Los días bremente inspirada en la ópera El Castillo de Barbazul de Béla Bártok (“kékszkakállú” significa “barba azul” en húngaro), Kékszakállú (2016) oscila entre los polos de Buenos Aires y Punta del Este, retratando escenas de ocio, letargo y enajenamiento en las cuales un grupo de adolescentes (encabezado por Laila Maltz) es el centro de atención. Filmada sin guion, con diálogos improvisados y escenas anémicas, la película parece haberse hecho con la esperanza de retratar algún tipo de ausencia etérea sin poner demasiado esfuerzo en su búsqueda. La pulsión del absurdo, el elenco coral de jóvenes, la ambientación balnearia, la estructura de desencuentros y recorridos desorbitados alude al cine de Martín Rejtman, uno de los capos del Nuevo Cine Argentino y productor asociado de este film. El impulso es mirar Kékszakállú como cine experimental, pero la película es del todo complaciente con un tipo de cine que existe en la Argentina desde hace ya muchos años y responde al mismo modelo docu-ficticio que no se juega por nada en particular y termina definiéndose por todo lo que no es. Comparándola con tantas otras películas similares, la única que sale bien parada es Laila Maltz, que posee el tipo de presencia cómica que la hace graciosa y entrañable nomás con mostrarse. Hay alguna que otra referencia obtusa a la crisis del 2001, a la generación ‘ni-ni’ que ni estudia ni trabaja, y a las fatuas dolencias de la gente adinerada, que vive en un estado de perplejidad por toda la gente que no lo es. Quizás al citar directamente la ópera de Barbazul el director quiere hablar del lado oculto de una realidad idílica y monótona, y efectivamente ciertas puestas en escena diezman a Laila en un mundo que le es extraño y hostil. Muy de vez en cuando Solnicki parece haber rebotado contra algo para decir o alguna idea que comunicar, pero en su férrea convicción por todo lo que su película no debería ser parece haber olvidado darle una identidad propia.
Varias cosas desconciertan de esta nueva película del argentino Gastón Solnicki que viene de ganar en Venecia el premio Fipresci y que compitió en el pasado Festival de Mar del Plata en la competencia Latinoamericana. Lo primero es la perfección de las imágenes. Una pureza visual sostenida en una estructura general geométrica, de formas mayormente puras y pocos elementos en cuadro. Una referencia “arquitectónica” que no está lejos de planos fijos y simétricos de una exquisitez insoslayable. Ahora bien, dentro de esos planos, los personajes no hacen grandes cosas. Se arrojan a una pileta, miran por la ventana, prenden un fuego para un asado, compran fotocopias. Ninguna de estas acciones están realmente relacionadas, hay algo de azar en la idea y el resultado, sí tienen en común claro que estos personajes pertenecen a una clase que vacaciona en Punta del Este o son dueños de fábricas de packaging o de salchichas, y sus preocupaciones pasan por cocinar bien un pulpo o no saber qué carrera elegir. Tanto las acciones como los planos que las contienen parecen asociadas libremente, sin afectarles un posible ubicación distinta en el orden de aparición. Lo otro que inquieta es que estos momentos que Solnicki reúne arbitraria y libremente están sostenidos por una base literaria y musical muy estruendosa: la ópera de Béla Bartók “El castillo de Barbazul” (el nombre de la película significa Barbazul en húngaro) con texto de Béla Balázs. La música de la ópera irrumpirá algunas pocas veces y esos son los momentos tal vez más bellos y significativos de la película.. En la ópera de Bartók – Balázs, una reinterpretación a su vez de dos cuentos del francés Perrault, el juego de simbología apunta a interpretar los miedos del hombre contemporáneo: lo escondido, lo solitario, lo peligroso, la revelación de los secretos de Barba Azul en manos de la mujer que es Judith. Los personajes importantes de Solnicki son fundamentalmente femeninos, habrá algunos dispersos al comienzo para quedarse hacia el final con el aparentemente más frágil, más autosconsciente y disconforme. Del castillo de Barba Azul quedará ese último plano con la barca iluminada de cuatro puntas brillantes que flota por el río en busca de vaya a saber qué, igual igual que la película. Se estrena El 7 de ENERO en el MALBA y el 12 de enero en el Gaumont.
Tras pasar con buena repercusión por varios festivales importantes como los los de Venecia, Viena y Mar del Plata, el director de Süden y Papirosen estrena su nueva película en el MALBA. Kékszakállú (Barba Azul en húngaro) remite a El castillo de Barba Azul, única ópera concebida por Béla Bartók en 1911 (que a su vez estaba libremente inspirada en el cuento de hadas de Charles Perrault). No es que Gastón Solnicki haya decidido hacer una representación exacta de la obra sino que la utilizó como punto de partida, o más bien como inspiración para una película que apuesta a un doble juego de acumulación y dispersión, un collage de imágenes, un rompecabezas cuyas piezas se van completando de a poco y cuyo resultado final es fascinante aunque no siempre comprensible en términos de una narración clásica. Kékszakállú es un torrente, un viaje que se disfruta como tal aun con su destino muchas veces incierto (aunque tiene un cierre por demás sugerente y notable desde lo puramente cinematográfico). La película arranca con una descripción de ese estado de disfrute-aburrimiento, del tiempo casi suspendido y el fluir sin que nada realmente importante ocurra que sólo es posible durante las vacaciones veraniegas burguesas en un ámbito como el de Punta del Este. Niños que se tiran de un trampolín, adolescentes que preparan sus tablas de surf, mujeres que toman sol, masajes, lecturas, gimnasia, siestas, celulares, mar, parejas que se besan, madres que se ocupan de sus hijos y así... La estructura del film es coral, aunque con el correr del relato (72 minutos) Solnicki va priorizando a los personajes femeninos y puntualmente a actrices como Laila Maltz, Katia Szechtman o Denise Groesman. Las locaciones urbanas son por demás diversas: desde la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo hasta el Teatro Colón (hay, por supuesto, preparativos para una puesta), desde cerrajerías hasta fábricas de telgopor o salchichas, y también espacios más íntimos como cuando cuatro amigas cocinan y disfrutan de un pulpo o una casa que es el eje de una tirante relación padre-hija. Las contradicciones generacionales, la dinámica femenina y el salto de la bucólica vida de balneario a la alienación en la gran urbe (con sus situaciones de comedia absurda y asordinada) son algunos de los temas que sobrevuelan el film, trabajado con suma elegancia y recato por una cámara jamás intrusiva (hay muchos planos fijos y tomados a considerable distancia) que estuvo a cargo de dos DF de primer nivel: Fernando Lockett y Diego Poleri. Aliados de lujo para un director que encuentra historias donde menos se las espera, que busca elementos (por momentos simples detalles) que en primera instancia parecen insignificantes o intrascendentes y terminan adquiriendo dimensiones insospechadas. Allí residen los principales hallazgos, las facetas distintivas del cine de Gastón Solnicki.
UN JUEGO DE ESPEJOS Kékszakállú (Barba Azul en húngaro) el nuevo film de ficción de Gastón Solnicki (aquí la entrevista), luego de Sûden y Papirosen, es una apuesta a un cine no convencional e intertextual, que mantiene, como en sus trabajos anteriores, un cuidadoso trabajo compositivo. Basado en la ópera El castillo de Barba Azul compuesta por el húngaro Béla Bartók, y tomada del clásico cuento de Charles Perrault “Barba Azul”, la película comparte la esencia impresionista de Bartók para hacer un muestrario actual de los hábitos que impone el capitalismo en los jóvenes de clase media alta. De esa manera, el film propone un collage de imágenes que dan cuenta progresivamente de la relación tiempo libre-moda-abulia durante un período veraniego en Punta del Este. Tardes de pileta, surf en el mar, dormir al sol, disfrutar de un amor de verano, las diferencias con los padres, el crecimiento y la falta de identidad, las amigas, el trabajo que estandariza y aliena, la Facultad como la imposición a ser lo que se espera, son algunos de los tópicos sobre los cuales trabajará el realizador argentino. Lejos de la narración clásica, la película se construye con planos fijos y a cierta distancia bajo un gran trabajo visual a cargo de Fernando Lockett y Diego Poleri. No hay movimientos de cámara, solo fluye el tiempo en espacios casi estancos. Los encuadres compuestos con estilización denotan la relación entre el sujeto como parte y extensión de la arquitectura urbana en la que se mueve y se inserta como un engranaje más. Esos sujetos (mujeres jóvenes, principalmente) lidian con una alienación que las incomunica y las describe casi como fluyendo tras algo incierto o reiterado. “Hace cuatro años pasé un verano bajo el encanto de la única ópera de Bartók, y fue a través de una trasfiguración folclórica similar que comencé a desarrollar la fantasía de hacer una película inspirada en su atmósfera musical y política, comenta su realizador. Bartók viajaba con su fonógrafo por el Este de Europa, pocos años antes del estallido de la primera guerra mundial, recolectando la tradición oral de la música campesina y luego escribiendo sus obras a partir de esos materiales. En ese sentido Kékszakállu es un homenaje a Bartók y a sus viajes. Filmamos la primera parte de la película con un grupo muy íntimo de amigos y colegas sin un guion, sin personajes”. La película tuvo su premiere Mundial en Venecia-Orizzonti 2016, donde recibió el premio Fipresci de la crítica internacional y el BIstato D’oro de la crítica joven, ha tenido un gran recorrido a través de los festivales por Toronto, New York Film Festival, Viena, entre muchos otros. Sin desarrollar ninguna historia (como está acostumbrado el espectador medio) y libre desde lo formal, el relato logra una atmósfera por momentos opresiva desde la cual, intenta rebelarse. Esa inquietud de escapar a lo “esperable”, se deposita en una de las protagonistas, una joven conflictuada que busca un sentido a su vida, al igual que Judith (la protagonista de la ópera) la depositaria de siete llaves otorgadas por Barba Azul para abrir sus puertas interiores. En relación a sus lazos intertextuales, del cuento de Perrault se desprende cierta moraleja en relación a la ambición y la seducción del poder de parte de sociedad. Los jóvenes aburguesados de Solinick responden a patrones sociales esperables, sobre los cuales es difícil escapar. Sin embargo, hacia el final, hay un cambio de registro donde el realizador parece jugarse por un rumbo. La música de Bartók refuerza las imágenes de fondo en éste juego de espejos que resulta sobrio e interesante. KÉKSZAKÁLLÚ Kékszakállú. Argentina, 2016. Dirección: Gastón Solnicki. Intérpretes: Laila Maltz, Katia Szechtman, Lara Tarlowski, Natali Maltz, Maria Soldi, Pedro Trocca y Denise Groesman. Montaje: Alan Segal. Francisco D’Eufemia. Fotografía: Diego Poleri. Fernando Lockett. Sonido: Jason Candler. Música: Béla Bartók. Duración 72 minutos.
Paisajes en fuga En su tercer opus, Gastón Solnicki (ver entrevista) propone al espectador una experiencia sensorial anclada en la belleza de las imágenes más que en la dialéctica y su juego constante de significaciones. Gran parte de la atención encuentra en el detalle y en la distancia entre la lente y el paisaje el mejor espacio para que la poesía visual encuentre la excusa ideal en la sucesión interrumpida de fragmentos de la ópera El Castillo de Barba Azul, del húngaro Béla Bártok. En realidad ese es el punto de partida de este viaje de Solnicki y su equipo como continuidad de un viaje etno-musical que el propio Béla Bártok emprendiera en su búsqueda por Europa de música folclórica, tal vez con una experimentación de la incerteza en su encuentro con nuevos idiomas musicales como la que transparenta el mismo Gastón Solnicki al dejarse llevar por los dictados de su intuición a la hora de elegir los paisajes interiores y exteriores que ocupan el foco de su aventura cinematográfica. En su tercer opus, Gastón Solnicki (ver entrevista) propone al espectador una experiencia sensorial anclada en la belleza de las imágenes más que en la dialéctica y su juego constante de significaciones. Gran parte de la atención encuentra en el detalle y en la distancia entre la lente y el paisaje el mejor espacio para que la poesía visual encuentre la excusa ideal en la sucesión interrumpida de fragmentos de la ópera El Castillo de Barba Azul, del húngaro Béla Bártok. En realidad ese es el punto de partida de este viaje de Solnicki y su equipo como continuidad de un viaje etno-musical que el propio Béla Bártok emprendiera en su búsqueda por Europa de música folclórica, tal vez con una experimentación de la incerteza en su encuentro con nuevos idiomas musicales como la que transparenta el mismo Gastón Solnicki al dejarse llevar por los dictados de su intuición a la hora de elegir los paisajes interiores y exteriores que ocupan el foco de su aventura cinematográfica.
Sin rumbo claro. Es difícil contar sobre qué trata Kékszakállú –cuya traducción sería Barba Azul–, ya que la película en sí misma no tiene una historia definida, es decir: la cinta trata sobre un par de mujeres a las cuales su modo de vivir las tiene bastante aburridas, y quizás todo esto se deba principalmente al hecho de que su director haya filmado la cinta sin guión, grabando una parte en Argentina y otra en Uruguay, y luego juntando todo como una especie de requeche sin sabor. El resultado está a la vista. Sin lugar a dudas Kékszakállú es una de las películas más pretenciosas y sobre todo aburridas que se hayan filmado en los últimos tiempos. Los personajes de esta propuesta son tan irreales, tan vacíos y tan faltos de sustancia que ponen los pelos de punta probando la paciencia del espectador al verlos en escena. Las acciones realizadas por los protagonistas son inmanentes al sueño que provocan, podemos ser testigos durante 72 eternos minutos de como los personajes realizan actos tan trascendentes como: probarse ropa, manejar –y chocar– sus autos (de alta gama, obvio), decidir si comer mariscos o sushi, probarse ropa, irse de vacaciones, pulir sus tablas de surf, pintar sus tacos de polo, y un largo etcétera en esta eterna oda burguesa al snobismo. Ya sabemos que el dinero no da la felicidad, si ese era el mensaje de la cinta, ¿era necesario contar esta historia de forma tan aburrida? Tantas formas de narrar una trama, sin caer en el tedio de un rompecabezas donde ninguna pieza encaja. Por suerte, esta cinta nos ofrece una fotografía espléndida, y unas tomas filmadas con luz natural que son un deleite a la retina, pero es que al fin y al cabo algo bueno debía de ofrecer esta propuesta. Conclusión: No quedan dudas de que Kékszakállú es una propuesta floja por donde se la mire. Mas allá de la fotografía, no se salva ningún aspecto de esta producción tan plúmbea, soporífera e insoportable, a tal punto que quien redacta esta crítica se pone de mal humor pensando en todo lo que pudo haber hecho durante esa hora y doce minutos de vida perdidos visionando esta cinta.
Basada muy libremente en “El Castillo de Barba Azul”, de Béla Bartók, Solnicki se centra en su tercera película en las vidas de un grupo de jóvenes y adolescentes que pasan sus veranos en José Ignacio o algún similar paraje en las afueras de Punta del Este. Si bien en su primera parte el retrato parece ser en torno a varias de estas chicas, de a poco la película va enfocándose en una de ellas. Para todos, de cualquier manera, el conflicto parece ser similar: su hastío, ennui y malestar con sus vidas cotidianas y sus familias en una temática que bien podría considerarse una versión teenager de las películas de Michelangelo Antonioni, cuyas específicas composiciones formales por momentos Solnicki parece homenajear. Las chicas intentan escapar de esos ambientes de distintas maneras: mudándose solas, trabajando en lo que parecen ser las fábricas de sus padres, dedicándose a los estudios. Es ese “tirarse a la pileta” con el que el filme abre que es puesto finalmente en práctica. Pero nada parece satisfacerlas del todo. ¿Acaso huir de esos metafóricos castillos sea la solución? Con un notable cuidado formal (la fotografía la hicieron Diego Poleri y Fernando Lockett), Solnicki va exponiendo distintas situaciones en las vidas de estas chicas en crisis, por momentos con la música de la propia opera acompañando sus tentativos pero confusos pasos hacia esa supuesta libertad. La película claramente se conecta en temática con PAPIROSEN, en la que también se podía sentir la inquietud del cineasta en medio de ese universo de comodidad económica pero vacío existencial. Y acaso el deseo de escaparse de ese mundo que las chicas desean hacer sea uno similar al que él mismo puedo haber atravesado. Si bien algunos podrían llegar a descalificar la película usando la ya vieja acusacion de narrar “la tristeza de los chicos ricos”, Solnicki prefiere no engañar ni engañarse poniéndose a filmar historias o personajes que no tienen que ver con universos que seguramente conoce mejor. Lo que hace es poner la cámara en un mundo cuyos privilegios no ocultan zonas oscuras y donde la arquitectura más elegante y moderna, más que algún tipo de placer o emoción estética, puede representar un peligro verdadero.
JUEGOS DE INTERPRETACION La figura femenina domina la escena de la misma forma que la simetría de los planos que destacan una arquitectura amenazante, acechante. De ello no hay dudas al observar este film de Gastón Solnicki, aunque toda esta puesta en escena fragmentaria, colmada de interrupciones y que deposita toda su confianza en la intuición a la que puede dar forma la ópera de Bela Bartok (El castillo de Barbazul) -que describe el subtexto del film-, termina cayendo en la autoindulgencia intelectual al llevar al filma a ser un sucedáneo de piezas aisladas cuya correlación en la edición parece más una arbitrariedad que el fruto del trabajo sin un guión establecido. Sucede que con una construcción donde la búsqueda no es del todo clara y el relato parece estar sublimado a un experimento sujeto a un proceso realizativo accidentado, todo queda atrapado en momentos de fotogramas a los que sólo podemos rescatar si los cargamos de un significado que responde más a la voluntad que a los méritos estéticos. ¿Por qué sucede esto? Porque al depositar toda su fuerza en lo no-dicho y lo que se intuye desde una ópera musical que da marco al film el resultado es ambiguo y confuso, ineludiblemente lineal para estar volcado enteramente a las sensaciones que pueda despertar la trama. Esto no quita la delicadeza de algunos segmentos y la belleza fotográfica de algunas secuencias -un buen caso es el plano final-, pero el contrapeso de una dirección confusa que desde la racionalidad más absoluta se pretende espontánea hace caer sus buenas intenciones. Podríamos profundizar en la lectura social que nos pueda ofrecer la disposición de los planos, los espacios donde ocurren las acciones aisladas o la definición de los personajes que aparecen en pantalla pero si de sensaciones hablamos, de lo que me genera, siento que estoy siendo indulgente con la sobrelectura de un espacio mucho más vacío de lo que aparenta.
El vacío intrascendente El nuevo opus de Gastón Solnicki se llama Kékszakállú (2016) y es un film basado libremente en la ópera El Castillo de Barbazul, obra de principios del siglo XX del compositor húngaro Béla Bartók. Tan libremente como es humanamente posible. Sin un argumento fuertemente construído, los 72 minutos de duración del film exponen en forma desarticulada las vivencias de un diverso grupo de jovencitas de clase media-alta que experimentan –entre otras cuestiones- su ingreso en la adultez, la dinámica dentro del grupo familiar, las relaciones de pareja y otras cuestiones que se perciben definitorias en una edad tan especial. Cuando hacemos hincapié en la falta de cuerpo del argumento, lo hacemos considerando que no hay ningún conflicto marcado u objetivo tras el cual puodría estar alguno de los personajes. Las acciones -por llamarlas de algún modo- transcurren en Buenos Aires y Punta del este sin ninguna progresión aparente, con personajes cuya produndidad no es explorada ni explotada, salvo por algún que otro díalogo o situación que ayuda a darles un poco de forma. La cotidianeidad superflua e intrascendente llevada a la pantalla nos expone a momentos banales, los cuales exigen que interpretemos la obra de una forma completamente diferente a como nos pararíamos frente a una narración clásica o una producción de género. Con una estética y una impronta narrativa que por momentos remiten a los primeros largometrajes de Lucrecia Martel, llenos de silencios, con secuencias sumamente estáticas que transmiten un clima antes que una historia, Kékszakállú se presenta como una búsqueda antes que una obra concreta, con todas las consecuencias que esto puede traer poniéndose en el lugar del espectador. El viaje se impone por sobre el destino dentro de un relato bucólico y con mucho tinte “festivalero”. Solnicki repite ese espíritu del devenir familiar, como lo hiciese anteriormente con la cuasi-autobiográfica Papirosen (2011), pero en esta ocasión con menos efectividad.
Film evocativo y diferente Inspirado por la ópera El castillo deBarba Azul, de Béla Bartók, Solnicki creó un film que, aunque se trate de una ficción, parece una continuación creativa y emotiva de su documental Papirosen, centrado en algunos integrantes de su propia familia. Aquí el sentido de intimidad y pertenencia continúa y hasta se profundiza, no sólo porque ciertos personajes vuelven a ser parte de la familia del realizador sino también por su profunda mirada a un ambiente y a sus criaturas. Todo comienza con evocativas secuencias de un complejo vacacional en Punta del Este, en el que la agudeza de Solnicki sobre detalles repletos de drama y su peculiar humor se combinan con la prodigiosa dirección de fotografía de Diego Poler y Fernando Lockett. Entre los tres fabrican un cuadro tan complejo como bello en el que los personajes existen entre actividades ociosas y una abulia que insinúa aquello que se esconde bajo la superficie. El final de la niñez, el comienzo de la adolescencia y una juventud repleta de asordinadas incertidumbres. No dicen mucho los personajes de Solnicki pero de todos modos el director se las ingenia para comunicar su desazón especialmente cuando se trata de Lara (Lara Tarlowski) y Laila (Laila Maltz), aisladas y al mismo tiempo parte de su privilegiado ambiente. Los planos de la introspectiva Laila en busca de su lugar en el mundo hablan del trabajo de un realizador distinto que encuentra desesperación y humor en los lugares menos pensados.
Espacios convertidos en personajes. Inspirada en la “atmósfera musical y política” de la ópera El castillo del duque de Barba Azul, de Béla Bartók, la primera ficción de Solnicki recoge y despliega más imágenes que sonidos. Aunque pueda sonar ligeramente kolla, Kékszakállú es como se dice Barba Azul en húngaro. A kékszakállú herceg vára es el título original de El castillo del duque de Barba Azul, la única ópera compuesta por Béla Bartók, a partir de un libreto curiosamente escrito por Béla Balázs, uno de los primeros teóricos del cine. El argentino Gastón Solnicki, autor de los notables documentales Süden (2008) y Papirosen (2011), dice haberse inspirado en la “atmósfera musical y política” de esa ópera para su primera película de ficción, que manteniendo su costumbre de no titular jamás en castellano llamó Kékszakállú. De acuerdo a sus declaraciones, la inspiración a la que Solnicki se refiere, lejos de pasar por lo temático, tendría que ver con una cierta ética o política artística evidenciada por Bartók en aquella ocasión, cuando durante un largo período recogió sonidos folklóricos por todo el este europeo, sin saber bien qué destino darles. Algo semejante habría hecho Solnicki aquí, recogiendo imágenes en lugar de sonidos, en compañía de un equipo de cine que ignoraba qué harían con aquello. Exhibida en la sección Orizzonti del Festival de Venecia (donde obtuvo el Premio de la Crítica) y próxima a hacerlo en el de Rotterdam, el opus 3 de Solnicki puede verse a partir de hoy en Buenos Aires. Teniendo en cuenta no sólo la fuente de inspiración de la impronunciable Kékszakállú sino las intrusiones de la ópera de Bartók (tres, si el cronista no contó mal) y la importancia que la música tiene en general para el realizador, puede decirse que su primer film de ficción se despliega en tres movimientos. El primero y el último tienen lugar en Punta del Este, el del medio en Buenos Aires. En el primero hay niños y adolescentes en vacaciones, en el medio reaparecen algunas de las adolescentes del movimiento inicial y en el tercero, básicamente, la chica que en el fragmento central asume un carácter (casi) protagónico. A lo largo de toda la película, que es breve, el carácter observacional de cada plano deja ver el antecedente del realizador en el documental, y se nota que Solnicki “encontró” la forma final en la isla de edición. Kékszakállú es, con la excepción señalada, un relato hecho de personajes de una sola toma. Si es que puede llamarse personajes a quienes aparecen en una sola toma. Habituado a aferrarse, en el cine y en la vida, a las cosas y la gente, es muy posible que el espectador espere algo más del chico que abotona mal su camisa, la adolescente de rostro melancólico, la chica más chica que no parece estar pasándola muy bien en sus vacaciones. Nada de eso sucederá, pero sí otra cosa. Como el técnico de un equipo de lujo, Solnicki se permitió tener como directores de fotografía a quienes posiblemente sean los más exquisitos del cine argentino actual. Diego Poleri tuvo a su cargo las partes de Punta del Este, mientras que Fernando Lockett hizo lo propio con las de Buenos Aires. Son tan buenos Poleri y Lockett que “hacen hablar” a los personajes en los planos cortos y a los espacios en los largos, cubriendo así, desde la fotografía, lo que el método elegido se resiste a convertir en drama. Las películas previas muestran, sin embargo, que la elocuencia del plano es la gran virtud cinematográfica de Solnicki. Aquí la cámara se conecta no sólo con la mirada de sus personajes o sujetos, sino que convierte a los espacios en personajes. Hasta el punto de hacer de la soñada Punta del Este algo parecido a un campo de concentración en vacaciones. Muestra a los chicos atrapados en enormes lobbys, y sobre todo, en uno de los planos más impresionantes de la película, hace del frente de un edificio vacacional algo llamativamente parecido a una prisión de máxima seguridad. El otro gran plano es el penúltimo, en el que en medio de la noche cerrada se divisan, desde muy lejos, los faros tenues del auto que de acuerdo a la ilusión del cine traslada a un personaje de la película. De pronto, como un buque fantasma, en medio de la bahía asoman muy quedamente las luces de un navío, que va tomando forma. En el “episodio porteño” aparece lo más parecido a un personaje que Kékszakállú tiene para mostrar. Se trata de Laila, una chica rubia de unos veintipico que no sabe qué hacer con su vida. Una inscripción en Arquitectura, una prueba como operaria en la fábrica del padre (a quien le reconoce que vive con él porque no tiene plata para irse de la casa), chocacoches en una playa de estacionamiento con un montón de espacio para maniobrar. Guiada por su peso dramático, la cámara la sigue con una persistencia a la que las otras presencias no incitan. Sucede que la chica que hace de Laila es actriz profesional. En otras palabras, en todo lo que tiene que ver con ella y su personaje, Kékszakállú dejó de lado aquél método de construcción alla Bartók, que presuntamente era la razón de ser del proyecto. Discordancias, seguramente indeseadas, entre la teoría y la práctica.
Después de la celebrada Papirosen, documental sobre su familia, el joven Gastón Solnicki encara su primera ficción, un retrato de un grupo de jóvenes y adolescentes acomodados que pasan el verano en Punta del Este o buscan un sentido, una vocación, entre trabajos y estudios posibles. Inspirarda en El castillo de Barba Azul de Béla Bartók y como homenaje a sus viajes, según el director, el resultado es una extraña, y visualmente bella, puesta en escena de estos sujetos y los espacios que habitan. Con especial atención al detalle y una reverencia por la belleza de cuerpos y arquitecturas, la película avanza en una aparente desorganización narrativa que se va acomodando a medida que conocemos algunos de sus personajes. Los encuadres simétricos, que sacan partido de las locaciones y de sus personajes, suman atractivo a una propuesta culta y algo extravante pero que invita a mirar y resulta en un agudo retrato -con afecto e ironía- de cierto mundo confortable.
Los materiales del cine son el tiempo y el espacio; esas dos categorías fatigadas por siglos de filosofía también ordenan la todavía joven experiencia cinematográfica. En la enigmática Kékszakállú el espacio se evidencia de inmediato como una presencia omnipotente. Las figuras geométricas perfectas de cada encuadre se imponen desde el comienzo. El registro de los edificios, el mar, los cuerpos, las maquinarias de una fábrica, una universidad y sus aulas inmensas se disponen en el cuadro bajo una inusitada cualidad de ocupación. Las panorámicas y los planos generales fijos extienden hacia todos los vértices del cuadro el despliegue de los personajes y las cosas. Cada fotograma se legitima frente a la mirada; el placer óptico es indesmentible. El tiempo se siente de otro modo. No es ni circular ni lineal. El relato se desentiende de progresar en una dirección; ni siquiera, al menos por 20 minutos, hay un personaje principal. Hasta que Laila, una joven de una familia privilegiada que no sabe qué hacer con su vida, empieza a ser el centro de gravedad del relato, han desfilado niños y jóvenes vacacionando en Punta del Este. Descansan, se alimentan, miran sus teléfonos, juegan a las cartas, disfrutan de la pileta y el mar. El ocio es aquí una flotación en el vacío. ¿Qué tiene que ver esto con la ópera de Béla Bartók a la que remite el título? Laila no es Judith, pero quizás descubra o intuya que el origen de las riquezas es controversial, del mismo modo que la heroína de la ópera encontraba tesoros cubiertos de sangre. El movimiento del film es el siguiente: empieza en la naturaleza virgen de Uruguay, sigue en Buenos Aires y vuelve en el final al pulcro paraíso de la ciudad costera oriental. Se trata de producir un contraste y una colisión figurativa. En cierto momento, Solnicki introducirá en este universo de pudientes durmientes una dimensión material del trabajo desconocida por sus protagonistas. Los operarios de una fábrica son los que dan forma a la materia bruta que adquiere un valor exponencial y es la sustentación de las riquezas de los dueños de esas fábricas, los padres de los jóvenes protagonistas. Poco tiene que ver todo esto con la tristeza de los niños ricos. El malestar de Laila es menos condescendiente y no se resuelve en el desorden emocional que también padece. Como en Papirosen, Solnicki filma la riqueza y a la minoría que la disfruta. Es un goce desconocido y mortífero, un exceso más parecido al pus que a la dicha materialista.
Ganan en festivales, aburren al público Los primeros 6 minutos de esta película registran a unos niños tirándose del trampolín sin mayor gracia ni interés, salvo para sus padres, y otras nimiedades. Quizás haya un futuro conflicto a partir de una nena que no se tira. A los 12, un joven cosecha algo de su huerta y se prende la camisa, lenta y erróneamente. Luego, una chica vigila los estudios de una más pequeña, medio burra y totalmente desganada. Bueno, acá todo el mundo luce desganado, salvo la protagonista, de eterna expresión caracúlica, y la señora que cocina, que se ocupa de lo suyo soportando a quienes creen saber más que ella. Tampoco por ahí va el conflicto. Según parece va porque la caracúlica tendría que irse, no sabe qué estudiar, choca contra el único auto estacionado en una enorme playa, y piensa cruzar al Brasil "por la balsa del Chuy". Difícil que la encuentre, pero la última toma quiere darle la razón. Quizá sea la balsa de la laguna Rocha, ya que casi toda la película se hizo en Maldonado, entre amigos y parientes, y sin idea de guión, según ha confesado su propio autor. Luego le insertó seis minutos de Bela Bartok en algunas partes, le puso un nombre húngaro que suene raro (pero que quiere decir Barbazul, por "El castillo de Barbazul" de Bartok, claro), y se dedicó a ganar premios y elogios en festivales snobs. Pero no da para pagar la entrada ni perder el tiempo.
El comienzo de Kékszakállú puede llevar a pensar a un espectador apresurado que se está ante otra película de diseño, de esas que se arman pensando en el circuito internacional de premios y de festivales, pero a medida que pasan las escenas, el mundo de la ficción se vuelve cada vez más tangible y robusto, como si cobrara espesor con cada nueva escena retratada. El director filma momentos de la vida cotidiana de adolescentes y padres que veranean en Punta del Este para regresar después a Buenos Aires y recorrer casas, fábricas familiares y la Facultad de Arquitectura de la UBA. Gastón Solnicki consigue algo impensado: se abstiene de comentar el universo de su relato, algo infrecuente si se tiene en cuenta que se trata de personajes de clase alta a los que el cine suele caracterizar casi siempre con rasgos negativos. Al contrario, el director pareciera librarse de prejuicios respecto de su tema para interesarse por la trama material de los espacios que habitan sus criaturas, ya sea una lujosa casa de vacaciones o el depósito de una fábrica, hasta dar con un tono particular capaz de espiar en la intimidad y la evanescencia de las acciones. Los planos fijos y con luz natural, a cargo de Fernando Lockett y Diego Poleri, sumados a la estructura narrativa dispersa, con un relato que entra a situaciones ya comenzadas y sale de ellas antes de concluirlas y que privilegia el detalle por sobre cualquier cuadro de conjunto, producen un efecto singular: por un lado, la película observa y reconstruye la experiencia vital de una clase social que el cine suele abordar con la pereza del estereotipo y el resultado es fascinante, unas imágenes verdaderamente nuevas; por otro, esa experiencia aparece vuelta sobre sí misma, enrarecida, al punto de permitirle al director llevar la película por un camino que no es el de la intriga, sino uno más bien contemplativo; una forma de desplazarse por los espacios para mirar libremente, sin ceñirse a las exigencias de un relato, lo que aleja a Kékszakállú de cualquier posible lectura sociológica (algún conocedor de ópera sabrá cuánto se distancia la película de El castillo de Barbazul, de Béla Bartók, en la que se inspira libremente y de la que toma pasajes musicales). Con la distancia gélida que ya tenían los documentales Süden y Papirosen, Solnicki acompaña a sus nuevos personajes en sus intercambios cotidianos sugiriendo una trama, una historia en común, pero de la que en verdad no hay más que fragmentos desarreglados, esquirlas apenas de un todo que la película se niega a completar. No se trata, por otra parte, de invitar al espectador a jugar a la reconstrucción de lo que falta: el proyecto estético se va todo en esa serie de trozos desconectados que valen por sí mismos, más allá de la coherencia que pudiera proveerles una narración fuerte, como si la película fuera un rompecabezas que se arma quitando piezas, una máquina escópica que funciona de manera extractiva.
LA PROPORCION AUREA csyerghw8aaqzxu Por Marcela Gamberini Kékszakállú es Barba Azul, personaje de la única ópera que escribió el húngaro Béla Bártok. Bártok, un músico increíble: logró revolucionar la música clásica confrontando con el romanticismo imperante en la época y trabajando con un estilo propio creando sistemas musicales basados en escalas cromáticas, en ritmos particulares y la llamada “proporción áurea”. Evidentemente la película toma de Bártok el estilo, su cadencia consonante y disonante a la vez, sus planos geométricos encuadrados, simétricos y profundos que hacen pensar en la proporción aurea de la que hablaba no solo el músico. Acordes, escalas, intervalos, la película de Gastón Solnicki sigue esta respiración y esa cadencia con las que consigue montar sus planos a la manera de la música de Bártok. Sin duda, la historia poco o nada tiene que ver con la opera del músico húngaro; lo que Solnicki toma es el estilo musical y lo traduce en imágenes. En ese sentido, la música es la protagonista ineludible de la historia; su presencia marca la poesía de sus imágenes. La gran libertad, que la película refracta al espectador, es la marca de Solnicki quien diagrama, paso a paso, un relato único que deviene en un caleidoscopio tan luminoso como cambiante. Kékszakállú. Gastón Solnicki. Argentina, 2016 El orden estético se impone: cada plano es simétrico, perfecto, brillante. Las secuencias iniciales tienen un segundo protagonista: el agua en todas sus variantes: en piletas, en duchas y en mares; también, en el transcurso de la película, las mujeres serán su eje; todo pivotea en relación a ellas: el deseo, la belleza, las crisis, los cuerpos, las búsquedas. Mujeres que suben, que bajan, que hacen composé con ese paisaje exacto y a la vez natural, donde la simetría y las líneas rectas se imponen con la contundencia del deseo que en este caso siempre es femenino. Como el numero áureo la película es una construcción geométrica, cada uno de sus planos mide y dura exactamente lo que tienen que medir y que durar, y esa duración tiene que ver con su fuerte carácter estético y la vez poético (o hasta místico). Sin embargo, y tal vez éste sea el gran hallazgo de Solnicki la película no pierde ni sensibilidad, ni calidez, ni tampoco su respiración. Su construcción formal es geométrica, pero esa geometría – y sus series infinitas- como la película de Solnicki- también está anclada en la tangibilidad de las ideas, o dicho de otro modo, en la construcción de un mundo sensible. Las mujeres que aparecen están en constante búsqueda, persiguen el deseo como quien persigue lo imposible; la duda, los interrogantes cotidianos surgen frecuentemente. Las escenas del mundo del trabajo, sobre todo en las fábricas (esas fábricas impolutas, cifradas en su cromaticidad y en sus sonidos) son lugares apropiados por los trabajadores, quienes mecánica y acompasadamente realizan sus tareas pero pertenecen a sus dueños. Cuando una de las chicas buscando su primer trabajo entra en una de las fábricas, recuerda a la secuencia de Europa 51 donde una Ingrid Bergman perfecta de una clase acomodada penetra ese mundo que hasta ese momento le es ajeno. El gesto es sorpresivamente similar. Cierto vacío existencial también conecta a la película con el film de Rossellini, cierta incomodidad de clase y una crítica velada pero profunda a una clase que pocas veces sabe con seguridad lo que quiere y lo que realmente necesita; buscan una supuesta libertad asomándose a la ajenidad de un universo remoto, pero todo es otro mundo es inconmensurable. Solnicki se hace cargo de los privilegios de una clase pero también se encarna en esos vacíos, en esas infructuosas búsquedas y también en esas incómodas comodidades de los edificios modernos con sus líneas rectas, geométricas habitaciones, vidriados ventanales, piletas azulinas con el privilegio fondo de mares embravecidos que tampoco responde a las inquietudes de los pudientes. Como en el Castillo de Barba Azul, esos personajes, esas mujeres vagan, se desperezan, se mueven, buscan y sin embargo están encerradas, siempre custodiadas por un director Solnicki y por un Barba Azul que no se lo ve, pero se lo presiente, buscando sus ensangrentados tesoros. Marcela Gamberini / Copyleft 2016
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Kékszakállú es un desolador retrato de clase que se apoya en las elipsis del relato y la composición formal de las imágenes. En un solo acto, como la ópera de Béla Bartók en la que se basa con amplitud, Gastón Solnicki hilvana en Kékszakállú una narración liberada de ataduras literales a través de escenas encadenadas por un cuidadoso montaje que se revelará musical; apoyada, a su vez, en el preciosista y estático aporte formal de los experimentados directores de fotografía Fernando Lockett y Diego Poleri. La elipsis se confirma como el gran don del director argentino, que en los intersticios entre lo que muestra y no muestra construye su sagaz parábola contemporánea: un grupo de jóvenes mujeres de vínculo gregario pero difuso (¿son amigas, primas, hermanas?) se pasean por hoteles, piletas, museos de insectos, duermen, cocinan, se prueban ropa y contemplan el lejano horizonte desde ventanas, sillas y terrazas con la misma indiferente parsimonia con que revisan el cercano horizonte de sus celulares. A un nivel macro, pasan del bucolismo deluxe del hospedaje de verano a las tareas domésticas urbanas y obligaciones curriculares. Los adultos aparecen poco, a veces para hacer cosquillas en los pies pero también para dar monótonas órdenes laborales. En ese sentido, el filme exhibe su lado más cómico y perverso cuando una de las chicas (Laila Maltz) choca un auto con torpeza amateur y acude desconsoladamente a su teléfono para pedir ayuda. Allí sale a la luz toda la desesperación contenida en las frágiles princesas del filme. Solnicki complementa su desolador retrato de clase con el otro lado de esas herméticas vidas femeninas, en la rutina seriada y neutral de fábricas de telgopor, vasitos descartables o salchichas. El destierro privado y la falta de experiencia legítima es el mal atávico que reina en Kékszakállú.
En la película de Gastón Solnicki, su primera ficción tras dirigir un par de documentales, los personajes dudan antes de tirarse a la pileta –literal-, no se animan, no saben qué estudiar, se mudan a un departamento donde de repente se encuentran con la heladera vacía, se quedan encerrados y se escapan por la terraza pero tampoco saben a dónde ir. No hay muchas cosas que sepan, y no hacen mucho más que deambular, caminar sin rumbo, hacia un destino incierto. Kékszakállú es un retrato del mundo femenino desde lo generacional, y para eso utiliza la improvisación, es así que no hay un conflicto principal (aunque sí uno que predomina un poco más que el resto), sino más bien una sucesión de momentos en la vida de estos tres personajes femeninos principales. El uso de ciertos espacios, el modo de utilizar la arquitectura desde lo visual y narrativo (tanto en interiores como exteriores, sucediéndose escenas en piletas, la facultad, una fábrica de salchichas, etc), imprimen al relato de una belleza tal que sólo se intensifica con la música de ópera. Justamente, el título raro e impronunciable del film, es el nombre de la ópera que funciona como una especie de inspiración, El castillo de Barba Azul, en húngaro. De ella toma su formato (es una ópera corta) y la música de Bartok. Sin una narración clásica, sin un conflicto específico, Kékszakállú combina la espontaneidad y frescura que desprenden sus protagonistas, con la frialdad y el encierro que despliegan ciertos lugares. Con planos fijos y una fotografía cuidada, la intención de Solnicki parece ser la de retratar a esta juventud sin rumbo. El problema es que no se puede evitar sentir a la película en sí con esa misma falta de rumbo. Al deambular ésta entre diferentes personajes, uno nunca logra conectar o interesarse por ninguno en particular. Bella en su envoltorio, con un nivel audiovisual destacable (la fotografía es su punto más fuerte), la falta de un eje narrativo claro y una idea principal que se termina tornando reiterativa y subrayada, Kékszakállú es una película corta (dura poco más de 70 minutos) que se la siente estirada y lenta. ¿Qué hacer con nuestras vidas, ahora que somos responsables de ella? ¿A dónde quiero ir? Preguntas que todos nos hemos hecho seguramente al crecer y convertirnos a la fuerza en adultos. Estas incertidumbres son el eje principal de una película que no termina de funcionar y que a la larga se la siente pretensiosa.