El mítico director, que todavía sueña con realizar “Adiós” para completar la trilogía que inició con “Invasión” en l969 (con guión de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares) que siguió con “Las veredas de Saturno” en l986, (con guión de Juan José Saer). Antes de meterse de lleno en la realización del final de la trilogía el decidió hacer un film en buenos aires en clave menor para volver a familiarizarse una vez con un rodaje en su ciudad. Y el resultado es una fascinante historia de un hombre que llega en barco a Buenos Aires con el objeto de entrega un paquete que le dio a su padre y apenas llega con su mapa a cuestas, le roban el paquete y se ve envuelto en una trama de persecuciones dobles, con subtramas, sorpresas, historias que salen de la nada. Filmadas por el método particular del director, en blanco y negro con toques de color, toda la película esta atravesada de un encanto irresistible de un hombre que filma como ya no se hace, con rigurosidad y belleza. Con guión de Mariano Llinas y el director. Con Malik Zidi, Romina Paula, Roly Serrano, Carlos Perciavalle y elenco.
Aventura laberíntica por Buenos Aires. Como en Invasión, hay en el nuevo film de Santiago una conspiración secreta, mientras la cámara dibuja geometrías de una elegancia inusual en el cine contemporáneo. Nacido en 1939, a los 30 años Hugo Santiago filmó una película llamada Invasión, que sería una ópera prima mítica del cine argentino. En primer lugar porque no cualquiera tiene a Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares como autores del argumento (y a Ricardo Aronovich de director de fotografía, dicho sea de paso). Su estética, que no respetaba en lo más mínimo el modo de representación naturalista que imperaba en el cine local, entrañaba una ruptura mayúscula. Su fábula, en la que un pequeño grupo de resistentes –entre ellos, una columna de jóvenes– intentaba dar batalla a invasores semiabstractos pero poderosos, que no tenían remilgos en recurrir a la tortura, resultaba asombrosamente profética, tratándose de 1969 (además de sorprendentemente semejante a la de El Eternauta, que difícilmente Borges y Bioy Casares hayan frecuentado). Pocos años más tarde Santiago partió al exilio, donde llevó adelante una carrera en cine y televisión, para ya nunca más volver. Un foco sobre el director Eso, hasta el año 2013, cuando sintió la ardiente necesidad de volver a filmar Buenos Aires, como quien desea volver a ver a su amada. El resultado de ese deseo es El cielo del centauro, su segunda película argentina, realizada cuarenta y seis años más tarde de la primera (y doce después de la previa El lobo de la Costa Oeste, 2003), que abrió el Bafici 2015 y se estrena ahora, tras una espera de un par de años. Como en Invasión, hay en El cielo del centauro una conspiración secreta. Pero mientras allí, asomados a los 70, se escenificaba una tragedia de héroes condenados, por una cuestión de número, a la derrota y la muerte, medio siglo más tarde, en tiempos post, toma su lugar una pura mecánica, un movimiento que tiene lugar en la superficie. Una superficie sin fondo, tramada desde el guión por Santiago y Mariano Llinás, coautor y coproductor de la película, que casi recuerda más a Castro, de Alejo Moguillansky (editor de El cielo del centauro) que a la propia Invasión. Un barco llega al puerto de Buenos Aires y un tripulante francés a quien llaman El Ingeniero (y que como el Corto Maltés lleva saco azul de marino) baja a cumplir con un encargo del padre, consistente en entregarle un paquete a un amigo. Para ello se mune de un mapa de la ciudad e inicia –héroe arrastrado por el deseo de otros– una aventura laberíntica, de policial negro en clave paródica, en la que deberá vérselas con dos grupos enfrentados, un temido líder del bajo mundo (Roly Serrano), un morocho vestido como cubano (Mustafá Sene), la directora del Museo Histórico Nacional, que falsifica cuadros del genial Cándido López (Romina Paula) y un señor bián llamado Amancio Avellaneda (Carlos Perciavalle). El laberinto lo lleva de un punto a otro de la urbe, como en una búsqueda del tesoro. La intriga, que tiene como mcguffin a un Ave Fénix (¿alguna relación con El Halcón Maltés, tal vez?) y como personaje extraviado de film noir a un tal Víctor Zagros, que también es falsificador, no tiene mucho más espesor que el mapa que El Ingeniero lleva a todas partes. Las razones de Santiago Es como si El cielo del centauro fuera la falsificación de una intriga. Lo que no es falsificado es la puesta en escena, que Santiago –obsesivo del asunto, tal como El teorema de Santiago expone con claridad– ha orquestado como una larga coreografía visual de una hora y media. La cámara, llevada por Gustavo Biazzi (El estudiante, Castro, La patota), dibuja geometrías incansablemente móviles, de una elegancia que no suele verse en el cine contemporáneo. Con una fotografía que va mutando del blanco y negro al color (y que restituye todos sus lilas a los jacarandas porteños), la Buenos Aires que construye El cielo del centauro está entre lo intemporal y lo abstracto, tal como sucedía en Invasión. Galpones del Bajo, recortes del Parque Lezama, un sector de la Recoleta, una esquina de Palermo, adoquines de la Boca. En términos musicales, el realizador ha querido asociar la ciudad al mito de la ciudad, convocando una vez más a Edgardo Cantón, autor de la banda de sonido de Invasión y de Los otros (1974), invocando en ocasiones el fantasma de Eduardo Arolas, que presidía ya la ficción de Las veredas de Saturno.
La nueva Aquilea Un marino francés en Buenos Aires con un mapa y un encargo de su padre: entregar un paquete a un viejo amigo. De eso se trata El cielo del centauro (2015), la nueva película de Hugo Santiago (Invasión, 1969) en la que volvió a filmar en Buenos Aires tras 43 años de exilio. En una ciudad que parece fantástica, el extranjero Malik Zidi) deambula entre desconocidos que de a poco van tejiendo el misterio, revelando y obstruyendo -al mismo tiempo- la trama. Con extrañamiento, distancia y nada más que la intriga como elemento empático con el espectador, la historia extraordinaria (coguionada por Santiago y Mariano Llinás) se va deshilvanando al compás de los acordes melancólicos que acompañan la búsqueda del protagonista. Todo es artificio en El cielo del centauro. La imagen -que combina escenas en blanco y negro con algún destello de color-; la cámara, inquieta, audaz y en una eterna persecución de los personajes; las actuaciones, misteriosas y estáticas, casi inhumanas; la banda sonora que aturde, subraya y embellece; y el guión, ese esquivo zigzagueo que lleva al protagonista por los barrios porteños y que tiene una única digresión (el monólogo de Romina Paula sobre la vida y obra del pintor argentino Cándido López, que combina poesía y arte con historia y ficción). Y también todo es fantasía. Incluso la Buenos Aires vacía, afrancesada y atemporal que Santiago vuelve a recorrer tras 43 años de haber abandonado la mítica Aquilea.
Los límites de la propia mitología El cielo del Centauro fue anunciada como una "película chica", destinada a calentar motores para llevar a cabo un proyecto más ambicioso titulado Adiós, cierre de la trilogía integrada por Invasión (1969) y Las veredas de Saturno (1985), dos largos en los que trabajó con socios literarios de alta alcurnia: Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, en el primer caso; Juan José Saer, en el segundo. Pero el film contradice esa premisa modesta e impone su personalidad, aun con sus arbitrariedades y su vocación por inscribirse en una tradición que se repliega sobre sí misma. En el transcurso de una trama cargada de misterio y humor, Santiago consigue que la información circule a un ritmo vertiginoso, con el objetivo de prolongar la intriga y delinear un universo levemente desfasado que funciona con sus propias reglas. Su obsesión por la composición detallada de cada plano siempre está al servicio de la fluidez del relato. Pero el rigor de una puesta en escena fortalecida por el exquisito trabajo de fotografía y sonido, la pertinente utilización de la música y la refinada reconfiguración de la imagen y el espíritu de la ciudad que siempre lo ha desvelado serían ociosos si la película no invitara al contacto emocional. Y El cielo del Centauro se propone ese objetivo confiando en la interpelación que pueden generar las ilustradas alusiones al cine, la literatura, el amor o la guerra (y por lo tanto la economía, la política y la muerte) que se van desplegando dentro de los límites de la lógica de su particular mitología, despegada sin ambigüedad del presente.
Que Hugo Santiago haya vuelto a filmar, casi 50 años después, en Buenos Aires es todo un acontecimiento cinéfilo. Por eso, más allá de los valores de la película (está claro que los tiene), su selección para la apertura del BAFICI es no sólo una decisión irreprochable sino un acto de absoluta justicia. Y también lo es porque, antes que cualquier cosa, El cielo del Centauro es una oda, una carta de amor a Buenos Aires, al menos a aquellos elementos y aspectos más míticos y tradicionales de la ciudad. Si bien queda claro que la historia que narra es actual, tanto las locaciones elegidas como la omnipresente música tanguera nos remiten a una urbe que ya casi se ha extinguido, como si el presente conviviera siempre con el pasado, como si nos remontáramos a un cuento fantástico de Macedonio, Borges o Bioy. Un ingeniero naval francés (Malik Zidi) llega (en barco, claro) y al poco tiempo será el eje de una doble persecución (él trata de encontrar a alguien y al mismo tiempo es buscado por algo que supuestamiento posee). Hay un McGuffin (llamado El Fénix) y una suerte de búsqueda del tesoro que dura algo más de un día con un mapa porteño como especie de tablero de juego y varios personajes secundarios (desde el veterano Carlos Perciavalle hasta el propio coguionista Mariano Llinás) y subtramas que aparecen y desaparecen con absoluta arbitrariedad. Si bien tiene sus pasajes de quietud y solemnidad (como el largo recitado de Romina Paula en el segmento dedicado a la pintura de Cándido López y su historia durante la Guerra del Paraguay), en general El cielo del Centauro resulta bastante lúdica, fluida y celebratoria, al punto que por momentos remite a Castro, de Alejo Moguillansky (no por casualidad editor del film). ¿Que la película no tiene demasiada lógica? ¿Que apuesta a una deriva, a una acumulación, a unas desventuras y a unos enredos que no siempre fascinan ni convencen? Es cierto. Pero al mismo tiempo El cielo del Centauro, con su fuerte veta literaria, con la belleza de cada uno de sus planos en blanco y negro con inspirados detalles en color (la fotografía es del talentoso Gustavo Biazzi) nos deja todo el tiempo la sensación de estar ante un cine de otra época, en vías de extinción, una de esas películas que ya no se filman. El esperado (y más allá de sus desniveles) bienvenido regreso de un viejo maestro a la ciudad de la furia.
Más de 43 años después Hugo Santiago vuelve a filmar una Buenos Aires mítica, soñada, amada. Que ya fue, pero que permanece. Y vuelve con sus mismas obsesiones, actualizadas, pasadas por el tamiz del Nuevo Cine Argentino. Se produce un cruce entre la temática de Santiago y la de las huestes de la FUC, con Mariano Llinás a la cabeza, como coguionista y coproductor. Pero no es el único. No podemos decir con seguridad si Santiago toma de los jóvenes o estos se montan en su aura para decir lo suyo. Lo cierto es que allí están los tópicos de Invasión: la ciudad y su mapa imprescindible, el complot, el objetivo último -aquí la búsqueda de un desaparecido y una cierta ave Fénix, Halcón Maltés redivivo pero también un McGuffin que empuja la acción hacia adelante-, los personajes misteriosos, el extranjero (Malik Zidi), el idioma, que vira del castellano al francés inadvertidamente. Todos esos elementos se combinan de manera algo azarosa, enigmática, no causal, en una peripecia que circula a toda velocidad, en persecuciones recíprocas, por los distintos barrios porteños, creando un mapa ideal, que ha de completarse progresivamente. En una Buenos Aires fotografiada en blanco y negro por Gustavo Biazzi, con ciertas explosiones de color en las copas de los jacarandás, en algunos cuadros exultantes y en algún papel amarillo que trae claves para esta búsqueda del tesoro tan cara a Llinás, y que muestra su mano creativa (pero Llinás no es Borges, claro). Es como si Santiago hubiera tomados sus propios tópicos ya emblemáticos y decidiera hacer una broma con ellos. Porque este film hay que tomarlo con humor, de lo contrario podría odiárselo. Cada elemento está parodiado, banalizado, porque Santiago quiere reírse de sí mismo. Y también de Carlos Perciavalle, por ejemplo, o de Roly Serrano, o del mismo Llinás, en algunos chistes (no todos buenos). La música tampoco quedó fuera de la parodia, con una banda de sonido ampulosamente tanguera, un obstinado bandoneón y temas que ya constituyen clichés, como en la secuencia de los títulos finales. Hay aquí varias películas en una, con forma de laberinto. En medio del delirio, muy peculiar es el episodio que domina Romina Paula, quien da una lección actoral y de historia argentina y de su arte, con esa clase magistral sobre Cándido López, en el momento más luminoso del film.
A mi Buenos Aires querido El nuevo opus de Hugo Santiago puede encontrar varias lecturas pero sencillamente recae en un cuento que encuentra en Buenos Aires, en sus calles y en la impronta tanguera un sentido de fábula. Su estreno había sido en el Bafici 17 y ahora llega a las salas porteñas junto al documental El Teorema de Santiago, de Ignacio Masllorens y Estanislao Buisel, registro fílmico de la experiencia del equipo junto al director durante el rodaje de El cielo del Centauro. Un complemento ideal para valorar la película que tiene como punto de partida la llegada de un ingeniero naval francés y un recado de parte de su padre para un encuentro misterioso con un personaje aún más misterioso. El pasado y el presente se fusionan desde la propuesta visual, donde se alterna el blanco y negro con el color chillón de algunos elementos o detalles que aparecen en la imagen. Un mapa y puntos referenciales trazan una aventura con coordenadas poéticas, que abarca un tiempo limitado de 33 horas, involucra distintos personajes y situaciones que escapan a todo contacto con el realismo para generar esa atmósfera propia de un cuento borgiano. El de Hugo Santiago es un cine al que no estamos acostumbrados como espectadores, con movimientos de cámara sofisticados, un sentido estético en la puesta en escena y la melancolía propia de quien tras casi cuatro décadas de ausencia regresa a su Buenos Aires querido con una cámara para volverlo a ver.
Existen dos factores que generaron una gran expectativa sobre este film: uno es el de haber sido seleccionado para abrir la edición 2015 del BAFICI y otra es la vuelta de Hugo Santiago a la dirección tras 13 años de ausencia. Si brindamos un par de cifras más, se puede destacar que el director argentino se radicó en Francia hace casi 60 años y su obra maestra (Invasión), filmada en Buenos Aires, data de al menos 40 años, tiempo que tardó con El Cielo del Centauro en volver a filmar en su ciudad natal. Para Invasión había trabajado a la par con Borges en guión (sobre una historia de Borges y Bioy Casares) y, en El Cielo…, con el director de la productora El Pampero Cine, Mariano Llinás (Historias Extraordinarias), quien tiene a su vez una escena en el film. Este no es un dato menor, el film lleva el sello de la FUC, y trabajos anteriores de Mariano Llinás y Alejo Moguillansky, específicamente de Castro, que constituía un claro homenaje a Invasión. Invasión marcó un antes y un después en la cinematografía nacional. Con el tiempo se convirtió en uno de esos films de culto, que muchos recuerdan pero que son difíciles de poder encontrar y rever en salas. En El Cielo del Centauro, Santiago profesa su amor por la ciudad de Buenos Aires. Está filmada en blanco y negro, al igual que Invasión, pero con la diferencia de que destaca ciertos colores pasteles en determinados objetos. Además, tiene un acompañamiento musical que desentona casi en su totalidad en el transcurso del film. Específicamente una banda que hace hincapié en el tango, característico de la ciudad, pero con insistencia y saturación. Rasgo contraproducente, al igual que la utilización de doble idioma (español y francés), a partir de lo que quedan en evidencia los errores de pronunciación en actores. El argumento es sencillo: un ingeniero francés viaja a Buenos Aires para entregar un paquete del que se desconoce su contenido, pero irrumpen unos matones que se lo roban para entregárselo a una persona deseosa de que contenga el denominado Fénix. La primera imagen que a uno le remite es a la de la búsqueda de El Halcón Maltés. El ingeniero termina envuelto en una trama llena de recorridos por la ciudad, con mapa en mano; hay visitas a personajes peculiares, una cita en un museo y un tiempo límite para poder concretar su misión y volver a su país natal. El Cielo… es una especie de film cuya pulpa es Santiago, mientras que la cáscara, lo visible, remite al cine de Llinás-Moguillansky, en gran parte por la recreación de movimientos de cámara con nuevas tecnologías, y el sentido de búsqueda del tesoro que aparece en sus films y de otros como El Escarabajo de Oro. Factores que alejan de esta trunca vuelta del ausente y esperado Santiago al mundo de la cinematografía.
Su Buenos Aires querido La ciudad es protagonista en esta comedia fantástica que marca el regreso de Hugo Santiago después de casi cinco décadas sin filmar aquí. A casi cinco décadas de la mítica –perdón, pero en este caso el lugar común es ineludible- Invasión, coescrita con Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, Hugo Santiago(77) volvió a filmar en su Buenos Aires querido. Su única experiencia porteña como director había sido aquélla de 1969, mismo año de su radicación en Francia. No dirigía desde 2002, y volvió con este retrato de una Buenos Aires idealizada, parisina, el escenario de una historia inclasificable. Podríamos intentarlo y arriesgar que es una comedia fantástico-policial; él dice que pertenece al “fantástico porteño”. Coguionada junto a Mariano Llinás, tiene como protagonista al Ingeniero, un francés que llega al Río de la Plata con la misión de entregarle un paquete a un tal Víctor Zagros, amigo de su padre. Cuenta sólo con un día para hacerlo, antes de que su barco vuelva a zarpar, pero la -en apariencia- sencilla tarea se complica cuando un grupo de hombres, que responde a un misterioso Baltasar, le arrebata la encomienda. Lo que veremos en adelante será el intento del hombre por recuperarla y dar con su destinatario genuino. Lo que menos importa aquí es si logrará, o no, encontrar a Zagros. Esa aventura es una excusa para mostrar a una serie de personajes extraños, poner en escena un sentido del humor muy particular y, sobre todo, hacerle una declaración de amor a Buenos Aires. Se ve una ciudad cargada de virtudes y exenta de defectos; con su bella flora y distinguida arquitectura en primer plano, sin ruido, alienación, mugre ni gente. De San Telmo a Flores, de Recoleta a Coghlan, se muestran varios de sus rincones más hermosos, en un blanco y negro sólo interrumpido por algunos colores, como el rojo de una fachada o una flor, el azul del cielo, o la amplia paleta de los cuadros de Cándido López, a quien se le dedica un capítulo aparte. ¿Por qué? No queda claro, pero es una digresión coherente con el resto de la película: todo aquí responde a un espíritu lúdico antes que narrativo. Con un variopinto elenco que incluye a Carlos Perciavalle, Romina Paula y Roly Serrano, las actuaciones son afectadas, ajenas a todo realismo. Es un efecto deliberado, pero no termina de funcionar como debería y conspira contra la fluidez de esta fábula atípica, alejada de toda fórmula o convención, sólo apta para espectadores curiosos y predispuestos a la sorpresa.
Se estrena la película que marca el regreso del director de la mítica “Invasión” a Buenos Aires, una suerte de thriller existencial acerca de un francés que recorre la ciudad buscando a una esquiva y misteriosa persona. También se verá un notable documental sobre la producción de ese filme, dirigido por Ignacio Masllorens y Estanislao Buisel. La nueva película de Hugo Santiago, el realizador argentino de INVASION, fue coescrita por Mariano Llinás y producida por La Unión de los Ríos, admiradores y herederos de una tradición que el director radicado en Francia inauguró en el país hace medio siglo. Esa mezcla ajustada de sensibilidades se nota en un filme que claramente es deudor de la manera de ver el cine de ambos, en lo que podría ser un thriller urbano, misterioso y elíptico, que transcurre alrededor de distintas locaciones de Buenos Aires y que toma a la ciudad casi como la verdadera protagonista. EL CIELO DEL CENTAURO podría definirse como una historia detectivesca/existencial en la que un marino francés llega a la ciudad para entregarle un paquete a una misteriosa persona conocida por todos pero inhallable. Previsiblemente, las cosas se van complicando cada vez más ya que ni la persona ni el paquete en cuestión son lo que el hombre esperaba, lo que lo obliga a embarcarse en una suerte de gira de idas y vueltas por la ciudad buscándolo y encontrándose con una serie de personajes igualmente inquietantes y extraños por el camino. Suerte de HALCON MALTES en el que el “Fenix” en cuestión (el paquete que nuestro inocente y boquiabierto francesito debe entregar) es menos importante que la coreografía de acontecimientos que van de lo bizarro y humorístico al suspenso y que incluye escenas de enorme belleza y elegancia visual (la película es en un pristino blanco y negro, apuntalado con algunos colores estratégicamente posicionados) junto a otras algo más fallidas y un pequeño desvío hacia la divulgación histórica con un recorrido fascinante y didáctico sobre la obra del pintor Cándido López. El filme mantiene algunas constantes propias de películas de Santiago pero embebido del espíritu del cine de “desventuras narrativas” que lo emparenta con los filmes de Alejo Moguillansky, el citado Llinás y hasta de Matías Piñeiro, en su devenir narrativo y urbano alejado de la psicología y que encuentra en el propio placer por la aventura misma su gran argumento y fuerza. Un regreso más que bienvenido a un realizador que no filmaba aquí desde que Borges y Bioy Casares le escribían los guiones…
Se estrena El cielo del Centauro, el esperado regreso del mítico Hugo Santiago a la cartelera nacional. Un film simpático y nostálgico que sirvió de apertura del BAFICI 2015. La noticia es importante, Hugo Santiago parecía un mito, una leyenda creada por Borges o Bioy Casares cuando escribieron uno de los filmes de ciencia ficción más importante de todos los tiempos. Invasión (1969) no se parecía a ninguna película nacional y a la vez todas están inspiradas en ella. Cómo no ver reminiscencias incluso en La larga noche de Francisco Sanctis. Porque esta Buenos Aires distópica, llamada Aquilea, mostró un atisbo del futuro, no sólo del cine sino de la realidad argentina. El exilio de Santiago a Francia trajo a colación la realización de una seudo secuela llamada Las veredas de Saturno (1986) en donde se manifiestan las influencias de la primer nouvelle vague pero también los síntomas de lo que sería el llamado Nuevo Cine Argentino, 14 años antes. Hugo Santiago siempre fue un adelantado. Y si en dicho film los exiliados de Aquilea -o Argentina- se juntaban a recordar su pasado y planear su futuro en los jardines de París, en El cielo del centauro -regreso de Santiago a su tierra natal- es un parisino el que baja de un barco para vivir aventuras en Buenos Aires. Esta vez el director no adelanta el futuro del cine sino que dialoga con el presente, la nueva generación de cineastas que le produjeron y escribieron el film: Mariano Llinás, Alejo Moguillansky y Santiago Mitre. En realidad la asociación de Santiago con Pampero Cine no es tan sorpresiva ya que sirvió como narrador de El escarabajo de oro, libre adaptación de Moguillansky de la historia de Edgar Allan Poe. Y ese mismo tono, entre el humor, la aventura y la literatura es el que impera en El cielo del Centauro. Una Buenos Aires de postal turística es el marco por donde este ingeniero, bastante patético, que apenas habla español -Malik Zidi, uno de los intérpretes más inexpresivos que se hayan visto en la cartelera local-, irá atravesando con la misión de entregar un paquete. La Boca, San Telmo y otros barrios del sur de la Ciudad serán los paisajes que irá descubriendo en este día con ribetes fantásticos y oníricos. Habrá mafiosos que parecen sacados de folletines, una femme fatale y la historia sobre un cuadro de Cándido López. El cielo del Centauro parece orientada a un público extranjero ávido por recorrer junto al protagonista la Ciudad de un exiliado romántico y nostálgico como Santiago, que se quedó deambulando entre baladas de tangos y fantasmas de una Buenos Aires de antaño. Con una cuidada puesta en escena, interpretaciones secundarias pintorescas -desde Roly Serrano y Gustavo Pardi hasta Romina Paula y Carlos Perciavalle-, el nuevo film de Santiago tiene un dejo poético pero carece de profundidad dramática. Tampoco pretende tenerla pero es cierto que sus anteriores filmes gozaban de un tono existencialista que en El cielo del Centauro está ausente. Una aventura entretenida, melancólica, simpática, teñida de cariño y amor hacia su tierra natal es lo que regala el regreso esperado de Hugo Santiago a la cartelera local. Hay ideas, sí. Se diferencia de la mayoría de propuestas nacionales también. Pero ¿se puede buscar más allá del romance por Buenos Aires y un poco de realismo mágico, algo más que le imprima a El cielo del Centauro ese mote de obra inolvidable que tenía Invasión? No, imposible. Y tampoco deberíamos buscarlo. Debemos conformarnos con saber que Santiago sigue activo y con ideas y que su pulso narrativo es tan sólido como hace 48 años atrás.
UNA HISTORIA POBLADA DE REGRESOS Después de casi dos años del estreno mundial en la 17ª edición del BAFICI, llega a las salas comerciales la última película de Hugo Santiago, El cielo del centauro: con ella, el cineasta argentino volvió al país luego de cuatro décadas para hacer una suerte de carta de amor a Buenos Aires. Además, puede verse de manera conjunta con el documental El teorema de Santiago, de Estanislao Buisel e Ignacio Masllorens, el cual es un ensayo sobre lo que fue la preparación, el rodaje y la presentación del film. Entre Hugo Santiago y Mariano Llinás guionaron una trama que se basa en la tradición del cuento fantástico argentino y formalmente no se parece a ninguna película que pueda verse hoy en día. El protagonista es un ingeniero francés (Malik Zidi, quien tiene una trayectoria actoral de suma importancia y tuvo el lujo de ser dirigido por Raúl Ruiz y François Ozon) que pasa 30 horas en Buenos Aires para entregar un paquete preparado por su padre para un misterioso personaje llamado Victor Zagrós. El encargo se ve colmado de peripecias donde el francés luego se encuentra envuelto en una constante búsqueda de un objeto poco descriptible, el Fénix, al cual nadie puede detallar con precisión, pero que pone en riesgo la vida del ingeniero en más de una ocasión. Es claro que la narración se presenta en la actualidad, sin embargo los lugares que recorren los personajes como el constante acompañamiento del tango remiten a una ciudad que pareciera casi haberse extinguido. La mezcla de las imágenes, en donde la fotografía evoca constantemente a un mundo de ensueño y el sonido, dan la sensación constante de estar situados en un lejano recuerdo. Se trata de una película lúdica y de humor “porteño”. Es coreográfica en las escenas de persecución -marcadas al compás de un tango- y muy geométrica, como ha dicho Santiago sobre este film, bajo el planteo que realiza el ingeniero francés a medida que va construyendo el recorrido. El cielo del centauro es romántica, se marca en el estilo de las imágenes, de los tonos y en el tratamiento que se da a las pinturas de Cándido López, quien con la resiliencia logra transformar un acontecimiento traumático como es la guerra, en algo bello como lo son sus obras. El cielo del centauro busca ser el recuerdo de alguien que vuelve después de varias décadas. El recorrido lleva a la búsqueda de esas piezas perdidas que sin duda el director intentó encontrar al realizar esta película.
Hubo una época en la que Buenos Aires fue construida por arquitectos cuyo rigor estético era europeo, con muy buen gusto y delicadeza. En este escenario, utilizando a la ciudad como un set de filmación, el argentino y director Hugo Santiago, que vivió casi toda su vida en Francia, vino al país a rodar esta obra rescatando calles, casas, parques, que todavía perduran de aquellos años, y no sufrieron la piqueta del progreso, realzando todo lo lindo, limpio y vacío de gente que pudo encontrar. La historia la protagoniza el Ingeniero (Malik Zidi), que trabaja en un barco cuyo destino final es Comodoro Rivadavia, pero al atracar en Buenos Aires un par de días, antes de continuar su recorrido al sur, el Ingeniero tiene como encargo llevarle una encomienda a Víctor Zagros, que es amigo de su padre, pero se la roban en el camino. Aunque este delito no es producido por un grupo de pungas o arrebatadores como estamos acostumbrados a padecer actualmente, sino que son otra cosa y el francés tendrá que arreglárselas para cumplir con su misión. Así, éste hombre tranquilo, que entiende el español, pero casi no lo habla, se convierte en el héroe de este largometraje, porque tiene que resolver el problema, tratar de recuperar y entregar el paquete a quien corresponde, toparse constantemente con los malos, que responden a Julio Baltasar (Rolly Serrano), y además contactarse con diferentes personajes que lo van guiando, para intentar lograr su cometido. En muchas situaciones nos remite a su película de culto “Invasión” (1969), con guión de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, donde siempre hay grupos de personas persiguiendo al protagonista, que aparecen y desaparecen constantemente. Con un relato clásico y un ritmo sostenido, este film realizado en su mayoría en blanco y negro, matizado con muy pocos colores, y ambientado con música instrumental tanguera, hablado casi en su totalidad en francés, donde todos visten traje, o camisa y pantalón de vestir, pese a que la historia se desarrolla en la actualidad, el director mantuvo un sentido estético impecable, el protagonista se mueve por la ciudad sin GPS, sólo ayudado por un plano de calles, y tampoco existen los teléfonos celulares para contaminar la historia. Hugo Santiago volvió a filmar, desde el 2002 que no lo hacía, para contarnos una historia y mostrarnos una ciudad, que tal vez la recordaba así en su niñez y juventud, o tal vez acercarnos su casa parisina a su ciudad natal. En esta realización lo importante no es mostrar si el personaje principal puede completar su trabajo o no, sino que lo más logrado es el cómo lo cuenta, para que el héroe llegue a buen puerto.
EXTRAÑA BUENOS AIRES El legendario Hugo Santiago presenta junto a Mariano Llinás, El cielo del centauro, un filme que viene a recordar ese aspecto de extrañamiento que provocan las películas de su autoría en las que el montaje tiene el rol principal. Rebelde y marcado por el pulso propio de la experimentación, el relato se construye bajo las leyes audiovisuales de este maestro del cine. En una Buenos Aires atemporal y signada por un estilo neo arrabal, un joven francés desembarca en el puerto porteño con un sobre para Victor Zagrós. Pero, ¿quién es Victor Zagrós? De identidad misteriosa como el ambiente que se genera en torno a su búsqueda, el mítico personaje sólo existe en el relato, es decir, sólo a nivel de las palabras. Al menos buena parte del metraje. Con rasgos característicos del cuento fantástico, el filme logra evocar en imágenes y sonidos simbólicos una relevante presencia del absurdo. Aspecto que se hace notar, sobre todo, en la caracterización de los personajes, la sucesión de situaciones dramáticas y el vocabulario que emplean, mezcla de ironía, comicidad y un antiguo léxico localista. Otra de las patas que sostiene la estructura del relato es la propia existencia de la ciudad y su diagramación representada en un mapa. Con coordenadas precisas que remiten a intersecciones porteñas, la deambulación de “el francés” con el objetivo de llegar a Zagrós, hacen del relato una especie de trama invisible, o mejor dicho, describen trayectorias punto a punto, que dibujan en la imaginación, figuras fantasmales que recién en el desenlace cobrarán sentido global. Por Paula Caffaro @paula_caffaro