La voz del silencio presenta desde una perspectiva realista la vida de diez personajes, cuyas conexiones se van a manifestar tanto en cruces casuales como en reencuentros postergados. Este conjunto de seres anónimos dentro de una multitudinaria ciudad como es San Pablo está vencido por problemas de diversa índole: económicos, laborales, de salud física, mental, de vicios, excesos, o pérdidas insuperables. Autómatas de su vida cotidiana, no pueden escapar de su situación; hay quienes lo intentan, aunque el entorno no resulte de ayuda para persistir con su anhelo. El vínculo que une a todos, más allá de los encuentros que proponga la trama, es la soledad que padecen, causada por las adversidades sufridas, por los errores del pasado o por el peso de la realidad que transitan y no saben cómo manejar. Dando su vida por sentado, resignados a su mecanizada cotidianidad, un hecho astronómico hará tambalear el status quo que los mantiene; sino erguidos, sí en pie. Un anunciado eclipse lunar parece ser el responsable de transformar la energía de los protagonistas, dando así un pequeño vuelco a sus peripecias diarias. Los empuja a transgredir su pasividad, a reaccionar o cumplir pequeños objetivos a corto plazo, aunque manteniendo un nivel de pesimismo importante.Es decir, la existencia de este eclipse los ayuda a activar sus espíritus críticos o sus ansias de resolución, pero sólo es un movimiento inicial, que implica un darse cuenta más que un cambio en sí. Con un dinámico comienzo, Andre Ristum muestra, en su tercera película como director, la populosa ciudad paulista. Luego, casi como en un videoclip al compás de los golpes de una música electrónica de gran intensidad, presenta a los personajes en su rutina diaria. Desde allí nos transporta alternativamente a recorrer sus vidas, de forma siempre cronológica durante dos días, hasta llegar al climax anunciado por una gigante luna roja en el cielo. Con ritmo constante, las historias se entremezclan, sin que ninguna línea argumental parezca confusa, inconexa o discordante. La cámara, con el único propósito de exponer las circunstancias, es un ente neutral, salvo hacia el final donde una subjetiva muy bien resuelta nos muestra el estado mental de uno de los integrantes de este microcosmos. Pero sin lugar a dudas, el montaje es la principal virtud formal, como es predecible de sospechar tratándose de una película coral que encuentra la unidad en lo heterogéneo de las historias que retrata. Es inevitable relacionar la intención del director con Ciudad de ángeles (Short Cuts, 1993), de Robert Altman, o con su sucesora Magnolia (1999) de P.T. Anderson, o mismo con Iñarritu en su juego de hilvanar varias lineas argumentales. Sin embargo, a diferencia de las anteriores, aquí el espectador atento puede descifrar las relaciones a través de fotos, por ejemplo, sin que lo tomen por sorpresa las coincidencias. No es tanto la casualidad, o un accidente, o vivir en el mismo vecindario lo que genera las conexiones, sino la relación que ya existe de antemano entre los protagonistas. Por supuesto, también el destino juega un papel importante en estos cruces. La voz del silencio es un collage sobre las flaquezas, adversidades y reveses de una sociedad envuelta en una gran crisis, el Brasil actual. Llena de tintes dramáticos, mostrando la peor faceta del ser humano, se excede en la desesperación y lo vil, imponiendo una mirada con altas dosis de negatividad. Con algún que otro golpe bajo, incluso (a veces hasta arrebatando a los personajes los pequeños logros conseguidos, otras usándolos para adoctrinar). Parece que lo único que falta para completar el triste panorama es que la película transcurra en Navidad, sin pretender con esto citar la gran Felicidades (2000)de Lucho Bender, que con la misma intención,por lo menos, apelaba a un humor que terminaba siendo satisfactorio. La voz del silencio deja un gusto amargo quizás excesivo, a pesar de su válida intención crítica.
El director brasileño narra días y noches en la vida de algunos personajes de una San Pablo agitada pero melancólica. A pocos minutos de comenzar, el tercer largometraje de ficción del brasileño (nacido en Londres y criado en Roma) André Ristum deja bien en claro su filiación cinematográfica. Descendiente directo de los mosaicos narrativos corales reinventados por Robert Altman en su Ciudad de ángeles –y transformados por Alejandro González Iñárritu y Paul Haggis en escenarios sobre los cuales pontificar sobre el estado del mundo y la condición humana–, La voz del silencio despliega en pantalla algunos pocos días y noches en la vida de un puñado de personajes, habitantes de una San Pablo agitada y colorida, pero no por ello menos melancólica. Siguiendo las reglas nunca escritas del género, casi todos ellos se tocarán o cruzarán en algún momento de la trama –directa o indirectamente, circunstancial o profundamente–, infiriendo de allí no tanto un efecto mariposa emocional como una red narrativa interconectada con pretensiones de fresco urbano contemporáneo. Los mandatos de la coproducción parecen haber dictado la inclusión de un par de inmigrantes argentinos en Brasil, aunque en esta ocasión esos personajes no llegan a sentirse artificiales: el hombre mayor y algo resquebrajado interpretado por Ricardo Merkin y la vendedora de inmuebles y madre de un hijo encarnada por Marina Glezer (ambos muy duchos en el idioma portugués) son tan verosímiles como el resto de las criaturas. Uno de los puntos más fuertes de La voz del silencio es, precisamente, la dirección actoral, que logra en casi todos los casos –incluidos los más extremos, como esa mujer depresiva abierta a la alucinación televisiva– un tono acertado y parejo, lo cual ayuda, en no poca medida, a ocultar los hilos que van moviendo las historias. Incluso en sus momentos más previsibles, cuando ciertas situaciones amenazan con transformar a la película en un decálogo de miserias, culpas e intentos de expiación. Retratados alternativamente bajo el clásico manto del montaje paralelo, allí están esa mujer obsesionada con las postales que su hijo le envía desde Nueva Zelanda, el hombre que lleva a domicilio órdenes de desalojo y trata a las mujeres como objetos, el muchacho callado y triste que deja pasar sus días en un call center, todos ellos representantes de ciertos arquetipos inmediatamente reconocibles, tanto en la vida real como en el cine. La historia más potente, aquella que logra hacer sonar una cuerda emocional no tan evidente a los ojos, parece ser la de una aspirante a cantante que se ve obligada a sostener su economía con la práctica del baile del caño en un club nocturno de escasa categoría. No hay aquí ningún terremoto o lluvia de ranas que reúna física o simbólicamente a todos los peones del tablero, pero sí un eclipse lunar que aspira, quizás innecesariamente, a transformarse en metáfora de los choques y cambios emocionales en la vida de todos y cada uno de ellos.
Las grandes ciudades generan una sensación de soledad y pequeñez, como si la majestuosidad edilicia transformara a quienes las caminan en seres autómatas e insignificantes. En esa línea va la primera secuencia de La voz del silencio, que presenta a un grupo de personajes trabajando en actividades sin prestar atención alguna, con sus miradas vacías, perdidas en las profundidades de sus pensamientos. Esta coproducción argentino-brasileña transcurre íntegramente en la ciudad de San Pablo. Allí viven el empleado de un call center, una madre soltera a punto de perder su trabajo, un hombre mayor apasionado de la música clásica con problemas de memoria y otro con varios empleos para terminar sus estudios, entre varios personajes que el guión del también director André Ristum irá uniendo a medida que avance el relato. Magnolia aparece como la gran referencia (aquí no hay una lluvia de sapos pero sí un eclipse lunar) de este film que tematiza cuestiones como la opresión y la soledad a través de esos hombres y mujeres atrapados en sus rutinas, víctimas de un sistema que les exige mucho más de lo que les ofrece. Más allá de sus acertadas construcciones climáticas y un elenco parejo, La voz del silencio cae en el pecado de usar a sus criaturas como vehículos para decir lo que para el director son grandes verdades acerca del mundo. Hay un tremendismo más cercano a Alejandro González Iñárritu que a Paul Thomas Anderson en la forma en que las historias se van entrelazando, a la vez que una tendencia al subrayado que muestra que Ristum está más interesado en construir una ambiciosa radiografía social que en comprender cómo y por qué las cosas son como son.
La voz del silencio se inscribe dentro de un subgénero justamente olvidado: la película coral, que tuvo su auge allá por los años ’90, con Ciudad de ángeles y Magnolia como referentes. En su tercer largometraje (una coproducción brasileño-argentina), André Ristum sigue esos pasos y narra el devenir cotidiano en una gran ciudad (San Pablo) de nueve personajes que en algún punto se entrecruzarán. Aquí la gran metrópoli tiene un gran protagonismo y muestra su peor cara: la del anonimato como aislante social. Y la de la descorazonadora fealdad arquitectónica: es una jungla de cemento que en lugar de morros y ríos tiene a su gris paisaje dominado por edificios aplastantes y atravesado por autopistas que enloquecen con su torrente de luces y ruidos de autos y motos. En este marco, la televisión y la radio son un tubo de oxígeno (las nuevas tecnologías casi no aparecen) para estos personajes al borde del desahucio. Estas vidas están atravesadas por dos factores en común: las acecha el fantasma de la desocupación y las dificultades para hacer pie en el mercado laboral; y, como resultante de la alienación urbana, padecen la soledad y la incomunicación. Una mujer psicótica y su hija cantante, que intenta ganarse el pan en un cabaret de mala muerte. Un anciano que padece la indiferencia de una hija demasiado ocupada para llevarle a su nieto. Un hombre que trata de ahogar sus penas en sexo mientras su mujer agoniza. Otro que soporta el maltrato en dos trabajos para sobrevivir. Historias reconocibles, algunas más logradas que otras, y que no están exentas de algún que otro golpe de efecto innecesario.
La noche roja Nueve personajes que luchan contra la suerte de un destino errante mientras deambulan por una claustrofóbica San Pablo es la propuesta de André Ristum en La voz del silencio (A voz do silencio, 2018), una película sobre la soledad y la incomunicación ambientada en una metrópolis que propone lo contrario. Un extraño eclipse lunar cambia el destino de nueve personas que paralizadas por diferentes problemáticas personales terminan cruzándose en la cosmopolita ciudad brasileña de San Pablo, con el trasfondo de la crisis política y económica que atraviesa al país. Coproducción entre Brasil y Argentina, La voz del silencio está trabajada a partir de la coralidad. Un conjunto de historias independientes entre sí que se terminan entrelazando en un final que las conecta. Con el marco de San Pablo como fondo y la crisis que atraviesa al país, Ristum construye un relato complejo, con climas logrados, en el que despliega un abanico de temas como la soledad, la muerte, la desesperanza, el maltrato, lo femenino, la diversidad sexual, el sida, la memoria y la lista sigue infinitamente. Y es la amplitud temática lo que termina volviendo al relato pretensioso desde lo narrativo, con algunas ideas y búsquedas interesantes que se evaporan en una maraña de conflictos existenciales apocalípticos. Con reminiscencias al cine de Alejandro González Iñárritu, Paul Thomas Anderson y Robert Altman, La voz del silencio trabaja la estética visual con una serie de planos secuencia que llevan al límite a cada uno de los actores para expresar con realismo las contradicciones de sus personajes, en donde acertadamente no se los juzga por sus actos ni se los coloca como héroes ni villanos, simplemente como seres humanos que con sus errores y virtudes hacen lo que pueden para sobrevivir dentro de una sociedad espejo.
Dos historias corales aparecen de pronto en cartelera, con las penas e ilusiones de diversos personajes y la suerte (o ellos mismos), decidiendo sus destinos. Buenos intérpretes, ácidos libretistas, momentos de reflexión a la salida del cine, eso es lo que ofrecen ambas obras. La más cercana a nosotros es "La voz del silencio", pieza braso-argentina del anglo-brasilero André Ristum, situada en San Pablo, con situaciones cotidianas bastante reconocibles de toda gran ciudad. A veces, dolorosamente reconocibles. Se destacan en ella los veteranos Marieta Severo (la mujer encerrada en su casa) y Ricardo Merkin (el agobiado comentarista radial), y también Claudio Jaborandy (el portero que se esfuerza por seguir estudiando), Marina Glezer, el diseño de sonido de Martín Grignaschi, el aporte musical de Pedro Onetto. Un clima de irónica tristeza y pesadumbre hace temer los peores desenlaces en medio de la indiferencia ciudadana, lo cual puede ocurrir. O no. También inquieta el alma la italiana "Los oportunistas", de Paolo Genovese, cuyo título original es "The Place", así, en inglés. Así también se llama el bar donde un hombre recibe la consulta de sucesivas personas. Le piden por la salud de un ser querido, el reencuentro con un hijo, un amor, incluso algo frívolo. El puede darles lo que piden. Pero primero les asigna el cumplimiento de un crimen. Como si la felicidad de uno solo fuera posible causando la desgracia de otros. ¿Es un ángel del mal, o un ángel del bien que pone a prueba a los necesitados? La obra reelabora una serie norteamericana, "The Booth at the End", de Christopher Kubasik. La reelabora, la sintetiza, y en parte la mejora. Y deja pensando.
O la voz de los que carecen de ella, envueltos por una gran ciudad que los cobija y los engulle, en este caso San Pablo. Esos seres anónimos que luchan por sobrevivir aun en circunstancias por demás adversas, con familias que apenas pueden preservar sus vínculos, cada uno con sus soledades, dolores, frustraciones y apenas algún gesto solidario, o un lazo afectivo que resiste los peores embates. Son nueve las historias de este film coral, que el director y guionista André Ristum muestra en largos planos secuencias para poner de manifiesto la realidad inapelable en la que viven. Una cantante y bailarina de caño, una madre alcohólica y malvada, un hijo telemarketero que sostiene una fantasía, una vendedora y su hijo presionada un padre con problemas de salud, un portero y cocinero, empleadores abusivos y perversos. Una sociedad indiferente, martillada desde los medios por mensajes evangélicos constantes y un eclipse de luna. El marco para que se definan vidas. Ese entorno es mostrado por el director, con un clima nocturno y fantasmal que podría ser de cualquier ciudad grande. Y lo que le ocurre a cada personaje bien construido se filtra en detalles, confesiones, gestos mínimos, secretos demasiado guardados. Un mosaico de seres que nunca necesitan de la explosión emotiva ni del golpe bajo para llegar a emocionarnos legítimamente. Grandes actuaciones, y una intriga que se produce en cada entre cruzamiento de historia para terminar de amar un rompecabezas bien diseñado y mejor filmado.
La cuarta película del realizador brasileño André Ristum es un film coral que intenta despejar algunos planteos sobre la vida en las grandes urbes, que si bien en este caso es San Pablo, bien podría ser Buenos Aires, Santiago de Chile o cualquier ciudad que albergue grandes cantidades de habitantes. En el arranque una coreografía presenta a cada uno de los personajes, los que, sin saberlo, tendrán una conexión con el otro al punto de luego, con el devenir narrativo, transformar y tener injerencia en los demás. Ristum es un esteta, y firma con preciosismo la ciudad y sus personajes, a pesar de mostrar la soledad de los vínculos, la falta de conexión entre los seres, la inmoralidad que acecha en la noche, pero también en el día. El guion habla de seres que inevitablemente deben sobrevivir como pueden en la calle, un operador de call center, una vendedora que no vende nada, una mujer solitaria que pasa sus días tomando cerveza y lamentándose por aquello que no tiene más, una cantante de jingles que debe prostituirse para poder llevar dinero a su casa, el encargado de un local de comida con maneras poco ortodoxas de tratar a sus empleados, y más. Entre todos se configura una red que generará la progresión narrativa de una película, que, como lo anuncia su título, maneja visualmente su guion a falta de palabras. En la construcción silenciosa de los personajes, sus metas y objetivos, sus vínculos, “La voz del silencio” reposa su potencia en aquello que el fuera de campo omite en cada una de las escenas. Como un pequeño puzzle, cada una de las piezas comienza a encajar, o no, al lado de la otra, y en medio de un recurso que recientemente hemos visto en la adaptación que Alex De la Iglesia ha realizado, un misterioso eclipse, tal vez Ristum decide depositar en algunas decisiones tomadas por los personajes a la “locura” que puede éste traer en las personas. “La voz del silencio”, además, trabaja con problemáticas que determinan los pasos de cada uno de sus protagonistas, y que tienen que ver con la familia, la identidad sexual, el desapego, el agachar la cabeza ante la autoridad, el abuso de poder, la vida, la muerte. El director hábilmente deposita en cada uno de los actantes una fuerza que comienza a revelarse a partir de la mitad del metraje. Fuerza que demostrará que en el silencio de la gran ciudad, o en el barullo de la misma, nada ni nadie tiene su destino determinado y mucho menos controlado. El equipo de actores, integrado por intérpretes de trayectoria y otros nóveles, Marieta Severo, Ricardo Merkin, Stephanie De Jongh, Marinza Glezer, Arlindo Lópes, Nicola Siri, Claudio Jaborandy, Marat Descartes y Tássia Cabañas, resuelven con verosímil y honestidad cada escena que les toca trabajar. La mayor virtud de un film como “La voz del silencio” es recorrer historias citadinas, de personajes solitarios, evitando caer en miseribilismos y lugares comunes, para configurar un potente relato sobre los vínculos y sus conexiones, sobre la imposibilidad de conectarse con el otro, y, principalmente, sobre decisiones, no tal vez las más acertadas, para continuar en la lucha diaria.
Por la ciudad brasileña de San Pablo transitan numerosos habitantes anónimos ya resignados al largo camino que les toca andar. El efecto de un misterioso eclipse solar será el presagio de una noche llena de acontecimientos que cambiará la vida de nueve personas que viven diariamente sus angustias, su pasado y su presente. Hay en todos ellos el deseo de que sus vidas cambien y que se transformen, aunque sea por muy poco tiempo, en esperadas alegrías cotidianas. Dentro de este relato están un solitario hombre que espera resignado su muerte, una mujer angustiada por el porvenir de su pequeño hijo y pandillas dispuestas a la violencia para torcer sus destinos. Transformados en su devenir todos ellos se cruzarán inesperadamente en la vorágine de esa gran metrópolis retratando así el mosaico de emociones que los invaden. Historia coral, el film analiza la familia y las relaciones humanas dentro de ese marco que muestra la intolerancia a través de esos patéticos personajes a los que el director brasileño André Ristum, que en 2011 dio a conocer su galardonada ópera prima Mi país dotó de calidez y de gran hondura dramática. A través de largos planos secuencia se ofrece así una mirada profunda de esas relaciones a las que un excelente elenco permitió dar en este retrato pleno de emociones y de poesía que invade a una inmensa ciudad.
La acción transcurre en la ciudad de San Pablo. Es una historia coral, en la cual hay distintos personajes que en algún momento se entrelazan: una madre soltera que intenta criar a su hijo que le cuesta sostenerse económicamente; un joven que trabaja en un call center y se encuentra desalentado y desgastado; un hombre a punto de sufrir Alzheimer y que le apasiona escuchar música y un abuelo que quiere estar con su nieto, entre otros. Muestra a sus personajes con distintos problemas sociales: la desocupación, la soledad, las dificultades de conseguir un empleo, lo que tienen que padecer para conservarlo, el encierro y la incomunicación, entre otros temas. Algunos momentos resultan más logrados que otros y tiene algún golpe bajo innecesario. Cuenta con una buena paleta de colores, una buena fotografía de la ciudad, sus edificios, las autopistas congestionadas por autos y motos, con sus ruidos, bocinazos y las luces de los mismos.
En el formato tradicional de la estructura de guión cinematográfico se establece durante los primeros minutos de laq narración, una escena importante, fuerte, que nos va a orientar hacia donde apunta la historia y qué características tienen él o los protagonistas. Pues en esta realización brasileña de André Ristum no sucede nada de eso. Es una película coral, donde hay muchos intérpretes, destacándose entre ellos la argentina Marina Glezer. Son personas de clase media, o media baja, y a todos los une un denominador común, la crisis, especialmente la económica y financiera por la que transita el vecino país, que termina afectando de un modo u otro a los personajes, ya sea en la salud física o mental. Para entender lo que sucede hay que tener paciencia durante la visualización, esperando que se desarrollen y evolucionen las pequeñas historias que transitan cada uno de ellos. De esa manera, con el paso de los minutos, el director irá corriéndole el velo, desnudándoles el alma, para que comprendamos que son seres comunes y corrientes, anónimos. Todos sufren por algo o alguien. Es un karma del cual no se pueden despegar. Como ejemplos, hay una mujer que permanece sentada día y noche en un sillón, duerme en él y bebe cerveza mientras mira televisión, tiene un hijo, que le envía postales de distintos países y una hija que vive con ella, quien trabaja en un cabaret cantando y bailando en el caño. Y otro personaje que es un locutor de radio y asiduo concurrente a ese establecimiento. También está alguien que se cree exitoso porque lleva las malas noticias a las personas que adeudan meses de alquiler diciéndoles que los van a desalojar, pero todo se le derrumba cuando su esposa se descompone y termina internada en un hospital. Así hay varios casos complicados más difíciles de resolver, y algunos imposibles Se van abriendo las capas de la coraza. André Ristum cuenta las vivencias y penurias de un grupo de ciudadanos de San Pablo, donde mezcla las emociones, el dolor, la locura, el sufrimiento, avatares, presiones, etc., en forma equilibrada. En ocasiones se entrecruzan algunos de ellos, y en otras interactúan mientras los acompañan distintos géneros musicales, cómo la clásica, el melódico, pop, bossa nova, etc., que le toma el pulso al ritmo elegido por el realizador. Todos sabemos que la vida es difícil y las historias de este film son exhibidas con toda crudeza y golpea duro en la sensibilidad del espectador, ya que ninguno de ellos la pasa bien, sino todo lo contrario. Sólo subsisten, esperando que la suerte alguna vez esté de su lado.
CRUCE DE PARALELAS La voz del silencio es una película coral que comparte varios elementos con Magnolia (1999), de Paul Thomas Anderson, una joya cinematográfica que prácticamente cerró el Siglo XX. Pero las semejanzas con el film de Anderson no se quedan en que es coral (un formato riesgoso y ambicioso que pocos directores han sabido dominar con destreza y que data de finales del ´30), sino también en la inminencia de un evento extraordinario. Mientras que en Magnolia era una lluvia de sapos aquí es un acontecimiento astronómico, la luna roja. Pero las semejanzas se terminan ahí, La voz del silencio es un film más desprolijo e irregular cuyas expectativas van degradándose progresivamente hasta quedar en muy poco, asemejándose más a bodrios como Vidas cruzadas, de Paul Haggis, que a la genialidad de Anderson. Esto es desafortunado, en particular porque el escenario de San Pablo, esa mole gris que pinta el director brasileño Andre Ristum, es tan desolador como expresivo y se merecía una historia de este cariz. Como es de esperar de una película coral La voz del silencio entrelaza varias historias. El hogar de una madre negada y con trastornos psiquiátricos junto a su hija que trabaja en un cabaret y aspira a ser cantante algún día, un anciano solitario que se encuentra al borde de la muerte, una madre soltera que cría a su hijo mientras intenta salir airosa en su trabajo, un empresario que se evade de una tragedia a través del sexo y el acoso, un laburante que busca sostener dos trabajos y al mismo tiempo cumplir el sueño de terminar una carrera y un telemarketer que se encuentra atravesando una crisis laboral y personal que lo confronta con su pasado. Si leyeron esto se darán cuenta que La voz del silencio derrama tsunamis de drama con sólo leer el conjunto de partes involucradas en la historia. El título da el hilo para comprender la temática que entrelaza estas historias: la falta de comunicación, la angustia y la falta de empatía en las grandes ciudades. El problema es que la temática termina devorándose a los personajes y al mismo escenario de la ciudad, dejando apenas un mapa fracturado de escenarios sin personajes definidos. Lo que es peor, el film padece de elementos ridículamente forzados para poder hacer que estas historias colisionen y se encuentren: los casos más resonantes implican la pérdida de un chico y un asalto a un restaurante tras una confrontación en los minutos previos. El montaje favorece esta noción de narración fracturada, apostando frecuentemente a momentos aislados con los cuales el espectador arma el rompecabezas en su cabeza, en particular en la introducción. Esto es astuto e intrigante pero una vez que se arma el rompecabezas y llegamos al final de las historias, lo que vemos está lejos de ser interesante. En síntesis La voz del silencio tiene algunos elementos interesantes, la uniformidad del reparto tiene talento en figuras como los argentinos Marina Glezer y Ricardo Merkin, además del trabajo notable de los brasileños Marieta Severo o Claudio Jaborandy. La mirada sobre San Pablo entrega algunas imágenes notables entre los embotellamientos asfixiantes. Sin embargo, la ambición le pesa como un lastre narrativo que lleva al film a ser apenas regular y olvidable.
Se estrena La voz del silencio, la tercera película del director André Ristum (Mi país y El otro lado del paraíso). El film transita la vida de ocho habitantes de San Pablo. A través de un montaje frenético al comienzo de la película, André Ristum presenta ocho personajes: una striper que sueña con ser cantante, un locutor de radio con una enfermedad terminal, una bailarina clásica que entra en coma, una señora mayor con problemas de alcoholismo, una madre soltera que no le presta suficiente atención a su hijo, un joven que trabaja en un call center, un hombre con múltiples trabajos (portero durante el día, cocinero durante la noche) y un empresario adicto al sexo y abusador. Si bien parecen ser todas historias particulares (y en parte lo son), se relacionan entre sí. La joven striper es hija de la mujer alcohólica, quien a su vez es madre del joven que trabaja en el call center. El hombre con múltiples trabajos, vive en el mismo edificio que el locutor, quien es el padre de la mujer que presta poca atención a su hijo. El empresario, por su parte, es marido de la bailarina clásica. Además, aquellos que no tengan una relación directa también se cruzarán en algún punto. Con la excusa de un eclipse de sangre como hilo conductor, Ristum logró unificar todas las historias de una manera natural. Los protagonistas parecen piezas de un rompecabezas que, poco a poco, van encajando entre sí, hasta finalmente dar forma a algo concreto. A pesar de esto, las historias particulares resultan inconclusas por momentos. El eclipse de sangre también representa un punto de quiebre para cada protagonista. El cineasta presenta personajes que están atrapados en una monotonía que los consume día a día, hasta que este fenómeno natural rompe el esquema interno de cada uno de ellos. El eclipse indica un nuevo comienzo para que puedan liberarse de aquello que tanto los oprime.
André Ristum es un realizador brasileño que presenta aquí su tercer largometraje de ficción. Hoy, con 45 años, acumula también la experiencia de haber trabajado en su juventud como ayudante de Bernardo Bertolucci y Rob Cohen. “La voz del silencio” es sin duda un proyecto de corte autoral e independiente pero con claras pretensiones estéticas con lo que podríamos ligarlo en ciertas búsquedas formales a directores como Robert Altman en su relato coral “Short cuts” (1993) o al mismísimo Paul Thomas Anderson por su magistral filme “Magnolia” (2000). Por un lado retoma la forma de historias paralelas que en esos años estallaron en la narrativa fílmica. Y en Latinoamérica su exponente clave había sido el brillante guionista Guillermo Arriaga junto al primer Iñarritu (el mexicano puro) en filmes como “Amores perros”, “21 gramos” y “Babel”. Para abrir la coreografía de varias tramas y múltiples personajes el cuadro disparador de este relato coral es un fenómeno astronómico “el eclipse lunar”. Sabemos que eso sucede cuando la tierra se interpone entre el sol y la luna generando un cono de sombra sobre la tierra y muchas veces una suerte de luz rojiza que tiñe el astro terrestre. Dicen quienes de astrología saben más que lo que una revista de predicciones narra, que estos fenómenos afectan el comportamiento de los hombres así como los mismos griegos creían en ese poder de los astros sobre la vida en la tierra. Es así que a partir del eclipse que envuelve el cielo de toda la ciudad de San Pablo se presagia el drama de todos los que allí viven afectados a otras fuerzas mayores que las de su propia voluntad. Y entramos en la vida de los protagonistas de varias historias que se abren en principio sin aparente conexión, hasta la resolución final de toda la trama coral que los conecta en una misma unidad narrativa. Pero más allá de los diversos personajes que hacen a cada una de las mini historias, la protagonista radical es la ciudad, esa San Pablo incómoda y hasta carente de belleza como es que el filme elije exhibirla. Esa jungla de cemento y soledad, de la vida en el anonimato de la urbe, de la incomunicación en la era de la comunicación tecnológica, más aún cuando el filme no usa más que la tv y la radio dejando afuera el universo de la comunicación virtual más contemporáneo. Las historias de los nueve habitantes de este relato están dominadas por el aislamiento, y en especial por las carencias tanto afectivas como, ante todo, materiales. El desempleo y las temáticas de la crisis coyuntural de este país hoy para el habitante medio urbano son el tema reincidente del filme. Sobrevivir es un poco el eje de acción de los personajes en las historias, supervivientes emocionales, sobrevivientes materiales. La subsistencia le gana a otras prioridades, esas que se ahogan en las crisis más personales de cada sujeto en cada historia. Los resultantes dramáticos de las mismas son desparejos, o por poco profundos o por contener golpes de efecto innecesarios. Y la película deja una factura inquietante en su clima y su propuesta formal de largos planos secuencia y esa luz extraña que domina la fuerza del eclipse. Por Victoria Leven @levenvictoria