Como en su último film, “Hamdan” (2013), donde se aborda el conflicto entre Israel y Palestina a través de la figura de un antiguo líder encarcelado, Martín Solá vuelve a documentar las vivencias de una cultura completamente distinta a la nuestra en “La familia chechena”. Abubakar es el protagonista del documental, tiene 46 años, nueve hijos, y participa de la Zikr, una danza ritual que realizan los musulmanes sufíes chechenos como una forma de liberarse por todo lo que sufrió el pueblo. A diferencia de lo que podemos imaginar para este género, esta interesante historia sobre Chechenia no está contada de una manera convencional. Se presentan tres tipos de rituales comunitarios distintos (hombres por un lado, mujeres por otro), donde prevalece la música y su intensidad creciente a medida que pasan los minutos. Estas danzas son alternadas con entrevistas o momentos cotidianos, como rezos, vida familiar o paisaje del lugar. El mismo protagonista es quien habla naturalmente a cámara o realiza las entrevistas, como en un momento donde conversa con su madre sobre la deportación a Siberia en 1944 y el regreso posterior a Chechenia. El director, en cambio, en ninguna oportunidad interviene de forma directa, sino que lo hace desde un punto de vista observacional, sin involucrarse en el relato. La mayoría de las secuencias son muy largas, sobre todo aquellas que no presentan ningún tipo de diálogo (no es que tampoco abunden muchas de estas escenas, sino que el film es más bien visual). Tal vez con una menor duración hubiera tenido el mismo efecto y un dinamismo mayor. Asimismo, se utilizan planos muy cerrados para captar los detalles, las manos, los instrumentos, los rostros, los rasgos. Y van de menor a mayor (a planos más abiertos) para mostrar el contexto de la situación. La posición de la cámara también retrata la creatividad del director. En síntesis, “La familia chechena” busca impactar de manera emotiva en el espectador, pero no a través de la narración de una historia compleja, nostálgica o triste, sino a partir de la superación, la cotidianeidad y la catarsis de un pueblo. Los aspectos técnicos y la creatividad del director son dignos de destacar.
Danzar la vida, exorcizar la vida En este documental de obsevación que se sostiene por dos instancias del ritual Zikr, propio de los Sufíes Musulmanes, el director Martín Solá reconstruye el camino de la memoria a partir de los recuerdos del protagonista Abubakar y su retrato familiar anclado a un pasado trágico que va desde las deportaciones, la guerra, la muerte y el contexto más reciente de la situación de Chechenia mientras el camino de la resistencia se dibuja y desdibuja en un trance propio de esa danza ritual. La distancia de la cámara y su expresa decisión de no intervención surge como un elemento o recurso narrativo donde las imágenes hablan por sí solas en los grandes intervalos en que la voz en off o en on de los protagonistas no recrea ese pasado fantasmagórico y cruel que han padecido. Tampoco Solá deja de lado el tiempo interno del relato, donde la preponderancia de los sonidos, los mantras y el movimiento de los cuerpos orgánico pero constante, inundan la pantalla y sumergen al espectador en esa experiencia intransferible pero apta si los sentidos se amplían y se supera simplemente el valor de la imagen. El fragmento de rostros en el silencio de las palabras también habla a las claras de las intenciones estéticas del documentalista por lo cual su propuesta en términos audiovisuales resulta atractiva a pesar de la extensa duración de ciertas secuencias rituales en contraste con los escuetos testimonios.
El conflicto ruso/checheno es sólo el disparador para que Martín Solá vuelva a incurrir en el documental analítico sobre los hombres y aquello que los enfrenta. La música y la religión son dos disparadores para profundizar, una vez más, en las diferencias, los choques y la esencia humana.
La danza de la realidad Martín Solá vuelve a trabajar en la línea del documental antropológico de observación indagando sobre la experiencia de vivir en territorios ocupados por otra nación. Si en su última película, Hamdan (2014) reconstruía a través del retrato de Hamdan Alí Mahmoud Sefan el conflicto israelí-palestino, en La familia chechena (2015) toma como protagonista a Abubakar y su familia para apuntar al conflicto entre rusos y chechenos. Solá parte de ese punto de acción para ahondar en otras zonas menos exploradas por el cine como la adaptación a una vida dentro de una zona en constante guerra. Y como esa adaptación consiste en entregarse a la devoción por lo religioso a través de la danza. Con muy pocos diálogos, aunque intensos y definitorios como el que mantiene Abubakar con su madre, el ojo se posará sobre la práctica de “zikr” baile colectivo sufista, que Solá encuadra a través de una cámara fija y en plano detalle. Tres danzas diferentes, que se irán intensificando en fuerza y sonido, serán definitorias para entablar una serie de relaciones que el cineasta logra captar a través de una sensibilidad no muy frecuente. Cada vez la cámara si irá acercando más cerrando el plano para finalmente fundir a un negro cada vez más largo. En esas tres danzas que parecen iguales pero son muy distintas, Solá, desde la concepción visual, abordará temas como la religiosidad y la política pero también sobre el rol de las mujeres dentro de una sociedad machista. La familia chechena pareciera ser en un principio una película sobre las tradiciones y la entrega, pero la visión de Solá es mucho más profunda y va más allá de lo previsible, construyendo un film donde a través de la simple observación de una familia se puede llegar entender un conflicto político que pareciera no tener fin.
eligro de hipnosis a partir del 2 de noviembre en la Sala Lugones. - Publicidad - Difícilmente se pueda olvidar por un tiempo los sonidos y las imágenes de La familia chechena, de Martín Sola (Caja cerrada, El mensajero, Hamdan) multipremiado film Estructurada a partir de tres danzas zicr, baile colectivo sufita, el documental transcribe con insistencia cercana a la oración devocional el universo íntimo de esta danza corporal, sensorial y cargado de atemporalidad, algo cercano a un rezo universal en el rezo musulmán. Lo notable es cómo Martín Sola (Caja cerrada, El mensajero, Hamdan) entiende y da a conocer ese pacto entre lo observacional y la reflexividad, entre lo poético y lo político, entre lo terrible y lo maravilloso a través de una danza tradicional, prohibida por la ocupación rusa, y recuperada como signo de libertad. Al testimonio de la madre de Abubakar sobre la deportación en Siberia cuando era una niña, le sigue otra danza más extrema, más larga, con tomas más en detalle, más cercanas: el seguimiento de las cabezas y los rostros parciales en medio de esa pérdida de sí. Una cosa debe ser borrada por la otra: el dolor de la guerra por la danza. Hay una yuxtaposición curadora, arrebatada en si misma. Tomada desde dentro, vívida, experiencial, la cámara se entromete, choca con los cuerpos, borronea caras y gestos,se pierde en detalles, registra sonidos casi animales. Sola se toma su tiempo: son 16 minutos frenéticos e intensos tras los cuales el ritmo calma en pantallas en negro, que separan momentos de otros. Cuando el mundo checheno parecía algo exclusivamente masculino aparecen las mujeres, primero a través de un retrato cotidiano a través de transparencias en la lente y retratos detrás de postigos, luego con su propia danza. Raramente vemos el espacio más allá de las personas en La familia chechena, todos los paisajes son los paisajes humanos. No parece haber lugar para ninguna amplitud. Chechenia es un país que fue históricamente ocupado por la URSS, su población mayormente musulmana, sometida a la ocupación de las guerras contemporáneas, generaciones enteras son representadas en la familia de Abubakar quien se pregunta en un momento “si una guerra de 1000 años no habrá sido comprimida en solo algunos meses, porque la violencia fue extrema”. Tal vez una danza de mil años es comprimida en un puñado de minutos, de ahi su intensidad y potencia. Excelente. No se la pierdan.
Documental religioso-coreográfico, la nueva película de Solá continúa con sus exploraciones en lejanos territorios. En este caso, en el corazón de una familia a través de tres ceremonia religiosas llamadas Zikr, suerte de danzas rituales casi mántricas que hacen los musulmanes sufís. Hay bailes de hombres por un lado y de mujeres por el otro, y en cada una la cámara de Solá husmea y se mete sin molestar, incomodar ni interrumpir (o al menos eso se trasluce) en estos rituales que van volviéndose cada vez más y más fervorosos y devotos. Un hombre llamado Abubakar es, en cierto modo, el centro, el guía, dentro de este mundo, de estas danzas en las que los pesares y sufrimientos que a lo largo de la historia ha padecido el pueblo chcheno parecen en cierto modo exorcizarse hasta producirse una especie de limpieza espiritual, de restitución de los orígenes y de transpirado reencuentro del hombre con su historia, su religión y su tierra.
La familia chechena: danza para recordar a Dios El baile del zikr ha acompañado a los chechenos a través de los siglos. Funcionó como soporte moral frente a las invasiones rusas del siglo XIX y también durante las deportaciones masivas ordenadas por Stalin. Esta película, atípica por su radicalizada propuesta formal, pone el foco en esa danza de aliento mántrico y en los postulados del sufismo, que han funcionado como exorcismo de los pesares de un pueblo que sufrió no hace mucho dos cruentas guerras. Parte de una trilogía dedicada a zonas del mundo en conflicto, se exhibe en la sala Lugones en el marco de una retrospectiva de Martín Solá que incluye otros tres largometrajes (Hamdan, Mensajero y Caja cerrada).
Una secuencia de diez minutos, con la cámara adentro de una danza ritual -masculina, hipnótica, repetitiva, mántrica-, abre este documental, que explora la vida religiosa de una comunidad chechena. Y así, con larguísimos planos, silenciosos o negros, se desarrolla. Hay diálogos como entrevistas o interrogatorios que buscan echar luz sobre la historia familiar, pautados por tomas fijas a niños y por estas danzas enérgicas y, a nuestros ojos, tan curiosas. Un acercamiento con ideas, estéticas y narrativas, a un tema que podrá interesar o no.
El arte de saber mirar. Solá utiliza una notable realización técnica no para buscar el preciosismo visual, sino para beneficiar la narrativa de una película que retrata sin estridencias un escenario intenso. Cuando presentó su tercer documental, Hamdan (2015), Martín Sola anunció que sería el primero de una trilogía, dedicada a representantes de pueblos sin nación, que luchan –tal vez de modo infructuoso– por obtenerla. Hamdan tenía por protagonista a un veterano combatiente palestino, prisionero durante quince años en una cárcel israelí. La siguiente transcurrirá en el Tibet y ésta, La familia chechena, pieza media de la trilogía, ya está diciendo en el título dónde tiene lugar. Lo peculiar de esta saga es que si bien trata sobre resistentes, la resistencia política no es en ella un tema. No en sentido explícito, al menos. Tal vez sí de modo oblicuo puedan sonsacarse, de sus tres exponentes, indicios de resistencia en sus protagonistas. Que tampoco son necesariamente un personaje. Quizás lo sea de modo más claro el ex líder Hamdan Alí Mahmud Sefan, que en la película que lleva su nombre de pila recuerda sus tiempos como combatiente y prisionero. Pero en La familia... Abubakar se recorta con claridad, y no a solas, en unas pocas escenas, que comparte con su madre o su familia de nueve hijos. En las más significativas del opus 4 de Solá, el protagonista es en cambio la multitud chechena. Con la única excepción de Hamdan, estructurado a partir de la palabra del protagonista, los otros dos documentales que Solá filmó hasta el momento responden a la vertiente observacional de ese campo, con el realizador plantando la cámara ante una situación determinada (un barco pesquero en Caja cerrada, las salinas norteñas en Mensajero) y registrando determinadas acciones o imágenes, sin ninguna otra intervención (voz en off, carteles informativos, cabezas parlantes) que permita poner lo filmado en contexto o en relación. Es lo filmado en estado puro. Aunque no exactamente crudo, en tanto la técnica es de una alta sofisticación. Es posible que esa sofisticación alcance en La familia chechena su punto más alto, tanto en términos fotográficos –con un HD de altísima definición, una notable iluminación en exteriores y un exquisito manejo de luces y sombras en interiores– como de montaje, pasando de uno a otro personaje en las complicadas escenas de masas. ¿Está mal filmar a un pueblo pobre con una técnica rica? No. Lo que estaría mal sería hacer ostentación de riqueza cinematográfica. Y Solá no ostenta, usa en beneficio narrativo. La modalidad narrativa que el realizador vuelve a aplicar en su nuevo documental es la de la macrosecuencia, que ya había utilizado en Caja cerrada y Mensajero. En este caso son dos macrosecuencias, que ocupan casi la mitad del metraje y en las que Solá echa toda la carne al asador. Se trata de dos escenas de la clase de baile colectivo conocido como Zikr, una danza religiosa sufí practicada por los musulmanes chechenos. El baile es una especie de pogo místico, si se permite la analogía, con cientos de personas reunidas practicando unos pasitos cortos en el lugar y combinando jadeos apagados con mantras. Lo cual, sumado al siseo producido por el roce de los pies sobre el suelo, va generando un efecto de trance que se completa con un fuerte sacudón continuo de las cabezas, de arriba hacia abajo. Ambas secuencias duran entre diez y quince minutos cada una. Lo cual no es ningún capricho, sino la clara decisión del realizador de no limitar la secuencia a ser mirada, sino a ser vivida. Esto es, permitir que el espectador se asome aunque sea (más que eso no puede hacer, sentado en la butaca) al estado de trance en el que entra esta gente, no se sabe con cuánta frecuencia. ¿Una vez por semana, por mes, por año? ¿Y para qué sirve asomarse a esa sensación? Para advertir que deben ser importantes los problemas de este pueblo, si necesitan expurgarlos con esta intensidad. ¿Problemas actuales o milenarios? Tampoco se sabe. Sí se sabe, porque la cámara lo muestra, que las noches de la ciudad de Grozny parecen húmedas y neblinosas. Los edificios, tristes y solitarios. Y que los sufrimientos de esta gente no son de ahora: la madre de Abubakar, internada con un problema en una pierna, recuerda ante su hijo cómo se la lastimó, en medio de las conflagraciones ocasionadas por su deportación, en 1948.
Abubakar tiene 46 años y participa del skir, una danza nativa chechena practicada por los hombres que sirve para purgar el tormento y la pena que su pueblo padeció con las diferentes guerras y ocupaciones. En el medio de estos momentos de éxtasis, vemos cómo él recuerda o habla de esos tristes recuerdos con miembros de su familia, conociendo más su pasado, mientras intenta superarlo. La familia chechena es una mezcla de documental con mediometraje, perteneciente a la trilogía creada por el director argentino Martín Solá, en la que relata la historia de algunos pueblos originarios que no son reconocidos como países, pese a tener identidad propia. La primera parte es Hamdam (2013), y el cierre de esta serie de documentales será en el mismísimo Tíbet. El proyecto es muy interesante, ya que nos relata algo que pocos saben, algo que los medios de difusión no mostraron en su momento, quedando opacados por otras noticias; o porque en realidad al ser minorías, quedan reducidas a eso mismo; una minoría de la que el grueso de la gente poco sabe del pesar y pasado que tienen. Pero así como La familia chechena tiene estas pretensiones, también debemos ser sinceros y decir que por la forma en que está filmada la cinta, es casi seguro que más de un espectador se sentirá desconcertado y sin entender qué está viendo. Esto lo decimos principalmente porque a lo largo del documental, veremos algunas secuencias que se asemejan a momentos oníricos; justo después de haber visto a varias personas practicando el skir. Para alguien que no esté acostumbrado a una narración no lineal, esto seguramente le resultará no sólo confuso, sino hasta molesto, ya que cada cierta cantidad de tiempo, es sacada del relato. De todas formas, si uno hace a un lado el estilo de filmación peculiar que tiene el documental, sabremos un poco más de una historia casi desconocida por la mayoría de la gente; y que merece ser contada. Recomendable en especial para aquellos que busquen nuevas experiencias en una sala de cine, y le escapen a las películas mainstream.
LOS RITUALES DE LA RESISTENCIA Una secuencia de diez minutos aproximadamente inaugura la película hasta que el título aparece. Se trata de una danza ritual filmada a base de planos cerrados, como si la cámara fuese uno más. La edición de sonido es notable y el efecto, por momentos, hipnótico. Se trata de un comienzo potente que asume valientemente los riesgos del caso, pero que pone en claro que lo que vamos a ver elude la visión panorámica televisiva o la exposición lineal de un conflicto. Hay que estar ahí, escuchar las voces y sentir los cuerpos, porque es la manera en que una comunidad se hace visible más allá de las convenciones. Concebido como parte de una trilogía, el documental se sostiene a partir de un agudo poder de observación en el que se alternan los rituales colectivos y los testimonios individuales de personas sobrevivientes a la guerra. La música y las palabras son las formas posibles para exorcizar el dolor aunque sea momentáneamente. El acercamiento que propone Solá -y que en principio podría ser juzgado de esteticista- es funcional al espíritu sagrado y devocional de los personajes, ya sea en la iluminación de claustro en los interiores, como en la claridad que le confiere a los rostros en exteriores. Sin embargo, las escenas excluyentes son las correspondientes a los tres momentos donde se muestra la danza corporal, a través del vínculo íntimo que construye la cámara con el objeto retratado. No se trata de congelar una imagen sino de plasmar una vivencia y compartirla en toda su intensidad. La sensación de atemporalidad predominante hace que uno pueda ingresar a la película por cualquiera de sus tramos. La ausencia de un esquema narrativo apunta a una experiencia sensorial que invita a la paciencia, a prestar ojos y oídos durante una hora. Eso sí, si somos capaces de olvidar el frenesí mundanal y ombliguista en el que nos sumergimos cotidianamente. El universo también son los otros.
Es según palabras del director, Martín Sola, la segunda parte de una trilogía que comenzó con “Palestina”, sigue con el presente film y continúa con “Tibet”, que reflexionan sobre los pueblos que viven en sus propias tierras, pero sin soberanía. En este caso la exploración de cómo el pueblo checheno sobrevivió a la guerra, a las deportaciones, a las presiones de un estado dominante, desemboca en la religión como tabla de salvación. Porque además de los testimonios dolientes de integrantes de una sociedad, que difícilmente se abran a confesiones ante extraños, se suman los rostros, la mirada interrogante, la ciudad moderna conviviendo con el cuerpo tradicional. Pero la vida de escape emocional esta dada por el Zirk una danza ritual, monótona e intensa, incomprensible para los no creyentes, pero fascinante, extasiadota y curativa para quienes la practican, que entran en comunidad con sus muertos y sus creencias. La cámara siempre respetuosa registra ese ritual, corazón de sus creencias musulmanas sufies. Un interesante trabajo.