La lección de piano La calle de los pianistas (2015), documental del realizador Mariano Nante, ingresa en el universo de Natasha Binder, prodigiosa pianista de tan sólo 15 años, heredera del talento familiar y vecina de la gran Martha Argerich. Lyl Tiempo es la primera en la generación de una familia de grandes pianistas, de esas que brillan por cada una de sus interpretaciones y viajan por el mundo entero. Su hija, Karin Lechner, y su nieta, Natasha Binder, la sucedieron ejemplarmente. Pero más allá de la cualidad “hereditaria”, el documental de Mariano Nante, La calle de los pianistas, no deja de demostrar que hay todo un trabajo detrás; el talento es apenas un puntapié. Natasha es el foco de interés, y cada uno de los pasos “hacia atrás” en el tiempo revela las diversas capas de sentido que se adosan al oficio: la pasión por el arte, la búsqueda de trascendencia, el respeto al público y, finalmente, la postergación de muchos anhelos personales. Este documental tiene varios méritos, y uno de los principales es ingresar en la vida de las tres pianistas con una cercanía notable, que en ningún momento se revela artificial. Cada diálogo, cada gesto, cada ensayo (con la consabida “prueba y error”), produce un destello de verdad. El piano, omnipresente, es entonces un elemento de aristas polisémicas, y si al comienzo se nos revela como un objeto extraño (al menos, para quienes no somos frecuentes espectadores de conciertos), poco a poco deviene en un objeto querible. La calle de los pianistas no tiene misticismo, ni tampoco sacraliza la labor musical; los viajes apresurados, el trabajo intenso, la lejanía de los afectos, también forman parte de la vida de Binder, su madre y su abuela. El film comienza con Binder a punto de tocar un concierto y esta secuencia se cierra hacia el final. Se resalta, entonces, la mirada sobre el proceso y no sobre el producto. También hay apariciones de otros pianistas “notables”, entre los que se destaca Martha Argerich, vecina de los Tiempo en Bruselas, epicentro del documental. Quien se sumerja en este delicado film, saldrá de la sala con una mirada renovada sobre el trabajo de los grandes pianistas, acaso más humana y –por qué no- menos afectada.
Música para tus ojos La Rue Bosquet está en Bruselas: allí vive en una gran casa de varias plantas la familia Tiempo-Lechner. Y en la casa de al lado, la amiga de todos, Martha Argerich. Esa calle está llena de música, porque en la primera habita una dinastía de músicos, y la de Martha está abierta a todos los artistas. El film se centra en dos de todos ellos: Karin Lechner, otrora niña prodigio, eximia pianista, y su hija Natasha Binder, de 14 años, quien sigue los pasos de su madre. El documental no da mayores explicaciones, hasta que casi al final, en una entrevista, se revela la filiación: Karin es hija de Lyl Tiempo, famosa pianista y figura tutelar, maestra de ambas, hija y nieta, y ahora enseña a su otra nieta, de tres años, hija del también pianista Sergio Tiempo. Lyl es hija de Antonio de Raco y Elizabeth Westerkamp, célebres músicos ambos. Cuatro generaciones de pianistas argentinos viven en esa mansión. El film los toma a todos ellos en su intimidad, en las charlas entre madre e hija, las lecciones de piano, la música compartida, con la evocación de una Argerich que tarda en aparecer, pero su música se oye desde la casa vecina, mientras los otros entrenan. En esa calle todos se oyen y escuchan unos a otros. Las conversaciones entre madre e hija adolescente son significativas, discusiones clásicas entre dos generaciones, aquí tematizadas por la música. Natasha, artista precoz y talentosa, sigue a su madre, pero -como toda adolescente- también quiere diferenciarse de ella. Distintos criterios de interpretación, decisiones que deben tomarse, todo esto está registrado por una cámara sutil y significante. Tenemos muy cercano el recuerdo de otro film exhibido en el BAFICI como Bloody Daughter, que presentaba un retrato crudo de la relación de Martha Argerich con su hija, realizado por esta última, Stephanie. En este, en cambio, al ser más objetiva, sin involucrarse pasionalmente, la mirada hacia los protagonistas es también más benévola. Opera prima de Mariano Nante, La calle de los pianistas es una película delicada, sensible y cálida, de amor a la música, que enseña cómo tocar Schumann -su música hilvana todo el film-, dónde reforzar una nota, o recuerda los conciertos de cuando Karin y Sergio eran chicos, gracias a un frondoso archivo de la familia y los prolijos diarios de Karin. Como detalle al margen, cuando esta película cerró el último BAFICI en el Teatro Colón, tras la proyección madre e hija dieron un recital, a dos pianos y a cuatro manos, que cobró enorme relevancia emocional y artística.
¿Cómo se puede transmitir la mística de un linaje familiar dedicado a la interpretación del piano? ¿Cómo poder reflejar la particularidad de una calle de Bruselas que supo ver crecer a varios de los pianistas más importantes del mundo? Algunas respuestas en “La Calle de los Pianistas” (Argentina, 2015), ópera prima de Mariano Nante, y que tras un gran paso por el 17 BAFICI (película de clausura en el Teatro Colón), llega a los cines con su impronta de film que profundiza, básicamente, sobre dos tópicos: las relaciones filiales y la pasión por la música. Natasha Binder y Karen Lechner son madre e hija, y ambas dedican la mayor parte de sus días a estudiar, a analizar las obras musicales y principalmente a poder mejorar su relación, que en parte, se ha visto deteriorada por las exigencias de una sobre otra. Pero esto es algo que naturalmente Karen hace. Es algo que le nace y que a ella misma le ha sucedido desde su infancia. Niña prodigio del piano, su madre Lyl Tiempo, también a ella le exigió un compromiso y una dedicación superior. “Sin sacrificio no se consigue nada” lee Natasha en uno de los cientos de cuadernos o diarios íntimos que Karen escribió desde pequeña y que le acerca para que pueda completar su educación musical, y esa frase la lleva internalizada y casi marcada a fuego en su piel sin siquiera pensarla. Pero Natasha es joven, y es rebelde. A sus 14 años aún no tiene definido si será el piano, los conciertos y la música su profesión en la vida adulta. Le preguntan a su tío en una escena si él tenía pensado esto desde pequeño, y él responde que para él era natural porque ya estaba metido en este mundo de música, sacrifico y satisfacción. Nante analiza esto a través de imágenes íntimas entre madre e hija, en una relación que entre viajes y ensayos, entre presentaciones y confidencias, entre complicidades y algunos desacuerdos terminan configurando una reflexión sobre aquellos vínculos que potencian pasiones, pero que también terminan determinando caminos sin el necesario consentimiento mutuo para lograrlos. Los planos detalles de las manos encadenan imágenes y situaciones. Los archivos personales de la familia sirven para contextualizar la historia de cada una de las tres generaciones dedicadas al piano. Pero hay un adicional, que va más allá de las escenas de enseñanza, de la música y de los espacios en los que las mujeres trabajan diariamente, y es justamente todo lo que no se muestra. En la fuerza de la ausencia de Martha Argerich, clave de la historia, vecina y amiga personal del clan, que se personifica en alguna foto perdida en algún estante o mientras se la enuncia verbalmente en algún recuerdo, hay un nivel de calidad artística que se está manifestando y al que Nante quiere apelar para contar su historia. Martha, eximia pianista, aparece también en alguna escena de estudio de Natasha, quien a través de videos de youtube la observa y analiza para poder ella también interpretar, quizás en un futuro, de la misma manera que ella. Con esta práctica Nante también habla de cómo la evolución en las maneras de estudiar música quizás hagan que el linaje al cual pertenecen las tres mujeres vaya hacia un lugar impensado, porque así como Lyl educó a Karen, y Karen a Natasha, una pequeña mujer se suma al estudio siendo Natasha quien la guie en el camino del aprendizaje del piano con métodos que quizás aún no existen. Algunas escenas de “La calle de los pianistas” son innecesarias, como las cenas y almuerzos con otras familias “musicales”, eternos viajes en los que se redunda en ideas ya explicitadas anteriormente y remarcadas con una puesta básica, que abusa del recurso de la música como nexo entre momentos diferentes y que resienten la intimidad mágicamente lograda con las protagonistas por un director al que hay que seguirle sus próximos pasos.
Vecinos y parientes en clave de sol La notable ópera prima de Nante, que tiene como eje a la familia Tiempo, todos pianistas, trata sobre una dinastía de músicos argentinos para quienes en una nota, una inflexión, una tonalidad, puede llegar a jugarse el destino del mundo. Película de cierre del último Bafici, en La calle de los pianistas lo único que importa tanto como cada sonido es cada silencio. Es lógico que así sea: la ópera prima de Mariano Nante (Buenos Aires, 1988) trata sobre una dinastía de músicos argentinos para quienes en una nota, una inflexión, una tonalidad, puede llegar a jugarse el destino del mundo. Son los miembros de la familia Tiempo, pianistas todos ellos. Protagonista: Natasha, miembro destacado, a los 14 años, de una cuarta generación que ya parece contar en su primita de 3 con una segunda representante. En la musicalidad de su forma, la película de Nante espeja la de su contenido.“Pasame el pie de la clave de sol”, pide Sergio Tiempo a la inminente niña prodigio del clan, su hija Mila, para colocarle el zapatito en el pie derecho. Sergio, de cuarenta y pico, es hermano de Karin, ex niña prodigio que lleva el apellido Lechner. Karin es la mamá de Natasha Binder, que supo tocar en el Colón a los diez, y en el presente de la película está por dar un concierto en Bruselas, donde viven todos. Incluyendo a babascha Lyl, madre de Sergio y Karin e hija de Antonio de Raco, legendario formador de músicos argentinos. Para completarla, todos ellos son amigos y vecinos de Martha Argerich, que vive en la casa de al lado. De allí el título.“Escuchá, ésa es Martha”, avisa Alan Kwiek, otro pianista que vive en esa asombrosa Rue Bosquet, durante un almuerzo de domingo con amigos. Que, por supuesto, son músicos. Y todos dejan de comer y paran la oreja, para escuchar gratis a la genial vecina de al lado. La calle de los pianistas es, entre otras cosas, una oda a la burbuja creativa, al territorio de unos pocos metros cuadrados en los que se gesta arte. ¿Arte sublime? Tal vez, pero ejercido, practicado y trabajado como duro oficio. Para decirlo en términos musicales, uno de los leitmotiv de La calle de los pianistas es la vecindad. En todos sus sentidos: el endogámico, el protector y también el persecutorio: Alan Kwiek confiesa que no lo pone nada tranquilo eso de que otros pianistas anden escuchando sus ensayos a través de las paredes.Otro leitmotiv es, claro, el de la familia, que curiosamente entraña exactamente los mismos sentidos que la vecindad. La familia aparece claramente centrada en el eje abuela-mamá-nieta: un matriarcado en pleno funcionamiento. El abuelo ocupa el rol de actor (muy) secundario. Hasta el punto de que lo único que se sabe es el apellido. Se lo ve, siempre al lado de su esposa, en dos o tres reuniones familiares. Cosa que no sucede con el señor Binder, a quien no se lo nombra ni se lo ve, ni en lo que dura una semicorchea. Un tercer leitmotiv, algo más oculto, es el de la transmisión de afectos y conocimientos, que se manifiesta entre las tres generaciones del clan. “Mi amor” es posiblemente la frase no musical más reiterada a lo largo del metraje.No por estar ingresando en la adolescencia, ese encanto de chica que es Natasha (encanto natural, a diferencia de los sobrecargados niños prodigio del cine de ficción) deja de amar a mamá Karin. Mamá mira a Natasha y los ojos negros se le derriten. Basta que se siente a tocar una canción infantil con su otra nieta para que la abuela, severísima idische bobe, se convierta en otra miel. Y sin embargo, ¿cuánto habrá de mandato, de imposición latente, en ese destino familiar del piano? La película, que es cero periodística, no pretende responder eso ni ninguna otra cosa. Cine puro, La calle de los pianistas no investiga. Muestra, filma, encuadra, corta. Permite adivinar la severidad de babascha Lyl, la hipertensión de Karin cuando se pone exoftálmica, cierto grado de presión en Natasha, que en una escena llega a quejarse, casi sin que se advierta, del amoroso hinchapelotismo de mamá Karin.Como viene sucediendo últimamente (ver Carta a un padre, de Edgardo Cozarinsky, El color que cayó del cielo, de Sergio Wolf, la actualmente en cartel Damiana Kryygi, de Alejandro Fernández-Mouján, la próxima Al centro de la Tierra, de Daniel Rosenfeld, productor ejecutivo de ésta, la mismísima Bloody Daughter, de Stéphanie Argerich), un documental vuelve a tener un grado de elaboración visual, de exquisitez incluso, que desmiente que sea éste el campo exclusivo de lo urgente. En términos narrativos Nante deja coexistir, de modo absolutamente orgánico, todas las líneas –la de la vecindad, la de la burbuja, la de lo familiar, la del matriarcado, la de la transmisión, la de la producción familiar de niños prodigio– sin permitir que ninguna predomine.La seguridad en el uso de los materiales que exhibe Nante es asombrosa, teniendo en cuenta que filmó la película a los 26. ¿Joven prodigio? Lo más prodigioso de este film de prodigios (Natasha es, más allá de lo musical, un prodigio de calma casi zen, en medio de una familia en la que la tensión subyace) es la absoluta invisibilidad de la cámara, el drástico borrado del aparato cinematográfico. Lo cual da por resultado una muestra de cinéma verité en la que, paradójicamente, los planos parecen tan poco librados a la improvisación como las notas que los Tiempo tocan al piano.
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Un trabajo personal y único en su rubro En el documental más que en la ficción existe el azar, la casualidad que debe aprovecharse, el impensado cambio de planes. Mariano Nante y su equipo de trabajo tenían la intención de filmar un documento sobre la calle Rue Bosquet en Bruselas pero entre viaje y viaje a Bélgica surgió la idea de una ficción –guión de por medio– sobre ese paisaje en donde (con)viven la adolescente Natasha Binder, Karin Lechner, Lyl Tiempo, Martha Argerich y la pequeña aprendiz Mila, de tres años, todas ellas abocadas al piano, celebradas figuras en lo suyo e integrantes de un grupo familiar (y artístico) que representa la dedicación y el amor a la música. Esa calle, por lo tanto, se convirtió en un relato cinematográfico encabezado por un clan musical y allí mismo estuvo la cámara de Nante para registrar el proceso creativo, el rigor profesional, la pasión por la música, la fusión de imágenes del pasado con el presente familiar y artístico, las palabras y los gestos que certifican el porqué La calle de los pianistas es un trabajo personal y único en su rubro. Pero Nante y la historia que se cuenta no escarba sólo en el aspecto musical, sino que también profundiza la relación madre e hija, la enseñanza certera, el consejo eficaz para que la herencia continúe y la joven Natasha represente el mandato familiar. En efecto, no resulta conveniente en estas líneas aclarar los lazos familiares que unen a los Lachter y los Tiempo, como tampoco el rol de soporte secundario que dentro de la trama adquiere Martha Argerich, primero en el fuera de campo y luego a través de su cuerpo y voz. Es que el relato fluye de lo individual a lo grupal, del momento íntimo a la presentación a teatro lleno, del ensayo sobre la obra de Schumann hasta la performance expresada con deleite, sabiduría y conocimiento. La calle de los pianistas va más allá del género musical que profundiza con elocuencia: refleja, en todo caso, con una extrema sensibilidad y amor por la música, cómo un grupo de mujeres puede transmitir su pasión al otro, junto a sus conocimientos y profesionalidad extremos, sin caer en divismos y elitismos de clase.
Cómo aprender a vivir con y del arte Una de las mejores sinopsis leídas en el último año corresponde a La calle de los pianistas. Dice así: "En una pequeña calle de Bruselas hay una inusual concentración de pianistas: de un lado, la casa de Martha Argerich; del otro, la de los Tiempo-Lechner, cuatro generaciones de prodigios pianísticos. Con apenas 14 años, Natasha Binder es la heredera de una dinastía, su última gran promesa. En los diarios de su madre -quien también fue una niña prodigio-, en los videos familiares, en los pianistas de la casa de al lado, Natasha busca respuestas a una pregunta esencial: ¿qué es, en definitiva, ser pianista?" La calle de los pianistas es la ópera prima de Mariano Nante (Buenos Aires, 1988), fue la película de clausura del último Bafici con una proyección en el Teatro Colón y cumple con lo que promete la sinopsis. Y, afortunadamente, entrega mucho más. El centro de la película lo constituyen Natasha y su madre, Karin Lechner. También es fundamental Lyl Tiempo (hija de Antonio De Raco), abuela y madre, respectivamente, de Natasha y Karin. Y hay más familiares de diferentes edades -ya se empieza a ver el futuro, en constante sucesión musical por herencia y por pedagogía- y no falta la vecina Martha Argerich. En esa relación entre Natasha y Karin este documental diáfano encuentra su centro, su energía, y también su comedia y su tensión: es imposible actuar ese vínculo y ese choque -civilizado, pero con chispas- entre madre e hija. Dos personalidades fuertes, dos bellezas evidentes aunque muy distintas, dos talentos que se manejan de forma diversa, que encaran el mundo y el arte -y sus reenvíos- desde sus personalidades. Enseñanza, aprendizaje, viajes, debuts, recuerdos: La calle de los pianistas es un documental sobre un lugar, sobre una familia, sobre el tiempo y los Tiempo, sobre el esfuerzo por continuar una tradición y sobre el privilegio de dedicarse al arte. Y todo eso fluye sin esfuerzo, como si fuera fácil acumular todos esos temas de forma tan grácil. En una acertada decisión estructural, vemos al principio y cerca del final la misma escena de Lechner y Binder en un auto. La segunda vez sentimos lo que nos hacen sentir los buenos documentales: que ahora miramos de otra manera, que conocimos algo de las protagonistas y de su mundo, y que en los recovecos de sus historias hay más material para otros relatos igual de atractivos, concisos y enriquecedores, como lo es este documental desde el principio, incluso desde su sinopsis.
Madres e hijas de la música Retrato humano de la pasión familiar por la música, el piano, sacrificio y goce de generación en generación. Es cine en código musical accesible para todo el mundo. Madre e hija crecieron atravesadas por la naturalidad, la tensión y la pasión por un instrumento: el piano. Karin Lechner, la madre, y Nastasha Binder, su hija, grandes protagonistas de La calle de los pianistas, parecen actrices en el documental de Mariano Nante que, a través de una atmósfera íntima y agradable, borra rastros de su factura técnica bajo la poderosa imagen de una familia naturalmente musical. Es una historia de pianistas, rodeados de pianistas, con anclaje en Bruselas, en la calle que desde 1982 cobija a la familia Tiempo-Lechner, “notable dinastía de pianistas argentinos”. La historia cuenta que cinco años después se mudó a la casa contigua Martha Argerich, pero el dato es casi anecdótico, ya que Martha aparece poco en el filme, sirve más como gran evocación. La película avanza sobre la educación musical de Natasha. Con 14 años, es el piano joven de la calle, aunque luego veamos a Lyl Tiempo y a la misma Natasha transmitir su herencia a la más pequeñita de la casa. Es un mandato en estas casas con muchos pianos, diálogos cotidianos, reuniones familiares y de amigos en las que el tema es la música. “¿Son o no los pianistas los más excéntricos de los instrumentistas?”, se preguntarán. Hay ensayos, viajes, búsqueda permanente de una personalidad musical, recuerdos y conciertos. ¿Por qué quieren ser pianistas? ¿Cuándo saben que lo serán? Y un proceso de maduración musical y humana que crece en paralelo. Con los problemas de madres e hijas, con el reclamo de afecto. “Mamá, quiero que vuelvas, quiero abrazarte”, implora Natasha desde el Skype durante un viaje de su madre. Compartimos con las escenas de Nante la perspectiva de Karin, que espía tras bambalinas los conciertos de su hija, que revela sus momentos de duda, y revisa diarios sopesando el sacrificio y la recompensa del arte. También podemos ser Natasha, viéndose en un video infantil, diciendo que desde la panza de su madre se sabía pianista. Lo es. Pero ahora, cuando se lo preguntan prefiere evadirse. Aunque avance, por inercia familiar, por la historia de sus últimas generaciones, por un camino predestinado. Una familia argentina en Bruselas, grandes conciertos en el Colón, contados con el lenguaje universal de la música, un idioma de emociones, sueños y dudas.
El camino de la pianista En la Rue de Bosquets en Bruselas viven en dos casas contiguas, separadas por una medianera, de un lado la familia Tiempo-Lechner, y, del otro, Martha Argerich, conocida por abrirle sus puertas a músicos de distintas edades y nacionalidades. En ese espacio literalmente lleno de música vive con su madre, Karin Lechner, la joven Natasha Binder que, con varias generaciones de pianistas y niños prodigio en su familia y una carrera musical ya comenzada, se plantea si efectivamente eso es lo que desea para toda su vida. Luego del título vemos un cartel que nos da la información sobre quiénes viven en cada casa; esto podría llevarnos a pensar que el espacio será el protagonista del documental. Sin embargo, el film se estructura alrededor de la joven prodigio, “la última promesa de la Calle” y la relación con su madre Karin y, en menor medida, Lyl y Sergio Tiempo. Los momentos más interesantes son, entonces, aquellos que nos llevan a la intimidad de esta familia. Por eso, aunque siempre se agradece la presencia de la querible y sabia Martha Argerich, al no interactuar con los Tiempo más que escuchando a través de las paredes y siendo escuchada a través de ellas, su presencia no termina de estar demasiado integrada en la historia. Lo que más se destaca de la construcción de esa Calle es entonces no sólo la presencia de figuras de renombre internacional, sino la omnipresencia de la música en todos los ámbitos de la vida de estas personas, retratando algunos detalles entrañables: Sergio no le dice a su hija que se ponga la media en el pie derecho, le dice “en el pie de clave de sol”. La elección de un registro observacional ayuda también a construir la intimidad que necesita el relato, por lo que fue inteligente no utilizar entrevistas directas. En cambio, Nante deja que sea Natasha quien pregunte a sus familiares y colegas sobre sus experiencias, lo cual hace al film rico en diversidad de opiniones, a la vez que refuerza la mirada, llena de dudas, de la joven. Si bien hay muchas escenas donde vemos a los distintos músicos de la casa ensayando, son particularmente interesantes aquellas en las que un miembro de la familia le da clases a otro. Aunque en ellas podemos presenciar momentos muy íntimos (los propios intérpretes cuentan que no les gusta que otras personas escuchen sus ensayos) hay a su vez algo tan personal que parece estar fuera de nuestro alcance, en un lugar al que no llegan ni las imágenes cinematográficas ni las palabras; probablemente, el lugar de la música. Se destaca particularmente la clase que le da Lyl a Natasha, que no sabe cómo terminar su interpretación de las Kinderszenen, las Escenas Infantiles, de Schumann. Más allá de la belleza propia de esa suite, las metáforas o analogías que sugiere la hacen una excelente elección para ser el fragmento más trabajado por Natasha a lo largo del film. Quizás porque así como Natasha se pregunta cómo debe ser esa despedida musical, no sabe cómo ni cuándo despedirse de su lugar de niña tanto en lo profesional como en su familia. Lo importante es que, incluso viviendo en La Calle de los Pianistas, tiene la posibilidad de hacerse ésta y más preguntas, para ir haciendo su propio camino.
El documental de Mariano Nante se basa en la coincidencia de una calle de Bruselas, la rue Bosquet, donde viven en edificios linderos Martha Argerich y la familia Tiempo, formada por maravillosos pianistas. En la casa de los Tiempo esta la matriarca Lyl Tiempo, sus hijos Sergio y Karin y la hija de ella Natasha, todos ellos conviviendo con su categoría de genialidad. Interesantísimo
Una de las sorpresas del cine argentino de esta temporada se presentó en la pasada edición del BAFICI como cierre de la programación con una función de gala en el Teatro Colón. El evento incluyó música en vivo con una performance de piano de dos de las protagonistas. LA CALLE DE LOS PIANISTAS es el documental con el que el realizador Mariano Nante retrató a la familia de músicos que integran Karin Lechner, su hija Natasha Binder, el hermano de Karin, Sergio Tiempo, todos ellos herederos de Lyl Tiempo, madre de los hermanos y maestra del instrumento. A la vez, la película está filmada en gran parte en Bruselas, donde ellos viven, justo al lado de la casa de otra gran pianista argentina, nada menos que Martha Argerich. La película es un retrato de un mundo en el que la música circula como el alimento cotidiano, con ejecutantes que escuchan detrás de las paredes lo que otros hacen, y que hablan, ensayan y se preparan para giras y conciertos. Pero, más que nada, es un retrato de la pequeña y prodigiosa Natasha, que tiene un descomunal talento para su corta edad. Y, especialmente, de la relación con su madre, que la sigue, acompaña y ayuda en sus progresos musicales. lacalle1El director logró un grado de intimidad con los personajes que es inusual, al punto que parece ni notarse la presencia de la cámara a lo largo del filme, capturando detalles muy personales, especialmente de Natasha y su madre. El centro del filme, además de la calle en cuestión, es el momento que atraviesa la niña, uno en el que tal vez deba decidir si se dedicará por completo a la música o si preferirá tener la vida es un adolescente, digamos, normal. Tomando en cuenta la herencia familiar y el descomunal talento de Binder, de todos modos, no parecen quedar muchas dudas. Además, es claro que la música se vive en ese núcleo con placer, algo que la transforma en cierto modo en una especie de correctivo de WHIPLASH, el éxito del año pasado que mostraba que para triunfar en el mundo de la música (allí el jazz, aquí, clásica) había, básicamente, que sufrir, trampear, maltratar, agredir y sacrificar cualquier relación personal. LA CALLE DE LOS PIANISTAS no evita esos tópicos. Queda claro que es una carrera que implica sacrificios y esfuerzos, pero una que se vive de manera placentera cuando se hace rodeado de afecto, cariño y comprensión de los profesores, compañeros y de los seres queridos.
Una calle luminosa, un documental de interés Familia de pianistas y vecinos de la Rue Bosquet, en Bruselas, donde viven muchos músicos y entre ellos varios pianistas de renombre internacional. Por allí circulan Lyl Tiempo (hija de Antonio De Raco y Elizabeth Westerkamp, y por tanto nieta artística de Vicente Scaramuzza), sus hijos Sergio Tiempo y la otrora niña prodigio Karin Lechner, su nieta adolescente y prodigio actual Natasha Binder y una nieta preescolar que aún no es música pero que parece destinada a serlo. Pero por allí viven también otros argentinos virtuosos, como los pianistas Alan Kwiek y Martha Argerich. La extrañeza de una calle tan particularmente nutrida dio pie a la crítica musical Sandra de la Fuente para pensar una película que partió de una buena idea: meterse, a manera de documental intencionadamente desprolijo, en la cotidianeidad de toda esa gente con amplia mayoría femenina. La calle del título es apenas una mención en el comienzo del film; la sorpresa que puede tener el espectador es el hecho de que todos se escuchen mutuamente mientras practican o ensayan; y que tengan además algo para decir. Y lo más atractivo ocurre cada vez que alguien dice "esa es Martha", o "Martha está en su casa", con la admiración que casi todos expresan hacia la ilustre argentina. Con esos elementos, entre los que se cuelan pequeñas rencillas familiares, una parte de una entrevista a Karin Lechner realizada en Radio Clásica por la propia De la Fuente, fragmentos de algunos de los diarios personales de la pianista, retazos de actuaciones en Europa y en la Argentina, la película transcurre sin mayores altibajos. Para espectadores no iniciados, no termina de ser claro el grado de parentesco, cuando lo hay, que une a los protagonistas. Todo circula centralmente en la relación artístico-filial de Karin y Natasha y el resto, aun Martha Argerich (cuya presencia es prácticamente un cameo; si hasta el contestador telefónico de su casa forma parte del asunto) son invitados especiales al banquete. Con partes cargadas de diálogos que pueden resultar algo tediosos, "La calle de los pianistas" tiene a la vez momentos de belleza estética muy altos, sobre todo cuando la cámara de Nante se atreve a salirse del encierro de las paredes de los domicilios y "caminar" un poquito por Bruselas. Y, claro, da gusto escuchar a esta gente tocando el piano en los recortes de los conciertos en vivo; salvo cuando la música que eligen es la de Piazzolla.
Presentada en el cierre de la última edición del BAFICI, en el Teatro Colón, La calle de los pianistas acerca al público a la intimidad de la familia de pianistas Lechner-Tiempo. Desde el primer piso de una antigua pero aristocrática casa de una calle de Bruselas se escucha el sonido que emite un piano. Una melodía clásica tocada con pasión. Es difícil distinguir quién lo toca. En esa casa, la abuela, la madre y el tío de Natasha Binder, protagonista del film, son pianistas. Incluso, la vecina pared a pared es pianista, una tal Martha Argerich. No es muy difícil adivinar a que alude el título del film de Mariano Nantes, que se introduce en la intimidad de una dinastía musical que ha recorrido el mundo. El centro del documental es Natasha, una joven de 14 años, que en pocos días va a dar su primer concierto junto a su madre, la prestigiosa Karin Lechner. Nantes no se mete en la vida privada-sentimental de la familia. Prefiere evitar el relato biográfico tradicional para concentrarse en el entrenamiento, los ensayos, las expectativas, el miedo, los nervios, la preparación de Natasha para el concierto, que le permitirá regresar a Buenos Aires, la tierra natal de su familia. El documental exhibe una clásica relación madre-hija, donde ambas comparten una misma pasión, un mismo destino. Tres generaciones de pianistas unidas por un espacio común y el amor hacia un instrumento. Abuela y madre narran a Natasha sus propias primeras experiencias, le transmiten sus conocimientos, pero también las presiones que sentían, las inseguridades frente a cada concierto. Estructurado a través del diario de Karin y sesiones musicales, La calle de los pianistas es un trabajo curioso, íntimo e irónico. Sergio Tiempo, notable concertista hermano de Karin, también participa e intenta empezar a transmitir su conocimiento a su joven hija de 4 años, que ya es un prodigio musical. El arte se lleva en la sangre. Es simpático también ver a una Martha Argerich descontracturada, de entre-casa, entrando y saliendo del hogar de los Lechner-Tiempo. Impecable visualmente, prolija y con un meticuloso trabajo de montaje sonoro, el largometraje de Nantes sigue a los personajes sin intervenir, como testigo, metiendo al espectador como miembro silente de un departamento que respira música. La orgánica vida de Natasha frente a las cámara, la honestidad que transmite es lo que lleva adelante un film meticuloso pero simple, que no cae en lugares comunes. Nantes le da la oportunidad al espectador de disfrutar en primera fila, hermosos conciertos de piano y también una relación afectuosa. La calle de los pianistas muestra el costado humano de una familia de artistas, con el talento impregnado en los genes. Un afectuoso retrato/homenaje del talento argentino que brilla en el mundo.
Un aire de familia y genialidad Muchos temas se involucran en La calle de los pianistas: la familia, la genialidad, el arte y su modo de ejercerlo, el estudio y el trabajo como una forma de alcanzar la perfección, la vanidad, la presión sobre los jóvenes talentos, las herencias, lo vocacional. Y lo realmente formidable en este documental del director Mariano Nante, de apenas 26 años, es cómo todos estos asuntos aparecen sin anularse unos a otros, y sin mayores remarcaciones. Es evidente que esto se debe al método de trabajo del realizador, que utiliza una cámara entre sutilmente curiosa e intrusiva, para meterse en la intimidad de un grupo de artistas (y especialmente de una madre y una hija) sin violentarlo ni llevarlo a los límites, y sólo con el deseo de registrar, mostrar, explicar sin discursos cómo es ese momento en el que lo genial se va edificando. Si Nante triunfa en el intento es porque elude toda prepotencia periodística y se dedica a registrar con ojo cinematográfico. El punto de partida es sencillo: hay una calle en Bruselas que está dominada por los pianistas. Para más detalles, argentinos. En una casa vive Martha Argerich y en la vivienda de al lado, la familia Tiempo-Lechner, que incluye a Lyl Tiempo y su hija, Karin Lechner, y a su nieta, la adolescente Natascha Binder, hija de Karin. Todas tienen un origen en Antonio de Raco, el padre de Lyl, que fue un gran maestro de músicos argentinos. Pero además todas tienen un mismo talento al piano, y a su alrededor también van apareciendo otros talentos, algunos familiares y otros amigos. Ese núcleo, sin mayor absorción del afuera más que para ver al grupo sobre un escenario, es lo que La calle de los pianistas muestra con sutileza, emoción y cariño por sus personajes. La película no nos explica que esas personas que vemos allí son genios, talentos enormes. Lo intuimos, en primera instancia porque les han dedicado un documental (e inconscientemente damos por hecho que aquello que aparece reflejado ante una cámara tiene su cuota de fascinante), y en segunda instancia porque la historia de estas mujeres está al alcance de un clic en Internet. Este recorte que decide hacer Nante -que se mantiene en un off absoluto- permite que nosotros, incluso totalmente neófitos en el asunto como quien suscribe, pueda descubrir por cuenta propia la calidad de las intérpretes. Es una apuesta que confía totalmente en el espectador, en su capacidad para asimilar lo que ve, pero que también confía en el arte como un método expresivo que visibiliza las emociones. Y en el poder iconográfico del cine. El director sabe que incluir un busto parlante diciendo lo bien que toca el piano Natascha Binder sería redundante y además minimiza el arte, lo achata: el talento se demuestra, no se explica. Si la tenemos a la chica tocando ahí, para qué andar explicándolo. Hay grandes momentos, como esa reunión de músicos en la que se habla sobre los miedos al subirse al escenario o el pánico a ensayar ante el oído de los demás, también esa confesión de cómo una actividad que se practica desde niño deja de ser una decisión para convertirse en otra cosa no demasiado clara (¿esta gente podría ser otra cosa que pianista?), o cuando madre e hija descubren que tienen diferentes formas de ejecutar el piano, que eso es saludable y en esa diferencia logran encontrarse. O esa genial escena en la que dos músicos escuchan, muro por medio, a Martha Argerich practicando. Lo que está siempre en primer plano en estos momentos es que no existe lo innato, que el talento, el prodigio, el genio, es algo que se educa y se trabaja, que nadie va a salir tocando el piano de la noche a la mañana y por arte de magia. Algunos podrán interpretar a La calle de los pianistas como una cachetada al concepto que elucubraba Whiplash, en el sentido de que aquí vemos un marco totalmente afectuoso donde el cariño prima. Hay algo de cierto, pero también detalles que nos permiten ver que aquello del rigor está implícito en la educación: Natascha, casi entre murmullos, resalta la hinchapelotez de su madre, quien a su vez está un poco obsesionada con no encontrar parecidos físicos entre ella y su hija, aunque esa obsesión puede significar otra cosa y vincularse con el arte que comparten. Pero hay aquí dos datos fundamentales: uno es que aquí no hay gente reinventándose como genio, sino que ese arte que desarrollan se mama desde la más tierna infancia y por consiguiente la búsqueda de la perfección es sólo un recorrido lógico; y segundo y clave, es que estamos en un marco de amigos y, especialmente, familia. Entonces, siempre pensando a la familia y la amistad desde un punto de vista honesto y humano (sabemos que hay familias y familias), La calle de los pianistas evidencia que esa contención es clave, pero sólo posible en un marco excepcional como el que muestra este film. Mariano Nante logra un documental realmente placentero, de una pericia formal notable (el montaje durante los conciertos del final es sumamente preciso) y en el que la indagación en la intimidad, clave del documental, alcanza momentos fascinantes.
Y aquí otro film que es “más que argentino”. La historia de una calle de Bruselas donde viven muchos pianistas célebres, desde Martha Argerich hasta la protagonista del film, una joven prodigio heredera de una dinastía. La película es de una ternura y una calidad notables, refleja un mundo único y permite al espectador sumergirse en la creación artística y sus bellezas, además de plantear preguntas y sugerir respuestas. Otro imperdible.
LA CALLE DE LOS PIANISTAS, de Mariano Nante.- “En una pequeña calle de Bruselas hay una inusual concentración de pianistas argentinos: de un lado, la casa de Martha Argerich; del otro, la de los Tiempo-Lechner, cuatro generaciones de prodigios pianísticos”. Este cautivante documental pregunta: ¿qué es, en definitiva, ser pianista? Esos muros sólo escuchan música. Consejos, ensayos, comentarios, grabaciones. La cámara no se entromete, anda en puntas de pie por un escenario que también deja ver los egos, las exigencias, los mandatos, las dudas. Los melómanos lo disfrutaran más, por supuesto, pero el film atrapa a todos con su puesta sencilla, sutil y sensible. Karin y Natasha, madre e hija, ocupan el centro de la escena. Desde allí se abren los temas: el paso del tiempo, las diferencias entre una y otra, el cariño, los compromisos, la actitud de Natasha (un encanto de frescura) contra un mandato que le inspira devoción, sueño y temores. En un almuerzo dominical, tras la pared escucha a la ilustre vecina, Marta Argerich, que está ensayando y ellos harán silencio para disfrutarla. Los nervios del debut, el eterno embrujo que despierta la música, la rigurosa disciplina, la herencia, todo cabe en esa casona que es academia, hogar, escuela de práctica y rincón de amigos. Un lugar que transmite no sólo música, también emociones, afectos, enseñanzas y rumbos. ¿Cuándo decidiste ser pianista? Le preguntan a un habitante de esa casa. “Yo nací pianista… no lo decidí ”, como avisando con naturalidad que lo de ellos es más un destino que una elección.
Cuando estaba por entrar a la función, me anticipan que esto que vamos a ver es cine y música en conjunción y armonía perfecta. Si bien no defrauda no es lo que esperaba, para mi la conjunción perfecta estaba establecida en films como ”Amadeus” (1984), “Amada inmortal” (1994), o más alejadas en el tiempo con un registro mnemónico difuso “Sombras en la nieve” (1944), o “La otra cara del amor” (1970). Sin embargo, “La calle de los pianistas”, dirigida por Mariano Nate, coautor del guión junto con Sandra de la Fuente, se introduce en la relación entre Natasha Binder y su madre Karin Lechner Este dúo compone el centro esencial referente en el que se cimienta toda la película. “La calle de los pianistas” no es un documental ortodoxo, no hay entrevistas, podría hasta verse como un documental ficcionalizado, o una ficción documentada, la cámara juega como testigo, es al mismo tiempo invisible e invasora, intenta ser una cámara oculta que registra la relación de esa madre y esa hija, nada comunes, pero cotidianas, identificables, relación de conflicto como manda la que se establece entre una adolescente y su progenitora, más allá de la genialidad y el talento, de sus protagonistas aceleradas, equívocas, humanas. El piano es más un mandato ancestral que un destino familiar en esa casa, y ese precepto tiene sustento y proyección en la abuela Lyl Tiempo, la madre de Karin, mientras que la adolescente Natasha, con solo 14 años, tiene sus propios deseos, incertidumbres, placeres, y una imperiosa necesidad de establecer un corte, tomar aire. Situación que Karin parece respetar, más por amor que por convencimiento, claro que nunca deja de observarla, enseñarle e instruirla. Esa entrañable tirantez entre madre-hija es el tema principal, pero no el ideal a desarrollar. Todo, o casi, transcurre en la casa ubicada en la rue Bosquet, en Bruselas. Su vecina es Martha Argerich. Las viviendas son contiguas una de otra, similares, están sólo separadas por una medianera, varios pisos, pero la saludable “competencia” se registra en la cantidad de pianos que poseen. Marta es conocida por ser una gran anfitriona, siempre aparece alguien para ejecutar música y alguien que oye, no para juzgar sino por el mero placer de oir. La película, es eso, la demostración cabal de que la gente debe prestar oídos para escuchar y ser escuchada. Madre e hija, no hay un relato, si un correlato, de una película que indaga todo el espacio temporal, lo seduce y lo constituye perspicazmente. Marcel Proust describió la música como un vehiculo del lenguaje humano: “La música es como una posibilidad que no se ha realizado: la humanidad ha tomado otros caminos, el del lenguaje hablado y escrito”. Una lastima, se podría decir.
La vida secreta de los pianos Breves apuntes dispersos sobre una maravilla oculta: en una calle de Bruselas más o menos anónima, no demasiado rutilante a la vista, que la cámara tiene la delicadeza de tomar de noche, con las ventanas abiertas emitiendo una extraña calidez lunar, viven y trabajan tres generaciones de pianistas de origen argentino, cuyo modo declinativo se formula así: Tiempo, Lechner, Binder. La calle de los pianistas, esta película singular, bien podría ser tranquilamente la joya secreta de la cartelera porteña actual. Por supuesto, también hay que decir que los pianistas de marras no son músicos de tres al cuarto sino lo más parecido a artistas geniales que podamos concebir. La película es una indagación poética conmovedora acerca del estatuto de lo genial, no desde el punto de vista de su interés ontológico sino sobre el momento jubiloso de su manifestación, ese temblor sutil donde la naturaleza del genio parece enviar señales inequívocas de su existencia. Al mismo tiempo, desde la primera escena, con una elegancia que parece flotar grácilmente en cada uno de sus planos siempre discretos y precisos, La calle de los pianistas ofrece una impugnación rotunda sobre el carácter problemático, esencialmente infeliz de la vida de los artistas; el apartado “vida entregadas a su arte”, en efecto, se desentiende esta vez de cualquier atisbo de sordidez remanida que llena los casilleros del rubro con una avidez maratónica, empeñada en ver una suerte de lado oscuro como la contrapartida indispensable de todo artista de valía que se precie. La película ofrece imágenes felices pero nunca ingenuas, en las que Karin Lechner y su hija de catorce años Natasha Binder (sobre todo ellas dos, el núcleo evidente del film) ensayan el piano a cuatro manos, leen distraídamente los extraordinarios diarios personales de juventud de Karin, desperdigados en pilas de cuadernos de toda clase, o compran un vestido para que Natasha luzca en una futura presentación a dúo de las dos mujeres. Cuando Karin Lechner responde al micrófono en un programa de Radio Nacional en el que es entrevistada antes de su presentación en el Colón, la voz fuera de cuadro de Sandra de la Fuente le concede cómicamente la posibilidad de un suspiro cuando se menciona a Natasha. La película hace de la lidia constante entre madre e hija, amorosa y a veces secretamente tensa, el núcleo elusivo del relato. La calle de los pianistas es también una película acerca de la trasmisión del saber. La prosa exquisita de Lechner se convierte en el salvoconducto a través del cual la hija descubre una madre joven en el trance de dudas, tribulaciones y tenacidad que conforman ahora también una parte de su mundo, su vida de mujer-niña como artista singular. La película empieza con un plano detalle en el que se puede apreciar cómo se produce el sonido del piano cuando es golpeada una cuerda, revelando una trastienda que tendemos a olvidar del instrumento, su naturaleza ineludiblemente percusiva. Como si allí habitara un espíritu que hay que sacar a la luz. Del mismo modo, el realizador Mariano Nantes parece buscar con denuedo y sensibilidad una cierta cualidad del trabajo artístico no tan publicitada, relacionada con el juego, con la ligereza y con la tranquila fluidez con la que los músicos se afanan sobre su instrumento, sin pausa y con intensidad, pero también sin una carga traumática que se ofrezca como corolario de una entrega a un oficio difícil, sin concesiones. Cuando Lil, la madre de Karin, le da lecciones a la pequeña Mila, hija de Sergio Tiempo, el clima del trabajo en conjunto forjado en el calor del cariño y el reconocimiento mutuos produce escenas de una gracia formidable. Pero la emoción menos esperada de la película, para quien esto escribe, surge de un momento en particular, muy preciso: aquel en el que se puede ver una grabación de Natasha Binder a los ocho o nueve años en una presentación acompañada por una orquesta. En dos o tres planos previos, la niña Natasha inspecciona con displicencia el escenario, hace algún comentario acerca de la proximidad del público que ocupará esos asientos que ahora lucen vacíos (la distancia se le antoja demasiado estrecha) y se pasea no muy convencida de un lado al otro con pasos zancudos (la niña ya es delgada como un junco). Entonces, sin previo aviso, la vemos tocar, los músicos veteranos alrededor de su figura leve inclinada sobre el piano; las caras luminosas de los que han asistido esa noche para ver a la niña genio, el avatar más reciente de la familia. Esa emoción, entonces, misteriosamente, es algo de otro mundo: ver a esa chica tocar, incluso para los que no estamos entrenados en las minucias técnicas de la ejecución de la llamada “música culta”, depara un shock para el que nada nos ha preparado. Pero no es sólo verla tocar: es su naturalidad y su entrega, pero también, por qué no decirlo, su arrogancia. Una cosa acaso un poco animal, capaz de arrancar lágrimas, que también resulta ser etérea, ferozmente inasible. En ese momento, se me ocurrió que mediante aquella grabación sin mayor lustre ni intención artística que la película incluye en su seno con un sentido de la oportunidad clarividente, estaba asistiendo, ni más ni menos, a la manifestación de un don: eso que llaman genio y que la Calle de los pianistas rodea y ausculta sin pretender confinar jamás en un sentido concluyente.
Tuve la mejor privada que se pueda tener de La calle de los pianistas que se estrena esta semana. Fue en el cierre del BAFICI en el Teatro Colón, recordado como uno de los mejores desde su primera edición. Proyección que fue seguida por un concierto de piano exclusivo de Karin Lechner (madre) y Natalia Binder (hija) protagonistas del film. Tras los 85 minutos, el escenario del máximo teatro argentino emergió con el piano y ambas madre e hija replicaron en vivo, de alguna manera la relación particular que se ocupó de registrar el documental. Opera prima del realizador argentino Mariano Nante, La calle de los pianistas, está basado en su propio guión escrito junto a de Sandra de la Fuente, La calle del título es Rue Bosquet, en la ciudad de Bruselas donde la pianista Martha Argerich tiene una residencia, y cerca, la casa de los Tiempo-Lechner, tambien argentinos y su niña prodigio, Natasha Binder: joven catorce años, Karin Lechner, sobrina de Sergio Tiempo, nieta de Lyl Tiempo y bisnieta de Antonio de Raco y Elisabeth Westerkamp. “Mucho linaje pianístico como para poder escapar a su mágico embrujo.” decía una nota en Argentina antes de su tambien en el Colón a los 10 años. Con modo de falsa observación, la cámara se entromete en la intimidad de los ensayos, las cenas, las reuniones familiares, las charlas de madre-hija, una relación basada en una pedagogía amorosa, cerebral, en la visión de diarios personales y familiares o revisión de videos anteriores, el concierto. Una casa con cinco pianos, dice Sergio Tiempo, en uno de los momentos del film. “Para nosotros el piano es natural, es nuestra voz musical”. El piano, la música como forma de ser. El escenario como espacio natural. Y asi es: uno de los logros del trabajo de Nante es insistir en la repetición de ciertas lecciones, o las disposiciones a la enseñanza familiar de una generación a la otra, de abuela a madre, de madre a hija de hija a prima, sin caer nunca en algo redundante. El sentido de esa trasmisión es el concepto fundamental de la enseñanza musical. Algo que la pelicula traspasa hacia la platea de una manera fluida y natural. La continuidad en vivo con las piezas de Bach, Mendelsohnn, Ravel, Piazzolla fueron un bonus track de una celebración íntima que confundió pantalla y teatro. Una fiesta. La calle de los pianistas producida por el realizador Daniel Rosenfeld, junto con Mariano Nante, Sandra de la Fuente, Gaspar Scheuer yLuciana Corti se estrena este jueves 11 de junio, en Buenos Aires. No dejen de ir.
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