Argentinos por su nombre Ricardo Díaz Iacoponi transita en su ópera prima, Industria Argentina, La fábrica es para los que trabajan (2011), por un tema que el cine de ficción obvió (o ne le resultó atractivo tratar): las fábricas recuperadas por sus empleados tras la crisis económica de 2001. En medio de la debacle económica que azotó al país en 2001, producto de las políticas neoliberales, miles de fábricas fueron vaciadas por sus dueños de la noche a la mañana dejando a sus empleados en la calle. Industria Argentina, La fábrica es para los que trabajan retrata desde la ficción un caso testigo para mostrar como los propios obreros agrupándose en cooperativa lograron volver a poner en funcionamiento una fábrica, con resultados altamente satisfactorios, a pesar de los impedimentos legales y económicos. El autor nos ofrece un relato noble, articulado desde la visión de los operarios y como a partir de una situación límite sus vidas cambian bruscamente. Toda la fuerza del film está puesta en la construcción de cada uno de los personajes en manos de Carlos Portaluppi, Cutuli, Celina Font, Luis Margani, Daniel Valenzuela y Marcelo Sein, quienes interpretan a los obreros y logran hacer creíbles el cambio emocional que produce el dejar de ser empleado y convertirse en dueño. En el elenco también se destacan Aymará Rovera y los villanos de turno en la piel de Manuel Vicente y Soledad Silveyra. Tal vez la mayor crítica que se puede hacer de Industria Argentina, La fábrica es para los que trabajan es el ritmo narrativo, por ahí más cercano al cine de los 90 que al de estas épocas, pero si lo encuadramos dentro de la ubicación temporal en la que suceden los hechos este ritmo es funcional a dicho momento y no queda para nada añejo. Con buenas intenciones, una rigurosa dirección de actores y una historia que nos incumbe a todos los argentinos, Industria Argentina, La fábrica es para los que trabajan nos enseña que cuando hay ganas y voluntad de cambio no todo está perdido. Y esto ya es parte de la idiosincrasia nacional.
La conquista de la autonomía Ricardo Díaz Lacoponi consigue plasmar un hermoso relato aleccionador a pesar de un tema que en sí mismo se presta con gran facilidad a los excesos y a los golpes bajos, como son los problemas y angustias de las clases más vulnerables frente a la inestabilidad laboral. En este sentido, el primer logro importante del film es, a mi entender, su sencillez y aplomo en el tono narrativo y en la economía casi neorrealista del uso de las imágenes y los escenarios; no pretende ser un relato épico de un tema conmovedor, sino un relato modesto (en pretensiones y en recursos) de una historia que sí es épica en sí misma. El segundo logro, seguramente derivado del primero, es la sobriedad en el manejo de las actuaciones y la homogeneidad casi general en las buenos desempeños actorales del equipo de intérpretes, entre los cuales destaca de un modo notable la labor de Carlos Portaluppi por su genuina expresividad y la construcción de un personaje complejo, contradictorio, emotivo y humano, que no duda incluso en mostrar gran cobardía ante situaciones dramáticas como el momento en que deja solo a su compañero ante la iniciativa de la huelga frente al patrón. Dentro del mismo rubro, el único punto flojo es el diseño unidimensional de la figura del empresario, repleto de rasgos estereotipados que le quitan toda posibilidad expresiva e impiden profundizar la complejidad de un relato que podría haber avanzado en una doble humanización -negativa y positiva- de los dos ejes actanciales: la de los héroes y de los oponentes. En este sentido, también es de lamentar que haya quedado a mitad de camino la buena intención del narrador al proponer un personaje intermedio y ambiguo, el obrero traidor, pero dejarlo sin efecto al redimirlo inmediatamente previo a los momentos más dramáticos del film.
Sobre obreros que, en 2002, intentan recuperar su fábrica. Todo lo que expone Ricardo Díaz Iacoponi en su opera prima es correcto (en amplio sentido): el trabajo, sobre todo el trabajo obrero, es opresivo, injusto, alienante. Lo era aun más, en tiempos en que los operarios no podían hacerse cargo de las fábricas que quebraban o eran vaciadas. Industria Argentina se centra en este tema, a comienzos de 2002, en tiempos de colapso neoliberal. Los efectos del capitalismo más salvaje (aquel que premia a los psicópatas) sobre un grupo de trabajadores han sido expuestos en filmes extraordinariamente delicados, como Recursos humanos , de Laurent Cantet. Industria... , noble en sus intenciones, está construida con trazos más gruesos: por momentos, resulta demasiado esquemática, con lugares comunes y declamaciones -que remiten a cierto cine nacional antiguo- y excesos sentimentales, realzados por la música. En una fábrica de autopartes, aplastado por un esquema fordista pero del tercer mundo, Carlos Portaluppi interpreta a un obrero que pasa sus días al borde del llanto o llorando. Le sobran razones: el embarazo de su esposa (Aymará Rovera), un banco que lo acecha con deudas, la traición e indolencia de sus patrones. Para colmo, su angustia aumentará cuando echen a un compañero que lleva tres décadas en la empresa (Cutuli, que en varias escenas lleva una remera de All Together Now , de los Beatles: presagio de unión obrera). Hay otros actores de trayectoria, como Daniel Valenzuela (un “carnero” que irá reviendo su posición) o Soledad Silveyra (una síndico tan inflexible como la que dijo “Racing -el club de Solita- dejó de existir”). Todos mostrarán su oficio, pero no podrán soltarse de textos anclados al cliché. Al final, queda la sensación de que Díaz Iacoponi logra exhibir, con altas dosis de realismo y costumbrismo, el clima de aquellos años. El problema es el tono del filme y lo previsible que resultan los giros de sus personajes. Hasta el subtítulo/consigna, La fábrica es para los que trabajan, parece (cinematográficamente, sólo cinematográficamente) obvio.
En 2002, la crisis económica en la Argentina provocó la quiebra de multitud de empresas. Una de estas fábricas dedicada a la confección de autopartes no escapa a esta situación, y así sus obreros comienzan a sentir el rigor de su dueño, que deja de pagar los salarios y sueña con que su taller pueda transformarse en un rentable shopping. Allí, en esos galpones, está Juan, un correntino al que le hacen ver un futuro muy negro. Su amigo Daniel, que lleva casi 30 años en esa fábrica, pronto se convertirá en líder entre los trabajadores. En el momento en que la fábrica cierra, Daniel, Juan y otros compañeros imaginan hacer una cooperativa para que las viejas máquinas continúen en funcionamiento. El novel director Ricardo Díaz Iacoponi narra una historia cálida, humana, plena de aciertos tanto en las situaciones como en los diálogos, y así el film se transforma en la radiografía de muchos, que como ellos, debieron vivir en épocas de desesperanza. El realizador no necesitó de enredadas madejas ni de elementos herméticos para contar esta trama. Apostó a la humildad de sus personajes, a la sinceridad de sus acciones, a la sencillez de un guión que marca paso a paso la diversidad de esos hombres tronchados por la pobreza que se les avecina. Contó, además, con un elenco que supo insertarse en este entramado, y así sobresalen los trabajos de Carlos Portaluppi y Cutuli, acompañados con idéntico fervor por Aymará Rovera, Celina Font, Daniel Valenzuela, Manuel Vicente y Soledad Silveyra. El apoyo técnico es otro puntal del relato, ya que la fotografía y la música enmarcan con calidad esta anécdota de dolor y esperanza.
La unión en tiempos de crisis A través de una historia de ficción, el director Ricardo Díaz Iacoponi, hace su propio homenaje a las "fábricas recuperadas", que en nuestro país, funcionan a través de cooperativas de trabajo. "Industria Argentina..." es el drama de un operario de una pequeña fábrica de autopartes, casado, con una hija pequeña y otra en camino. Ambientada en 2002, el filme va detallando lo que sucede con ese grupo de hombres ya maduros, en su mayoría, a los que el dueño del establecimiento, con la excusa de que no le pagan los proveedores, les retacea los sueldos a sus empleados, a los que les termina abonando a cuentagotas. La crisis se agudiza con el despido de uno de ellos, hasta que la mayoría decide consultar a un abogado que les propone formar una cooperativa y hacerse cargo del lugar, ante el abandono del establecimiento por parte del dueño. UN RECORRIDO El filme sigue el recorrido típico de este tipo de temáticas, con los obreros en huelga en la vereda de la fábrica, la presión del dueño que termina engañándolos y el reclamo de la mujer del protagonista, para que su marido recapacite y busque otro trabajo. A lo mencionado se suman las distintas características de cada uno de esos hombres. Está el soltero que encara al dueño y termina en la calle; el "buchón" que se cansa de las promesas incumplidas del empleador; la chica de la administración que conoce a cada proveedor y propone llamarlos y un joven, que un día pasea su perro por la puerta de la fábrica y descubre que adentro trabaja un grupo de gente contratada para reemplazar a los huelguistas. Al final de la película se destaca que este año fue declarado Año Internacional de las Cooperativas, por la Asamblea General de las Naciones Unidas y esta historia propone un ejemplo, de ese modelo aplicado en nuestro país. El filme es un drama simple, contado con buen ritmo narrativo y un sólido equipo actoral, en el que se destacan los meritorios protagónicos de Carlos Portaluppi, Cutuli, Daniel Valenzuela, Soledad Silveyra (en el papel de una "síndica" que está en contra de los trabajadores) y Aymará Rovera.
Sólo logra convencer a los ya convencidos Enarbolando un subtítulo que es más bien una consigna, «Industria Argentina. La fábrica es para los que trabajan» nos cuenta la lucha de un puñado de obreros especializados para impedir el cierre y desmantelamiento del taller donde trabajan, para lo cual se constituyen en cooperativa. Corre el año 2002, y pocos imaginan la recuperación laboral de fábricas como una posibilidad concreta. A diez años de aquella época, no está mal evocarla en una película. Primer punto a favor: esta obra no es como «La tierra será nuestra» (Ignacio Tankel, 1949), extenso y tristón drama campero donde en la última escena aparecía la mano providencial del gobierno popular y salvaba a los pobres arrendatarios. Acá los obreros se salvan por su propio esfuerzo, con la sola orientación de un abogado y la lúcida comprensión de un juez en lo civil y comercial. Primer punto en contra: tampoco es como «Pyme (Sitiados)», el drama de Alejandro Malowicki, 2004, donde se plantean de modo verosímil tanto las razones del dueño como las de sus empleados, buscando un entendimiento, película que todavía hoy se analiza en varias cátedras de administración de empresas. Al contrario, acá el dueño es presentado monolíticamente como mala persona, estafador, prepotente, etc., etc., siempre acompañado por un chofer guardaespaldas. Y como una mala persona no basta, ahí está también la síndico prepotente, enemiga de los obreros, papel que Soledad Silveyra encarna con entusiasmo de sainete y peinado ventarrón. Carlos Portaluppi (recuperando la entonación correntina), Cutuli, Daniel Valenzuela, Luis Margani, son bien creíbles como trabajadores, y muchas situaciones que interpretan se hacen más que reconocibles y sensibles para el público hacia el cual la obra va orientada: el de las propias fábricas recuperadas, que además, en nombre de sus luchas y sentimientos, puede pasar por alto alegremente algunas limitaciones evidentes de escenografía, puesta en escena y presupuesto (por empezar, faltan extras). Lástima que de esa forma, el discurso convence solo a los convencidos. Autor, Ricardo Díaz Iacoponi, debutante. Productor, Néstor Sánchez Sotelo, el de «Testigos ocultos», «Almas navegando en soledad», «Adopción».
Una clase de esperanza Ricardo Díaz Iacoponi instala a través de la película Industria argentina, el tema de las fábricas recuperadas. El guión describe el proceso sin vuelta atrás que se inició con la crisis de 2001 en el país. El recorrido emblemático también instala preguntas sobre el planteo capitalista que ha marcado la cultura del trabajo y un modelo determinado de empresa, como partícipe imprescindible en la noción de producción y progreso. Con el rol protagónico de Carlos Portaluppi, la película adopta el formato de docu-drama, una suerte de ilustración ordenada y sencilla del caso de una fábrica de autopartes en un barrio bonaerense. La historia incluye algunos elementos de los que el costumbrismo televisivo ha abusado y que aquí pone en clima la tragedia que cae sobre Juan y sus compañeros de trabajo. El señor Juan Carlos (Manuel Vicente) les pide paciencia mientras les fracciona el salario y les hace firmar recibos mentirosos. Así comienza la crónica del desempleo en una sociedad devastada por las malas políticas y la corruptela generalizada. A Juan no le falta nada: su esposa espera su segundo hijo, el banco lo llama porque se atrasó en la cuota del crédito hipotecario, se bajó la persiana de la fábrica y muy lejos en el horizonte se balbucea la palabra 'cooperativa'. El cuadro va sumando complicaciones que ponen a prueba al sujeto colectivo, interpretado por un grupo de muy buenos actores que juegan el realismo sin golpes bajos ni tics. Juan es correntino, bonachón, devoto del Gauchito Gil. Como los demás, sólo quiere seguir trabajando. La película expone los problemas derivados de la quiebra y avanza sobre las soluciones con la bandera del cooperativismo. Ante las frases 'la plata no está, no hay más guita', las escenas grafican la idea de que esa situación límite enfrenta a pobres contra pobres. Se ve creíble el elenco que asume la toma, en la vereda, rumiando impotencia. Los personajes se vuelven expertos en derecho laboral y discuten sobre el cambio en la cultura del trabajo. Soledad Silveyra, como síndico de la quiebra, presenta objeciones frente a la intención de los trabajadores de hacerse cargo de la fábrica. Entre dilemas, miedo y hambre, Industria argentina ofrece una posibilidad de reconstrucción, a través de diálogos breves, primeros planos elocuentes y la emotividad que Portaluppi maneja con maestría. "Estoy cansado de olvidar. No puedo renunciar a lo que soy", dice, y hay que creerle.
Es difícil precisar con exactitud cuando el cine o cualquier otra forma de arte ponen su mirada sobre hechos recientes. Por lo general la historia de nuestro país no está exenta de parcialidad y seguramente pasarán algunas generaciones hasta que los hechos y los personajes protagonistas tomen color de yeso o de bronce...
La apelación es a los sentimientos, directo al corazón. Las historias de trabajadores de una fábrica vaciada que deciden gestionar en forma de cooperativa. Un fenómeno del año 2002, avalado por la Justicia. Con conmovedores trabajos como el del gran Juan Carlos Portaluppi, Cutuli, Soledad Silveyra. El destino individual como símbolo
Film que a primera vista aparece como casi imprescindible en su confección, producción y exhibición. El problema se suscita cuando se pone en juicio hacia quien va dirigido, por cuanto lo que narra les importará a aquellos que ya conocen la historia, para quienes el producción les agrega poco y nada, en tanto por otro lado aparecen los que no se dan cuenta de la realidad que los circunda, estos, por ende, tampoco registraran su estreno. La crisis económica provoca el quiebre de una gran cantidad de empresas, muchas serán finalmente producto de grandes estafas. En ALURMAR, una fabrica metalúrgica, los trabajadores se resisten a perder su único medio de vida. Juan Rable (Carlos Portaluppi) es uno de los viejos empleados, trabaja desde adolescente, allí desarrolló su oficio, es lo que sabe hacer, sólo eso, pero que desde hace meses no cobra su salario. Su mujer embarazada y sus deudas le hacen ver un futuro muy poco promisorio. Poco a poco, tomando el control de su desesperación, Juan, su mejor amigo, Daniel Alanis (Eduardo Cutuli), y sus compañeros comienzan, por consejo de un abogado, a organizarse como una cooperativa de trabajo para mantener en funcionamiento la compañía “abandonada” por sus dueños. Así toman el pesado camino de construir una empresa sin patrones. Independientemente del discurso y de la historia, el filme tiene entre sus hallazgos la construcción del personaje de Juan Rable por parte de Carlos Portaluppi, que es increíble, poniendo en compromiso a todos y cada uno de los recursos expresivos e histriónicos necesarios como para creerle todo, incluso en los momentos en que sabemos que miente. Esa tarea tiene muy buena compañí, en primera instancia con Eduardo Cutuli, al que tuve el placer de verlo varias veces en el teatro lo que me permite considerarlo como un gran representante de la escena nacional. Igualmente la performance de Aymara Rovera, y el fino oficio de Soledad Silveyra quien responde eficazmente cubriendo con solvencia al síndico encargado de rematar la empresa. Una realizción pequeña, sin demasiadas pretensiones, bien realizado y claro en sus conceptos e ideologías, que se deja ver, por momentos emociona, no tiene golpes bajos y no aburre. ¿Se le puede exigir otra cosa? Si bien el filme huele todo el tiempo un poco a oportunista, es verdad, pero se le debe agradecer al guionista y realizador Ricardo Diaz Iacoponi que no destile efecto K. Es claro, políticamente más que correcto. ¿Quién se pondrá en contra de la lucha por la dignidad que produce tener trabajo? Como escribía Leon Tolstoi en su texto “No Puedo Callarme” de 1908, “... pues existe esta profunda miseria del pueblo, privado del primero y más elemental derecho del hombre: el derecho a trabajar. Y este es el peor de los crímenes...”
Se desarrolla en Buenos Aires en el año 2002 oportunidad en la que muchos debieron afrontar una etapa de crisis económica que provocó la quiebra de un importante número de empresas y que sirvió para que otros aprovecharan y realizaran el vaciamiento de otras tantas. Muchos argentinos quedaron sin trabajo y como consecuencia de esto algunos perdieron sus viviendas. En ALURMAR, una fábrica de autopartes, los trabajadores se resisten a perder su único medio de vida, Juan Ralde (Carlos Portaluppi) es uno de esos empleados que tiene más años en dicha empresa, es donde aprendió todo y no sabe hacer otra cosa, además ya no es tan joven como cuando ingresó, hace más de ocho meses que no percibe su salario, solo algo de dinero a cuenta, que no le alcanza para nada, está casado, tiene una hija pequeña de nombre Micaela (Fiorella Indelicato) y su esposa Laura (Aymará Rovera- actriz de “Luna de Avellaneda”) está embarazada, tienen deudas y estas le hacen ver un futuro muy negro. Todos los empleados deben tomar una determinación, no pueden seguir viviendo de promesas y esperar que la empresa realice negocios con los Brasileros (como ellos dicen), Daniel Alanis (Eduardo Cutuli), no les cree nada y es quien discute constantemente, en cambio uno de sus compañeros Osvaldo (Pedro Kochdilian) decide renunciar y no tiene fe de cobrar, prioriza su salud y piensa que esta situación no da para más. Sigue pasando el tiempo y comienza la desesperación, nadie puede sostener mas esta situación. Aquí es cuando Juan, su mejor amigo y compañero, Daniel Alanis (Eduardo Cutuli), y el resto de los empleados comienzan a organizar una cooperativa de trabajo por consejo de un abogado. Dado que la fábrica se encuentra abandonada por sus dueños, deciden montar una de las tantas fábricas recuperadas que se dieron a conocer en aquellos años. El director y guionista realizó una amplia investigación sobre el tema y a través de esos datos trabajó este guión. Los protagonistas Carlos Portaluppi y Cutuli, son excelentes actores y componen muy bien sus personajes, además Díaz Iacoponi los conoce muy bien porque filmaron un cortometraje (“Costo argentino - Historia: Mastering, 2004”); el elenco sabe sobre llevar las situaciones como: Aymará Rovera, Celina Font, Daniel Valenzuela, Manuel Vicente y Soledad Silveyra, pero los giros de algunos personajes son previsibles. El relato provoca cierta nostalgia al recordar esta etapa de nuestro país, las situaciones y los diálogos con la desesperanza de muchos, no tiene golpes bajos, se encuentra bien realizado, la música bien aplicada, pero no logra mantener el ritmo y por momentos decae recurre a algunos cliché, y como conclusión podemos sostener que a pesar de todo el capitalismo sigue vivito y coleando haciendo de las suyas.