Alma viajera Desde los primeros minutos la idea de finitud dice presente en esta interesante opera prima, que cuenta con la dirección del chileno Felipe Ríos Fuentes y con la colaboración de guión del argentino Alejandro Fadel, porque no sólo el protagonista, Michelsen, recibe la noticia de retiro voluntario tras haber sido conductor de un camión de transportes de carga pesada por décadas sino porque desde el cuerpo y la gestualidad se advierte la incipiente enfermedad que lo acompañó en sus viajes solitarios por las rutas. También, lo acompañaron historias a los costados del camino, pesares a lo largo de cada viaje y la foto de su hija. Ella, Elena, no obstante, también tiene alma de viajera y pretende encontrar un lugar en el mundo, tal vez en Argentina pueda comenzar de cero y darle curso a su proyecto de boxeadora, aunque se le hace difícil aún en un deporte donde prevalece lo masculino. De su padre sabe poco y nada, incluso intenta no acordarse de ese “abandono” a temprana edad. Pero tal vez no sea tan lineal su historia y el tiempo diga otra cosa. Dejar entonces en manos de la ruta y de la posibilidad de que la alcancen al sur de Chile para participar de un combate es su meta más próxima y para ello otro camionero solidario será artífice de la reconstrucción de la imagen paterna antes que los caminos se crucen definitivamente en un doble viaje que para Michelsen no solamente significa el último sino la chance de descubrir otro espacio y rol cuando conoce a una joven (María Alché) que le muestra un nuevo mundo. La road movie se sirve en bandeja y El hombre del futuro se acomoda en ese viaje de carretera espiritual, sanador, pero sin el atajo de la redención o el chantaje emocional. Eso lo vuelve un film intenso, austero y poco pretencioso. Se habla lo justo y necesario; se siembra desde la puesta en escena toda la información que no se dice. Elementos que suman atributos a esta coproducción Chileno-Argentina, de estreno exclusivo en la Sala Leopoldo Lugones, que cuenta con las grandes actuaciones de José Soza, Antonia Giesen y una participación no menor de María Alché.
Coproducción con Chile, El hombre del futuro, de atractivo título, se estrena este jueves en la Sala Lugones de Buenos Aires. Es de desear que como en sus funciones en el reciente Festival de Mar del Plata, el público acuda a la sala y la llene. - Publicidad - A propósito del título, cuando le preguntan a Felipe Ríos, guionista (junto con el argentino Alejandro Fadel) y director, dice: “El hombre del futuro es todo lo que queremos ser. Es un hombre sano, siempre joven, lleno de amor; un hombre tranquilo y sin problemas, que tiene todo el tiempo del mundo para él y sus seres queridos.” Una memoria conceptual inteligente y sensible (cosa poco usual en los realizadores) acompaña la gacetilla de prensa que nos llega sobre la película, y allí dos ideas aparecen con fuerza: el tiempo y la posibilidad que el cine dicta sobre transmitir emociones. Lo primero que surge a partir de ahí es una pregunta: ¿por qué Michelsen, este camionero al que en minutos más se le comunicará su jubilación, irrumpe en llanto sin que el espectador se lo espere.? La emoción aparece y el cine, hábil manipulador, está allí para dejarla: planos largos y cortos y un sonido que es más la extensión de una nota apuntala la pregunta. Este actor, José Soza, muy conocido en Chile, es un Michelsen impecable: ese hombre mayor cuya única falta parece haber sido trabajar toda su vida en el camión y no expresar demasiado sus sentimientos, con algún amor por allí, con una familia a la que descuida y una hija que ya es grande, quiere ser boxeadora y tiene una contradicción con esto de buscar al padre. Ambos, padre e hija emprenden un viaje en paralelo que los hará reencontrar en un punto del camino. Michelsen con una joven que levanta en el camino (María Alché) y Elena con un pícaro camionero que la lleva buena parte del camino. La historia transcurre en paisaje del sur: en el recorrido de la ruta austral que va de Cochrane a Villa O Hggins: las montañas, el bosque, las ovejas, las estancias, los lagos, el alto en el camino, la tumba de un padre, dan el tono a ese Chile interior en el que las personas exteriorizan apenas su paisaje interno. Film de gestos, acciones pequeñas, sonido (Catriel Vildosola) y música (Alejandro Kauderer) realmente destacables, un viaje hacia un reencuentro y una reconciliación. Muy recomendable
En busca del destino El chileno Felipe Ríos, que anteriormente dirigió los cortometrajes Das Gollem (2003) y El hombre de la maleta (2005), y la serie documental Gabinete, un viaje por los últimos 40 años del arte contemporáneo chileno (2018), debuta en el largometraje con El hombre del futuro (2019), una película intimista sobre la deconstrucción de un hombre que busca ser perdonado por los errores del pasado. Michelsen (José Soza) es un camionero que emprende lo que será su último viaje a Villa O’Higgins antes de ser jubilado por la fuerza. Su hija Elena (Antonia Giesen), boxeadora y con la que no tiene relación desde hace 15 años, también inicia un viaje a Caleta Tortel. Ambos parten hacia el sur y el cruce será tan inevitable como decisivo. Un viaje movilizador enmarcado en la naturaleza salvaje de la región de Aysén de la inhóspita Patagonia chilena. La historia, cuyo guion fue escrito a cuatro manos por Ríos y el argentino Alejandro Fadel, es una road movie planteada como un viaje de iniciación del pasado hacia el futuro, un encuentro entre casual y forzado sobre la redención por los errores de un padre ausente y una hija que busca entender esa ausencia. Michelsen sabe que solo tiene presente, que el tiempo se acaba y que necesita de ese perdón antes de irse. Elena necesita perdonar para entrar al futuro. El hombre del futuro es una película donde lo emocional está por sobre lo visceral, que apunta a una conexión interior, sin caer en demagogia ni manipulaciones emocionales. A lo largo de la historia, enmarcada por el majestuoso paisaje y una naturaleza velada, un poco como Las Acacias (2011), asistimos a un viaje interminable de silencios incómodos hacia el fin del mundo, un lugar donde se supone que todo vuelve a empezar.
Es la opera prima del realizador chileno Felipe Ríos, con un guión que coescribió con el argentino Alejandro Fadel (“Muere, monstruo, muere”). Es una historia que toma el tramo final de un camionero obligado a jubilarse por su salud resentida, en un último viaje por el sur de Chile, que lo lleva a reencontrarse con su hija y la posibilidad abierta de reparar o saldar todo lo pendiente de su vida. Con una realización de impecable factura técnica, con el pulso necesario para reflejar que le ocurre a estos hombres que se definen como camioneros, imposibilitados por oficio o elección, de llevar adelante una vida familiar que solo se alimenta de ausencias, gente curtida en códigos y saberes prácticos, que construyen su propia leyenda. Entre ese padre y su hija boxeadora el silencio es perforado por ciertas ternuras y confesiones nunca demasiado emotivas ni explicativas. Quizás tengan oportunidad. Un futuro un poco más reparador para tanta soledad, para sus vidas en crisis. Con la actuación certera de Antonia Giesen premiada en Karlovy Vary, Jose Soza y Roberto Farías. Película de caminos, de reflexión sobre el paso del tiempo, ese tironeo constante de recuerdos y expectativas que nos impiden en aquí y ahora. Las emociones humanas en primer plano, con gestos mínimos de rostros tan personales como poco demostrativos, revelados en los detalles, mas importantes que las palabras.
Al principio de El hombre del futuro, hay un viaje, o más bien dos viajes que finalmente confluyen en uno. El de Michelsen (José Soza), un viejo camionero que entre sus colegas tiene status de leyenda y que a esa altura de su vida está solo y enfermo, y el de Elena (Antonia Giesen), su hija, una joven aspirante a boxeadora que está tratando de encontrar su lugar en el mundo. Michelsen es jubilado a la fuerza y enviado en un último viaje a Villa O’Higgins, última parada para los camioneros, considerada entre estos como el fin del mundo, lo cual le agrega al viaje cierto carácter final. Elena es enviada a una pelea de exhibición en otro pueblo del sur de Chile, viaja sola haciendo dedo para llegar a su destino. Hace años que padre e hija no se ven y aunque ambos han mantenido en secreto el anhelo de reencontrarse, no se atrevieron a hacerlo hasta ahora. En este primer viaje Michelsen levanta en la ruta a Maxi (María Alché) una autoestopista argentina. A Elena la acerca Alamiro (Roberto Farías), otro camionero, que conoce a Michelsen y reconoce aquí a su hija. Ambos compañeros de ruta, cada uno por su lado, tratan de sacarle algo de su historia a los bastante parcos Michelsen y Elena, y ambos personajes funcionan en parte como reflejo de aquellos a quienes sin admitirlo los protagonistas están buscando, como ensayos de ese otro encuentro. Padre e hija viajan en paralelo pero en esas rutas y esos pueblos del sur puede estar la posibilidad de que esas paralelas se toquen, que ambos se encuentren y arreglen algunas cuantas cosas que tienen pendientes. El primer largo de ficción del chileno Felipe Ríos Fuentes es una suerte de Road Movie crepuscular (otro ejemplo que viene a la mente es el de Una historia sencilla de David Lynch, que también tenía como meta un reencuentro, en aquel caso entre hermanos). Para Michelsen es su último viaje que se transforma a su vez en la posibilidad de otro cierre, de enfrentarse a los errores de su pasado y lograr ese encuentro con su hija siempre pospuesto y también temido. Para Elena es también una despedida porque se va del pueblo y, luego de la pelea, también del país ya que planea cruzar hacia Argentina. Por lo tanto el viaje para ella es la posibilidad de un cierre, de un encuentro, pero también de empezar de nuevo. De algún modo ambos necesitarán de esa circunstancia particular para poner las cosas a mano y, sobre todo en el caso de ella, para seguir adelante. José Soza y Antonia Giesen le ponen el cuerpo a ambos protagonistas. Sus personajes son parcos, desconfiados, no quieren mostrar sus sentimientos y mucho menos sus vulnerabilidades. Se les nota que están golpeados, que han sufrido y no quieren reavivar sus heridas. Personajes solitarios, acostumbrados arreglárselas por su cuenta sin pedir ayuda y que incluso se les hace difícil aceptarla cuando alguien se las ofrece. Ambos actores logran la tarea de reflejar todo esto en una actuación contenida que esconde y a la vez deja entrever sus emociones, hablando poco y expresando mucho con sus rostros. La muy bella fotografía de Eduardo Bunster aprovecha la expresividad de estos rostros y también la del paisaje del sur de Chile, un paisaje frío, húmedo y neblinoso que sirve como contexto ideal a esta historia de encuentros y desencuentros. Se trata de una película que es como sus personajes: sobria, seca, austera, pero que con sutileza puede, a la vez, ser profundamente emotiva. EL HOMBRE DEL FUTURO El hombre del futuro. Chile, Argentina. 2019 Dirección: Felipe Ríos Fuentes. Elenco: José Soza, Antonia Giesen, María Alché, Roberto Farías. Guión: Felipe Ríos Fuentes, Alejandro Fadel. Fotografía: Eduardo Bunster. Montaje: Nicolás Goldbart, Valeria Hernandez. Dirección de Arte: Amparo Baeza. Director de sonido: Catriel Vildosola. Música original: Alejandro Kauderer. Producción: Giancarlo Nasi. Co-producción: Agustina Llambi Campbell, Fernando Brom. Producción ejecutiva: Giancarlo Nasi, Fernando Brom, Agustina Llambi Campbell, Catalina Vergara, Fernando Bascuñán, Pablo Sanhueza. Distribuye: Compañía de Cine. Duración: 96 minutos. Salas: Lepoldo Lugones del Teatro San Martín, Cine Select de La Plata, Showcase Norte, Showcase Córdoba, Cine Universidad de Mendoza y Sala Orestes Caviglia de Tucumán.
El hombre del futuro suena a título de película de superhéroes. Pero nada más alejado del universo de los encapotados que esta pequeña, noble, por momentos hipnótica y solapadamente emotiva ópera prima del chileno Felipe Ríos, que tras su paso por la sección Nuevos Autores del Festival de Mar del Plata -¿no se quedaron “cortos” programándola ahí?- llegará a la Sala Lugones del Teatro San Martín y un puñado de salas del resto del país. La primera escena de esta coproducción chileno-argentina, coguionada por Alejandro Fadel, es extraordinaria, probablemente una de los mejores del año. Allí se ve a Michelsen (José Soza) alistando la cabina de su camión para su próximo viaje rumbo al sur de Chile. Un llanto silencioso –todo aquí es silencioso- pone en evidencia que algo no anda muy bien en la vida de ese conductor de mirada triste y piel curtida por los años de trabajo en la ruta. Apenas antes de salir, su jefe le anuncia la peor de las noticias: ese será su último viaje antes del retiro (in)voluntario que le ofrece la empresa. Un viaje que funcionará como excusa para saldar viejas cuentas con el pasado, en especial con su hija Elena (Antonia Giesen), a la que -más por vergüenza que por desamor- hace años no ve. Ella, por su parte, intenta dar sus primeros pasos como boxeadora viajando también hasta los confines del sur para una pelea, antes de probar suerte en la Argentina. El problema es que, ante la imposibilidad de su entrenador de acompañarla, deberá emprender el largo viaje en soledad. Así se plantean las cosas en esta road movie andina que durante gran parte de su metraje muestra en paralelo el recorrido del padre y la hija. Un recorrido espejado, en tanto Michelsen levantará en la ruta a una chica (la argentina María Alché) que le devolverá una imagen de sí mismo, abriéndole las compuertas de sus sentimientos, mientras que Elena viajará junto a un compañero –y viejo conocido de su padre– que, más allá de algunos trazos gruesos en su construcción, fungirá como contraparte ideal para esa mujer emocionalmente quebrada. El hombre del futuro está filmada mediante largas secuencias cuyo tempo las hace respirar con un ritmo propio. Se trata de una de esas películas donde los silencios y las miradas comunican mucho más que las palabras, una entrañable reflexión sobre los vínculos, el paso del tiempo, la soledad y los efectos de la distancia. Triste y melancólica como todo viaje que puede ser definitivo, la ópera prima de Ríos es una fábula expiatoria que no necesita levantar el dedo para enunciarse como tal. El punto de máxima emotividad llegará en una secuencia cerca del final cuyo contenido no conviene adelantar. Es allí donde las palabras definitivamente se atoran, dejando lugar para la contemplación de dos personas destinadas a quererse más allá de cualquier límite fronterizo.
En la inmensa soledad de la Patagonia chilena un camionero emprende su último viaje, antes de la jubilación. La llovizna y el cielo gris plomizo añaden rudeza al frío y bello aunque solitario entorno que transita Michelsen. Él es padre de Elena, con la cual no se habla desde hace años, que hace su propio viaje en busca de una pelea de boxeo. Más allá del inevitable encuentro, y los aires indubitables de road-movie, la sensible labor del director Felipe Ríos destaca las actuaciones de los protagonistas, que sostienen con profundas miradas los largos silencios e hilvanan los pocos diálogos con los mismos rostros mustios con los que enfrentan la magnificencia de un paisaje que agiganta la soledad.
Los errores del pasado no pueden resolverse, ni en el presente ni en el futuro, pero tal vez puedan apaciguarse los efectos que han causado en otros. Eso se desprende de El hombre del futuro, la opera prima del chileno Felipe Ríos, que se rodó en coproducción con la Argentina: allí aparece, por ejemplo, María Alché (La niña santa, Familia sumergida) subiendo a un camión, haciendo dedo en una ruta del país trasandino. Porque la película trata sobre viajes, quizá cíclicos, como el que realiza el protagonista. Michelsen (José Soza) es un hombre mayor, al que lo jubilan de prepo como conductor de un camión. Y en el que sería su último viaje de carga, espera reencontrarse con su hija, Elena (Antonia Giesen), a la que no ve desde hace quince años. El lirismo del filme no choca ni tropieza con que haya dos viajes en paralelo y distintos personajes, camionero y acompañante a dedo. El desarraigo y la soledad, y hasta la limitación en expresar sentimientos de algunos personajes van en sintonía con el planteo del realizador. El filme tiene algo del tono de Las acacias, de Pablo Giorgelli, pero donde el director de Invisible elige los silencios, Ríos opta por la aclaración.
Texto publicado en edición impresa.
“EL HOMBRE DEL FUTURO” tiene, fundamentalmente, todos los méritos que suelen tener aquellas óperas primas que tienen claro lo que quieren contar. En este primer trabajo de Felipe Ríos se conjugan la madurez, la sensibilidad y una mirada despojada de cualquier artificio, que justamente suelen asomarse en estos primeros trabajos que tanto llaman la atención y que así lo confirma su paso exitoso por los diferentes festivales en donde se ha ido presentando, ganando el Premio Especial del Jurado en el Festival de Karlovy Vary y con muy buena repercusión en el Festival Internacional de Mar del Plata y en el SANFIC –Santiago, Chile. La historia tiene su centro en Michelsen (José Soza), un camionero de oficio, solitario, que ha recorrido durante toda su vida la zona más austral de Chile. Ahora le asignan su último viaje, en el cual llegará hasta Villa O’Higgins como destino final y será el viaje que signifique el escalón previo a una jubilación forzada a la que ha sido obligado, casi inesperadamente. Con lo cual, este último viaje es el último pero en más de un sentido, donde se ha presente más que nunca el juego de palabras que puede entablarse con el título del film. A medida que Michelsen emprende este viaje, construye, sin saberlo, intuitivamente, su propia mirada hacia el futuro, completamente incierto e imprevisible. Pero, en las antípodas del relato, aparece Elena (Antonia Giesen) quien también emprende su propio viaje, yendo hacia una pelea de box bastante decisiva en l etapa en la que se encuentra en su carrera profesional. Si bien ambos viajan hacia el sur, cada uno de ellos lo hace con motivaciones y en contextos completamente diferentes y la trama se encargará de entrecruzar estos cuando justamente Elena suba a un camión pidiendo ayuda, que la acerquen a la próxima ciudad y un compañero de ruta de su padre entable ese potencial contacto, haciendo de puente invisible para con su pasado. Un encuentro revelador, y aunque no lo supiesen, muy deseado por ambos –aun con sus diferentes motivos y preocupaciones-. Un encuentro que busca resignificar ese vínculo padre-hija y que a su vez, fortalece las raíces con la propia historia y sus propios ancestros, tal como se muestra en una reveladora escena en el cementerio donde van a visitar la tumba del padre de Michelsen, abuelo de Elena. El sentido de viaje también puede encontrarse en la búsqueda y la construcción de la propia identidad como motivación de cambio, de poder comprender el sentido del lugar que se ocupa en el presente, entendiendo también el origen y jugando con la temporalidad que propone el título. La ópera prima de Ríos gana en esos climas tan cercanos a un cine como el que impuso a principios de los 2000, Carlos Sorín con sus “Historias Mínimas” o “El Perro”. Ese cine que busca refugio y encuentra acogida en estas pequeñas historias que quizás no se expresan en ampulosos diálogos ni grandes giros del guion, sino en los pequeños detalles y en encontrar historias de vida en personajes que se asemejen más a nuestro cotidiano. En ese mismo tono, esta propuesta de Felipe Ríos si bien no propone algo novedoso porque es una estructura ya visitada por otros jóvenes cineastas en otras producciones, encuentra eco tanto en una exquisita fotografía como en esa potencia que enmarca las dos silenciosas pero contundentes actuaciones a cargo de Soza y Giesen que se amalgaman en una química perfecta para lo que la historia les demanda. Ese hombre de pocas palabras llegar a revelar en un breve diálogo todo lo que le ha sucedido en su vida, lo que significó su trabajo y lo que significó para él esta particular forma de paternidad ausente. Del otro lado, casi asombrada, o sin poder procesarlo tanto como ella creía, una hija que obviamente hubiese necesitado otro modelo de padre, pero que puede tomar lo que él hoy le ofrece, con vistas a una nueva construcción de ahora en adelante, con la mirada puesta en el futuro. Ríos apuesta a una construcción silenciosa más que a grandes diálogos, a tratar de encontrar en una gestualidad contenida aquello que se quiere comunicar, trata de poner en la fuerza de sus imágenes todo lo que significó para cada uno de ellos esta historia de una distancia, de un tiempo que ya pasó y lo que podrán hacer de ahora en adelante, con miras hacia el futuro que pueden empezar a construir juntos. En ese momento es quizás donde “EL HOMBRE DEL FUTURO” se quede sin demasiado más para aportar que lo ya contado y que cada uno de los espectadores pueda seguir pensando qué destino le quiere dar a los personajes. Para cumplir con esto, se aparta fuertemente de cualquier sensación idílica, de cualquier estereotipo de los happy endings hollywoodenses y construye un cierre quieto, como todo el resto de su película, amparado en ese paisaje que al mismo tiempo que contiene, expulsa.
"El hombre del futuro": en busca del tiempo perdido El debut cinematográfico del director chileno funciona como una fabula que aborda algunas taras de la masculinidad y traza un camino sensible para resolverlas. Tal vez la mayor virtud de El hombre del futuro, debut cinematográfico del chileno Felipe Ríos, sea su voluntad de aferrarse a la ternura en el marco de una historia habitada por personajes ásperos, y ambientada en un escenario agreste y hostil, al menos en apariencia. Esa es la mejor forma de describir a Michelsen, un camionero huraño a punto de retirarse tras cuatro décadas de trabajo, en las que pasó más tiempo solo en la ruta que junto a su familia. La contraparte es su hija Elena, una joven que cerca de terminar la escuela secundaria ha elegido dedicarse a la dura vida del boxeo. Michelsen es una figura ausente en la vida de Elena y sin embargo su sombra cae sobre ella. No es que El hombre del futuro sea una película psicoanalítica, para nada, y tal vez sea más apropiado leer el vínculo entre este padre y esta hija desde aquel dicho popular que afirma que lo que se hereda no se hurta, que a partir de una estructura edípica. La noche después de que le anuncian una jubilación forzada y antes de encarar su último viaje, el hombre decide volver al pueblo donde vive su familia. Pero una vez frente a la puerta de ese hogar, en el que es prácticamente un extraño, se arrepiente y se va. En ese mismo momento Elena vuelve de la escuela junto a unos compañeros, pero reconocer a la distancia el camión de su padre la conmociona y en lugar de ir a su encuentro, elige dar media vuelta y evitarlo. Ambas actitudes tienen más de miedo que de necedad o de rencor. Padre e hija creen que dándose la espalda y huyendo hacia adelante se están dejando mutuamente atrás. Michelsen se sube a su camión para cumplir con su último viaje, mientras que Elena le pedirá a uno de sus colegas que la lleve hasta un pueblo en el que participará de una pelea de exhibición. Sin saberlo, ambos viajan hacia el Sur. Ríos construye a sus personajes con inteligencia, otorgándoles a los protagonistas un perfil seco, detrás del que se esconden la culpa y el dolor, pero también la rabia. De la misma forma se reserva para los personajes secundarios características más expansivas, cuyas influencias resultarán benéficas para el camionero y la boxeadora Los paisajes misteriosos, casi sobrenaturales de la Patagonia chilena constituyen el territorio perfecto para el desarrollo de una historia como la que el director ha decidido contar en su ópera prima. Un espacio que con la desmesura de su belleza y su abundancia, de alguna manera complementa el carácter hosco de los dos protagonistas. Al principio incluso puede parecer que Michelsen y sus pocas palabras encuentran un espejo inmejorable en ese Sur lejano, frío y prácticamente deshabitado. Como si el camionero creyera que esa región que recorre de ida y de vuelta desde hace más de 40 años es su mejor confidente, una entidad incapaz de revelar los secretos que comparten en inviolable silencio. Por eso el hombre se sorprende y maravilla cuando una joven que recoge en la ruta le revela la polifonía del bosque, del río y de la lluvia. En ese momento Michelsen no solo entiende que el silencio, incluso el más proverbial (como el suyo), es una máscara ideal para ocultar y proteger una riqueza desconocida, sino que ese universo ancestral, esas voces que brotan de la propia tierra, se parecen a él y lo representan mejor de lo que imaginaba. La escena supone una revelación, una verdadera epifanía, un instante de liberación para ese hombre que se ha acostumbrado a llevar a la rastra sus culpas y dolores sin permitirse una queja, de la misma forma en que su camión ha remolcado el lastre de un acoplado siempre cargado durante cuatro décadas. El despertar simbólico trae consigo nuevas posibilidades que le permiten al protagonista descubrir que maneja su propia vida y que le está permitido apartarse de la huella en la que permaneció atrapado durante tanto tiempo. Michelsen entenderá, quizá por primera vez en su vida, que ser padre (ser hombre) es mucho más que proveer. Y con la complicidad de esos caminos que conoce mejor que a sí mismo, irá en busca de recuperar el tiempo perdido. Ríos aprovecha el molde de las road movies para ofrecer una fabula que aborda gentilmente algunas taras de la masculinidad y traza un camino sensible para demostrar que construir un modelo de hombre distinto es una tarea posible. Un hombre mejor para el futuro.
Michelsen (José Soza) prepara la cabina de su camión para su próximo viaje rumbo al sur de Chile. Dos cosas se descubren en la escena inicial de El hombre del futuro: un actor de un carisma y fotogenia indiscutibles y un talento del director para la puesta en escena. La ópera prima de Felipe Ríos tiene perfil bajo y no busca lucimientos, pero se acerca a los personajes con precisión y una mirada que genera automática empatía. Será el último viaje de Michelsen y en su mirada se ve la angustia y el vacío, aunque no es exclusivamente por ese último viaje. En el mismo derrotero pero del otro lado de la vida está su hija Elena (Antonia Giesen, también impecable) quien debe viajar al sur para una pelea de boxeo en su incipiente carrera deportiva. Una road movie con sus personajes separados, dos caminos que deberán cruzarse por las rutas del sur chileno. El tono adecuado para mostrar las emociones de personajes que no son particularmente emotivos. Varios aciertos juntos para una sola película que con simpleza y sin vueltas expresa con claridad y madurez todo lo que desea.
AMANECE EN LA RUTA La compleja relación entre un padre y su hija, junto con los paisajes de las rutas chilenas son elementos primordiales de El hombre del futuro, film en el cual Michelsen, un solitario y desarraigado camionero, es jubilado a la fuerza, debiendo emprender un último viaje a bordo de su camión hasta Villa O’Higgins, el llamado fin del mundo por los camioneros australes. En el trayecto se irá desprendiendo de todo aquello que conformaba su vida, convirtiéndose su última ruta en un viaje de iluminación, en el que enfrentarse al final del camino y a la naturaleza salvaje, le permitirá vivir el presente como siempre anheló: junto a su hija Elena. Trabajo de tono intimista y sobrio, El hombre del futuro se centra en mostrar dos viajes diferentes. El último, el de la despedida: el de Michelsen; mientras que el otro es el iniciático, el de descubrimiento: el de Elena. Entre estas dos realidades, la cinta va transitando por los hermosos paisajes trasandinos que sirven perfectamente para ambientar la introspección del film y exhibir en forma precisa como es la vida de los camioneros, con los diferentes aspectos que conlleva esta actividad. El hombre del futuro es una película donde la mayoría de las cosas se dicen a través de miradas y silencios, utilizando los diálogos de manera escueta pero con precisión quirúrgica. No obstante, la repetición de esta estructura provoca que el trabajo se vuelva distante y frío, perdiendo esa riqueza que había adquirido mediante el tono austero. Más allá de la destacada tarea en la fotografía, la producción se sostiene por la enorme labor de sus protagonistas que en todo momento logran expresar las vivencias de sus personajes, hasta en ocasiones superando con su calidez interpretativa la frialdad de varios pasajes del film. El hombre del futuro termina siendo un correcto trabajo, donde las imágenes y las tareas actorales logran transmitir mucho más que una narrativa que, por tratar de ser moderada, finaliza siendo un texto que nunca logra transferir completamente aquella sensación planteada a su inicio.
Crítica a “El hombre del futuro” de Felipe Rios. La Patagonia suele ser un lugar difícil, su clima es inhóspito, sus caminos son complicados, la comunicación con la “civilización” no siempre es la mejor, pero aún así es un lugar para sanar y para crecer. En “El hombre del futuro” vemos como Michelsen, un viejo camionero chileno, emprende un último viaje en el que busca sanar viejos errores de vida. Por Esteban Jourdán. La ópera prima de Felipe Rios es un recorrido hacía el sur de Chile, donde Michelsen (José Soza) y Elena (Antonia Giesen) intentarán sanar viejos-actuales dolores del alma. Con una fotografía increíble Felipe Rios nos mueve por la región de Aysen enamorándonos de los colores y los sonidos del sur de Chile. Se podría decir que es la “culpa” lo que mueve a esta película y la necesidad de Elena de seguir adelante con su vida, alejada del dolor que le provocó Michelsen como un padre ausente. Sin dudas es un drama potente y que nos trajo una grata sorpresa en el Festival Internacional de Mar del Plata. La importancia de los silencios es clave a la hora de crear un clima de tensión y de lenguaje no verbal entre los actores. “El hombre del futuro” es una coproducción entre Chile y Argentina y una excelente película para ver.
Una ópera prima siempre conlleva los miedos e inseguridades de aquel que se acerca por primera vez a la realización cinematográfica, pero en el caso de Felipe Ríos, la solidez y potencia visual de El hombre del futuro (2019), protagonizada por José Soza y Antonia Giesen, con la narración de la distancia entre un padre y su hija, enmarcada en los bellos y desamparados escenarios de la Patagonia, construyen una obra bella y dolorosa, y a la vez potente y única.
La ópera prima de Felipe Ríos Fuentes, escrita junto a Alejandro Fadel, es un intimista viaje entre padre e hija distanciados. Michelsen ha manejado camiones a lo largo de las rutas patagónicas toda su vida. Ahora, viejo y enfermo, es retirado a la fuerza y le queda un último viaje por hacer. Mientras tanto, su hija Elena, a la que no ve, encuentra la excusa perfecta para irse de una vez de su pueblo. Una pelea de boxeo que le ofrecen en el Sur. El hombre del futuro sigue en principio a estos dos personajes en paralelo. Él, en su último viaje que lo lleva a recoger a una chica con la cual, en poco tiempo, mantiene una relación que no pudo construir con su hija a lo largo de los años, sumado a algunos reencuentros a lo largo de la ruta. Ella, en el camión de un colega de su padre, por momentos demasiado charlatán, demasiado pesado y a veces hasta borracho, contrastando con el silencio de una chica que se encuentra enojada. Gran parte de la película sigue estos dos viajes que en algún momento convergerán. Ya lo cantó Fito: lo importante no es llegar, lo importante es el camino. De manera intimista Felipe Ríos Fuentes va delineando estos viajes personales que pronto tomarán algún rumbo inesperado. Lo hace a través de un guion que nunca sobreexplica y enmarcado en los bellos paisajes patagónicos que ofrece el sur de Chile. Hay un notable trabajo de fotografía que hace un gran aprovechamiento de estas locaciones naturales. A lo largo del film, que se mueve a sus tiempos, si bien la idea de un viaje por la ruta rememora inmediatamente a Las acacias, acá nos encontramos ante una narración más seca. José Soza interpreta a Michelsen y Antonia Giesen, en su debut cinematográfico, a Elena a través de más silencios que palabras. A la larga, ellos se parecen más de lo que podrían creer. También la pequeña pero fundamental participación de María Alché resulta vital. El hombre del futuro es un logrado drama intimista que logra retratar un reencuentro de una manera directa, honesta y lo suficientemente emotiva.