“¿Querés mi alma?”, le pregunta Sam al artista plástico Jefrrey Godefroy luego de que éste le diga que a veces se siente Mefistófeles. “No”, responde, y remata: “Quiero tu espalda”. El diálogo transcurre en los primeros minutos de El hombre que vendió su piel, y planta la semilla alrededor de la que crecerán los dilemas éticos, morales y sentimentales de ese muchacho que huyó de Siria y, un año después, se gana la vida en un criadero de pollos en Bélgica. Sam (Yahya Mahayni, ganador del premio a Mejor Actor en la sección Orizzonti del Festival de Venecia de 2020) conoció a Jefrrey luego de entrar a una galería de arte con el único objetivo de robar comida. Lejos de los retos esperables, el artista encuentra en su mirada desamparada una motivación para elegirlo como protagonista de su última creación, catapultándolo al ojo mediático internacional. Es que la obra consiste en, básicamente, tatuar en la espalda de ese refugiado flojo de papeles una visa de ingreso a Europa, con la promesa de recibir una jugosa cifra de dinero a cambio. Eso sí, durante largo meses deberá permanecer quieto en un museo exhibiendo su espalda, como si fuera un David que porta, en lugar de un cuerpo perfecto, un pase que le permitiría a millones huir de la guerra. Nominada al Oscar a Mejor Película Internacional el año pasado, El hombre que vendió su piel propone un relato que pendula entre los crecientes conflictos internos de Sam, las repercusiones de asociaciones de refugiados y ONG’s que ven en esa obra un acto de explotación y el retrato descarnado del mundillo del arte moderno, con sus millonarios con ínfulas filantrópicas gastando millones en obras difíciles de explicar (hay algo de eso en The Square, de Ruben Östlund, también nominada en la categoría internacional del Oscar). La mirada por momentos siniestra del arte contemporáneo se contrapone con la fragilidad de Sam, un hombre al límite de su resistencia, víctima de mil contradicciones internas y quien, para colmo, se muda al mismo país donde lo hizo quien era su novia al momento de huir de Siria. Una subtrama romántica algo forzada, pero que ancla al film en un terreno mucho más cálido que la frialdad despersonalizada de las galerías de arte. No por nada la asistente del arista (una blonda Monica Bellucci) parece un robot destinado únicamente a cumplir órdenes y controlar al desnorteado Sam. Aunque por momentos dispersa en su núcleo dramático, El hombre que vendió su piel despliega un abanico de cuestiones que reverberan incluso después de los créditos: el valor de la vida en tiempos de mercantilismo extremo, la brutal desigualdad (en términos de poder y posibilidades) generada por el solo hecho de haber nacido en el lugar incorrecto en el momento menos indicado y los límites del ser humano ante situaciones extremas. Un extremismo quieto que se exhibe en vivo y en directo a quien quiera verlo en un museo.
La parábola sobre el arte que desnuda miserias La película de Kaouther Ben Hania presentada en Venecia y primera en quedar nominada al Oscar por Túnez, es un relato potente y estremecedor sobre el valor de la vida. El hombre que vendió su piel (The Man Who Sold His Skin, 2020) parece surgida de los guiones de Andrés Duprat aunque sin el humor característico de los films argentinos. La diferencia con los directores de Mi obra maestra (2018) y El hombre de al lado (2009) es que la crítica al arte contemporáneo es sólo la cáscara de una película que busca hablar sobre el valor de la vida humana en tiempos de mercancías. La premisa es sumamente atractiva: un refugiado sirio llamado Sam Ali (Yahya Mahayni) es convertido en obra por el excéntrico artista contemporáneo Jeffrey Godefroi (Koen de Vouw), en una clara referencia al escultor estadounidense Jeff Koons. El hombre del título se deja tatuar la espalda a cambio de poder ingresar a Europa. Pero aquello que supone su libertad en un primer momento se transforma en su condena después. Esta fábula, basada libremente en una historia real, tiene como punto débil la confección arquetípica de los personajes y cierto subrayado del mensaje del film. Sin embargo, su narración clásica obliga a concentrarse en las emociones y empatizar con los personajes, permitiendo ciertas licencias a la hora de construir el verosímil. La noción de fábula canaliza la moraleja. Otro de los recursos utilizados por el film es la historia de amor entre el protagonista Sam Ali y Abeer (Dea Liane). El romance imposible es el motor del relato, la motivación del protagonista para realizar sus actos. Por este amor prohibido Sam cae injustamente preso por el régimen de su país. Se escapa de la cárcel y llega al Líbano con el fin de conseguir una visa para llegar a Europa donde se encuentra su amada. Por amor cae en la trampa del sistema y por el mismo amor, luchará por su libertad y ser respetado como individuo. También se teje un interesante vínculo entre el artista y “su obra”. Hay una suerte de entendimiento entre ambos personajes al comprender la crueldad del funcionamiento del sistema capitalista. Uno busca con su arte exponer sus grietas, sin embargo sus obras son valoradas en el mercado. Mientras que el otro es un marginal que busca ingresar a cualquier costo. El hombre que vendió su piel se sostiene en su premisa, sin llegar a ser una sátira o ironía, brinda una visión cruda y áspera del mundo contemporáneo.
Hace unos años, Wim Delvoye generó bastante revuelo con Tim, una obra exhibida en varios museos europeos que tenía la particularidad del modelo en vivo: la espalda de Tim Steiner, propietario de un local de tatuajes de Zurich, se transformó en un “lienzo humano” que además de ser catalogado como arte conceptual generó muy buenos negocios. Nacido en Bélgica, Delvoye tiene hoy 57 años y un historial de proyectos con vocación polémica. Después de instalar en China una granja de cerdos, les tatuó a varios de esos animales diferentes ilustraciones (el rostro de la Cenicienta de Disney, los logos marcas famosas de Louis Vuitton y Harley-Davidson). Luego los puso en venta como cualquier otra obra de arte. Los compradores podían seguir el crecimiento y la vida cotidiana de esos porcinos con su cuero intervenido a través de Internet. El nombre oficial de la obra fue Art Farm, pero el propio Delvoye solía presentarla también como Pig Brother. Años más tarde montó Cloaca, una instalación desarrollada a través de una sofisticada maquinaria capaz de reproducir el sistema digestivo humano: se introducían alimentos en un extremo y salían expulsados en forma de excremento por el otro. Finalmente llegó Tim, la evolución de la experiencia con cerdos: un enorme y colorido tatoo de una Virgen coronada con una calavera mexicana en la espalda de un hombre. El millonario alemán Rik Reinking compró esa obra por 150.000 euros (según la BBC, Tim Steiner recibió un tercio de esa suma). Cuando Steiner muera, la piel de su espalda será extirpada mediante un puntilloso proceso y pasará a formar parte de la colección de Reinking. El hombre que vendió su piel toma la historia de Tim Steiner como punto de partida. O más bien como fuente de inspiración. Porque la directora tunecina Kaouther Ben Hania introduce una línea argumental adicional que amplía el espectro temático de su película. Por un lado, los interrogantes sobre los límites de la experiencia artística que ya la propia obra de Delvoye había despertado, y por el otro, el asunto candente de los refugiados sirios. Quien pone el cuerpo aquí es un joven que escapa de la violencia persistente en ese país asiático y encuentra un camino poco ortodoxo para conseguir dinero y un pasaporte que le permita circular por Europa. Y que además es protagonista de un ligero melodrama con una compatriota de belleza canónica. Demasiados condimentos para un mismo plato. Igual que The Square, del sueco Ruben Ostlund, este film que fue propuesto por Túnez para competir por el Oscar a la mejor película internacional lanza contra el mundo del arte unos dardos con más carga de buena conciencia que de veneno. Tampoco el drama de la inmigración ilegal tiene un reflejo potente o sugestivo. El discurso de la película, inclinado a poner el foco en los valores simbólicos de la historia, se debilita justamente por evitar el ímpetu y la crudeza, una decisión calculada para no escandalizar que se vuelve más patente con la serie de redenciones personales que explota al final de la historia y un epílogo de telenovela.
Finalmente llega a las salas esta producción de origen tunecino en la que un hombre, acorralado por la justicia, encuentra la solución, rápida, a sus problemas. Pero cuando se ve envuelto en un siniestro mecanismo de sujeción, oscuro, tremendo, en el que se convierte en una mercancía cultural más, el relato comienza a hablar de los tiempos que corren con audacia y originalidad. Kaouther Ben Hania se inspiró en la obra del belga Wim Delvoye.
La película de la cineasta tunecina y también guionista Kaouther Ben Hania no es perfecta pero sus planteos son más que inquietantes y actuales. Si no se hubiese difundido que el film está basado en un caso real se podría pensar en un argumento que platea ideas desde el absurdo. En la historia un joven y sensible refugiado sirio, que fue encarcelado por una inocente proclama de amor, deambula por Beirut buscando la manera de llegar a Bélgica, donde se encuentra su amor, casada con un diplomático. El pasaporte que consigue es prestar su espalda para que un artista famoso lo tatúe con el contenido de una visa del tamaño de sus dorsales. A cambio el deberá desnudar la mitad de su cuerpo y exhibirse en un museo, una determinada cantidad de horas por día y por año, fijadas en un contrato. Incluso cuando la “obra” es rematada a un coleccionista alemán, las condiciones son las mismas mas una participación en las ganancias que genere su su espalda ilustrada. Lo que parece una solución a todos sus males resulta una jaula de oro insoportable y los planteos de la realizadora sobre como son considerados los inmigrantes, los temas de trata, esclavitud, los límites éticos del arte, la hipocresía con los planteos económicos, son muy certeros y agudos. Lo que falla es el alargamiento de los encuentros y desencuentros amorosos, un final con toques absurdos y con la inclusión de los mayores actos de violencia, y cierto largo regodeo con el recorrido de museos y otras obras arte. Pero los planteos eticos son provocadores y necesarios.
Sam Ali, un joven de Siria, abandona su país poniendo rumbo hacia el Líbano huyendo de la guerra. Para poder viajar por Europa y vivir con la mujer que ama, acepta tatuarse la espalda a manos de uno de los artistas contemporáneos más importantes del mundo. La obra que llevará en la espalda es una reproducción enorme de una visa para entrar a Europa. Esa obra que implica un comentario político contiene la ironía de denunciar el sufrimiento de los refugiados y al mismo tiempo usar a uno a cambio de la tan deseada entrada al primer mundo. La película combina algunos momentos de humor y sátira del mundo del arte con un tono más bien angustiante y un protagonista lleno de patetismo. A medida que avanza la trama Sam descubre que la libertad que buscaba y que creía haber obtenido se transformó en su maldición. Pero aun así El hombre que vendió su piel no se entrega a los golpes bajos y trata de encontrar una mirada comprensiva dentro de la compleja situación del personaje principal. Más amable de lo que suelen ser estas películas, aunque nunca llegue tampoco a convertirse en una película particularmente compleja o profunda.
Ce n’est pas une oeuvre d’art. “El hombre que vendió su piel” de Kaouther Ben Hania. Crítica. René Magritte desde su obra “Esto no es una pipa” cuestionaba el concepto de obra de arte. Francisco Mendes Moas Hace 2 días 0 6 La segunda película ficcional de la directora tunecina, Kaouther Ben Hania, llega este jueves 24 de febrero a los cines. “El hombre que vendió su piel”, se presenta como una obra artística que dialoga y crítica al mundo del arte. Invitando al espectador a reflexionar de manera activa sobre lo que sus ojos presencian. Cuestionando el concepto de obra, quien define tal estatus y sobre todo el peso que tiene el dinero dentro de las altas esferas artísticas. Hasta el punto de justificar actos atroces. Tras verse obligado a escapar de su país, Siria, Sam Ali vive con lo justo y necesario. Alejado de su gran amor, quien se encuentra viviendo ahora en Bélgica, se ve obligado a vender su espalda a un artista a fin de conseguir los medios para ingresar a Europa. De esta manera se convierte en la última obra de arte del artista del momento, debiendo posar por horas ante la mirada de los visitantes de los museos. Entendiendo así que no solo cambió su espalda por dinero, sino que también su libertad tenia precio. Desde tiempos inmemoriales los artistas buscaron la manera de sobresalir sobre el resto. Ya sea obteniendo la perfección sobre una técnica específica tras muchos años de práctica, cuál Claude Monet. O desglosando y transformando el concepto de obra de arte como hizo Marcel Duchamp con su famoso mingitorio gigante. Esto mismo trae aparejado detrás de sí, a una industria millonaria que invierte millones en obras invaluables. Si bien la historia de “El hombre que vendió su piel” puede resultar satírica o irrisoria, una aclaración final nos anuncia que todo está basado de manera libre en una historia real. “Tim” de Wim Delvoye, al igual que el protagonista del audiovisual, vende su espalda al artista y se convierte en una obra viva, que camina y respira. ¿Hasta qué punto los espectadores son movilizados por el placer artístico? ¿Qué tan grande es el papel del morbo en dicha ecuación? ¿Lo hacen por admirar el talento o sino por el hecho de estar expuesta? A diferencia de Tim, quien es suizo, Sam es sirio. Lo cual provoca que habiendo perdido completamente su humanidad, convertido en obra en exposición, objeto mercantil vendible, pueda viajar con mayor facilidad por el mundo. Las trabas de los refugiados no se aplican en el. Al contrario que muchos de sus compatriotas, no llega a duras penas a alguna costa cercana a bordo de una balsa inestable o duerme en un inmenso campamento. Un sommier con suaves sábanas y caviar lo esperan en sus noches. Pero los resultados nos son más favorables para él que para sus compatriotas refugiados. Los lujos son a cambio de perder su condición de ser humano y su libertad. Sentado por horas en exhibición, los observadores deshumanizan a la persona, sus ojos solo ven un producto. Aunque como nos demuestra la película, pueden olvidar que es una persona pero jamás que es un sirio. En plena subasta donde es vendido, realiza una acciones por las cuales todos los participantes lo juzgan de terrorista y huyen despavoridos del lugar. Una obra que puede matarlos, jamás una persona. ¿Hasta qué punto el dinero define qué es arte? Ya que a fin de cuentas, si la espalda de Sam no estuviera firmada por un artista de renombre, solo sería un tatuaje extravagante. Sin nadie fuera a ver la exposición, sin nadie que ponga precio o adule dichas acciones, al igual que muchas cosas, esto no tendría éxito. ¿Tiene derecho la sociedad a exigir ética a los artistas? Es evidente que si, como también tiene derecho a elegir que consume y que no. Al igual que debe hacerse cargo de lo que su consumo fomenta y avala directamente. Si bien la película de Kaouther Ben Hania no es impecablemente perfecta, deja mucho de qué hablar y vislumbra un gran talento a seguir. “El hombre que vendió su piel” realiza un ataque mordaz al mundo del arte, sus exhibiciones y su industria. Invitando a reflexionar sobre nuestro propio consumo artístico. Sabiendo que al igual que el cine, este mundillo a veces genera arte, otras entretenimiento, pero siempre mucho, muchísimo, dinero.
"El hombre que vendió su piel": el refugiado como obra de arte. “A veces me siento como si fuera Mefistófeles”, le dice el artista célebre al hombre frágil al que está por proponerle, como es obvio, un pacto. No hay mucho lugar para sugerencias en El hombre que vendió su piel. Sí debe reconocerse que al menos la realizadora y guionista tunecina Kaouther Ben Hania no replica literalmente la fábula de Fausto, sino que se permite una serie de variaciones, desvíos, imprevistos, que convierten a El hombre que vendió su piel en algo distinto de la fábula tramada por Goethe. Lo que no le impide ser una fábula, en el sentido de que “quiere decir algo”. Algo que no está en la literalidad del relato sino en un segundo plano. Aquí aparece otro punto a favor: eso que Ben Hania “quiere decir” no es unidireccional, va practicando mutaciones de sentido en el curso de la narración. Estrenada en la Mostra de Venecia 2020 (donde ganó el premio al Mejor Actor) y nominada por Túnez al Oscar 2021, la película de Ben Hania se inicia en Siria en 2011, cuando Isis comenzaba a desplegar sus fuerzas. Sam Ali (Yahya Mahayni) es arrestado por un incidente inexistente que la paranoia oficial interpreta como gesto de subversión, siendo expulsado del país. En Bélgica se cruza accidentalmente con Jeffrey Godefroi (Koen de Bouw), famoso artista conceptual (“convierte cosas sin valor en obras de arte, con sólo firmarlas”) y Mefistófeles del caso, que le propone pintar su espalda. Aquí sobreviene una coincidencia que al espectador local podrá resultarle asombrosa, ya que la idea de Godefroi es, en plan serio, la misma que los protagonistas de la genial La ballena va llena tramaban como broma política. Cuando Godefroi estampe su firma en la espalda de Alí, éste pasará de la condición de refugiado a la de obra de arte, y como no hay legislación en el mundo que impida el traslado de obras de arte de un país a otro, Alí quedará en condiciones de andar por donde se le antoje. A la vez --de no ser así este pacto no remitiría al antecedente al que remite-- el humilde refugiado sirio embolsará la bicoca de 1 millón de dólares. Alí rebosa dignidad y orgullo. Pero ante una oferta como ésta… Mientras Alí se convierte en la nueva celebridad del mundo del arte más chic de Europa, en Siria pasan cosas. Una de las cosas que pasan es que aldeas enteras empiezan a vaciarse ante el avance de los jihadistas, un tema que a la película no parece importarle demasiado. Como tampoco le importa que Abeer (Dea Liane), ex novia de Alí, no haya esperado mucho tiempo en casarse con un hombre rico. Si la realizadora de El hombre que vendió su piel no fuera mujer, debería decirse que la decisión de Abeer chorrea una misoginia que haría palidecer a Celedonio Flores. Tratándose de una mujer, debe decirse que su decisión… chorrea una misoginia que haría palidecer a Celedonio Flores. La misoginia no sabe de género. A su vez, en Bruselas surge otro problema, que es el señalado en el primer párrafo (debe admitirse, nobleza obliga, que la película de Ben Hania se basa en un caso real). Salta a la vista que Ben Hania -como en su opera prima La bella y la jauría (2017)-- se propuso “decir algo” con su fábula, por lo cual los personajes son en realidad entelequias al servicio del bendito “mensaje”. La frivolidad del mundo del arte, el endiosamiento de determinados artistas (aquí pasa incluso en el mundo del cine, no vaya a creer), el valor de una firma como si fuera la del mismísimo Dios (Mefistófeles, perdón) y la utilización de la materia artística (la espalda de un hombre que para más datos es un refugiado político) como mercancía, son algunos de esos temas. En ese mundo desalmado brilla la figura de la representante artística Soraya Waldi (una magnífica Monica Bellucci rubia, en la que es sin duda la actuación “de su vida”). Mientras tanto el espectador que ama los “temas para pensar” se irá preguntando que habrá querido decir Ben Hania a cada secuencia, y estará chocho con el jueguito intelectual de develarlo. Al fin y al cabo, a quien le importa la suerte de un refugiado tercermundista llamado Sam Alí.
Un inmigrante se deja tatuar por un controvertido artista y la “obra”, en su propia piel, requiere de un museo. Parábola sobre las libertades y otras cosas, con ciertos acentos de crítica social y política, tiene la sabiduría de contener por momentos la alegoría -qué cosa horrible la alegoría en el cine- para que surja la potencia absurda, kafkiana (es decir, trágica finalmente) de la situación de base. Las declamaciones ocasionales le restan vuelo.
Nominada al Oscar del año anterior, esta divertida y provocadora película de una directora tunecina, Kaouther Ben Hania, cruza el drama de los refugiados sirios con una crítica mordaz al mundo del arte y su inagotable snobismo. Capaz de encontrar en la desgracia de un escapado de la guerra, Sam Ali, un lienzo humano que será expuesto en museos como un cuadro más. Enamorado en su país de una mujer de clase alta, Sam proclama su amor como revolución de la libertad y termina preso, por un régimen que considera peligrosa esa palabra, y se encuentra en plena escalada bélica. El hombre logra escapar al Líbano, donde subsiste colándose en inauguraciones para comer y beber gratis. Allí llama la atención de Soraya (Mónica Bellucci), que trabaja con un artista visual de moda. Lejos de echarlo, le proponen un contrato muy particular. Conseguirle la visa para llegar a Bruselas, donde ahora vive su enamorada, y un porcentaje de las ganancias, a cambio de... su espalda. De tatuarle una obra en la espalda. Precisamente, la visa Schengen, la que permite entrar de manera legal a los países de la Unión Europea. Así es como el drama social, con trasfondo romántico, deriva en una sátira bastante ácida hacia el mundillo del arte, con no pocas situaciones que exploran los límites del absurdo. El horror de la cárcel, la represión y la guerra frente al mundo lindo del caviar y los salones perfumados. Un hombre expuesto en una sala de museo, iluminado como un cuadro más, remite a las exposiciones universales de principios del siglo XX, en las que se exhibían indígenas entre otros exotismos, o al tráfico de personas, pero a la vez resulta verosímil como situación contemporánea. ¿Por qué no denunciar las injusticias de la guerra y los refugiados en la más viva de las artes, la piel de un ser vivo? El hombre que vendió su piel es entretenida, efectiva y obviamente mantiene el interés en alto, hasta un final con giros acaso discutibles. Sin cargar las tintas hacia la caricatura, nunca del todo, la película recuerda a The Square, de Ruben Östlund que también fue nominada al Oscar y se metía, con tono más serio e intelectual, con el mundo del arte. Que esté inspirada libremente en Tim, una obra de arte original tatuada por Wim Delvoye, y vendida a un coleccionista privado en 2008, no hace más que sumar interés.
UN CUERPO NO ES SOLO UN CUERPO El de los refugiados es uno de los principales temas de la industria del cine europeo contemporáneo, especialmente en películas producidas por cinematografías periféricas a las de los países centrales, aunque con aportes de ellos. Tal es el caso de El hombre que vendió su piel, película tunecina que cuenta además con capitales de Catar y Chipre, pero especialmente de Francia, Alemania, Bélgica y Suecia. Dramas que se pasean por festivales internacionales (esta ganó dos premios en el Festival de Venecia) exhibiendo las miserias del capitalismo y el pesar de los desprotegidos, pero que nunca terminamos de descubrir si lo hacen por una preocupación real o por mera especulación. O para sacudir la culpa biempensante de los capitalistas ricachones del cine: porque a veces esa apuesta por desenmascarar una hipocresía se termina ejerciendo con otra hipocresía. En todo caso la película de Kaouther Ben Hania no es ingenua e intenta reflexionar sobre esto, porque fundamentalmente es el arte uno de sus temas de interés. Basándose libremente en un hecho real, la directora sigue a un refugiado sirio que termina convirtiendo su espalda en una obra de arte firmada por un prestigioso artista conceptual: el tatuaje que le aplican es una de esas visas con las que los extranjeros pueden recorrer toda Europa sin que ninguna burocracia los detenga. La ironía que trabaja Ben Hania es que mientras el ciudadano está impedido de cruzar las fronteras de los países, el ciudadano convertido en obra de arte puede recorrer el mundo sin problemas. Así la directora, no sin un dejo de humor asordinado, ofrece un reflejo del mundo que tiene como principal objetivo la banalidad del arte (y del mundo que lo rodea: artistas, merchants, coleccionistas, meros curiosos que merodean museos) cuando quiere volverse reflexión política. En eso, El hombre que vendió su piel es como una película de Cohn y Duprat, pero sin lo misántropo: la directora quiere un poco a sus personajes y, en un giro final, les otorga algo de humanidad. Hay algo interesante en la película, centrada en ese cuerpo que se convierte en otra cosa. Y no cualquier cuerpo, el cuerpo de un refugiado: la idea de pensar en ese individuo como “un refugiado” es también despersonalizarlo, volverlo un símbolo. Y Sam Alí, el protagonista, decide ser por su propia cuenta y por encima de lo simbólico para convertirse -sin querer- en otro símbolo. Ese es el verdadero dilema de la película, que a su vez padece el mismo conflicto que su personaje: una subtrama un poco deshilachada introduce un drama romántico, que carece del peso dramático de la trama principal y se resuelve banalmente. Tal vez Kaouther Ben Hania no confió del todo en el material que tenía entre manos o quiso anclar su película a un territorio más universal, con el que cualquier espectador pudiera empatizar. Lo cierto es que no todo encaja fluidamente y la película se balancea entre momentos de interés y otros que resultan demasiado convencionales.
Nominada al Oscar como Mejor Película Extranjera, el film tunecino abre la polémica: el cuerpo se convierte en una obra de arte para indagar acerca de la propia identidad. El factor humano considerado un elemento de mercancía, y previamente teorizado por artistas como Santiago Sierra (Madrid, 1966), Oscar Bony (Buenos Aires, 1941) y Tanja Ostojić (Serbia, 1972). De modo poderoso, la realizadora Kaouther Ben Hania plantea el tema de los refugiados como telón de fondo a un mundillo del arte sofisticado, esteticista y conceptual. La paradoja acerca de la explotación (de indocumentados y desempleados) como puerta de salida para ‘ciudadanos de segunda’ en busca de una oportunidad funciona como el disparador argumental perfecto. Un inmigrante se abre paso más allá de las fronteras y en su decisión gravita el conflicto existencial: implica la coyuntura la carencia de libertad que, en un principio, el joven sirio anhelaba. Critica “El Hombre que Vendió su Piel” el tráfico de personas alrededor del mundo, la miseria y la desidia describen a nuestra condición. Un mundo que levanta muros y vigila la circulación de los ciudadanos. La metáfora funciona como sátira si pensamos las circunstancias relatadas como la instrumentalización que transmuta una capacidad en un precio. Un asunto de valores e inconfundible indicador de globalización. Una banda sonora excelsa (Vivaldi y Pucini, destacan entre otros) y rubros técnicos impecables redondean los valores de una propuesta provocativa y mordaz.
Una sátira sobre el arte, los coleccionistas y el mercado “Un día TIM estará colgado en una pared. Hermoso”. Eso opina Tim Steiner, un suizo que hace más de 15 años cedió su espalda al artista Wim Delvoye para que la tatúe. La obra, que fue llamada TIM, fue comprada por 150 mil dólares por un coleccionista con la condición de que cuando Steiner muera la piel de su espalda sea enmarcada y pase a formar parte de su colección. Mientras tanto, Steiner está obligado a exhibirse de espaldas y con el torso desnudo en distintas exposiciones y galerías de arte, algo de lo que fue testigo la directora Kaouther Ben Hania, creadora de “El hombre que vendió su piel”, durante una exposición en el Louvre. El origen de “El hombre que vendió su piel” se inspira en ese hecho real que escandalizó a muchos y puso a teorizar a otros sobre qué es el arte, el mercado del arte, y la explotación humana. “El hombre que vendió su piel” está atravesada por el mismo episodio. El protagonista es Sam Ali, un sirio que huye de la guerra en su país y se instala en Beirut con la esperanza de trasladarse luego a Bélgica donde está su novia.