Memorias de la muerte La imagen perdida (L'image manquante, 2013), dirigida por Rithy Panh, nominado al Oscar como mejor film extranjero y ganador de "Una cierta mirada" del Festival de Cannes, es un contundente documental político que retrata el genocidio practicado en Camboya por los jemeres rojos durante su sanguinario régimen (1975-1979), en el que murieron dos millones de personas. Durante el régimen comunista del dictador Pol Pot, miles de habitantes fueron corridos de sus tierras y obligados trabajar en el campo. Se torturaba y mataba a cualquiera que diera la sensación de ser sospechoso de traición. Los familiares del director Rithy Panh, quien escapó en su adolescencia del país, fueron desapareciendo uno a uno. Para contar la historia de esta época, Panh buscó imágenes de este periodo, pero encontró poco y nada. Entonces las creó usando figuras de arcilla y maquetas. Coproducción franco-camboyana, La imagen perdida es una obra de una ambición estética desmesurada, podría definirse como un híbrido en el que el director mezcla sus recuerdos de familia con la transformación política que su país natal sufrió. El documental, narrado en primera persona, intercala imágenes de archivo, en las que se ve el accionar del régimen, con secuencias recreadas a partir de la utilización de muñecos de arcilla. Así Panh va reconstruyendo la historia de su familia y la del propio país. En una primera parte contextualizará la situación antes del régimen para luego ya de lleno meterse con las formas empleadas y las consecuencias de la dictadura. La expresión de cada una de las imágenes de arcilla resultará mucho más elocuente que cualquier realidad. La tristeza y desesperanza que transmiten lo dicen todo. La imagen perdida es un ejemplo del nuevo cine que intenta desarrollarse en un país que llegó a ser el centro de producción cinematográfica del sudeste asiático durante los años sesenta y setenta, bajo el reinado de Norodom Sihanuk, pero que luego se limitó a programar sobre todo producciones tailandesas, las cuales se proyectaban dobladas por una única voz en "off" que se encargaba de traducir los diálogos.
Ritthy Pahn es uno de los más importantes documentalistas actuales. Aquí intenta mostrar el atroz genocidio del Khmer Rouge en Camboya entre 1975 y 1979: busca una imagen de ese horror y, al no encontrarla, la reconstruye con figuras de arcilla y las combina con registros documentales. El resultado es al mismo tiempo de una gran fuerza expresiva y de reflexión sobre el poder del cine para reconquistar la memoria y la historia perdidas. Película única y original.
Esta película sin duda merece un post más largo, pero también requiere un análisis más histórico y cinematográfico que es imposible hacer en medio de un festival. Como “preview” de una crítica más grande que haré más adelante diré que se trata de un filme diferente en lo formal a los últimos de Panh. Si bien se trata de otra película acerca de la historia política de Camboya -y específicamente de la época gobernada por el Khmer Rouge, a fines de los ’70-, Panh pone el acento en su experiencia familiar. A falta de suficientes materiales de archivo (y de “imágenes”, tema central a la película), el realizador de S21 utiliza, un poco a la manera de Albertina Carri en LOS RUBIOS unos muñequitos de arcilla a los que manipula para ir graficando las escenas que la voz en off narra. Durísima historia de vida, sí, pero también un denso análisis político de un gobierno “del pueblo y para el pueblo” cuyos métodos terribles no son tan lejanos e imposibles de existir hoy como podrían parecer. (Del Festival de Cannes 2013)
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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LO ETÉREO SE VUELVE FIGURA “Ahora Nom Pen puede filmarse como en la profecía de Puth Tumneay: casas sin habitantes, calles sin peatones, escaleras que nadie subirá, ríos de sangre”. La elipsis, tanto en el nivel del lenguaje como en el humano, se vuelve tangible y deudora de una reposición. ¿Cómo encontrar la imagen de la infancia? ¿Por qué surge la necesidad de recuperarla en un momento particular de la vida? Más aún, ¿es posible hallarla? Entonces, la búsqueda de la ausencia del director camboyano Rithy Panh se torna esencial no sólo como posibilidad de encarnación, sino también como registro, como forma acabada y testimonial: un breve recorrido imaginario por Nom Pen, la invasión de los Jeremes Rojos en abril de 1975 y la fundación de Kampuchea Democrática, un sistema autoritario que avaló la evacuación de los habitantes de los centros poblados, declaró como enemigos políticos a todo aquel que viviera en la ciudad, dispersó a familias y sembró el hambre y la muerte. El verdadero dilema pareciera ser cómo reconstruir esa carencia, como volverla propia puesto que no había mucho material de archivo y lo etéreo de la memoria debía volverse figura. De hecho, si bien al inicio de La imagen perdida se exhiben algunos rollos de película como calcinados o cubiertos de herrumbre, el director consigue valerse de algunas grabaciones como apoyatura. Pero la ausencia requiere de cierto grado de apropiación y Pahn lo comprende bien. Por eso arma su representación a través de un juego plástico con figuras de arcilla y maquetas que describen diferentes sectores de la Kampuchea Democrática. El director usa el plano detalle para exhibir cómo trabaja el material, le da forma y luego lo pinta de diversas maneras: al principio, cada figura posee rasgos particulares; luego, con la introducción de los Jeremes Rojos, los pobladores pierden su singularidad y posesiones y se limitan a portar vestimenta negra. Además, en ciertas circunstancias, el camboyano decora las pieles desnudas como si se tratase de los ornamentos de antiguas tribus. Tanto el tratamiento de la decoración de los modelos en arcilla como el de la puesta en escena se pueden pensar en relación con dos nociones propuestas por el antropólogo Claude Lévi- Strauss y también trabajadas por el académico y escritor brasilero José Guilherme Merquior: por un lado, la idea de máscara y, por otro, el concepto de doble articulación. El primer caso se asocia a los estudios de las pinturas faciales realizadas en Mato Grosso. Lévi- Strauss sostiene que dichas pinturas poseen una función heráldica. Esto quiere decir que le confieren al individuo su dignidad de ser humano puesto que operan como el pasaje de la naturaleza a la cultura y, al mismo tiempo, expresan la jerarquía del status social. Ahora bien, considerar la decoración de los rostros como máscara equivale a pensar en una ausencia de la individualidad y en un instrumento de la cultura. El arte funciona entonces como la única forma de compensación comprendida como una mediación imaginaria de las contradicciones de la sociedad. En el segundo caso, Lévi- Strauss define la doble articulación como aquellos objetos o elementos que tienen un valor en sí mismos y que, colocados en diferentes contextos, cobran otros sentidos. Esta idea guarda cierta similitud con el trabajo del bricoleur: usa retazos, los relaciona con otros y genera nuevos significados. Para el antropólogo, el pintor francés Nicolás Poussin era el ejemplo por excelencia de la doble articulación ya que el artista hacía una planificación previa del cuadro: armaba figuras de cera con sus respectivos detalles y los disponía en un escenario para verificar la composición, las distancias y la proyección de luces y sombras. De esta forma, el modelo reducido (como primer grado de la obra) daba cuenta del artificio y de las posibilidades de modificación de la obra final (como segundo grado), es decir, se posicionaba como objeto de conocimiento (producto del arte) y estructura de significación. Este mecanismo se reproduce en La imagen perdida: en principio, las figuras se moldean y pintan otorgándole una identidad ya sea a miembros de la comunidad, a la familia del director o, incluso, a sí mismo. Dichas figuras, insertadas en una sociedad y en una cultura, pierden su singularidad cuando deben desprenderse de sus posesiones materiales, cuando se vuelven una masa vestida de negro que olvida sus costumbres, nombres, familias. Allí se vuelve evidente el concepto de máscara: se produce una omisión impuesta, cada cual sobrevive como le es posible, incluso alejado o traicionando a su familia. Ya no se trata de una comunidad insertada en una cultura sino, por el contrario, una idea de cultura arbitraria para dominar. La doble articulación se exhibe en la composición plástica y el tratamiento de los materiales. Pahn se vale de todas las herramientas disponibles: en la parte técnica, se sirve de los travellings, el plano cenital o los cambios de ángulo por donde ingresa la lente como mecanismos productores de sentido e intercala ciertos fragmentos recuperados del material de archivo que, en ciertas ocasiones, interviene con su propia elaboración de otros materiales. La parte plástica del moldeado o construcción de la puesta opera en el sentido opuesto a Poussin: mientras el pintor dispone de los elementos en una obra de primer grado y, una vez satisfecho, los reproduce en una tela, Pahn expone la construcción como obra acabada y casi como único registro. Se ve el tallado de las figuras, la pintura o las maquetas durante la película y ya en los créditos se muestra cómo se ubicó la cámara o las luces para la obtención de la obra ya sí como una breve grabación dentro de otra. La búsqueda de la ausencia habilita un trabajo interior extenso y profundo no sólo como puesta en juego de la memoria, sino a través de las constantes simbologías en todos los niveles, una mezcla entre la cosificación y el descubrimiento de una voz propia para componer un registro de otro orden. A su vez, el trabajo en capas acompaña una verdad manifiesta del director: la carencia no sólo existe como imagen, sino también dentro de la misma realidad, en ese período entre 1975 y 1979, donde el hombre se reducía en su mínima expresión, necesitaba de algo propio para sobrevivir y nadie ajeno al régimen reparaba en lo que ocurría. Esa intimidad se trasluce a lo largo de todo el filme, como herramienta liberadora, personal y también colectiva: “Para resistir debes esconder dentro tuyo fortaleza, recuerdos y una idea que nadie pueda quitarte – detalla Panh –. Porque si una imagen puede ser robada, un pensamiento no”. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
¿Cómo poder recuperar la memoria en imágenes? ¿Cuál es el mecanismo mental a través del cual los recuerdos transforman vívidas sensaciones en conceptos más abstractos? ¿Cómo reinterpretar la historia a partir de objetos ajenos al momento que se quiere narrar? ¿Cómo entender un drama que marcó a fuego a una generación completa a partir de la coacción y la sangre? Algunas respuestas se pueden encontrar en “La imagen perdida”, intenso documental de 2013 del realizador Rithy Panh, y que tras un largo periplo festivalero y de premiación finalmente llega al país comercialmente. En la historia de “La imagen perdida” (Francia/Camboya, 2013) hay simpleza, lo que no quita que el dolor que se quiere transmitir también lo sea, porque el director desea poder plasmar con registros reales el genocidio que se vivió en Camboya entre 1975 y 1979 de la mano de los jemeres rojos. En ese período alrededor de dos millones de personas perdieron la vida y otras tantas fueron obligadas a trabajar en el campo, despojadas de sus viviendas y posesiones, por un régimen autoritario que impedía cualquier atisbo de humanidad en las acciones. Panh buceó durante años en archivos, porque para él, más allá de lo que podría recrear o contar, la imagen capturada de los ejércitos accionando en los cuerpos sería el propulsor de la narración y de la historia. Pero en esa búsqueda el director realiza otro recorrido, para poder no sólo encontrar imágenes de la época, sino, principalmente, que esa misma búsqueda le pueda devolver algo de su identidad y la de su pueblo, que, diezmada, sigue hundida en la oscuridad tras haber sido apropiada de la peor manera, la más descarnada y dolorosa. Pero al no encontrar nada documental, y frente a su necesidad imperiosa de poder de alguna manera legar para las nuevas generaciones un registro de los acontecimientos, es que decidió, a través del relato en primera persona y la utilización de unas pequeñas esculturas de arcillas, recrear el período, inspirándose en hechos y acontecimientos que marcaron su vida personal. A simple vista los muñequitos miran a cámara, ocupan el lugar en el que alguna vez un ser humano estuvo parado frente a cuerpos que les exigían un doloroso retiro de plusvalía, sangriento, irracional, en el que nada valían como personas ante las innecesarias decisiones tomadas. El alma, el ser humano, la ontología de la racionalidad ante el hambre, el cuerpo que duele y pesa, el beber barro como un animal ante la eterna sed y falta de alimentación, transformando a todos en cuerpos ajenos, no propios, deshumanizándolos hasta el hartazgo. Porque en la tierra que huele a muerte, en el agua que emana hacia la misma superficie y que comienza a contener los cuerpos de los millones de asesinados por uno de los regímenes más sangrientos que alguna vez supo existir. “La imagen perdida” se erige como un contundente relato sobre algo que en un momento marcó a fuego a una generación y que, básicamente, es necesario reparar para nunca más volver a vivirlo en carne propia y ajena.
Parte de lo que vemos en esta triste y violenta historia podrá encontrarse en la ficción bajo el título de "Los Juegos Del Hambre". Como dicen, la realidad supera la ficción y Rithy Panh, el documentalista más famoso de Camboya, nominado en 2014 por esta misma película, nos lo muestra de una manera que hace posible tomar contacto con las atrocidades del régimen del Khmer Rouge y Pol Pot al frente ellas. En cuatro años se destruyó un pueblo, se lo adoctrinó y se le enseñó a aplaudir a un dictador para no morir. Algunos se atrevieron a desafiarlo, como el padre del narrador, que se fue apagando en una huelga de hambre, alegando que lo poco que recibían no era comida digna para una persona; también vio morir a su madre y a sus hermanos; sólo quedó él como testigo del horror, buscando la imagen perdida. El régimen predicaba una sociedad perfecta, sin división de clases sociales y ellos eran la contradicción misma, al ejercer un poder que esclavizaba y quitaba hasta el derecho al agua y al alimento. Qué es la imagen perdida, entonces. Es la pregunta que sobrevuela este filme hecho con composiciones donde los actores son pequeñas estatuillas de arcilla, agua y pintura, tan expresivas como protagonistas de carne y hueso. El artesano las va moldeando y las vemos entrar en acción, primero en el ideal, en el recuerdo de una infancia feliz, donde el realizador, cuenta que en ese momento él pudo aprender y ver cómo se hacía cine y los mundos mágicos que éste creaba en la primera época. Luego, llega un tsunami político que barre con esa felicidad y allí, estos pequeños muñequitos se entrelazarán con recortes de películas rescatadas de la barbarie en los que se ve, en colores los bailes, las risas y en blanco y negro el horror y sus actores. Es una lástima que tenga tan poco espacio para ser vista, lo merece por la factura y por los contenidos. Una obra de arte para que no se repita la historia y para homenajear a tantos que fueron olvidados, los que constituyen de cierta manera la imagen perdida, aquélla que quedó en la retina del sobreviviente y que no puede llegar a plasmar fehacientemente ni en fotografías ni en el cine porque es algo muy propio, muy doloroso, algo que quiere olvidar pero que debe recordar para que nadie vuelva a vivirlo.
LA IMAGEN PERDIDA / L’ IMAGE MANQUANTE ESTE CINE SENSIBLE 533287a75ae55 Por Marcela Gamberini La imagen ausente es aquella que no puede recuperarse o tal vez recordarse. Es la imagen de la infancia, que como un paraíso, fue perdida y nunca recuperada, más que perdida fue arrebatada. El camboyano Rithy Pahn, tal vez uno de los mejores documentalistas de la actualidad, hace girar sus documentales (ficcionados) en torno al genocidio camboyano ocurrido entre 1975 y 1979 liderado por la organización Khmer Rouge. La imagen perdida (L`image manquante, su título original, de cuenta aún más del sentido de la película, es aquello que falta, que no está, que es irrecuperable) es de visión imprescindible. Proyectado en diversos festivales ahora es exhibido por una nueva sala en el auditorio de la Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo – UMET- pero su permanencia en sala está pautada solo para un día a la semana, los miércoles a las 20 h. La imagen perdida / L’ image manquante, Rithy Pahn, Cambodia-Francia, 2013 Esa imagen que falta, persistente y obsesiva es la vida en familia, la cotidianeidad de la infancia de Pahn. Para reponer esa ausencia, el director junto con Sarith Mang, arcillista camboyano, sutura la falta de cuerpos reales con muñequitos hechos de arcilla. Esos muñecos, delicados y detallistas son la representación de la representación de aquello que no está. Esta doble vertiente se suma a la tarea del documentalista que es representar (de nuevo, por tercera vez) aquello que no está, cosa que el cine hace de por sí. Este juego de espejos internos, de representaciones, narrados en off, con una voz sutil y emotiva, hace de La imagen perdida un gran hallazgo. Esos muñecos se conjugan con imágenes de archivo en planos generales, hombres que como insectos recorren los arrozales, todos iguales, sin pertenencias, vaciados de familias, de ropas, de identidades. También aparecen primeros planos de uno de los líderes del movimiento Khmer Rouge, como acercándonos a ese hombre que de a poco conduce al pueblo a la muerte y a la desaparición. Este modo de representación: los muñecos, más las imágenes de archivo, más la superposición, más las transparencias obedecen a la preocupación de Pahn por mostrar ese mundo de los que han sido sometidos y a la vez desposeídos. Su mirada política, presente en todo el documental, no es solo de denuncia sino que también es una tristeza, profunda, persistente por aquello que le han arrebatado, a él y a su pueblo: la dignidad, la identidad, las marcas de pertenencia. Esta poética que Pahn pone en pantalla tiene mucho de poesía, mucho de realidad y mucho de historia familiar. Su familia es la vez (y de nuevo una doble representación) la familia del pueblo camboyano. Su sufrimiento, sus olores y saberes identitarios, vaciados del lenguaje, automatizados, vaciados de amor y de emoción son los habitantes ahora de una tierra devastada, antes verde e idílica y ahora gris, yerma y esclavizada. Una bella imagen, entra las muchas que muestra la película, es la manera en la que el director narra la muerte de su hermano y la de unos niños. Ellos sobrevuelan la “realidad” de unas fotos sepiadas y atraviesan el cielo hasta llegar a la luna; tal como sobrevuela ese avión que cuando niño, su mera contemplación era salvadora y redentora. “La infancia es un estribillo” dice la película. La infancia vuelve, siempre, irremediable, como el lugar de la felicidad y el encanto. Ahora, esos hombres, los sobrevivientes están cercenados tanto de su libertad como de sus ropas (que ahora los iguala), como de sus cabellos, como del trabajo en comunidad, como la separación que sufren entre hombres, mujeres y niños. Al inicio y al final del documental la cámara de Pahn se mete en el borde del agua y ésta golpea la cámara con furia, con violencia. La naturaleza también ha sido devastada por decisiones políticas. Tal vez esa imagen buscada esté bajo el agua, que con furia se lleva todo, la imagen ausente nunca encontrada. Como contrapartida unos rollos de películas, viejas, llenas de suciedad, de restos, de aquello que la ha inutilizado; aparecen en las manos del director, quien los limpia, los acomoda, los redime. Finalmente, varias veces Pahn dice a través de esa voz en off y de la representación que “la única verdad es el cine”, su ciega confianza en el cine es la verdadera revolución. Aquello que finalmente puede ser mostrado a través de las pantallas es lo que develará la verdadera historia y es lo que nos entrega para que la búsqueda continúe incesante, como la vida. Esta confianza y éste respeto hacia el cine hacen de Rithy Pahn un gran autor y no sólo un documentalista, alguien que puede y debe (como un “deber ser”) mostrar y mostrarse en su propia carencia, en su debilidad y en su fortaleza. Esa es la verdadera búsqueda, que ahora nos la comparte, la del cine como la única verdad. La imagen perdida es una obra realmente inclasificable, un documental, una ficción de notable vuelo poético, emotivo y sensible. Esa sensibilidad que el cine contemporáneo, sobre todo ese cine radicalmente político olvida o sublima bajo formas de la violencia explícita. Esa es una de las formas (cinematográficas y de las otras) que nos esclavizan, la furia, la violencia, la insensibilidad; Rithy Pahn nos muestra que algún otro cine es posible. Marcela Gamberini / Copyleft 2015
¿Cómo contar la persecución, la locura colectiva, el genocidio? Cualquier buen documental sobre hechos de esa magnitud propone, conscientemente o de manera tácita, la misma pregunta. La respuesta que parece encontrar Rithy Panh es demoledora: frente a la violencia orquestada desde el Estado no queda otra cosa que la resistencia a través del relato en primera persona del pasado. En La imagen perdida no son Camboya ni los sobrevivientes del Khmer Rouge los que recuerdan, sino únicamente Panh, es su voz (interpretada por un narrador) la que, desde el off y en singular, evoca y recompone el genocidio ocurrido en su país, como si hubiera que desconfiar de cualquier clase de memoria comunitaria o de reparación institucional. El director se toma su tiempo para relatar el horror de los campos de trabajo a los que fueron a dar él y su familia tras el ascenso del comunismo: el hambre, los abusos y la muerte son narrados con una serenidad y una calma sorprendentes. Dos motivos insisten a lo largo y ancho de la película: una imagen desaparecida (la infancia) cuya búsqueda pareciera motorizar el film en su conjunto, y la niñez que, a mediados de la vida, repite el director como si se tratara de una letanía, vuelve (“la infancia es un estribillo”). Panh ocupa un lugar ambiguo desde el cual asume una voz dividida entre el balance y la madurez del adulto y la inocencia y el estupor de un chico. Cuando repite irónicamente las consignas oficiales que proclaman las supuestas las victorias comunistas o que justifican la “reeducación” de los campos, el discurso del director adopta para sí un visible aire de ingenuidad, como si fuera un niño el que reaccionara frente a los hechos: el efecto es desestabilizador y uno tiene la impresión repentina de que muchas zonas oscuras de la Historia quizás no debieran contarse de otra forma. El recurso de los muñecos hechos en arcilla que no se mueven, como si vivieran para siempre atrapados en el ámbar del tiempo, permite una exploración del pasado despojada de cualquier clase de solemnidad o furia, aunque acá tampoco se está en el terreno frío y distanciado de Noche y niebla o de Shoah, sino en el ámbito siempre personal y afectivo de la memoria individual. El universo creado en arcilla dialoga con las imágenes de archivo: la película empalma el relato acerca del deterioro físico de Panh y de su familia en los campos con la figura de Pol Pot como si uno y otro, las víctimas y el líder sanguinario, fueran los polos emotivos sobre los que gravita la memoria del director. Justamente, la propia memoria, parece sugerir Panh, es un asunto de distancias: temporales, espaciales y éticas pero, también, estéticas; el segmento dedicado a su hermano y su banda, que toca canciones pop y rockanroleras, resultan intolerables para el carácter nacionalista del régimen y su defensa de lo autóctono. A la par del autoritarismo y las vejaciones que padecen los internados, el relato suma también los eslóganes y las metas delirantes que, tanto en Camboya como en muchos otros países, impuso el comunismo y que, acota como al pasar pero con justeza el narrador, fueron vistas con buenos ojos en el exterior por figuras públicas de la talla de Sartre. La película avanza y el retrato del país, con sus matanzas, atropellos y decadencia, toma la forma de una aventura desquiciada que misteriosamente alcanzó a convencer a muchos, los suficientes como para mantener aceitada la maquinaria del Estado durante años. A la maldad despiadada de los líderes del partido y de sus fanáticos debería contestárseles, podría decirnos Panh, con el recuerdo sereno pero firme de los crímenes, restituyendo la escala humana que el plan de exterminio estatal había obturado. En la narración, las atrocidades son presentadas como semejantes sin importar si la víctima es la madre del director o una desconocida que agoniza embarazada en la cama de un hospital: todos reciben una atención similar por parte del relato, como si la injusticia los hermanara y les restituyera la singularidad que el Estado trató de arrebatarles. El relato de Panh barre su infancia en los campos de trabajo y recorta de la confusión y la agitación de esos años víctimas singulares, concretas, quizás como un acto de rebelión frente a la despersonalización organizada por las autoridades. De ese magma de recuerdos hay que rescatar siluetas, contornos, rasgos mínimos que permitan reconstruir el retrato borroneado de las víctimas, menos para reclamar justicia (la mayoría de los responsables ya están muertos o son ancianos) que para levantar una especie de monumento fílmico.
Vivir para contarlo El cine suele recalar en ciertos períodos históricos y olvidarse de otros por completo. Así, un cinéfilo promedio puede convertirse en un experto en la Segunda Guerra Mundial e ignorar por completo la Primera, puede tener una idea de lo sucedido recientemente en Irak y Afganistán y desconocer Ucrania o las innumerables guerras que hoy mismo acontecen en África, puede tener un vago recuerdo de Vietnam pero ignorar abiertamente la masacre de Ruanda. Parecerían enfoques arbitrarios, pero cada cual cuenta su historia y no se hacen películas sin dinero. Y se da una suerte de círculo vicioso: los cineastas filman sobre lo que conocen porque lo vieron a través de las películas, y así es que sobra cine sobre el holocausto judío pero recién pudimos ver algo sobre el genocidio armenio 87 años después de ocurrido, gracias a Ararat (2002); así es que nos enteramos mediante el insuperable documental The Act of Killing (2012) acerca de una purga anticomunista en la que se asesinaron más de un millón de personas en Indonesia, que vivimos tardíamos las crueldades de japoneses contra chinos gracias a Nanjing Nanjing! (2009). Y que el infierno de Camboya nunca se había abordado con la seriedad que merecía. Hasta ahora. El documentalista Rithy Panh es un sobreviviente del genocidio camboyano. Tenía 10 años cuando los jemeres rojos obligaron a toda la población de la capital Phnom Pehn a abandonar sus hogares y sus posesiones y a deslomarse en ese inmenso laboratorio humano que fueron los campos de re-educación, donde padres, madres, niños y abuelos fueron obligados a trabajos forzados en jornadas de doce horas diarias. En pocos años, Panh vio morir a toda su familia; uno por uno fueron cayendo por la desnutrición, el agotamiento, la inexistencia de medicamentos y de un servicio hospitalario mínimo. Él mismo estuvo a punto de morir varias veces y llegó a sobrevivir comiendo insectos, ratas y caracoles. Una vez culminado el régimen, el joven fue a parar a un campo de refugiados de Tailandia. "Cuando sobrevivís a un genocidio, es como si hubieras sido irradiado por una bomba nuclear. Es como si ya te hubieran matado una vez, y volvés con muerte adentro tuyo". Es por eso que Panh volvió a la vida con un imperativo: mostrar al mundo lo que él y los suyos vivieron bajo el sanguinario liderazgo del dictador Pol Pot. Hoy ya ha filmado más de una docena de películas sobre el período, entre las que se incluye la increíble S-21: The Khmer Rouge Killing Machine (2003), en la que las cámaras entran a uno de los centros de torturas más siniestros de la época, un sitio en el que los prisioneros eran masacrados hasta que se les escurría la última gota de información imaginable (uno de los entrevistados en la película llegó a dar más de 200 nombres bajo tortura, sencillamente toda la gente que conocía) y en el que se perpetraron experimentos biológicos con los prisioneros. El documentalista enfrenta cara a cara y luego de más de veinte años a torturadores con torturados, teniendo lugar uno de los diálogos reales más impactantes de los que se haya tenido registro jamás. The Missing Picture, nominada al Oscar a mejor documental en el 2014, es la historia de supervivencia del mismo Pahn, contada desde una voz en off y desarrollada a través de figuras de arcilla. No es una animación en stop-motion: simplemente son filmadas las estáticas figuras en maquetas, emulando la acción y los sucesos relatados. La idea de Panh es precisamente recuperar esa imagen perdida, esa realidad que el conoció de primera mano y que hace falta difundir. Y paradójicamente, esos muñequitos estáticos funcionan como instrumentos expresivos poderosísimos, capaces de transmitir la idea de deshumanización y miseria extrema a la que fue sometida una población entera. Las imágenes de archivo en blanco y negro proponen un impactante contraste entre lo que era visible y se difundía eficazmente y esas imágenes perdidas que el régimen se esforzó en ocultar. Rever estos costados de la historia resulta hoy imprescindible, no sólamente para entrar en conocimiento de horrores perpetrados en nombre del comunismo que poco tienen que envidiarle a los del nazismo, sino para comprender hasta qué puntos pueden llegar los fanatismos y la demencia colectiva, con el convencimiento de lograr un "mundo más igualitario" mediante la masacre de más de dos millones de personas. El "enemigo interno", los contrarios al régimen acechaban en todos los rincones: estaban en el intelectual, en el artista, en el que demostraba solidaridad con los suyos, en el que amaba a sus hijos más que a la revolución, en el desobediente, en el que miraba raro. Como si alguien pudiera haber estado conforme viviendo esa pesadilla.
Vivir la ideología La imagen perdida es un documental en el que el director Rithy Pahn relata la historia de uno de los sucesos más violentos en la historia de Camboya. Es sabido el privilegio que tiene el discurso del testigo, del que estuvo en el lugar de los hechos, del que lo vivió para contarlo. El testimonio del que sufrió en carne propia un hecho atroz es algo irrefutable, que no se puede criticar. ¿Quiénes somos nosotros para cuestionar una “verdad” así? En La imagen perdida, Rithy Pahn, el prestigioso documentalista camboyano, relata la historia, en voz en off y en primera persona, de la toma del poder del régimen comunista de los Jemeres Rojos en Phnom Penh, capital de Camboya, el 17 de abril de 1975. Es decir, la instauración de la Kampuchea Democrática. ¿Cómo filmarlo? Pahn hace un más que interesante trabajo plástico, en el que reconstruye las imágenes (perdidas) del horror con figuras de arcilla, muñequitos como de plastilina que representan a los personajes “borrados”, la parte que falta del lamentable hecho histórico. A esto lo mezcla con un invaluable archivo de imágenes, sin duda lo más importante y destacado del filme. Los habitantes de Phnom Penh fueron enviados a campos de concentración. Todas sus pertenencias fueron confiscadas. El comunismo usó el hambre como un instrumento de control (el principal y más eficaz). Los burgueses, los intelectuales y los capitalistas fueron reeducados o destruidos. Las escuelas se convirtieron en centros de exterminación. Toda la sociedad se organizó de forma colectiva y militar en unidades de trabajo. Todos debían abrazar la condición proletaria. La pala era el bolígrafo y el campo de arroz el papel. La práctica tenía que estar al servicio de la teoría. Phnom Penh era un laboratorio de ideología. El problema del cine político es que casi siempre cae en la manipulación. La imagen perdida está confeccionada para dirigir la emoción del espectador en una sola dirección. El uso que hace de la música, por ejemplo, va marcando lo que el espectador tiene que sentir, mientras el narrador va diciendo “yo estuve ahí”, “yo lo otro”, “yo lo vi y aquí estoy para contarlo”. Llega un momento en que todo ese regodeo testimonial con música de fondo empalaga. Está bien, y es necesario, que el director recuerde el genocidio camboyano y que restituya con ingenio las imágenes perdidas de la violencia y la represión del régimen. Pero más que un intento por reflexionar y comprender lo sucedido en su contexto, se habla del pasado desde una perspectiva del presente. Al basarse en un testimonio, La imagen perdida se convierte en una mera ficción en primera persona.
Durante el régimen comunista de Pol Pot en Camboya (1975-1979), miles de personas fueron despojadas de sus tierras y forzadas a trabajar en campos agrícolas. La dictadura de los jemeres rojos ejecutó y torturó a cualquiera que le pareciera sospechoso de sedición. Aquí es donde entra la historia del director y guionista Rithy Panh. La historia que se nos presenta está compuesta por figuras de arcilla y dioramas. En ella se nos cuenta la dura vida que Rithy pasó, no solo él, sino toda su familia. Tenemos un relato muy duro en donde vemos cómo van desapareciendo poco a poco cada uno de sus familiares hasta que solo queda él, para poder contarnos esta trama durante 90 minutos. No es una explicación tan directa de lo sucedido en esos años (1975-1979), sino la historia de cómo este protagonista vivió todo eso. Un relato que gana puntos por estar bien narrado y poder sentir el verdadero horror que se vivió en esos tiempos. Aunque el problema termina siendo que es difícil de poder adentrarse de una mejor forma al relato, porque al fin y al cabo, durante 90 minutos vemos muñecos de arcilla todo el tiempo. Diferente hubiera sido si hubiéramos tenido material más gráfico para mostrar, como personas, las situaciones en carne y hueso, etc. En resumen, “La imagen perdida” es un peculiar documental narrado y mostrado de una forma diferente a la que solemos ver, pero que pierde mucha variación visual al ofrecernos siempre lo mismo durante 90 minutos.
Contra el olvido y la impunidad Rithy Panh, a través de numerosos documentales y obras de ficción, ha creado una carrera cinematográfica sobre la premisa de luchar contra la ignorancia en torno al Genocidio Camboyano, léase las masacres perpetradas por los Jemeres Rojos entre 1975 y 1979 bajo la excusa de fundar una utopía agraria autoritaria hiper delirante que desencadenó la muerte de un cuarto de la población de Camboya vía fusilamientos, torturas y en especial una hambruna extendida en todos los campos de concentración que se montaron a lo largo de la nación para erigir arrozales con una producción siempre escuálida. La Imagen Perdida (L’Image Manquante, 2013) sigue la senda trazada por Duch, Master of the Forges of Hell (Duch, le Maître des Forges de l’Enfer, 2011) y S-21: La Máquina de Matar de los Jemeres Rojos (S-21: La Machine de Mort Khmère Rouge, 2003), aunque ahora analizando al propio Panh y su infancia en varios centros de trabajos forzados y colectivización asesina. La película examina la psicopatía, mentiras, eslóganes y payasadas del régimen maoísta/ estalinista, esas que quedaron reflejadas en las filmaciones de la época, desde la óptica de la verdad negada, la crueldad fuera de foco, esa “imagen perdida” a la que apunta el título y que aquí Panh reproduce sirviéndose de figuras artesanales de arcilla que pasan a narrar mediante escenificaciones estáticas los momentos previos y el durante de la Kampuchea Democrática, la fachada institucional que utilizó la dictadura del demente de Pol Pot para cometer sus crímenes contra el pueblo camboyano; siendo los Estados Unidos los principales responsables de su ascenso porque lanzaron miles de toneladas de bombas sobre la nación -en el contexto de la Guerra de Vietnam- y así colaboraron de manera crucial en el incremento de la popularidad de los Jemeres Rojos, quienes decían enfrentarse a los imperialistas yanquis y terminaron cayendo en todas sus tácticas de guerra interna/ externa. Con recurrentes narraciones en francés cortesía de un par de locutores en off (Randal Douc y Jean-Baptiste Phou), el director y guionista edifica un retrato meticuloso, porfiado y de cadencia profundamente lírica de sus primeros años de vida y de cómo toda su familia pereció a manos de esta banda de advenedizos seudo comunistas que en primera instancia operaron bajo su propio capricho cleptocrático/ idílico -y con la bendición de China- y que a posteriori terminarían demostrando su patetismo al huir hacia Tailandia cuando las constantes provocaciones contra Vietnam desembocan en la ofensiva relámpago de 1978/ 1979 del país vecino, el derrocamiento inmediato de los Jemeres Rojos y la instauración de un estado camboyano provietnamita llamado República Popular de Kampuchea, la cual eventualmente daría lugar a la Camboya de nuestros días. La dialéctica del horror cotidiano producto de la inanición y tareas realizadas en condiciones infrahumanas se combina con las ejecuciones sin proceso legal alguno por nimiedades y un martirio incesante basado en una supuesta “reeducación” sustentada en el acto de repetir consignas falaces y paranoicas. Si bien en Occidente se conoce más al Genocidio Camboyano por la descripción del mismo en propuestas como Los Gritos del Silencio (The Killing Fields, 1984) de Roland Joffé y Primero Asesinaron a mi Padre (First They Killed My Father, 2017), la película que Angelina Jolie dirigió para Netflix a partir de las memorias de Loung Ung, una activista por los Derechos Humanos y también sobreviviente de los campos de exterminio de Pol Pot, los testimonios y análisis que ofrece Panh en la imprescindible La Imagen Perdida y en el resto de su filmografía son mucho más honestos y están lejos de la típica mediación algo light de los militantes humanistas de los países centrales, optando en cambio por registrar lo acontecido al detalle como documento inclaudicable de la locura y como herramienta de lucha política explícita contra las sucesivas administraciones gubernamentales de Camboya que -como en tantas naciones latinoamericanas luego de dictaduras salvajes y homicidas- pretendieron enterrar en el olvido las barbaridades de los Jemeres Rojos y garantizar su impunidad, un panorama que recién durante la última década comenzó a cambiar muy tímidamente vía enjuiciamientos aislados a algunos de los cabecillas máximos del régimen, con las tropas de los escalafones medio y bajo disfrutando aún de su libertad a pesar del más de un millón y medio de cadáveres desparramados en muchísimas fosas comunes…
El notable director camboyano Rithy Panh (responsable de títulos como La gente del arrozal, S-21: La máquina roja de matar y Exilio) ha dedicado buena parte de su frondosa filmografía a explorar las heridas abiertas que ha dejado la sangrienta dictadura de los Khmer Rouge. En este caso, combinando imágenes de archivo con escenas construidas con muñequitos artesanales, regresa a los duros años 70 para narrar las extremas experiencias familiares (suicidios y asesinatos incluidos) y personales (él era apenas un niño y, más tarde, un preadolescente que terminó siendo testigo directo y una de las tantas víctimas del horror) desde que fueron obligados a abandonar la ciudad para trabajar en el campo en condiciones infrahumanas de vivienda, de alimentación y de todos los otros ámbitos imaginables. El film -que ganó el premio principal de la sección oficial Un Certain Regard del Festival de Cannes de 2013- es un estudio contundente, visceral, íntimo, desgarrador (con un recurso algo cansador como el apuntado de los muñecos de arcilla y una voz en off por momentos demasiado elaborada, pero que de todas formas funcionan bien) sobre la manipulación ideológica, la violencia, el hambre y, por sobre todas las cosas, la despersonalización y la deshumanización en medio del fanatismo, la manipulación y la represión.
El camboyano Rithy Panh (S-21, La máquina roja de matar) es un afamado documentalista que alcanza un logro tan supremo como extraño con La imagen perdida, ganadora de la sección Un certain regard en el Festival de Cannes de 2013. Para comprender mejor esta película que tiene como protagonistas a muñecos de plastilina o barro, hay que decir que Panh estuvo encerrado en lo campos de rehabilitación por espacio de cuatro años, hasta que huyó del país y se afincó en Francia. Muchos de sus trabajos cinematográficos tuvieron como eje denunciar a la dictadura de los Khmer Rouge en su país. Pero no son filmes meramente autobiográficos, sino que también pueden entendérselos desde la catarsis. Así que los protagonistas de La imagen perdida son él y sus familiares, representados por figuras de plastilina, recortados por diversas técnicas y montaje sobre escenarios “reales”. Es que hay imágenes de archivo, que ayudan a insertarlos, para darle mayor alcance o significación a lo que sucede en pantalla y lo que aconteció en la realidad. Hay una voz en off que por momentos resulta un recurso agotador, pero las imágenes son bien testimoniales del horror que padecieron Panh y los suyos. Hay actos de rebeldía y represión, en una película atípica, pero siempre subyugante, aún en sus momentos más cruentos o desalmados.
LOS LENGUAJES DE LA MEMORIA En un momento del notable documental de Rithy Panh, el narrador dice “Hay muchas cosas que el hombre no debería ver ni conocer. Si las viera, mejor morir. Pero si alguno de nosotros las viera o conociera, entonces debe vivir para contarlas”. Aquí hay una historia horrible: durante el régimen comunista en Camboya a partir de 1975 los ciudadanos fueron trasladados a los campos de trabajo y comenzó un largo y sufrido proceso de deshumanización sostenido por un gobierno totalitario que llevó la hambruna extrema a la población. Cada individuo pasó a ser un número; cada vida que no se resignó a quedar atrapada en esa locura, fue torturada o murió. De modo tal que la labor de Panh al evocar esos hechos empieza por la ética, la de recuperar la memoria, la de tejer relatos que puedan suplir las imágenes ausentes (aunque la paradoja es que lo haga en francés, uno de los tantos países occidentales que provocan la existencia de estos sistemas sanguinarios con la sangre capitalista). Los primeros planos se corresponden con escombros de celuloide. No es la muerte del cine precisamente sino el comienzo a partir de la ausencia, de la falta de archivos que puedan narrar la historia más allá de lo oficial. Y el único modo posible es indagar en el pasado familiar, en lo privado, el móvil más sólido para confrontar la única mirada existente y develar una serie de consignas hipócritas amparadas en la violencia y en el engaño. “Busco mi infancia como una imagen perdida” refiere la hipnótica voz en off y a los cincuenta años. Como si fuera el Dante de La divina comedia (“Del camino a mitad de nuestra vida encontréme por una selva oscura…”), Panh se internará en el infierno y lo sostendrá de un modo original, fresco y tristemente luminoso con muñecos de madera tallados y puestos en escena para relatar los hechos familiares e históricos. Hay varias clases de imágenes en el documental. Están las que vienen del discurso oficial durante el gobierno de Pol Pot. Son obscenas porque muestran una felicidad impostada, engañosa y siniestra. A esta falsa postulación de la realidad se contraponen las otras, las inventadas por el cine y que suplen el horror, que recuperan lo no dicho (“La deportación de Nam Pen es una imagen ausente”) y construyen la otra historia, la silenciada, guiada por una memoria que se forja a través de todos los sentidos y que dan una idea de la Revolución como si se tratara de la Metropolis de Fritz Lang: los trabajadores explotados y automatizados hasta perder su humanidad en el nombre de consignas totalitarias. Como dice el narrador, siempre bajo la norma de la enunciación poética como irónica, “el arroz era para los otros”. “¿Quién filmó a los enfermos?” es otro interrogante que flota. Y las imágenes que pudieron ser ya no existen. Quienes se atrevieron también fueron asesinados por el régimen. Allí está el pequeño homenaje que Panh incluye al referirse al camarógrafo que se animó a registrar más de lo que debía. Nadie podría, en principio, dudar de la frontalidad emocional del director y es difícil abstraerse del dolor que expresan sus imágenes más allá de la lógica distancia que implica ver muñecos intercalados con material fílmico. Sin embargo, también hay momentos jugados como discutibles. Por empezar, el poco tiempo que dedica a evocar los hechos previos a la revolución y la intervención americana. Si bien aparece dramatizada una escena en la que los padres interpelan a su hijo cineasta frente a la televisión, la sensación es de un desbalanceo. El otro pasaje candente nace en la siguiente afirmación: “¿Cómo sobrevivir al hambre?, ¿Cómo hacer la revolución con cucharas en las manos? Algunos dicen ahora que es por el budismo y la aceptación del destino. ¿Dónde estaban esas finas mentes entonces? ¿En sus libros? ¿En sus ideas sublimes? Aquí no es el karma ni la religión lo que mata. Es la ideología”. La generalización es incómoda y hasta podría pensarse desacertada, pero el dardo hacia los intelectuales trasnochados que siguen avalando ciegamente regímenes de terror, sean de derecha como de izquierda, está bien y justamente envenenado. Con el hambre y con la injusticia no se alardea.
La imagen perdida es un film que retrata una historia personal, casi en formato de documental, pero que tiene la peculiaridad de estar contada a través de unos muñecos de arcilla que acompañan a la catarsis de su relator. Se trata de una historia compleja, de la visión de un sobreviviente que se destaca por la técnica visual utilizada para enseñarnos un relato íntimo y duro. El realizador camboyano Rithy Panh, quien fue premiado en el festival de Cannes por esta película, nos muestra una historia capaz que retratar la imagen de una herida que nunca pudo sanar, pero que logra realizar una catarsis a través de este documento audiovisual. Los muñecos de arcilla utilizados en este film, recrean todos los personajes implicados en la historia , así como la ambientación de una sociedad oprimida que tuvo que pasar por la represión y el hambre, por culpa de decisiones e ideologías políticas. Está historia no está centrada en criticar esa ideología sino en la corrupción de la misma, y las consecuencias de un gobierno autoritario. Si bien existe una historia que refleja perfectamente ese dolor que nos muestra a través de sus imágenes, el relato tiende a volverse repetitivo y le cuesta encontrar un cierre, o más bien, una síntesis de todo lo que vivió el personaje. Es un retrato documental muy interesante pero que en momentos es muy lento , y el espectador nota que te está contando la misma historia en repetidas ocasiones. El apartado técnico es lo que más se destaca en el film, porque además de utilizar una técnica poco convencional para contar este relato, el método utilizado retrata perfectamente la imagen de dolor dentro de un contexto documentalista. La imagen perdida es la búsqueda que el director hizo para encontrar la imagen adecuada a los hechos que el protagonista vive, visto a del genocidio cometido por el ejército autoritario que ha tomado Camboya luego de la guerra de Vietnam. La imagen perdida es un retrato muy personal, que logra mostrar la imagen de dolor de un sobreviviente, con un apartado visual que logra transmitir la emoción de un sufrido protagonista. Lamentablemente el relato termina siendo repetitivo, cuando algunos aspectos podrían haber sido más sintéticos, pero no quita que se trate de un film que merece ser visto. Calificación 7/10