Todo queda en juegos. Pequeña película basada en el libro de Pablo Ramos (quien también se encargó del guion) y dirigida por Oscar Frenkel. Pequeña, no solo por sus escasos 70 minutos de duración, sino por lo que tiene para contar, que no es mucho. Gavilán, un chico de 12 años que vive en un barrio llamado El Viaducto, tiene un grupo de amigos que todos conocen como Los Pibes, con quienes pasará sus días de verano entre juegos callejeros y planes para perder la virginidad. Todo se irá complicando a raíz de un incendio en el lugar, algo que pondrá en jaque tanto a él como a sus compinches. Ciertamente, esta película es ínfima en todo sentido. Si bien el libro de Ramos explora otros matices que en un largometraje no sería posible, duele mucho presenciar un filme donde, a pesar de su bajo presupuesto, se note tanto su falta de imaginación y dinamismo. La inexperiencia actoral del grupo de niños, la baja calidad en los efectos especiales, la chatura de un guion que podría haber entregado mucho más de lo que entrega, dejan expuesta a una película que le falta mucho para poder empatizar con el espectador. A nivel narrativo, la historia se encuentra cargada de una simpleza que se transmite a través de su conjunto interpretativo. Los jóvenes son pura energía, están en todas las escenas jugando y haciendo las travesuras típicas de la edad, pero a la hora de enfrentarlos con la dura realidad de la vida (sobre todo a su protagonista), pareciera ser que el guion no sabe ir más allá de unas miradas vacías y una fotografía que, por momentos, se satura en colores cálidos para acrecentar el efecto de la escena. La música, si bien acompaña de manera correcta, también cae dentro de la trampa de la monotonía y la falta de ideas. Un ejemplo claro es la sobreutilización de una canción de Leonardo Favio, Mi tristeza es mía y nada más, donde resulta obvia la conexión entre el tema y el título de la película, pero no amerita a utilizarlo en más de una escena caprichosamente. La propuesta de El origen de la tristeza, si bien es auténtica y bien intencionada, queda a mitad de camino para los que buscan llegar a la emoción o al menos encontrar una historia diferente sobre las tristezas prematuras de la infancia. El costumbrismo queda chico y los juegos acaparan todo para dejar nada más un bache emocional difícil de llenar.
“El origen de la tristeza”, de Oscar Frenkel Por Marcela Gamberini La novela de Pablo Ramos es, como toda su literatura, estremecedora y con fuertes tintes autobiográficos, tanto, que pareciera que su vida se ficcionaliza y viceversa. Gabriel, su alter ego literario, es quien carga con sus experiencias, sus dolores, sus broncas, sus felicidades. La novela es una especie de cartografía de la niñez, la llegada de la adolescencia y los cuestionamientos que este devenir acarrea. Narrada con furia, con rabia, aunque con un humor discreto no deja de tener una mirada de amorosidad por sus personajes, Ramos hace de la novela un relato que resulta desgarrador y emotivo, como toda su literatura posterior. La película de Oscar Frenkel respeta a rajatabla el estilo, los tonos de la novela sin adheririse a ella en su contenido ni en su estructura. La cadencia que imprime la voz – literal- de Ramos contando y narrando en off, le otorga a la película ese tono cansino, balbuceante y seseado de la palabra del autor, donde la tristeza y la desolación están tan presentes que resultan muchas veces dolorosas. Doloroso suele ser el fin de la niñez y el advenimiento de la adolescencia: estos chicos, gran acierto de casting, son cada uno a su manera una especie de Polín, ese inolvidable protagonista de Crónica de un niño solo de Leonardo Favio, con la que El origen... tiene muchas zonas de contacto. Los ritos de iniciación y a la vez de desenlace de la niñez están presentes en las excursiones de los chicos para robar vino; en el modo en el que hacen “pan y queso” para ver quién es el que lidera las travesuras; esa manera en que aparece el sexo, el amor, la rebeldía; esos juegos de chicos que se deslizan constantemente hacia otra cosa. Los chicos viven realmente, son libres fuera de sus casas, en ese espacio de la calle que atraviesan con sus bicicletas, en esa zona donde el rio nace y se muere, en esos trayectos que recorren entre árboles y agua. El elemento acuoso es una constante en la película: el agua del rio, la de las mangueras de los bomberos en ese incendio que de tan literal y de tan metafórico se hace más potente, en ese vino que derraman rompiendo un barril, donde no solo juegan sino que se emborrachan y son realmente felices. Tal vez, la felicidad de estos niños sea uno de los modos en que los adultos deberíamos serlo: haciendo aquello que roza lo indecible, que se desvía hacia lo improbable, que quiebra las normas y las reglas establecidas. De hecho, ese afuera, esa barrio de Sarandí en el conurbano bonaerense, el centro del universo para los chicos, marca los límites precisos de la infancia, cuando el barrio se desmorona, se delimita, en este caso por un incendio casi como excusa (donde el mismo Ramos es el jefe de Bomberos en un divertido cameo) donde el rio se transforma en llamas exuberantes que arrasan con todo, con los lazos entre los chicos, con su mundo de bicicletas y travesuras, con ese universo privado de la infancia. En el adentro, ese adentro de la casa de Gabriel y de Alejandro, su hermano, es un lugar hostil. La incomodidad de los niños se produce por el desentendimiento de sus padres, entre ellos y hacía con los hermanos, que termina en el miedo que siente Gabriel al ver a su madre en un intento de suicidio y a su padre abatido por un trabajo que no le gusta. Sin embargo, Gabriel encuentra una especie de padre sustituto o tal vez una especie de ángel (ya que la película crea también una mística especial y personal que no deja de ser profundamente cristiana) un hombre llamado Rolando que vive en el cementerio y lo acompaña en varios momentos, casi como un tutor y un salvador, es el hombre que le regala por primera vez un libro. También el nacimiento del horror y la toma de conciencia de la propia finidad, está presente en la muerte de uno de los chicos, tratada con respeto por el director, sin exabruptos, solo desde la mirada de los chicos, como toda la película. La voz de Ramos nos trae a la realidad del presente, mientras que la mirada de los chicos nos retrotrae a la infancia, ese paraíso siempre perdido. Es de destacar que la película, así como el libro, tiene una profunda conciencia social. Uno de los niños es peronista (seguramente por aquello que escucha en la casa paterna) cita el plan quinquenal, las obras de Perón, los montoneros; más allá del humor que se destila desde allí, la conciencia de la película parece comulgar con esta idea, en esos barrios del conurbano donde la gente trabaja, donde hay talleres, donde se practica a menudo la solidaridad, pero también donde aparece el peligro inminente. Tal vez, en lo que la película no se dice, en lo que oculta, se encuentre el secreto que podemos entrever. La puesta en escena de Frenkel acompaña en el tono y la cadencia de la película con sus imágenes certeras y emotivas y sobre todo con sus encuadres que varían entre los planos de conjunto y los primeros planos. La paleta de colores es estridente como el mundo de la infancia, los azules y los rojos contaminan la pantalla estallando en sentidos y significados. La cámara de Frenkel sigue al grupo a todos lados, los respeta, los cuida, los apoya, no los juzga nunca, ni los abandona. El gran acierto de director es escapar del costumbrismo que suele aparecer (aminorado, por suerte, desde hace un tiempo) tan alambicado, tan añejo en el cine no sólo argentino. Finalmente una de las escenas se destaca por la poeticidad y el esteticismo que destila; la de los niños en bicicleta en la playa mientras anochece. La libertad cerquita del agua es muy parecida a esa libertad y a esa toma de conciencia del mítico Doinel de Los 400 golpes. EL ORIGEN DE LA TRISTEZA El origen de la tristeza. Argentina, 2017. Dirección: Oscar Frenkel. Guión: Pablo Ramos. Intérpretes: Joaquín Gorbea, Belén Szulz, Santiago Mehri, Luciana Rojo, Lola Carballo, Germán De Silva. Dirección de Fotografía y encuadre: Eduardo Pinto. Música: Ernesto Snajer. Duración: 73 minutos.
Un viaje al corazón de la aventura suburbana El origen de la tristeza es, junto con La ley de la ferocidad, la novela más popular de Pablo Ramos, el nativo de Avellaneda cuyo mayor acercamiento al cine había sido, hasta ahora, su participación (muy importante) en los guiones de Historia de un clan, la miniserie de Luis Ortega. El origen de la tristeza es una típica novela de iniciación, se supone que con fuertes elementos autobiográficos, protagonizada por un chico de doce años al que llaman Gavilán, que vive con su grupo de amigos (“Los Pibes”) en una zona a la que los oleoductos vuelven altamente inflamable. Durante un verano, Gavilán experimenta la amistad, el poder, la aventura, el primer enamoramiento, la ansiedad sexual y la muerte, antes de presentir la ruptura grupal y un futuro que aún ignora. Escrita por el propio Ramos, dirigida por el debutante tardío Oscar Frenkel y con Ramos reservándose también la voz en off del protagonista, que narra desde un presente evocativo, el hecho de transcurrir cuarenta años atrás permite a El origen de la tristeza vestirse de una suerte de costumbrismo diluido. Lo cual no está nada mal, en tanto el costumbrismo es un registro que suele abusar de tipos y colores. Aquí, unos y otros se presentan con tonos lavados. El personaje del infaltable Germán De Silva, por ejemplo, que tiene acceso al cementerio aunque no se sabe exactamente si trabaja allí o qué, y que funciona en relación con Gavilán como especie de padre sustituto. O algunas expresiones de época, muy bien insertadas. “Lo hacemos de querusa”. O costumbres en desuso: el “pan y queso” para elegir compañeros en los picados; el verdulero que anda en camioneta; temas raros de Leonardo Favio. “Los peronistas que tiene revólveres se llaman Montoneros”, dice un pibe que fantasea que Perón hizo construcciones bajo tierra. Algunos otros detalles no son tan convincentes. Que haya una piba de la que se dice que ataja muy bien y que no ataje una sola pelota, por ejemplo. Peor que esto, algo más estructural: el relato de Pablo Ramos, que además tiene un tono lánguido que no se corresponde con las imágenes, dice en más de una ocasión lo que deberían decir éstas. Y eso es el ABC de lo que el off no debe hacer. En otros casos, sin embargo, el off aporta reflexiones muy bellas, como cuando la escuela de los chicos se llena de refugiados y uno de ellos piensa: “En ese momento comprendí que nuestra escuela nunca volvería a ser nuestra”. Puede sonar egoísta, pero desde el punto de vista del chico no hay nada más sentido que eso. El núcleo de El origen de la tristeza, como todo relato de iniciación clásico, es un viaje, corazón de la aventura, y aquí está muy bien aprovechado el paisaje salvaje que en la época todavía había en la zona, con una grúa elevándose por sobre los árboles hacia el río. Con toda legitimidad, Frenkel elige idealizar el recuerdo, con una fotografía como de cuento de hadas, de tonos muy saturados, que hace estallar de rojos y naranjas el cielo incendiado, y una noche de luna en el río, tan bella y fantástica como pocas en el cine argentino. Habría que remontarse hasta Leonardo Favio, y después nadie más, para hallar semejante imaginería poética por este lado.
Crecer de golpe En su debut en el largometraje Oscar Frenkel, reconocido director de videoclips, trabaja sobre la adaptación de la novela El origen de la tristeza, de Pablo Ramos, cuya transposición cinematográfica también le corresponde al autor. La historia se sitúa en un verano de la década del 80 en Sarandí, nombrado como El Viaducto, un barrio portuario rodeado de oleoductos. Allí vive Gavilán, un pibe de 12 años que junto a otros no hace más que jugar al fútbol, estar en la calle con amigos, conseguir plata para poder debutar sexualmente, robar alcohol... Pero pasan cosas y crece de golpe. El origen de la tristeza (2017) es una fábula iniciática con un único punto de vista: Gavilán será quien relate la historia desde el presente en base a la construcción de los recuerdos que él tiene de aquel verano. La forma elegida literalmente es la del relato off durante la mayor parte del metraje. Pablo Ramos le da vida a un Gavilán adulto al que nunca vemos y solo escuchamos. Que sea Gavilán quien tiene el punto de vista es fundamental para entender los cabos sueltos de la trama y lo que deja abierto. Todo es como él recuerda el pasado, lo que vivió en ese momento de su vida. Es la reconstrucción de la memoria con los baches y agujeros negros característicos. Frenkel trabaja una puesta en escena en torno a una fábula, que vira entre el artificio y el costumbrismo, con estética de videoclip, música de Ernesto Snajer y una sobre saturación de colores cálidos para construir un mundo idealizado que con el correr de los días se convertirá en un infierno. El pasaje brusco de la infancia a la adultez, la pérdida de la inocencia y el enfrentamiento con una realidad hostil son los ejes centrales de una película que asume riesgos narrativos pero que peca de cierta pretenciosidad estilística y de forma.
Basada en la novela homónima de Pablo Ramos, "El origen de la tristeza", de Oscar Frenkel; es una historia sobre un grupo de chicos alejados de las grandes urbes, que tropieza por su fallido modo narrativo. Cada una de “las artes” tiene su modo particular de expresarse. Una novela puede ser una escritura atrapante, precisa, meticulosa, vigorosa; y al ser adaptada al cine fallar en todos los aspectos; o viceversa. De pobre novelas ("Los puentes de Madison", "Tiburón") salieron grandes películas, de grandes novelas ("El amor en los tiempo de cólera", "El nombre de la rosa"), han salido películas mediocres. Tampoco sirve demasiado analizar el nivel de fidelidad de la adaptación. Puede ser muy respetuosa con el original, y aún así ser fallida como película; o adaptar muy libremente y obtener un gran film. "El origen de la tristeza", adapta la novela que Pablo Ramos escribiera en 2007, sobre un grupo de niños durante los años ’80 en un barrio llamado El Viaducto. Lo primero que llamará la atención es que el propio Ramos forma parte de la película, no como actor, sino como narrador, además de encargarse del guion. Lo cual pudo ser un recurso curioso, llamativo. En realidad, es el origen de los problemas. Gavilán tiene 12 años y está obsesionado con una chica de un viejo almanaque de gomería. Junto a sus amigos, integra un grupo, cuasi pandilla, que pasa sus días en las calles de El viaducto, el barrio que los cobija. Es una edad difícil, de muchos cambios e indefiniciones, y la preocupación mayor para ellos es el debut sexual; que por una cosa u otra resulta infructuoso. En el contexto, la explosión e incendio de una fábrica en el barrio le agrega un tono de apuro y extrañeza. El origen de la tristeza tiene una duración corta, poco más de 70 minutos. Sin embargo, no parecieran quedarle cortos. A diferencia de la novela, que entreteje historias y anécdotas, la película no cuenta demasiado. Ambas coinciden en plantear más un estado de situación que un relato homogéneo, pero los resultados en el film son diferentes. La voz en off de Ramos en primera persona relatando su niñez como el personaje principal es omnipresente; y ni siquiera hay una adaptación del texto, es el propio Ramos leyendo páginas del libro. Las imágenes acompañan, pero nunca adquieren fluidez narrativa propia, y resultan una reiteración de lo que dice la voz en off. Es esa voz en off que va captando todo, como en "Casa tomada" de Julio Cortazar. Los diálogos tampoco abundan ni suman, todo se expresa tal como si asistiésemos a una presentación del libro en la que el autor lee párrafos a los presentes. Falta cohesión, ilación común. Varias escenas son inconexas, lo que, sumado, nuevamente, al relato en off, dificulta el seguir qué sucede. En el elenco sobresalen la naturalidad de los chicos, que deben atravesar varios tramos dramáticos. No siendo actores profesionales, sacan adelante su labor. Germán De Silva nuevamente demuestra todo su talento, su presencia es otro acierto de la propuesta. Eduardo Pinto se encargó de la fotografía, y se nota la mano del realizador de "Corralón", su trabajo es impecable, con recursos escasos, maneja un juego de tonalidades, colores, aprovecha los campos abiertos, y logra varios cuadros narrativos aún por sobre el trunco guion. Hay errores de continuidad, y algunos elementos que debieron ocultarse. Todos esto resulta un detalle que pudo no haber hecho en el resultado final. Lo que sí afecta, es la dificultad para seguir una historia simple, para seguir con empatía esta suerte de Cuenta conmigo local, hasta para lograr ubicarnos en época. El origen de la tristeza eligió como adaptación tomar un extracto del texto y trasladarlo tal cual, con imágenes que (sobre) explicaran el texto. Lo dicho, cada una de las artes tiene un lenguaje diferente, y el de esta película se complica asimilarlo con el cinematográfico.
Oscar Frenkel adapta la primera parte de la trilogía creada por Pablo Ramos en el que el fin de la niñez posibilita la construcción de un relato sobre lo inasible, fugaz y efímero del crecimiento. Lamentablemente Frenkel decide ser tan literal que la narración en off quiebra la poesía de algunas bellas imágenes que otorgaban vuelo a un relato fallido.
La opera prima de Oscar Frenkel, que se basa en la novela homónima Pablo Ramos, autor también del guión. Esta ambientada en Sarandí, a la vera del río. El primer desafío del director supuso un casting de búsqueda intensa. Y la selección de ese grupito de seis chicos y una chicha es un acierto. Todos de Avellaneda, de once años, los protagonistas del film. Una barrita de amigos que saborean su libertad y que, de a poco, descubrirán que la transición entre la infancia y el crecimiento supone dolores, frustraciones y olvidos de los amigos que uno suponía para siempre. Entre los logros del director están esas escenas bien actuadas, con frescura, con climas adecuados y acción en sus aventuras y desafíos arriesgados. Pero el guión peca por citar párrafos enteros relatados, en vez de actuados, con mucha voz en off, un recurso que cansa y corta la acción, un enamoramiento de la literatura leída. Sin embargo en el relato, lo que les ocurre a esos chicos tiene originalidad, situaciones reconocibles, reflexiones adecuadas y belleza melancólica.
Basada en la novela de Pablo Ramos, con guion del propio autor, esta película consigue momentos de evocadora belleza gracias a las elecciones visuales de su director, Oscar Frenkel, que recrea el universo del libro con imágenes que se apartan del realismo sin caer del todo en la fantasía. Casi como si estuviera proyectando los recuerdos teñidos de nostalgia, dolor y emoción de su protagonista, Gabriel, el Gavilán. El film transcurre en el verano de sus doce años, en el momento justo en que la infancia empieza a transformarse en otra cosa. Un material rico que el relato aprovecha aunque la voz en off del narrador (Ramos) exagere el apego a su origen literario.
De su propia novela, casi podría decirse de sus memorias, en lo que la memoria tiene de selectivo, fabulador y nostálgico, Pablo Ramos hizo la adaptación que aquí vemos. El mismo es el narrador en off, que nos habla de una niñez de conurbano, en los bordes de Sarandí, con chicos que se la pasaban todo el día vagando como atorrantes en sus bicicletas, sin problemas, o al menos sin los problemas de los mayores, de los que convenía mantenerse lejos. Habla del modo en que los niños interpretan el mundo y fantasean con un gran momento, y también de un grave incendio, del descubrimiento de la muerte, y del fin de la infancia. Oscar Frenkel era el hombre indicado para ilustrarla. En 2014 ambos hicieron la serie sobre escritores "Animal que cuenta", que fundía entrevistas con representaciones. Ya para entonces estaba la idea de filmar "El origen de la tristeza". La rodaron en 2015 con entusiasmo, poca plata y, en lo posible, en los mismos lugares mencionados por la novela. Pero la postproducción llevó más tiempo. Como sea, el resultado es atractivo: buena selección de páginas, imagen poética, nada empalagosa (lindo trabajo de Eduardo Pinto), el espíritu de Leonardo Favio acariciando cada fotograma, y, para tener en cuenta, una afirmación del cine de Zona Sur, que también existe, pese a todo.
¿Es un evento en particular o una seguidilla de ellos lo que genera nuestras crisis más hondas? La película de Óscar Frenkel indaga en esta búsqueda con una capacidad de condensación que debería impresionar, pero más bien cansa. El origen de la tristeza se basa en la novela homónima de Pablo Ramos publicada en 2007. Narra un verano en la infancia de Gavilán (Joaquín Gorbea) y de sus amigos. El paso de la infancia a la adolescencia, la amenaza de un accidente y cierto escarceo sexual truncado son los pivotes de esta historia ambientada en Viaducto. Una película no suele confiar tanto en el narrador omnisciente para lograr resultados satisfactorios. Esta decisión suele empobrecer la obra porque se apoya en exceso en la voz en off que narra lo que, finalmente, ningún otro elemento nos transmite. Demasiada confianza en este aspecto denota desconfianza en los alcances de los demás factores en el proceso. En el caso de El origen de la tristeza (2018) la falencia es más palpable aún porque la propia voz de Pablo Ramos narra de una manera adornada las emociones de Gavilán, el personaje principal. Hay cierta entonación de añoranza de aquel verano, un forcejeo en lo narrado, que termina siendo una pose. Y si bien pocas personas pueden conocer un material como lo hace su autor -y en el caso de Ramos lo es por partida doble- no siempre el creador es el más apto para transmitir oralmente el tono de la historia. En ese sentido, la película resulta allanada con esta entonación monótona presente en varias escenas. Y ello extiende el ritmo, aunque estemos ante una duración que no llega a la hora y media. Lo que tendrían que ser descubrimientos existenciales sobre la infancia y la pre-adolescencia de Gavilán, no parecen más que caprichos del narrador anonadado. Y no hay en la actuación de Gorbea algo que nos rescate del sopor de estas vidas. Ciertas escenas deslumbran por el juego de colores, el contraste entre los azules y los tonos más cálidos. Esta sugerencia de la amenaza que se esparce por el ambiente como un reflejo atrapa porque es la evocación del porvenir: la lejana pero certera adultez, un incendio que está por desatarse. Pero no bastan estas pocas imágenes aisladas para contrarrestar el excesivo apoyo en la narración que hay desde el comienzo y que termina convirtiéndose en una distracción.
El film tiene la nostalgia del barrio, se sitúa en un verano de la década del 80 en la zona sur, los chicos jugando en la calles, andando en bicicleta, jugando al fútbol, el debut sexual, el primer amor, la inocencia y tiene la melancolía del barrio. Habla de las perdidas y de cómo es dejar atrás la niñez, se utilizan algunas expresiones de la época, tiene un sutil toque poético, una delicada paleta de colores, un homenaje al barrio, a su gente y una música que acompaña apropiadamente a la acción.
Un pez con destellos rojos nadando en una pecera cuyo reflejo azul invade la pantalla, mientras una voz en off nos va situando dentro del espacio que estamos a punto de descubrir, son los primeros indicios de la apuesta con que Oscar Frenkel presenta El origen de la tristeza, adaptación de la primera parte de la trilogía de Pablo Ramos, escrita y narrada por el mismo autor. La historia se sitúa en el verano de los años 80 en el Viaducto, barrio portuario en el que vive Gavilán, personaje principal de la historia, junto a “los Pibes”, su grupo de amigos con quienes atraviesa diferentes situaciones que transitan desde el juego, el fútbol, y las travesuras, hasta la ansiedad sexual, la delincuencia y la muerte, tránsito en el que se va abandonando la infancia. En su debut como director de largometrajes, Frenkel respeta indudablemente la intención narrativa del texto contado en primera persona, proponiéndonos ingresar en un mundo casi onírico en el que vamos descubriendo los recuerdos, pensamientos y percepciones de Gavilán a través de dos recursos claves: la voz en off del protagonista adulto y una saturada e intensa paleta de colores. El hilo conductor del film se encuentra en el trabajo sobre la imagen y en la utilización de diálogos con un fuerte grado de profundidad y emotividad. Pero la repetición arbitraria de ciertos recursos como la combinación de planos cerrados y abiertos, movimientos de cámara que acompañan a los personajes de un lado a otro, y lo que más sobresale, una paleta de colores que estalla entre rojos y azules cuya intensidad y saturación varia entre una escena y otra, genera la sensación de que las decisiones estéticas se relacionan más con un capricho autoral que con algo necesario para la narración. Esta convergencia entre la fuerte carga visual y sonora resulta asertiva en algunos casos donde imagen y narración se complementan, como por ejemplo en los planos en los que vemos los peces nadando mientras la voz refuerza el simbolismo de lo que estamos viendo, o como ocurre también en las escenas de los chicos en el río, que por si solas no nos permitirían entender el vínculo entre estos personajes. Sin embargo, en otros casos el exceso de narración en primera persona sobrepasa la intención poética que por sí misma tiene la imagen, dando como resultado planos bastante enriquecedores y emotivos visualmente pero pobres desde lo argumental. Entre estos ejemplos podemos mencionar la escena de “Los pibes” caminando bajo la luz de la luna reflejada en el río mientras celebran que han tenido éxito en su plan, o el momento en el que sucede uno de los incendios del barrio, desarrollado mediante primeros planos de los rostros de los chicos en los que se refleja el rojo de las llamas. En ambos casos se trata de grandes aciertos visuales en los cuales la voz en off termina restando más que agregando algo nuevo. De igual forma, esta sobreutilización de lo textual llega a doblegar la intensidad de los personajes (y su carga actoral), dificultando la conexión o identificación con ellos más allá de la que la voz en off va sugiriendo. Sin embargo, es rescatable cómo en los aproximadamente 70 minutos que dura la película, Frenkel consigue evocar el tránsito de la infancia a la adultez en el que surgen grandes cuestionamientos sobre el devenir, evocando la incertidumbre del futuro mediante la presencia sonora de un Gavilán adulto que desconocemos, que acompaña los recuerdos de una infancia presentada como aquel mundo que al igual que su barrio, víctima de una serie de incendios, ha quedado perdida en el pasado.
UNA SUMA DE DECISIONES EQUIVOCADAS Una decepción, eso es El origen de la tristeza. Estaba todo preparado para lo que podía ser un atractivo film: la gran novela escrita por Pablo Ramos, los pibes que actuaron, el director y el productor, dos tipos humildes y con buenas intenciones, pero lamentablemente la película no funciona. Lo llamativo es que el propio escritor participó del guión y sin embargo la esperada conexión entre el campo literario y el cinematográfico nunca aparece. La historia está focalizada en un grupo de chicos que vive en Sarandí con las dificultades sociales y familiares que atraviesan en la edad en que los juegos dejan de ser tales para convertirse en rituales adultos. En esa premisa había un enorme potencial, sustentado en lo que ya estaba presente en el libro original y que podía reconvertirse en el film. Sin embargo, dos decisiones resienten notablemente el resultado final de El origen de la tristeza. La primera de ellas, el uso de una insistente y eventualmente redundante voz en off que marca el recuerdo del Gavilán, el protagonista. Lejos de ser un recurso complementario y mesurado, provoca un lastre literario permanente que incluso reitera y subraya lo visto. La segunda es la música omnipresente que no da respiro y condiciona las situaciones como las imágenes. Al respecto de esto último, hay un exceso de saturación en los colores que arruina los que podrían haber sido los mejores momentos, desaprovechando con una estética fragmentada de videoclip la naturalidad inherente de los niños protagonistas. Todo el peso dramático de la novela de Ramos, la relación con los padres y el mejor episodio están ausentes en esta adaptación. El origen de la tristeza no agrega nada significativo ni expande las virtudes del relato de origen. Una lástima.
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