Al mejor postor En El estado de las cosas (2013), Joaquín Maito y Tatiana Mazú se zambullen en el mundo de los remates y muestran una faceta desconocida con personajes interesantes y situaciones cotidianas de un microclima en donde todo está a la venta. Una de las secuencias iniciales, tal vez la mejor del documental, muestra a dos camiones de fletes a punto de salir con el primer rayo de sol bajo la atenta mirada del Che que, desde lo alto de un edificio, se erige como un espectador privilegiado de la acción. El estado de las cosas explora un mundo desconocido por la mayoría a través de los individuos que están involucradas en todo el proceso. Desde la persona que va a los domicilios de los clientes que quieren deshacerse de los muebles de un pariente, pasando por el rematador y los revendedores que todas las semanas invaden la casa de remates en busca de oportunidades. Más allá del registro pormenorizado y de los planos que desmenuzan el día a día de la casa rematadora, lo rico del documental reside en las entrevistas con los protagonistas. Los directores indagan no sólo sobre su actividad en particular, sino sobre sus trabajos anteriores y cómo llegaron a vincularse con las antigüedades. Maito y Mazú plasman ese caos que puede llegar a darse en la puja por un producto y la vida que sigue girando alrededor de ese espectáculo: el festejo de un cumpleaños y el brindis de fin de año se inmiscuyen entre los martillazos del rematador. Tal vez pueda criticarse el uso de algunos planos demasiado largos que hacen que la experiencia sea menos satisfactoria en su conjunto pero se remienda con el ojo clínico que poseen los realizadores para captar ciertos momentos que pueden rozar lo gracioso. En los primeros minutos del documental el rematador asegura que todo está a la venta. Los directores subrayan este punto y realizan una comparación con un supermercado en donde las personas, que no se conocen entre ellas, compran sin mirar al que tienen al lado. En El estado de las cosas, los protagonistas se conocen entre sí y se dan reunión todas las semanas en busca de alguna gema perdida. Y nosotros, al igual que el Che, somos protagonistas privilegiados en una actividad que se había mantenido al margen hasta que los directores pusieron el ojo sobre ella.
Vendedores de recuerdos Esta película de los veinteañeros Joaquín Maito y Tatiana Mazú tiene varios méritos, el principal de ellos haber registrado un universo muy particular como el de aquellos que se dedican a comprar y vender todo aquellos que la gente descarta Este muy cuidado film arranca con un grupo de fleteros en la madrugada porteña y luego expondrá las anécdotas de aquellos que se dedican a comprar casas “enteras”; es decir, absolutamente todo lo que hay en un hogar que sus nuevos dueños (en general hijos de un difunto) quieren vaciar. Son adquisiciones casi siempre a granel, sin siquiera distinguir entre lo verdaderamente valioso y lo que no. Algo similar pasa con la venta de esos objetos. Los directores encuentran el eje, el alma de su película en una casa de remates en Flores y, más precisamente, en un carismático martillero que se dedica a ofrecer todo lo que el lector pueda imaginar (desde posavasos hasta ollas) a un grupo de singulares compradores dispuestos a llevarse una oportunidad por 5, 20 o 50 pesos. El problema es que, una vez que alcanza su “climax”, aparecen otros personajes secundarios (un revendedor de Mercado Libre, un coleccionista con pasado de trabajador pesquero y la dueña de un anticuario), cuyas miradas e historias no alcanzan el mismo interés. De todas maneras, es El estado de las cosas un documental singular y valioso, construido a partir de una premisa inteligente (la venta de la historia, de los recuerdos, de la memoria de mucha gente olvidada en circunstancias casi risibles) y con una puesta en escena rigurosa y fluida a la vez. A seguirles los pasos, pues, a estos dos prometedores realizadores.
Todo está en venta Compra y venta; pocos otros temas ocupan tanto nuestro interés en estos tiempos regidos por el consumo y donde todo es mercadería. Sin embargo, el de los remates y las casas de compraventa es un micromundo en el que el cine documental no ha curioseado demasiado y que ahora se revela apasionante ante la mirada perspicaz y sensible de este par de jóvenes cineastas -Maito y Mazú eran apenas veinteañeros cuando rodaron el film-. Y no se trata sólo de su habilidad para describir un medio donde todo está en venta -alguien admite que la suya es una actividad en la que se comercia con los afectos de la gente-, sino también a los personajes que lo pueblan, a esa suerte de comunidad que comparten, con sus respectivas historias de vida y los conceptos -dueño, propiedad- necesariamente sometidos a revisión. Todo un éxito.
Cosificación El estado de las cosas empieza y termina con un texto pintado en aerosol en un cartel publicitario que habla acerca de las cosas (hay que dejar de asociar al grafiti con la rebeldía por al menos dos años). El principio es una acusación a Coca-Cola, el final una cita del Manifiesto Comunista, como si el documental que trascurre en el medio fuera una conexión entre ambos textos, pero la verdad es que casi que no tienen nada que ver, ni entre sí ni con el resto. La falta de cohesión quizás sea la principal falla de los directores Joaquin Maito y Tatiana Mazú. Por suerte no es lo principal en el film, que tiene algunos aciertos, como la elección del tema y el hallazgo de los peculiares personajes que pueblan sus imágenes. El film centra su eje en el Remate Artigas 1030, donde su carismático dueño Andrés Leonardo Casanovo funciona como catalizador, no sólo del documental, sino también del circuito que recorren los objetos usados de la zona. A partir de allí veremos una crónica construida mediante entrevistas a clientes del remate que impulsan la vida de los objetos por diferentes vías. Distinguiremos un par de anticuarios con diferentes estilos, un coleccionista (muy parecido a Iggy Pop) y también a quienes se encargan de extraer los objetos de sus anteriores hogares, los trabajadores de una empresa de fletes. Las entrevistas están correctamente realizadas, aunque en todos los casos (es decir, seguramente impulsado por el entrevistador) el testimonio deriva en alguna anécdota que nada tiene que ver con el tema del documental, y realmente no todas son tan jugosas ni tienen el mismo nivel de interés. Además, tenemos los ociosos separadores con imágenes de góndolas de un supermercado o las camionetas de la empresa de fletes atravesando la ciudad que dan la sensación de estar queriendo decir algo más sobre el asunto pero la verdad es que sólo son separadores con bonita fotografía. Hay allí un intento brusco e innecesario de reflexión: el cine reflexiona por sí solo y muchas veces a pesar de sus realizadores. No es este el caso, pero sí es evidente que El estado de las cosas mejora cuando se deja la reflexión a la palabra de los protagonistas y a las cosas. Entonces podemos decir que, a pesar de tener una corta duración, El estado de las cosas se demora en sus entrevistas alargadas, en sus separadores y en esos textos iniciales y finales que quieren decir algún mensaje ulterior relacionado con el capitalismo que en mi caso no llegué a captar del todo. Por suerte, periódicamente vuelve a aparecer Casanovo, que pone las cosas en su lugar y vuelve todo más entretenido y fluido. Allí la película de Maito y Mazú vuelve a hablar del camino de las cosas, que es su principal acierto y es cuando mejor funciona. Por último una confesión: he estado deambulando por el lado oscuro, el camino que toman los redactores del suplemento Radar de Página/12 cuando quieren titular alguna nota. El mecanismo es simple, perverso, adictivo: hay que titular haciendo referencia a alguna manifestación cultural aceptada por el establishment progre. Estoy haciendo un esfuerzo sobrehumano por no titular esta crítica como “Las palabras y las cosas”, “Las cosas como son”, “Cazadores de tesoros”, “Adiós a las armas” o “Tito Cossas”.
Al mejor postor Sin entrar en un debate sobre valores o la mercantilización de absolutamente todo en el seno de una sociedad de consumo feroz, El estado de las cosas utiliza en sus primeros minutos una correspondencia de imágenes que exponen con claridad el punto de partida. Los fletes atestados de objetos, que salen de una casa tras la apresurada tasación de uno de los personajes que formará parte del variopinto seleccionado que dan testimonio de sus experiencias a cámara, contrastan con las góndolas del supermercado, cargadas de productos y marcas que gente desconocida elige. Los directores Joaquín Maito y Tatiana Mazú, sin tomar partido o posición frente a la actividad de la compra y venta de objetos en diferentes modalidades, resaltan además de la peculiaridad de cada uno de los entrevistados, léase el rematador del comienzo, un vendedor on line que se preocupa por la presentación y la puesta en escena para exponer mejor el producto y hasta una anticuaria, las voces del mismo discurso mercantilista sin reparos a pesar de mostrar a veces cierto recelo por estar comercializando afectos con historia y pasado. No obstante, ninguno de los protagonistas se vincula afectivamente con los productos que adquieren a precio vil pero sí lo hacen con su oficio. El mérito de los directores obedece a la conjunción de dos factores entrelazados y que tienen en común un sentido de la observación agudo, el cual permite sumergirse en un mundo ajeno sobre el que rigen reglas propias, pero que a la vez muestra sus límites y, en muchas ocasiones, la anécdota abunda por encima de la historia. Si todo se vende es porque todo se compra, esa idea domina cada remate que, captado por una cámara testigo, transmite la adrenalina de lo perentorio de poseer algo que antes no se tenía, aunque esa sensación efímera de lo material dure el mismo lapso de tiempo que tarda en bajar el martillo y la vida de cada uno siga buscando la oferta del mejor postor.
El fetichismo de la mercancía ¿Cuánto valen las cosas? ¿De cuántas maneras puede llegar a interpelarnos un mero objeto material? Con agudeza y fluidez, los debutantes Tatiana Mazú y Joaquín Maito exploran el mundo de las mercancías y ponen al desnudo la dimensión inmaterial y emotiva que ata a los seres humanos con los objetos; un vínculo cotidiano, conflictivo, que media (y modela) las relaciones sociales a partir de las cuales organizamos nuestro mundo. El Estado de las Cosas es un documental muy singular que pone en escena una de las tantas contradicciones del sistema capitalista en el que vivimos: por un lado, el onanismo consumista de la desenfrenada compra-venta de bienes y, por otro, la angustia existencial que dicho desprendimiento genera, pues, en términos metafóricos, el hombre deposita su alma, su historia y parte de su identidad en esos objetos. Entre los aciertos del film está el hallazgo de una casa de remates en el barrio de flores (Artigas 1030), en donde un carismático rematador, Andres Leonardo Casanovo, vende todo tipo de cosas en pos de la maximización de la ganancia: colchones usados, vajillas, posavasos, muebles, licoreras, tocadiscos Winco y hasta un papá Noel (todo un símbolo que condensa la tensión entre consumo irreflexivo y la dimensión espiritual de los objetos). Todo tiene una historia, pero a su vez todo se vende. El-Estado-de-las-Cosas-620x320 Las entrevistas ocupan un lugar privilegiado en el film. En ese sentido, la pluralidad de los testimonios (entre los que se destacan los propios clientes de Artigas 1030 y un comerciante que vacía casas enteras repletas de recuerdos de personas fallecidas o de ancianos que deben dejar sus hogares) reafirma la premisa principal y unifica el relato con suma coherencia. Sin embargo, el documental no se trunca en la mera denuncia y consolida su eje en todo lo que gira alrededor de esas transacciones. Así, entre martilleo y martilleo, el pequeño local de remates deviene en un espacio de socialización en donde los clientes-amigos comparten brindis de navidad, interactúan entre sí, se cuentan anécdotas, se ríen, concurren con sus hijos, comen sandwichitos. La existencia acontece en contextos siempre hegemonizados por la dimensión comercial, pero que no se agotan en él, y creo que esa es una de las ideas más fuertes de este documental de 71 minutos, que se desarrolla con buen pulso y con una correctísima fotografía y elección de planos. El Estado de las Cosas invita a la reflexión ética sobre nuestras propias prácticas y da cuenta de un escenario socio-económico en donde la dicotomía “placer-angustia” que genera el constante consumo comercial domina las relaciones sociales. Y todo ello tratando con mucho respeto a los propios entrevistados, evitando emitir juicios de valor condenatorios y entendiendo que, en definitiva, ese es el estado de las cosas en el que vivimos.
Hay cosas que tienen un valor mucho más grande e importante que el material. Hay objetos que cuentan una historia. Que forman parte de otras. Que representan algo o a alguien que ya no está. Que rememoran cosas buenas y a veces no tanto. Objetos que cuentan una historia pero al cambiar de lugar y de manos, comienzan a escribir una nueva. El fetichismo a flor de piel. ¿Por qué a veces no podemos deshacernos de ciertos objetos? ¿Cómo a veces ganamos algo más que ahorrar unos pesos al adueñarnos de algo que de repente queda sin dueño? Bueno, "El estado de las cosas" se enfoca en unas pocas personas que tienen una relación muy personal con determinados objetos. Porque hay gente que no puede deshacerse fácilmente de algunas cosas, y hay otras que necesitan hacerlo rápida y efectivamente. En especial, tras una muerte. Coleccionistas y vendedores dan testimonios en este documental, cada uno de ellos teniendo en común un respeto necesario hacia los objetos y la relación que algunas personas tienen con ellos. En esta película de Joaquín Maito y Tatiana Mazú se intenta ahondar a través de testimonios en algunas de estas cuestiones. El registro parecería casi no estar editado, hasta tal punto de a veces quien habla ser interrumpido por un teléfono que suena o una voz de afuera que lo llama, y la cámara no se corta. Ésta es una de las decisiones que hace que a esta película se la perciba tan honesta. 70 minutos son suficientes para que la película no haga más que un pequeño retrato sobre la importancia de los objetos en nuestra vida, y nuestra relación para con ellos. Desde escenarios como un supermercado, donde las marcas invaden nuestra retina, hasta casas de antigüedades donde se preserva y revenden objetos por un valor más accesible. Una película chiquita y honesta, con más corazón que aquellos programas de History Channel a los que rememora, más allá de apostar al humor y al absurdo, especialmente a la hora de retratar la subasta.
Hay otros mundos, distintos al nuestro, que desconocemos y que presentan variadas aristas como para resultar realmente atractivos. El estado de las cosas es un documental diferente, no toma a una personalidad como centro de crítica u homenaje; no muestra una realidad actual o histórica con ojo periodístico; tampoco avanza sobre una comunidad perdida (aunque algo de eso hay). El documental co-dirigido por Joaquín Maito y Tatiana Mazú podría denominarse documental de oficios. Una mirada aguida sobre el mundo de los remates, eso ofrece El estado de las cosas; ese trabajo en el que a todo se le pone valor y lo que para algunos ya no sirve para otros puede ser un objeto de valor incalculable. Pero tener una mirada aguda no significa ser sentencioso, todo lo contrario, lo que sobresale en este trabajo es un sentido del entretenimiento a medida que se exponen los testimonios y se grafican los ejemplos. Desde las personas que se dedican a ir a buscar casa por casa lo que las familias ya no quieren tener (sobre todo abundan los materiales de familiares difuntos), los restauradores, el entramado del remate, y los que con curren a esos remates para encontrar cosas que después ellos revenderán, o terminarán de darle su forma propia. Hay entrevistas de todo tipo, siempre ágiles y vívidas, lo que llamará de inmediato la atención del espectador. Se los indaga por su trabajo y por la vida fuera de la profesión y cómo llegaron ahí. Esto se suma a algunas imágenes, hallazgos, de la vida de los entrevistados fuera de su horario laboral, en momentos claves que escapan a la rutina, y que sin embargo cuelan algunos berretines del oficio. El estado de las cosas es un documental brioso, curioso, pequeño, imperfecto pero realmente muy entretenido. Quizás la idea de conocer una profesión ajena a la de uno, trabajo del que no se tiene demasiada idea de en qué consiste, logré ser lo suficientemente llamativa como para llamar la atención. No en vano, los tramos que hablen de lo que todos conocemos/suponemos, los del remate a bajada de martillo sean los más anquilosados del film, pareciera que tanto al espectador como a los directores les interesa conocer el más allá, el detrás de lo que todos vemos y no se nos muestra. Documental simple y directo, sin grandes hallazgos en lo estético más allá de algunos planos cuidados y pensados de antemano, como ciertas imágenes alegóricas y ejemplos comparativos muy ingeniosos; El estado de las cosas es un film que invita a descubrir, no una persona, no un hecho histórico, una tribu olvidada, o una cruda realidad; simplemente a gente como uno que trabaja de algo que rara vez nos imaginamos que podía ser así.
Alguna vez estuve en un remate y me encontré con personajes extraños, algunos encantadores, otros despreciables. Un triste circo del consumo que, según lo que ofrezca, acerca coleccionistas y comerciantes que parecen salidos de otro tiempo. Pero no sólo de remates para acumuladores con guita y revendedores se nutre el mercado. El Estado de las Cosas se mete en el mundo subterráneo de los remates de poca monta. El eje del documental es una casa de remates de todo tipo de objetos -desde utensilios de cocina a espejos a cachivaches varios- en el barrio de Flores. No trata sobre el consumo, no trata sobre el valor emocional de los objetos, ni siquiera trata sobre la vida de un rematador al que el martillito le dispara más adrenalina que un auto de Fórmula 1 a 300 kilómetros por hora. El Estado del Cosas simplemente revolotea superficialmente todos esos temas sin detenerse en ninguno, y esa superficialidad deja al espectador frente a las imágenes con la misma sensación de apatía que parecen tener los realizadores. Lo más interesante del documental se encuentra en hacer visible ese submundo de los remates de los pobres, porque acá no hay obras de arte valiosas ni antigüedades finas, acá hay un muñeco de Papá Noel y unos vasos roñosos, pero al no haber crítica ni plantear interrogantes sobre el universo de los desplazados del consumo, todo se reduce a la fascinación pequeño burguesa de los directores que ven atractivo como la working class tironea por una silla rota; un atractivo análogo al que siente el gringo en su turismo de la pobreza cuando recorre los barrios devastados económicamente con espíritu seudo antropológico. Tampoco logra profundidad cuando habla del valor emocional de los objetos o su fetichización; en cine generalmente no alcanza con fijar una cámara y poner a alguien a parlotear atrás de un escritorio. Esa confianza en unos personajes que no generan nada y aportan poco diluye el descubrimiento de un universo poco visto en el cine. Ante originalidad vacía, es preferible profundidad conocida.
Una historia sencilla y original, dentro de lo cotidiano ciertas actividades en este caso en una casa de remates, como así también en otros ámbitos, entretenida, con toques de humor negro y jugando con el absurdo.