Misterio y suspenso desde el principio. Un bosque, sangre, un cuerpo, respiración cansada, un hombre, una mujer. Imágenes fraccionadas, movimientos nerviosos; a través de flash backs y cámara en mano, Victor Cruz arma la historia de Gustavo y Lola, un matrimonio que podría ser cualquiera. Los protagonistas (una muy buena interpretación de Ballesteros y Mango) son una pareja consolidada de respetados profesionales cuyo mundo, de repente, se derrumba. El director utiliza muchos recursos para generar la tensión que el guión necesita; sin embargo, abusa de ellos. Los movimientos ocasionados por la cámara en mano son tantos y tan marcados que más allá de causar sensación de “video casero” lo que provocan es mareo y confusión. Además, las imágenes producto de estas filmaciones sobreabundan y producen cansancio. La idea de la historia es buena, como también el estilo narrativo utilizado; el manejo de los tiempos aporta dramatismo y suspenso. El film tiene todos los elementos que podrían haber dado lugar a una propuesta más interesante. Los actores interpretan perfectamente sus papeles, transmitiendo en cada gesto y movimiento lo que ocurre a los personajes: los nervios, el miedo, la culpa. Sin embargo, la repetición de algunos recursos y la inclusión de ciertos elementos que quedan sin cerrar, como la confesión –o el intento de ello- de parte de uno de los protagonistas al principio del film, distraen la atención y restan interés.
Un dilema moral, una dirección afilada La ópera prima de Cruz anuncia a un realizador decidido a abordar el cine de género en términos visuales. Y que domina el arte del encuadre, de la distancia focal y la tensión espacial. El padre de un chico que “se queda” en la mesa de operaciones persigue al neurocirujano que lo operó y a la esposa de éste. A eso, más el calamitoso encuentro final entre los tres, se reducen los acontecimientos de El perseguidor, una película que aborda un argumento mínimo con el máximo de estilo. Eso, con buenas dosis de tensión, algo que las películas argentinas que ponen el acento en el estilo suelen descuidar. Estilo + tensión: ¿es El perseguidor un mero ejercicio, tanto en términos de estilo como de narración? No, porque la brevísima ópera prima de Víctor Cruz (73 minutos en total) está sostenida sobre un dilema moral: la responsabilidad del médico, su sentimiento de culpa porque el paciente se le murió en el quirófano, la certeza de que hubo negligencia institucional en esa muerte. Ya en las primeras imágenes se advierte el tratamiento del espacio, la respiración de cada plano, el montaje afilado, la dinámica visual que Cruz (Buenos Aires, 1973) impondrá durante la restante hora y pico. En medio del tupido follaje, una pareja ensangrentada arrastra un bulto, que pronto se verá es un cuerpo exangüe. El diálogo informa entrecortadamente sobre el chico, la operación, el padre, la falta de una asistencia adecuada. Un par de escenas más adelante el relato se remonta hasta aquel momento, como remonta el río la lancha de pasajeros en la que viajan los protagonistas. Allí se retoma la cronología hasta terminar, de modo circular, en la misma espesura, la misma pareja, el mismo cuerpo muerto. El hombre de barba bien recortada que arrastra el cuerpo –por lo visto tan pesado como la culpa que lo persigue– se llama Gustavo y es neurocirujano (Alejo Mango). La mujer que lo ayuda es su esposa Lola, arquitecta (Marita Ballesteros). Hecho de imágenes entrecortadas, como capturadas al paso, el relato sigue a Lola y Gustavo antes, durante y después de la nefasta operación. A partir de determinado momento se hace lugar a una segunda serie de imágenes, tomadas por una camarita digital casera, que se sacude mucho y da la impresión de estar oculta: la cámara del perseguidor. El matrimonio burgués que esconde un crimen, la grabación que los incrimina, el propio formato de thriller moral hablan de un fuerte componente Haneke. Caché, sobre todo. Dejando esa subsidiariedad entre paréntesis, El perseguidor aparece como un film compacto, excesivamente sintético quizás (para no caer en el pecado de “atar demasiado el paquete”, se evita darle un remate a la película, finalizándola in media res). Correalizador, junto a Hernán Andrade, del documental La noche de las cámaras despiertas, Cruz sostiene su primera ficción en solitario a pura gramática visual, hasta un punto infrecuente en el cine argentino. La tensión no es sólo narrativa sino interna, producto del modo en que se encuadra, las miradas de los actores, el tempo de cada plano. Si a Marita Ballesteros no le sobra elocuencia, la máscara magnífica de Alejo Mango (secundario en La niña santa, otra película de puro corte, fragmentación y encuadre) contrapesa con creces. ¿Se justifica que el perseguidor lleve consigo una cámara y grabe todo? ¿O se trata de un exceso de estilo, un vicio tal vez? La necesidad del padre del chico de contar con pruebas parece justificarlo. ¿Pudo haberse filmado la película entera desde ese único punto de vista, evitando la tercera persona desde la que se narra el resto del film? Se podía, pero hubiera sido otra película. Así como está, El perseguidor anuncia el ingreso al cine argentino de un realizador decidido a abordar el cine de género en estrictos términos visuales. Un realizador que parece dominar el arte del encuadre, de la distancia focal y la tensión espacial. Suena prometedor.
Alguien te está mirando Drama con toques de thriller, o viceversa, sobre una pareja acosada por un desconocido. La opera prima de Víctor Cruz, escrita a cuatro manos con Sandra Gugliotta, remite inevitablemente a Caché , aunque Cruz haya asegurado que no había visto la película de Michael Haneke cuando hizo El perseguidor , y que él no proviene de la burguesía ni se centra en los malestares de clase. No importa. Hay elementos comunes: una pareja de profesionales -que ronda los sesenta-; culpas y pecados reprimidos; y, sobre todo, alguien que los filma persecutoriamente, adueñándose, por momentos, del punto de vista de una película con misterio y nervio, infrecuentes en el cine argentino independiente. El perseguidor podría vincularse, sí, con el estilo de Pablo Fendrik ( El asaltante , La sangre brota ), en su búsqueda de tensión permanente, en la apropiación de muchos elementos de un thriller y en su alejamiento posterior de las convenciones del género. Durante la primera secuencia del filme de Cruz vemos a la pareja, ensangrentada, arrastrando el cuerpo inerte de un hombre, en una zona salvaje de Tigre. En un alto, entre jadeos, Gustavo (Alejo Mango) le hace una confesión a Lola (Marita Ballesteros), su esposa. El es cirujano; ella, arquitecta. Menos sorprendida que apurada por seguir con la tarea, Lola lo empuja a continuar con el ocultamiento del cuerpo: ella también guarda secretos. Desde entonces, la película se transforma en un flashback que nos transporta a los días previos, en los que vemos al matrimonio en dos situaciones: públicas, centradas en los prestigiosos trabajos de ambos, y privadas, en las que, a través de pequeños gestos, dejan entrever grandes grietas. Los observamos desde dos prismas. Desde una cámara que podríamos llamar objetiva, la del director de la película; y desde otra, subjetiva y casera, la del anónimo perseguidor. En el afán de Cruz por marcar la línea divisoria, esta última es manejada casi siempre con movimientos parkinsonianos: trémula exageración que, paradójicamente, mitiga la verosimilitud “amateur” del registro. Aun los más inexpertos y los más nerviosos pueden mantener el pulso dos minutos. Pero, salvo por esta cuestión y por algún diálogo en el que se percibe la escritura del guión, el filme funciona y tiene potencia. Cruz hace un virtuoso uso de la fragmentación, de la elipsis, de lo no verbalizado y de lo no mostrado: en el desenlace opta, con inteligencia, por el fuera de campo y por la insuficiente o nula iluminación artificial durante la noche. Mango y Ballesteros se muestran sólidos. Componen, con credibilidad, a un hombre que salva vidas humanas y a una mujer que concibe y construye edificios: sin vacilaciones. Y que sin embargo, como todos nosotros, no pueden desmarcarse de sus zonas oscuras, de sus ambigüedades, de sus perseguidores desconocidos: de ellos mismos.
Mentiras, trampas y más de un secreto escondido La ópera prima de Cruz augura un interesante porvenir ¿Por qué Gustavo (Alejo Mango), un prestigioso neurocirujano, y Lola (Marita Ballesteros), una reconocida arquitecta, que sostienen un previsible matrimonio desde hace más de 30 años, aparecen en la primera escena con sus ropas y cuerpos ensangrentados y arrastrando un cadáver por una zona selvática del delta del Paraná? Ese es el principal (no el único) enigma que Víctor Cruz -reconocido productor del medio local que debuta en el largometraje de ficción- irá resolviendo a partir de la deconstrucción de la historia apelando a una fragmentada, tensa y vertiginosa narración. Con mucha cámara en mano, cambiando a cada rato el punto de vista (en mitad del relato aparece un "extraño", el perseguidor del título, que filma a los dos protagonistas con un dispositivo casero de video), y con una estructura que va y viene en el tiempo, Cruz descorre el velo para demostrar que las apariencias engañan y para sumergir al espectador en un mar de pequeñas (y no tan pequeñas) mentiras y trampas de estos abuelos que en verdad esconden más de un secreto. Las referencias al cine de Michael Haneke (perversiones varias, el miedo burgués a ser espiado e invadido en su intimidad, el voyeurismo y otros temas trabajados en Caché/Escondido , Funny Games y otros títulos del realizador austríaco-alemán) son inevitables, pero El perseguidor es bastante más que un sucedáneo o un mero ejercicio de estilo. Aquí hay un guionista inteligente (la historia fue escrita a cuatro manos con su pareja, la también realizadora Sandra Gugliotta), un sólido director de actores (resultan convincentes los trabajos de Mango y Ballesteros) y un dúctil narrador. Es decir, un gran cineasta en potencia. Veremos qué le depara el futuro, pero El perseguidor es una más que auspiciosa carta de presentación.
Alguien te está mirando La primera película de ficción del argentino Víctor Cruz co- escrita junto a su esposa Sandra Gugliotta (Las vidas posibles, 2007), toma diferentes elementos cinematográficos para construir un film potente tanto en su estructura narrativa como en su construcción estética. El perseguidor (2009) se erige desde la complicidad generada con el espectador que es obligado a ejercer un rol activo durante toda la trama. Gustavo y Lola son los protagonistas de esta historia, dos brillantes actuaciones de Marita Ballesteros y Alejo Mango. Gustavo es un médico neurocirujano y oculta la muerte por mala praxis de un paciente al que se le inyectó suero fisiológico en lugar de sangre. Ella mantiene un romance con un hombre mucho menor del que nada se sabe. Entre mentiras e hipocresías ellos conforman una típica familia de clase media alta argentina. En un viaje al delta sucederá un hecho que los hará sacar a la luz sus peores instintos. Cruz toma elementos de autores como Haneke (Funny Games, 1997) o Pablo Fendrik (El asaltante, 2007) y películas como El proyecto Blair Witch (1999) para narrar una historia de intrigas y suspenso, cuya mayor virtud está dada a partir de la negación de información hacia el espectador que no recibe ningún tipo de dato adicional del que tienen los mismos personajes. Este punto lo convierte en un film atípico, logrando que el público sea tan participe de la película como los mismos protagonistas, generando un estado de tensión que remite a lo mejor del género. Desde el comienzo sabemos que el film es un flashback - indicio que se nos brinda en el momento que vemos rebobinar toda la cinta en segundos- y que la visión de los hechos estará dada por las imágenes de la misma película. De esa manera se recurre a un montaje fragmentado, confuso, en el que muchas veces la cohesión no existe pero que servirá como parte de una pesquisa para que tanto el espectador como los protagonistas puedan reconstruir la historia. Así cada uno sacará sus propias conclusiones, que pueden ser totalmente opuestas entre todos los asistentes a una misma función. Esto agregado le brinda a El perseguidor el plus de generar un debate posterior y poner duda en si lo que uno creía era una realidad o una falsa percepción. Un punto importante del film es el trabajo del plano sonoro, un detalle no menos importante, ya que así como las imágenes mantienen una estética sucia que remite al documental, el sonido también mantiene esta línea. Muchas veces veremos que las voces están en un segundo plano, justificación que se da ya que la cámara de quien filma está en un punto alejado haciendo difícil tomar las voces y generando aún más suspenso ante la incertidumbre de no entender los diálogos o sonar confusos, algo lógico si hablamos de verisimilitud. Otro acierto es el de la no utilización de una banda musical para intensificar las imágenes. El perseguidor no es un film que se digiere fácilmente y eso puede provocar cierta empatía, con un espectador acostumbrado a un cine en donde todo pareciera ser hecho para evitar pensar. Este no es el caso y claramente se necesita de un espectador activo para que ejerza un rol casi detectivesco ante una historia que así lo propone. Un cine diferente, riesgoso, atractivo que rompe con las estructuras del cine argentino convencional. Una película donde el protagonista es uno.
El perseguidor es un relato circular, que comienza y cierra con una pareja arrastrando lo que suponemos, es un cadáver, mientras observamos que ambos están llenos de sangre. A partir de allí se van produciendo pequeños raccontos. donde nos enteramos que él es neurocirujano; que un paciente ha muerto en una situación confusa; que ella es arquitecta; y ya de regreso en la ciudad, que tienen una hija, una nieta y que ella tiene un amante. Si bien el filme logra por momentos un muy buen clima, éste no alcanza. Ya que el abuso de la cámara no justifica la falta de enfoque, el fuera de foco o la falta de pulso de “una cámara-rográfo” que está muy lejos actuar como voyeur, ya que éste se supone concentrado en su objeto de deseo. Aunque el director insista en mostrar los dos registros. Al margen de que, contradictoriamente en los diálogos, se mueve muy bien en la zona de la elipsis, de aquello de lo que no se habla. Si hay un flashback, está de más un cartelito que anuncie “tres días antes” (creo). Más si desea mantener un clima de suspenso y de caos. En los años 80, Brian De Palma tocó este tema, aunque desde otra propuesta, en Doble de cuerpo (Body Double), con Melanie Griffith como protagonista. En 1989 el cineasta francés Patrice Leconte mostró a un voyeur enamorado en su film Monsieur Hire; protagonizado por una muy joven Sandrine Bonnaire y Michel Blanc, en el papel de Monsieur Hire. Y recientemente, el director austriaco Michael Haneke mostró su perspectiva en “Caché”, una producción franco-austriaca estrenada en el 2005. Omito las comparaciones con Lars Von Trier y los que se identificaron con Dogma 95. Pero llevar una cámara escondida entre las ropas y perseguir a las personas, para imaginar cómo pueden ser sus vidas o los secretos que esconden, resulta casi un juego que desde niños todos hemos hecho o hacemos. El mirón o el observador, si bien no actúa directamente con lo observado, tampoco acude al vértigo, porque se marea y marea. A pesar de la excelente actuación de Marita Ballesteros y de un muy buen desempeño actoral de Alejo Mango, el espectador termina con un insufrible dolor de cabeza, que no deviene de la persecutoria filmación, ni del misterio a veces logrado, sino desde un innecesario movimiento de cámara. Siguiendo el linaje de Pablo Fendrik, en la búsqueda de tensión, o en la apropiación de algunos elementos del thriller, con menores elementos de violencia, e intentando alejarse de las convenciones de género, Victor Cruz, con ésta, su ópera prima tiene que rever algunas cosas para su próximo filme, que no obstante, logra encontrar bastante de lo que persigue.
Alguien nos vigila y controla La ópera prima de Víctor Ruiz empieza con el truquito del rewind, es decir, la película rebobina y nos lleva al final, sugestivo y de preguntas sin resolver aún, donde una pareja arrastra algo que no alcanza a verse con claridad. Comentan sobre una mala praxis y se observa a los personajes sucios, cansados y tensos, con la tierra también cobrando protagonismo, mientras él narra un hecho del pasado y ella plantea olvidarse del asunto. A los pocos minutos se descubre que él es médico de chicos y ella arquitecta. A la media hora de El perseguidor se modifica el inicial registro verista del film por el punto de vista de una cámara que vigila a la pareja durante su estadía en una casa situada en el Delta. Pues bien, podrá adivinarse o no por qué una cámara espía y quién la maneja, y por supuesto, los pretextos que caracterizan a un film que habla de la invasión de la privacidad. Tema representativo del cine de los últimos 20 años (Michael Haneke y David Lynch dieron muestras de su interés), la propuesta de Ruiz confronta esas dos posturas en colisión: el realismo de determinadas escenas y la cámara voyeur que husmea la intimidad de un matrimonio, interpretado por dos buenos actores como Marita Ballesteros y Alejo Mango. En ese choque tumultuoso entre un par de vidas ordinarias y el virtuosismo de la puesta de cámara (acompañada por un logrado trabajo de iluminación) oscilan las virtudes y carencias del film. El perseguidor es un ejercicio formal (o formalista) donde la historia no interesa tanto ni el guión se preocupa por explicar demasiado.
Los espectadores desprevenidos quizás piensen que se trata de una remake del cuento de Julio Cortázar que se filmó en 1962 y protagonizó Inda Ledesma y Sergio Renán. Sin embargo, este filme dirigido por Víctor Cruz, sobre un guión propio y de su pareja, también cineasta, Sandra Gugliotta, narra la historia de un amor despechado. Gustavo (Alejo Mango) y Lola (Marita Ballesteros) son observados. Un misterioso hombre los persigue, registra con su cámara cada movimiento que realizan. Pronto descubrirán que El Perseguidor no sólo pone en peligro sus vidas, sino que amenaza con develar sus secretos más íntimos. Alejandro Lifschitz es el perseguidor. Si bien la realización atrapa al principio con sus interrogantes, éstos se diluyen a medida que se desarrolla la historia. Resulta un poco chocante y cansadora la cámara en mano, que termina por fastidiar y marear al espectador. Los actores están bien en su rol, sobre todo Marita Ballesteros (la ex-mujer maravilla modelo 77). Como dirían las señoras del barrio la peli se deja ver, aunque haya un par de desprolijidades.
Escurrir la trama hasta que sólo queden las gotas más elocuentes. Dejarlas que suban como negro vapor, que espesen el aire donde se coagula la culpa. Cada movimiento es confinado a la sospecha. Pero si nadie sabe qué forma tiene lo escondido, ¿cómo capturarlo? ¿Existe el remordimiento en soledad, sin la mirada del otro? ¿Se sufre por saber que uno hizo daño, o sólo se sufre por temor al castigo, a ser descubierto? Ellos son marido y mujer, profesionales, socios. Nadie controla las elipsis mejor que una entrenada conciencia de clase. Hipócrita armonía funcional al sistema. Una cámara los desnuda creyendo que puede vencerlos. Los deja manchados, sí, lo vemos al comienzo. Pero… ¿vencerlos? Hoy igual que ayer, como siempre, son los ojos de la víctima los que están en juego.
Primera ficción del documentalista Víctor Cruz, El perseguidor narra la historia de un matrimonio (Marita Ballesteros y Alejo Mango) acechado por un personaje cuya presencia corpórea no se manifiesta hasta bien avanzado el metraje, pero que se presiente desde el comienzo mismo. El ¿ladrón? ¿detective? ¿voyeur? ¿todo junto? en cuestión los filma en secreto y descubre la cara oculta de una pareja en apariencia perfecta. El mismo Cruz reconoció en varias entrevistas gráficas la enorme influencia de Haneke, algo que se manifiesta desde un punto de partida de indudables reminiscencias a Cache. Pero si allá todo era implosivo, hacía adentro, aquí el crecimiento exponencial de la tensión, la utilización de una cámara subjetiva, los encuadres perfectos que muestran personajes siempre a punto de explotar ubican a El perseguidor –parte de la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata ’09- más cerca del díptico El asaltante-La Sangre brota (sobre todo de la primera) que de la película francesa. La referencia no es casual: Pablo Frendrik, director del binomio, es el productor del film. Más allá de eso, El perseguidor es un atrapante thriller, intenso en su escaso metraje, narrado con solidez y justeza, que ubica a Víctor Cruz como un director a tener en cuenta.
Sin relación alguna con el cuento del mismo título escrito por Julio Cortázar que luego derivó en un recordado film con Sergio Renán, El perseguidor es una notable pieza corta que no podría haberse llamado de otra manera. Estremecedora, atrapante y dotada de un lenguaje cinematográfico impecable, esta película del debutante Víctor Cruz no cuenta con jazz ni saxofonistas pero se convierte en una sorprendente ópera prima. Con experiencia como co director de documentales y productor del atrayente y paradojal film de Sandra Gugliotta Las vidas posibles, Cruz diseña precisamente con Gugliotta un guión sugerente y a la vez contundente, apenas dialogado y despojado de subrayados. La trama, salpicada con ajustados saltos narrativos, se podría resumir como la pesadilla de un matrimonio de un neurocirujano y una arquitecta acosados por un desconocido al intentar pasar un fin de semana en el Delta, en medio de revelaciones y nefastas decisiones. El film construye su historia de manera fragmentada, al presentar como parte del relato la cámara del hombre acosador, que registra los pasos de la pareja. Un recurso muy empleado por el cine de los últimos años, que aquí ofrece un quiebre visual que enriquece aún más la narración. Las interpretaciones de Marita Ballesteros y Alejo Mango, formidables y plenas de intensos matices, se ensamblan a la perfección con la propuesta estética y expresiva del director, confirmando una vez más que un film conciso y modesto también puede ser extraordinario.
Una pequeña y grata sorpresa. Film de suspenso real –donde el contexto social pasa en un segundo plano, más como un dato de la realidad que como una crítica– esta historia de una pareja mayor atacada (sin motivo aparente, o quizás sí) por un joven que los espía desde hace tiempo, pasa rápidamente de lo general –la vida, el dinero, los gestos burgueses, los descuidos– a lo universal: el comportamiento humano ante una amenaza que no comprende. Es difícil tomar partido por alguna de las partes en pugna en el film; de hecho, no es necesario. Sólo hay que tener en cuenta el cuidado que Cruz pone en la realización para que los momentos de máxima crueldad queden fuera de campo. Porque aquí no se trata del horror visceral por lo que se ve, sino del miedo por lo desconocido y lo caótico, por eso que no podemos ver realmente. Aunque sobrevuela un poco la sombra de Michael Haneke (especialmente el de “Caché” y “Funny Games”) hay algo totalmente personal y preciso en la película que le permite respondernos por qué existen los géneros. Quizás el juego con la cámara manual es poco preciso –y no nos referimos a si debe o no ser explicado, sino que a veces no sabemos si es la cámara del personaje o la del realizador la que toma las imágenes: un problema más de criterio y montaje, que de capacidad–, y quizás también sea innecesaria la alteración del eje temporal, toda vez que un desarrollo más clásico sería mucho más convincente. Abstracción, relato conciso y cine para la gran pantalla. No se puede pedir más.
Noche tensa en el Delta Suspenso, cámaras diferenciadas y oscuridad con tensión fueron algunos de los recursos utilizados por el realizador porteño Víctor Cruz, que presentó en la ciudad su ópera prima en ficción "El Perseguidor". Es la historia de un matrimonio de clase media alta que va a pasar un fin de semana al delta del Tigre en Buenos Aires y debe convivir con su voyeur, y con las cosas de "las que no se habla", pero existen. Bajo la lógica de entender las tramas de la culpa, los miedos y otras emociones, Cruz delineó un filme que tiene como protagonistas a Marita Ballesteros y a Alejandro Mango, con cámaras subjetivas que por momentos marean, pero que dan una buena idea de las distintas miradas que tiene el entramado. El elenco se completa con veinte actores del circuito independiente. Buena la actuación de los actores que interpretan personajes que conviven con los pactos implícitos, con silencios que lo dicen todo.