbolos comprados al por mayor en la feria de ofertas del «cine arte». Leo críticas que celebran la belleza de la película y yo no la veo en ningún lado, salvo en las escenas de folleto turístico en ese resort exclusivo al que va con su familia y en el que se ofende, por cinco segundos, porque no dejan entrar a la empleada que trabaja con ellos. Después se olvida, claro, porque esos personajes aparecen para decir algo, marcar un punto, y desaparecer así como vinieron. Es un cine del Yo en el que un cineasta se celebra y se canta, se canta y se celebra, disfrazando todo de introspección budista. Es un pase de magia sin magia, sin mago, sin truco. Es un todo sobre todo que, finalmente, es igual a la nada misma. Ruido, furia y ya.
Podemos entender a “Bardo” como una autobiografía con licencias poéticas. Alejandro González Iñárritu se proyecta en Daniel Giménez Cacho (el fenomenal actor de «Zama» y «La Mala Educación») y lleva adelante una retrospectiva similar a la encauzada por Alfonso Cuarón en la premiadísima “Roma” (2018). Aquí, un afamado documentalista es el protagonista de una historia en donde psicodelia, metarrelato y surrealismo rompen los márgenes de la realidad. Lo autorreferencial desborda, inclusive excediendo la cuota de lo prudente, ¿cuánto hay de verdad detrás del mito? Tildada de pretenciosa por cierta corriente crítica, esta película exhibida en el Festival de Venecia y estrenada en salas selectas, de cara a su desembarco en Netflix se plaga de momentos más o menos consistentes que vertebran casi tres horas de metraje. El tema central narrado es el sinsentido de la vida y su artificiosidad. El director de “Amores Perros” (2000) y “Babel” (2006) prefiere una imagen deformada que da radical fuerza estética a una obra que conjuga lo potente y lo aparatoso. Narrativa clásica brilla por su ausencia en esta parcial crítica al estado geopolítico actual, en donde la memoria es pura incertidumbre. Preciso arquitecto constructor de imágenes que conducen a sensaciones como el miedo, el placer, la libertad, la pérdida, el dolor, aquí disfrutamos de un Iñárritu en su salsa. Quizás destinado a la prematura incomprensión, existe cierta dualidad en su mirada, virando de lo genuino a lo intrascendente en varios pasajes de un film irregular y no privado de tramos tediosos. La discursiva del mexicano se adentra en terrenos de análisis psicológico, antropológico, cultural y social. México es ese crisol en donde nació, y Estados Unidos el país adoptivo al cual exige llamar hogar. El autor transita un espacio caótico y soporta un vendaval de cuestionamientos. Algunos tildarán de narcisista y autocomplaciente la crítica a un país que ya no habita. Filosofía barata y… La ilusión de realidad que construye la sociedad es un tema de su preocupación; para Iñarritu la vida es un escenario. Y allí está “Bardo”, echando mano de la máxima budista, atravesando un estado de suspensión entre lo que fue y lo que será. El personaje de Daniel Giménez Cacho se rodea de queribles figuras no corpóreas, incapaz de poder soltar aquellos sueños truncos. Más figuras poéticas hacen extremas a las emociones. Lo redundante acaba siendo un lastre. Iñárritu rompe la cuarta pared, incluso calzándose las ropas de director demiurgo. A Giménez Cacho lo rodea un inmenso océano, la obviedad es evidente y “Bardo” parece naufragar. En los interiores del hogar suceden los instantes de mayor interés. Silverio Gacho se sienta a los pies de la cama de su hijo y lee un cuento para dormir, los terrores y la muerte sobrevuelan. Luego, devendrá un interrumpido encuentro amatorio con su compañera (interpretada por Griselda Siciliani); los cuerpos desnudos son filmados con erotismo y sensualidad. Sus momentos de mayor inspiración recuerdan a cierta herencia buñueliana, pero son atisbos apenas. Las bocas emiten sonido, pero no movimiento. Incluso, asistiremos a un parto invertido. Aquí todo es absurda ficción y no hay norma realista que no se decida traspasar. El film no escatima una furibunda crítica a los medios de comunicación imperantes, en la medida en que su estética traduce interioridad y exterioridad expuestas de lleno en base a un sinfín de metáforas, algunas más necesarias que otras. Intentando responder a inquietudes tan determinantes como la propia identidad, el superyó observa de cerca al cineasta, ¿se trata de un genio incomprendido que la sociedad exprimió? El múltiple ganador del Premio Oscar se rodea de íconos mexicanos. ¿Presenciamos un mero instrumento narrativo o la osada prepotencia de ponerse en lugar de portavoz generacional? Iñárritu juega de soslayo en igual medida que imposta seriedad: examina la migración y el rechazo, pero sin adquirir profundidad. El ojo documentalista captura la esencia de seres inmersos en un vivir en sociedad, bajo reglas de manual que indiquen como se dice que se debe aparentar. Se acumulan guiños de “8 y ½” (1963), de Fellini; ¿de quién es la voz que dicta la siguiente secuencia? Pareciera que forma y contenido pretenden amoldarse en función de que la ficción desnude mente y alma de quien detrás de cámara se encuentra. Pero, otra vez, las comparaciones suelen ser odiosas. La vanidad gana la pulseada. El iraní Darius Khondji, director de fotografía de magnos films como “Delicatessen” (1991), “Seven” (1995) y “Uncut Gems” (2020) aporta valores que serán apreciados en la gran pantalla, produciendo auténticas bellezas pictóricas. Críptica e indescifrable, de hilarante despropósito, “Bardo” es una incuestionable proeza técnica. Esta cinta inmersiva se vale de decisiones artísticas válidas en deslumbrarnos: utiliza travellings, cámara en mano, planos secuencia, herramientas de dolly y oníricas lentes angulares. Aún pecando de exagerada retórica, explota el lenguaje cinematográfico en un sentido de introspección que se extrapola como traslúcida visión del proceso cíclico de vida. Lo análogo y lo fractal podrían simbolizar la esencia de este viaje épico, que ensaya una puesta en abismo de experiencias traumáticas. La vasta ciudad se puebla de fantasmas imposibles de alcanzar, luego de anónimos seres acribillados. El fin no es más que comprender el propio lugar que se ocupa en el mundo. Lo falso y lo verdadero, a fin de cuentas, acabarán confundiéndose. La vida se hace de paradojas. Cierta confusión anímica, también, acompaña la salida de la sala de proyección.
Realismo mágico autoindulgente El reconocido realizador mexicano Alejandro G. Iñárritu regresa después de sus últimos éxitos, El Renacido (The Revenant, 2015) y Birdman (2014), con una película onírica y surrealista sobre los recuerdos, que a su vez indaga en las tensiones y contracciones de los mexicanos que viven en Estados Unidos encarnadas en un documentalista -obsesionado con la verdad y su trabajo- que revive distintos sucesos de su vida en un entramado enrevesado. Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho) es un periodista mexicano radicado en Los Ángeles, California, desde hace casi veinte años, que como muchos periodistas antes que él ha huido de México debido a su peligrosa profesión de buscar y narrar la verdad. A la vez que intenta conseguir una entrevista con un importante funcionario del gobierno de Estados Unidos, Silverio viaja a México con su familia para ser homenajeado en su país antes de la inminente entrega de un importante premio internacional en Estados Unidos que nunca ha sido otorgado a un periodista latinoamericano. En México se encontrará con su madre, su padre fallecido y sus amigos e intentará huir de los elogios, las cortesías, las luces y la confrontación para terminar cayendo en situaciones incomodas de las que intentará escapar mediante pasajes oníricos a través de los cuales recorrerá distintos capítulos de su vida. Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022) es un film pretencioso y autoindulgente que solo puede ser realizado por un director consagrado como Iñárritu, que se inspira en el realismo mágico latinoamericano y toma la estética de las operaciones surrealistas cinematográficas del realizador polaco Wojciech Has en El Sanatorio de la Clepsidra (Sanatorium pod Klepsydra, 1973) y del cine del director serbio Emir Kusturica para retratar a este pedante periodista mexicano devenido documentalista independiente en Estados Unidos, que se pregunta por la esencia de México a la vez que intenta ser un mejor padre y afrontar las tragedias familiares y la imposibilidad de narrar la verdad en tiempos de posverdad. A través de escenas largas, estéticamente similares a Birdman, con fiestas, bailes, reuniones, diálogos entre Silverio, su esposa y sus hijos, que abusan de los planos secuencia, el protagonista recorre su vida entera en un camino que solo es comprensible hacia el final de la película, momento en que el espectador alcanza finalmente el título del film, “bardo”, en el budismo tibetano una palabra que remite a un estadio de la existencia entre la muerte y el renacimiento, obsesión de Iñárritu en varias de sus obras que aquí se hace carne en su protagonista. El principal problema de la película es su máxima virtud, una cuestión hoy prácticamente imposible de soportar por el desasosegado espectador actual, el intento de abarcar todas las instancias de la vida en escenas que son aparentemente un caos incomprensible que conduce a Silverio de un lugar a otro aleatoriamente, situación que solo al final de la propuesta llega a una coherencia que cierra todas las preguntas e interrogantes que Iñárritu abre alrededor del protagonista. En este recorrido que Iñárritu realiza sobre su álter ego, Silverio Gama, el periodista se sumerge en la muerte de su hijo recién nacido en una metáfora onírica sobre las miserias y las tragedias inexplicables que nos atraviesan todos los días cual indagación sobre las instancias que componen la personalidad de un hombre, la relación con sus padres, con sus hijos, con su esposa, sus colegas, sus amigos, su trabajo, e incluso en las situaciones burocráticas cotidianas como pasar por migraciones en un aeropuerto o entrar a la pileta de un complejo turístico. Cada una de las relaciones y situaciones a las que Silverio es expuesto componen su ser, su personalidad, su relación con el mundo y su particular visión de esta conexión, del relato que Silverio realiza del enlace vital con lo que lo rodea. En varias secuencias que remiten a la obra documental de Silverio, que es combinada con la ficción, el periodista entabla un diálogo acerca de la relación de un inmigrante con su país natal, en este caso particular de un mexicano que vive en Estados Unidos, que ama y odia a su país, que lo critica y defiende a la vez, que lo compara positiva y negativamente con Estados Unidos todo el tiempo, que tiene una relación conflictiva con su conexión inalienable con México. A la vez, Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es una denuncia de las desapariciones en México, de las relaciones carnales entre los gobiernos de Estados Unidos y México, del poder de las corporaciones y de la imposibilidad del periodismo independiente en nuestro aciago presente. Iñárritu incluso presenta una escena en la que Silverio increpa en uno de sus documentales a Hernán Cortés sobre una pila de cadáveres en un diálogo imperdible entre el presente y el pasado, así las visiones de ambos quedan atrapadas en una dialéctica negativa que solo conduce a una parálisis y a la imposibilidad de pensar un futuro debido a la constante mirada hacia el pasado. También hay una crítica a la incapacidad que el periodismo tiene de abordar las barbaridades que ocurren en el mundo, situación aquí expresada en la compra de la corporación estadounidense Amazon de la región del norte de México conocida como Baja California con la connivencia de los gobiernos de Estados Unidos y México, que buscan convencer a la opinión pública de aceptar este inaceptable contubernio delictivo, tan solo un pequeño ejemplo de todo lo que Iñárritu desarrolla aquí. El guión de Iñárritu junto a su asiduo colaborador argentino, Nicolas Giacobone, responsable de El Último Elvis (2012) junto a Armando Bo, analiza la relación de amor y odio que los mexicanos tienen con su país y especialmente con la enmarañada Ciudad de México, tan encantadora como abrumadora, a la vez que indaga en la condición de los inmigrantes ilegales que intentan cruzar la frontera hacia Estados Unidos y en la acuciante situación de los desaparecidos, el inquietante desvanecimiento de personas que salen de sus hogares para nunca regresar, episodios diarios que ocurren inexplicablemente en todo México, incluso en la populosa capital a cualquier hora del día, situación plasmada metafóricamente con polémica brillantez. Sin duda alguna el verdadero eje de la película, sobre el que toda la trama se apoya, es la construcción de los recuerdos, ya sean los recuerdos personales o los recuerdos históricos, la retroalimentación entre la verdad histórica y la memoria personal y colectiva, que son la base de las opiniones y las acciones políticas. Iñárritu trabaja esta cuestión con gran maestría, dedicándole tiempo y cuidado a cada escena, en una obra circular que debe ser leída a partir de su final. El protagonista insiste en esto varias veces, indicando que ni en el cine ni en la vida se puede seguir una línea cronológica, que la vida debe ser comprendida y leída más bien en un bucle. La película es un retrato abrumador sobre la vida misma tal cual es, una serie de eventos, muchas veces contradictorios e inconexos, que se convierten en recuerdos poco confiables sobre un pasado cada vez más difuso que siempre regresa, que Iñárritu lleva hacia metáforas fortuitas conscientes y buscadas para enfrentar y discutir con sus detractores en diálogos rebuscados de un hombre harto, que necesita decir sus verdades en voz alta, exponer sus incertidumbres, por ejemplo su crítica feroz al periodismo corporativo mendigador de “me gustas” en las redes sociales, que convierte a la verdad en un valor de cambio. Al igual que en todas las películas de Iñárritu desde su alabada Amores Perros (2000), hace ya veintidós años, Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es una proeza técnica en la que se destaca su increíble fotografía a cargo del profesional de origen iraní Darius Khondji, responsable del rubro en películas tan disímiles y extraordinarias como Amour (2012), de Michael Haneke, Pecados Capitales (Seven, 1995), de David Fincher, Medianoche en París (Midnight in Paris, 2011), de Woody Allen, y Delicatessen (1991), de Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro. Las maravillosas actuaciones de Daniel Giménez Cacho y Ximena Lamadrid son acompañadas muy bien por Griselda Siciliani, Íker Sánchez Solano, Francisco Rubio y Luis Couturier, que ponen en juego y analizan las contradicciones alrededor del pensamiento, las acciones y el mundo progresista, la construcción de la verdad y la posición del comunicador ante un mundo desigual y complejo que lo asedia y lo corrompe todo el tiempo. Aquí Iñárritu se ha permitido revelar su pensamiento, sus temores y su mirada del mundo más que en cualquier otra de sus películas, lo que es a la vez un problema y un acto de valentía. Al igual que el protagonista el realizador intenta mantener una ecuanimidad y una distancia que le son imposibles y que conducen a una verborragia visceral de la que emergen algunas verdades a medias, muchas reflexiones y preguntas sobre lo que hacemos con nuestras vidas, interrogantes que son el verdadero eje del film, que deberían ser el norte de la existencia, pero que terminan como atriciones ante las oportunidades perdidas y las palabras nunca dichas. En este sentido, Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es una obra demasiado grandilocuente y nihilista, en la que Iñárritu ajusta innumerables cuentas con sus detractores y su relación con México y Estados Unidos vía una película auténtica aunque no siempre perfecta, donde la ficción y la recuperación histórica se confunden al igual que las personas y la historia general, que busca incomodar al espectador progresista, soliviantarlo de su posición apática y sus opiniones cómodas para arrastrarlo al barro de la vida, un espacio de acción en el que las contradicciones, los remordimientos y las equivocaciones invaden a todo el mundo incansablemente.
Reseña emitida al aire en la radio.