Albertina Carri con una libertad absolutamente infrecuente en el cine argentino nos entrega una película sobre el goce, el sexo y las mujeres desatadas de toda limitación entre su propio deseo y la consumación. Considerada la mejor película argentina del Bafici 2018, la directora concreta una road movie de mujeres. Primero el reencuentro de una pareja de chicas, después de un tiempo separadas. Una de ella cineasta con su voz en off arma apuntes sobre un futuro trabajo pornográfico. En ese viaje se unen a otras mujeres, por azar, por solidaridad, para ayudarse, para perder el miedo. Pero siempre haciendo del encuentro sexual una celebración dionisíaca, lejos de la posesión, sin dominadas ni dominadoras. Sin ninguna barrera que las limite en la búsqueda de saciar un deseo profundo, enorme, torrentoso. Demasiado fácil recurrir a palabras como provocación, banderas de liberación, o un nuevo porno. Lo que ejerce la directora es mostrar como esos cuerpos distintos, sin complejos, sin imposiciones sociales, representan el deleite, el júbilo, la satisfacción. Repetitiva e hipnótica. Bella y erótica. Estas mujeres de fuego no se consumen y no permiten la indiferencia.
Bienvenida esta propuesta de Albertina Carri en donde los límites de la censura y lo filmable construyen un potente relato sobre la amistad, el amor, el poliamor, la sororidad, entre otros temas. Un grupo de mujeres se embarcan en la tarea de recuperar un viejo Torino que será próximamente rematado, en ese viaje aprovechan para jugar con sus deseos, prestar atención a aquellas que lo necesitan, expulsando a violentos y construyendo una épica travesía de amor y amistad.
“Las Hijas del Fuego” de Albertina Carri Por Mariana Zabaleta Roadmovie tortillera. Un grupo de chicas se suben a una combi escolar en busca de una historia, una película que se dice proyecto se consuma en una serie de escenas eróticas, pornográficas y video-poemas. Casi como El origen del mundo de Courbet esta oda al desnudo femenino se esfuerza por mostrar lo carnoso y húmedo del erotismo femenino. Algo de liberación resuena un tanto añejo, un gesto de revelación que se torna un giro tras otro giro, más otro giro, ya sin sentido. Carri adora a Itziar Ziga, escritura-perra: cine-perra. La bien nombrada (por nada menos que por Virginie Despantes y Paul Beatriz Preciado) vena más licantropa del activismo feminista contemporáneo, conduce el impulso sanguíneo desde donde Carri abreva. La estrategia de lucha guerrillera construye en el presente maquinaria, el cine se abre paso en la empresa de conformar una feminidad reciclada: “donde no queda nada, ni bio ni crudo, donde todo ha sido ya cocido (por el ojo de la cámara) por no decir vomitado, desde el basurero de la heterosexualidad normativa; el kiosko del patriarcado”. Desde el nuevo milenio el viejo continente nos trae el glamour basurero (con reflujo): literatura, cine y arte perfomativo (entre otros lenguajes artísticos) que abordan aventuras de perras sin trabajo y sin perspectivas de tenerlo, la sumisión solo será complemento del deseo. La colectividad es un tema importante que, al igual que Ziga comienza en la periferia. El sur es el escenario de origen, donde una perra se organiza, muerde y empieza a vivir sin rumbo fijo. Constituye una manada de animales fronterizos: maquina colectiva de coger. El trabajo de Albertina Carri mostraba su vitalidad en la fragmentariedad, su voz cabalgaba sobre las siluetas y sombras para entregarnos un instante alejado de los espacios comunes de la linealidad. Las Hijas del Fuego no entrega esto, se obstina en mostrar y narrar, por momentos con poética elegancia, el mundo de lo íntimo como el espacio de lo político. LAS HIJAS DEL FUEGO Las hijas del fuego. Argentina, 2018. Dirección y guion: Albertina Carri. Intérpretes: Disturbia Rocío, Mijal Katzowicz, Violeta Valiente, Rana Rzonscinsky, Canela M., Ivanna Colonna Olsen. Producción: Gentil. Fotografía: Inés Duacastella, Soledad Rodríguez. Duración: 115 minutos.
A lo largo de veinte años de BAFICI han surgido autores que reciben, hoy en día, el beneficio de la inimputabilidad. Albertina Carri está en ese grupo. En el último plano de la película, que sin dudas pasará a la historia del festival, una de las protagonistas se aparta de la orgía que está teniendo lugar en una casa para masturbarse en el jardín. La cámara la acompaña hasta llegar al orgasmo y, acto seguido, la película termina. Tal vez, en un rapto de lucidez, Carri haya ideado este plano como metáfora perfecta de lo que su película es: un largo y sostenido ejercicio de onanismo. El planteo de Las hijas del fuego es interesante: a través de una especie de porno-road movie, se narra el viaje de (auto)descubrimiento de una pareja de mujeres que se encuentra con una multiplicidad de aventuras sexuales. A lo largo del camino, estas dos mujeres irán conociendo a otras, muy diferentes entre sí y con cuerpos muy alejados de lo que podría considerarse una belleza hegemónica. Entregándose al deseo, estas mujeres buscarán una forma de disfrutar de su sexualidad con la mayor libertad posible y de alejarse de los mandatos para construir una nueva forma de vincularse. El gesto de la realizadora no es menor: además de representar cuerpos femeninos usualmente invisibilizados por el cine, trata de mostrarlos en acción, de hacerlos protagonistas y de invitar al espectador (al menos en principio) a erotizarse con ellos. Pero la verdad es que, intenciones aparte, Las hijas del fuego es una película muy mala. Cuando adopta una actitud de documental observacional (género con el cual la pornografía, por su misma esencia de acto no fingido, guarda una gran similitud), se pone honesta y hasta sensible. En cambio, las situaciones que apuestan más abiertamente por la ficción son lamentables: sorprende la obviedad de los diálogos, con un vergonzoso exponente en la escena del bar, en la que un hombre intenta echar a las chicas del bar por “tortilleras”, y en otro momento peor, con una subtrama ridícula que involucra a Érica Rivas siendo salvada de un marido abusivo. Cabe preguntarse si Carri (realizadora a la que no conviene subestimar) estará adoptando la lógica absurda y ramplona de la pornografía para estas escenas, en un intento de resemantizar un género dominado por el machismo. Si esa fuera la estrategia, no resulta demasiado evidente: teniendo en cuenta que cada tanto irrumpe una voz en off insufrible que puntúa el relato con sesudas reflexiones sobre cómo encarar una porno, si este fuera el caso la película lo dejaría en claro. Tal vez Carri simplemente escribe malas escenas, con el mismo aplomo con el que una militante indignada escribe en su muro de Facebook. Casi parece un ejercicio de cinismo, pero prefiero pensar que no. Todas las escenas de contenido dramático son gruesas, obvias y parecen inventadas para complacer a una porción muy específica del público. Tampoco es que Las hijas del fuego busque convencer a nadie: pero en sus primeras secuencias, en las que se muestra el reencuentro y la intimidad de la pareja protagonista, la película ostenta una empatía, una calidez y un potencial erótico que, paradójicamente, se pierde a medida que el road trip sexual se vuelve más y más “jugado”. En parte porque la película se concentra cada vez más en ser “polémica” y menos por involucrarnos con esas mujeres que, por otro lado, no tienen interés alguno como personajes. Ya avanzada la trama, la fastidiosa voz en off arremete contra la estructura convencional cinematográfica manifestando que prefiere apostar por otra, por un “fluir” más libre. Teniendo en cuenta el mamarracho en el que a esa altura se ha convertido Las hijas del fuego, esto suena menos a una declaración de principios que a un último intento de lograr que nos tomemos la película en serio.
Feminismo de guerrilla Uno asiste a festivales como el (20) BAFICI con el fin de ver películas como Las hijas del fuego (2018), ganadora de la competencia argentina. El film produce un shock audiovisual y no por las imágenes de sexo explícito que muestra, sino por la violencia provocadora que contiene hacia la mirada patriarcal. Feminismo de guerrilla. El film es un tour de force por la Patagonia en el que un grupo de chicas, todas lesbianas, van teniendo sexo grupal mientras suman comensales desde Ushuaia hasta Puerto Madryn. Altas, flacas, gordas, peladas, negras y con diferentes gustos sexuales desde el uso de diferentes consoladores hasta sadomasoquismo, deambulan en escena teniendo sexo. Cualquier atisbo de delicadeza brilla por su ausencia del mismo modo que la presencia de hombres, golpeados y echados de la escena por su mirada conservadora. La energía subversiva - agresiva se trasmite en cada fotograma. Una orgía lésbica en una iglesia, otra en un parque natural al aire libre y a plena luz del día. El plano secuencia final que sigue a una chica en patines con una bandeja de consoladores ofrecidos de habitación en habitación donde no se pueden diferenciar cuerpos. La chica masturbándose con un traje de pastillas, son algunas de las escenas de esta película. La película tiene la forma de capricho y búsqueda constante: La intención de hacer una porno como premisa audiovisual, una porno donde todas son “sujeto” ante el deseo. Albertina Carri derriba así todo tipo de mirada patriarcal sobre el porno y la mujer. Transforma a las protagonistas en agentes de su destino que toman el toro por las astas, lo dominan y reducen a su merced. Modifica la imagen social de la mujer con energía pasional, rebelde y anárquica. A la hora de duración, el film se vuelve reiterativo. Ahí entran en escena las caras conocidas: Erica Rivas, Cristina Banegas y Sofía Gala Castiglione, ninguna -para tranquilidad de los fans- tiene sexo ni aparece desnuda, pero sus roles son claves en esta fiesta de liberación dionisíaca. Las hijas del fuego es un golpe a la mandíbula del espectador, a quién interpela sacándolo con los tapones de punta de su zona de confort. Ante semejante espectáculo debemos preguntarnos si estamos o no frente a un hecho artístico. Dicen que el arte debe incomodar y vaya si lo hace. La respuesta queda en cada espectador que tendrá que enfrentar sus prejuicios.
La vimos en el BAFICI, en Competencia Argentina Las hijas del fuego, una película coherente con toda la trayectoria de su realizadora, Albertina Carri. Hoy se estrena en el Gaumont y en Malba. 115 minutos de chicas teniendo sexo, viajando en combi, teniendo sexo, charlando entre ellas, teniendo sexo, y así, en un sinfín de pulsiones y placeres exclusivos de un ellas. La situación fue incómoda o molesta para muchxs, eso de ver porno todos juntxs y con todo lo que nos conocemos no es lo que vamos a hacer a una función de prensa. Y los comentarios escuchados, me hacen pensar una vez más que el gran tabú occidental al menos, no es como afirman la antropología y la psicología el incesto o el Edipo, el gran tabú es qué pasa entre dos mujeres en la intimidad donde no entran los hombres, y ni que hablar, qué pasa dentro de un cuerpo colectivo de mujeres. Las claves de Las hijas del fuego, lo que me parece que se encuentra, en mi humilde opinión y para empezar a pensar: 1-Una relación potente con la cita como mecanismo de construcción, citas externas a la literatura, para comenzar, el título de la película es el de una novela de Gerard Nerval de 1854, que una de las protagonistas viene leyendo durante el viaje. Pero también intratextos del cine: la alusión al nombre Rey Muerto (primer corto de Lucrecia Martel), el videoclub Peña, la voz en off del alter ego de Carri, Analía Couceyro (Los Rubios), Cristina Banegas que también trabajó en Géminis… Y citas a la teoría, la historia, las genealogías, las antecesoras. 2- La deconstrucción de géneros, algo propio del sistema de obra de Albertina: el ensayo, la narración tradicional, el cine experimental, y por supuesto, obvio, el porno. 3- Un trabajo de actrices no conocidas muy potente, donde las estrellas que suma (que no tienen sexo y son las heroínas antiheroínas totales en el sentido estricto, los auténticos personajes retratados por Nerval), tomando actrices del cotidiano, de la militancia, de la escena cultural, de la resistencia. 4- Un recorrido de activismos lesbotransfeministas, de saberes, de teorías que interpelan sin piedad y dejan fuera a toda la crítica especializada (?????), esa que salió del cine hipnotizada repitiendo solo dos palabras: agobio, exceso y que tendrá que trabajar mucho sobre sí misma para acompañar líneas de interpretación de una película que supera en mucho sus capacidades y saberes, pero sobre todo, sus propios prejuicios. 5- Un trabajo de planos y escenas inédito en el cine argentino, donde el fragmento repetido mecánicamente típico del cine porno está centrado en, a diferencia de sus ejemplos hegemónicos y patriarcales: clítoris, vulvas, grasas y rollos abdominales, nucas rapadas, belleza del común, caras no publicitarias, senos caídos o pequeños, o sea, lo que la mayoría minorizada de las mujeres poseemos, lo que la mayoría minorizada de las mujeres somos. Narrativamente, la película no tiene fin, porque el orgasmo femenino de alto entrenamiento no lo tiene. Y no perder de vista que la película busca encuadrarse en algo que existe, y del que, para hablar, mínimamente hay que conocer: las prácticas posporno, que claramente NO son las prácticas porno de la industria porno. Porno es cine, además. La última escena también habla de eso, del lugar del director, con esa directrix que administra placeres, es una gran voyeur y luego se encierra en sí misma, logrando un final INCREIBLE en la historia del cine mundial. 6- Una más que vibrante enunciación fílmica colectiva, marcada desde el comienzo por el modo de presentar los créditos, con el plano de fondo de una ruta y todos los nombres de las participantes (técnicas, producción, actrices, etc), al mismo nivel pasando. En este sentido, un detalle que me pasa a mí pero que quizás compartamos con más espectadores: no me identifiqué con ningún personaje, el retrato individual se pierde en la masa, y es solo el intento de trabajar más allá del porno, de poner diagrama en la catástrofe del flujo que va y construye masa fílmica, visual, y como tal, deseante. En este sentido, la peli puede ser fiel a ciertos postulados del poliamor que la sostienen, y a ciertos saberes que hoy el colectivo feminista está recorriendo y planteándose una y otra vez. Tras estos apuntes podemos redefinir el agobio de tanto porno. Todas sabemos de eso, vaya si sabemos. Personalmente, tengo que reconocer que me cuesta no entusiasmarme con esta película como gran hecho político de nuestras subjetividades. Esperé muchas décadas de mi vida para ver algo así, y por ese lado se lo agradezco a Albertina. ¡Una película argentina comercial y de mainstream, posporno! Maravilloso. Dicho esto, solo queda agregar que vayan a verla. Quizás sea un grano de arena más para una discusión política que tenemos que darnos, ahora que todxs somos feministas y el feminismo es una dulce tendencia, y todxs opinan y definen cuál debe ser la lucha a seguir por nosotras y cómo deberíamos enunciarlas. Por supuesto, la seguimos y recomenzamos cuando tengamos ganas, que de eso se trata.
El diablo en el cuerpo En Las hijas del fuego están la genitalidad y el sexo, pero alejados tanto de la simulación del cine convencional como del formateo del “hardcore” comercial y heteronormativo. El porno como forma de representación. El porno como género audiovisual. Dos descripciones y discusiones teóricas dispares pero, al mismo tiempo, íntimamente ligadas. Las hijas del fuego, la nueva película de Albertina Carri –ganadora del premio mayor en la competencia argentina del último Bafici– puede ser definida de muchas maneras pero, en esencia, es una película política. Como, de manera diferente, lo era la anterior Cuatreros. “El problema nunca es la representación de los cuerpos. El problema es cómo esos cuerpos se vuelven territorio y paisaje frente a la cámara”, afirma la voz en off de una de las protagonistas, cineasta como Carri y, por esa misma razón, posible alter ego de la realizadora. El encuentro de ese personaje con otra joven, habitante transitoria de Tierra del Fuego, se produce al comienzo mismo del relato y lo que se desliza a continuación es una declaración tanto física como intelectual: el deseo de estar y de permanecer juntas. Hace tres o cuatro años que ambas están “en pareja”, aunque sólo se le ocurrirá a alguien hablar de algo parecido al noviazgo cuando surja la posibilidad de visitar a la madre de una de ellas. Compartimientos, lugares establecidos, rótulos, que la película pondrá en constante desequilibrio e intentará destruir desde sus cimientos para poder así, con las piezas resultantes, construir otra cosa. Y, desde luego, ahí están la genitalidad y el sexo –que Carri pone en pantalla a los pocos minutos de comenzada la proyección–, alejados tanto de la simulación del cine convencional como del formateo del hardcore comercial, en particular de ese “lesbianismo” heteronormativo de fácil consumo y digestión. Carri anticipa lo que vendrá: un dildo de dos puntas penetra a ambas y el movimiento sincrónico lo transforma en una extensión de sus propios deseos. La chica afirma que su próximo proyecto es “una porno” y, a partir de ese momento, esa película imaginada dentro de la película real se convierte en espejo. Poco después, una pelea en un bar con un grupo de muchachos dispuestos a la discriminación y la ofensa automática transformará a la pareja en un trío, que de allí en más no hará más que sumar nuevas órbitas hasta transformarse en grupo, en sistema (el colectivo de mujeres encargadas de darles vida incluye actrices no profesionales y otras con extensa experiencia teatral). “Hay algo del goce que es irrepresentable”, afirmará la voz, y Las hijas del fuego –título tomado del libro de cuentos de Gérard de Nerval, que uno de los personajes lee atentamente– se hace cargo de esa imposibilidad, al tiempo que intenta contradecirla, dialéctica formal que hace latir a la película en su totalidad. Más allá de cualquier teorización sobre acto y representación, fondo y forma, la de Carri es también una particular road movie que le guiña el ojo tanto a Thelma y Louise como a Baise-moi, de Virginie Despentes, aunque sin las marcas convencionales de la primera ni la pulsión trash de la segunda. ¿Es la secuencia de sexo al aire libre, con fondo de montañas nevadas e iluminación sólida y pareja, una parodia de tantos polvos reales cimentados por el porno con el correr de las décadas? ¿O, por el contrario, la película se termina haciendo cargo de una tradición heredada? Difícilmente puedan discutirse en los mismos términos las dos escenas de sexo que le siguen, ambas deslizadas hacia el territorio de la fantasía: una pequeña orgía en plena nave de una iglesia, con traje de neopreno apretando la carne y música de Ennio Morricone, y un segmento onírico que va del blanco y negro al color, del found footage a los bigotes postizos. Las hijas del fuego construye algunas trampas con las cuales termina tropezando, como la figura de la “invitada estelar”: tanto Erica Rivas como Cristina Banegas y Sofía Gala interpretan breves papeles, a su vez representativos de ciertos tipos femeninos, que más allá de sus aportes puntuales se sienten como desvíos un tanto innecesarios. La poesía formal le cede finalmente el terreno a la poesía cinematográfica: un complejo y bellísimo plano-secuencia pone en escena un posible paraíso terrenal, fantasía y utopía, seguido por el registro sin pausas ni cortes de una masturbación. En ese plano casi fijo de varios minutos, heredero indirecto del cine de los hermanos Lumière, Carri cierra magistralmente su ensayo cinematográfico: una paja es apenas una paja, pero también puede ser mucho más. La potencia de esa imagen radica, precisamente, en su duración, que logra devolverle al contenido toda su naturalidad, su normalidad. Alterando las palabras del título del film de Rosa von Praunheim, “no es perversa la imagen, perversos son el contexto y la mirada”.
Provocativo ensayo sobre el placer Película porno-lésbica que causó revuelo en la última edición del Bafici, Las hijas de fuego fue filmada y protagonizada por un grupo de mujeres que en la mayor parte de los casos tiene un vínculo directo con el mundo del activismo y la escena cultural lesbofeminista. Albertina Carri se vale de los mecanismos de la ficción para elaborar un lúcido y provocativo ensayo sobre una sexualidad alternativa, desprovista de los rígidos cánones convencionales y entregada por completo a la experimentación del placer. Hay muchos cuerpos desnudos, sexo explícito y actitudes combativas promovidas por la liberacion del deseo en este road trip extremo y de perfil militante que podrá interpelar de una manera diferente a cada tipo de espectador, pero seguro no dejará a nadie indiferente.
20º BAFICI: Dos películas problemáticas. En algún momento de la proyección de Las hijas del fuego en el BAFICI recordé el comentario de una conocida escritora cuando le preguntaron su opinión sobre las denuncias de populares actrices sobre abuso sexual: al tiempo que aprobaba esos reclamos, señalaba que probablemente a mujeres de otros oficios (por ejemplo, mucamas) no les resultara tan sencillo hacer públicas experiencias parecidas. Por su fuerza, por comodidad o por lo que fuese, algunas reivindicaciones se saltean matices. El film de Albertina Carri imagina a dos mujeres jóvenes aventurándose en un viaje por el sur argentino en el que van consumando una serie de encuentros sexuales entre sí y con otras amigas que van conociendo, mientras una de ellas (que no es mucama sino directora de cine) reflexiona en off sobre erotismo y pornografía. En un par de momentos aparecen varones machistas, debidamente repelidos por las chicas, y no hay mucho más que eso en el transcurso de dos horas. La búsqueda de placer es lo que mueve a estas mujeres, indagación que en la película se hace real, tangible, ya que los actos sexuales son expuestos de manera gráfica por actrices-militantes evidentemente muy dispuestas a participar de este juego-trabajo-desafío. Dichas escenas excitarán a algunos/as y aburrirán a otros/as, pero lo que no generan es escándalo (habiendo visto la película en una de las funciones programadas por el festival en el Village Recoleta, nadie del numeroso público se retiró antes ni masculló queja alguna). El propósito de Carri tal vez haya sido naturalizar ciertas prácticas amatorias, descorriendo el velo que las mantiene en la intimidad. Pero fuera de ese acercamiento al porno lésbico ¿qué queda? Poco y nada. En un momento una de las parejas mantiene relaciones sexuales en el interior de una iglesia, pero el cine ha recurrido ya varias veces a escenas similares (hay una incluso en Jess & James, de Santiago Giralt, director que integró el jurado de la Competencia Argentina que premió a Las hijas del fuego). Entre las varias líneas de pensamiento o expresiones de deseo que las mujeres deslizan, una sostiene la necesidad de que ciertos valores se transmitan “no por herencia sino por contagio”, como si fuera posible que una sociedad deseche lo heredado de generaciones anteriores de un momento para el otro, sólo por convicción. Por ahí resulta interesante cómo la pandilla sale a defender al personaje de Érica Rivas sin que ésta comparta el mismo espíritu abiertamente libertario de sus congéneres, pero el episodio es fugaz. Referencias a films como Rey muerto (el corto de Lucrecia Martel) suenan un poco obvias, los diálogos (el que mantienen con un policía, por ejemplo) son bastante banales y escenas en las que los únicos varones que aparecen en la trama son rechazados por las mujeres a patada limpia parecen salidas de films como Thelma & Louise. Hay tres momentos en los que Las hijas del fuego recurre a imágenes de un viejo film en blanco y negro y de criaturas submarinas cruzándose bajo el agua, insuflándole a la historia un aliento lírico (que se intenta también desde el sonido, por ejemplo en la última secuencia); fuera de ello, se muestra narrativa y formalmente vacilante. Si quince años atrás la forma elegida por Carri para abordar el recuerdo de sus padres desaparecidos durante la última dictadura (en Los rubios) era riesgosa y creativa, algunos de sus trabajos posteriores (Géminis, La rabia) asomaron como provocaciones más inmaduras, lo que también se advierte en Las hijas del fuego. Como ya ocurría, de alguna manera, en la más sombría La noche, de Edgardo Castro (premiada dos años atrás en el BAFICI), la apuesta oscila entre la audacia de desafiar al pudor y el hecho de despertar la curiosidad de los espectadores por ver a actores/actrices poniéndole el cuerpo a escenas sexuales. El cine acumula varias experiencias en ese sentido (incluyendo la alborozada Shortbus, de John Cameron Mitchell, que tuvo su estreno comercial hace unos años), pero esa falta de originalidad no sería un problema si el discurso excediera los alcances de lo que termina pareciéndose a una fábula en un campo nudista: lamentablemente, en nuestro cine de ficción –tal vez en correspondencia con algunas coordenadas que atraviesan en estos tiempos la sociedad argentina– esta liberación de tabúes no viene acompañada de inquietudes ante opresiones de otro orden, como las que legitiman desigualdades económicas y exclusión social. Por Fernando G. Varea
En Tierra del Fuego arranca la ficción de Albertina Carri, que se titula Las hijas del fuego como el libro de cuentos y poemas que Gérard de Nerval publicó a mediados del siglo XIX. De aquella obra del escritor francés, la autora de Los rubios, La rabia, Géminis, Cuatreros retoma además la idea de contar un viaje cuyas escalas están determinadas por el (re)encuentro con distintas mujeres. Por otra parte, la película que se estrena mañana en la Ciudad de Buenos Aires se titula (casi) igual que el documental más reciente de Stéphane Breton. En Filles du feu, el realizador –también parisino– retrata a un grupo de jóvenes kurdas que se armaron para combatir a tres enemigos feroces en Siria: el Estado Islámico, el ejército turco y las tropas de Bachar Al-Assad. Acaso inspirada en De Nerval, Carri le rinde homenaje al poder redentor de las mujeres. Probablemente sin proponérselo, coincide con Breton en retratar a guerreras en lucha: de hecho, las protagonistas de esta road movie que arranca en Ushuaia enfrentan el patriarcado y sus imposiciones culturales, narrativas, estéticas. En cambio, la realizadora se distancia de De Nerval y Breton a la hora de interpelar al público. Lejos de las cartas y poemas melancólicos que escribió el primero y del trabajo de campo que realizó el segundo, la también co-programadora del Festival Internacional de Cine LGBTIQ Asterisco busca sacudir, acaso escandalizar, a partir de una fábula pornográfica coral. Las hijas del fuego resulta interesante al principio, cuando Carri y su alter ego en la ficción (una cineasta que tiene en mente “filmar una porno”) se preguntan sobre las características de este género y sobre las maneras de subvertirlo. Para desilusión de algunos espectadores, a medida que avanza, el film reemplaza preguntas e hipótesis por lugares comunes: por ejemplo la escala donde las protagonistas liberan a la esposa sometida a cargo de Érica Rivas para representar sororidad, el simulacro de sacrificio sexual en una iglesia (que podría disgustar a Madonna, chicanearon Los Jóvenes Viejos cuando el film se exhibió en el 20° BAFIC) para desafiar la moral y buenas costumbres que dictan los voceros retrógrados de la religión católica; las múltiples escenas de sexo grupal para reivindicar el poliamor; la participación actoral de mujeres obesas, delgadas, butchs, una de piel oscura ¿y transgénero? para expresar diversidad. La discusión que esta película provocó en la edición más reciente del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente giró en torno a la atinada o fallida conversión del género pornográfico en manifiesto revolucionario. Seguro el estreno porteño reeditará aquel debate. Las hijas del fuego evoca el recuerdo de la encomiable Los decentes, que Lukas Valenta Rinner filmó dos años atrás en el límite entre un barrio privado y un club nudista cuyos socios también suscriben al poliamor. Ante la comparación, algunos espectadores encontramos todavía más impostada, artificiosa, solemne la diatriba anti-patriarcal de Carri. Asimismo corresponde contrastar la opinión de este público minoritario con los dos premios que el largometraje de Carri cosechó tras su exhibición baficiana: uno a la Mejor Película, acordado por el jurado de la competencia oficial argentina, y el segundo a la Mejor Sonido, concedido a Mercedes Gaviria Jaramillo por la Asociación Argentina de Sonidistas Audiovisuales.
A fines de los años 90 hubo una gran explosión del llamado cine queer: films que, en buena medida, retrataban personajes homosexuales en oposición a algún tipo de establishment. Milk de Gus Van Sant es, aunque un poco tardío, paradigmático en este aspecto. En los últimos años surgió un nuevo punto vista para estos mismos personajes. La lucha que representaban se diluyó parcialmente. Ha habido, creemos, una cierta superación de la problemática inherente a lo queer y al lugar en la sociedad de esta minoría (hoy más enraizado). Si las mujeres de Hawks eran post-feministas, los homosexuales de estas nuevas películas son post-igualistas. En dicho panorama inédito observamos dos vertientes muy distintas. Una se orienta a la vida social: en sus prácticas, en sus despliegues, en sus hábitos sexuales. Tal vez La Vida de Adele sea el título de mayor renombre dentro de esta vertiente. La segunda tendencia parece abordar la homosexualidad desde un lugar de trascendencia en construcción. Llámame por tu nombre sería un ejemplo. Surge algo extraño respecto del escenario actual. Más allá de lo interesante o lo necesario que proponga, sus exponentes sufren de estolidez crónica. Las fabulas sexuales de La Vida de Adele no pasan de lo efectista, en tanto que los dilemas de plástico seudo-intelectuales de Llámame por tu nombre no logran más que reducciones mortuorias. Si bien en ambos casos se falla, podemos respirar tranquilos al ver dos películas, dos obras de cine. No se puede decir lo mismo de Las hijas del fuego. Esta cosa -que no merece llamarse película- explora ambas vertientes al presentar un grupo de mujeres homosexuales en estado de fornicación constante, mientras una empolvada voz en off arroja postulados del estilo: “El porno es la objetivización de los cuerpos” (¿?). Minuto a minuto somos testigos de un registro que pasa de orgía en orgía, disfrazándose de rupturista. Como resultado, puras nimiedades. El final es un plano de varios minutos de una mujer masturbándose, luego de observar cómo un extenso grupo de mujeres utilizaba todos los instrumentos de autocomplacencia habidos y por haber. Sin narración, sin imágenes, sin ningún esfuerzo por conmover o cautivar. Además: ¿Implica transgresión o ruptura filmar una larga masturbación? A esta altura del partido, el recurso deviene tonto e inmaduro. Los créditos presentan una road movie, pero no hay road ni movie, solo hay una cuarentena interminable de sexo lésbico. Las ideas del film son bajas y acartonadas; los hombres que aparecen se la pasan repitiendo, sin descanso, la palabra “tortilleras”. Esta no-película piensa que todos los hombres son así, y yo lo considero un insulto. Pero incluso el tratamiento de las propias mujeres es igual de vacuo e insultante. Todas y cada una de ellas quieren, únicamente, coger. Hay una que demuestra interés por el nado, pero la trama -no se percibe tal cosa, en verdad- lo olvida pronto. Al final del día, y amén de todo lo que aquí se dice sobre el Patriarcado, lo único que parece importar es hacer uso del consolador. Quien piense que esto es rupturista o atrevido es un puritano. Quien piense que esto es una película desconoce lo que es el cine. Vale la sentencia: una cosa como esta no merece espectadores.
La nueva película de Albertina Carri es como una montaña. De ella no diríamos que es buena, regular o que le faltan árboles alrededor de la base. No analizaríamos su sentido junto a sus hermanas en una cordillera. Sólo la mediríamos desde un punto de vista práctico, si quisiéramos escalarla. Pero es inmune a los juicios de valor. Apenas podríamos describir lo que nos hace sentir, opinar que es majestuosa o imponente, y nada más. Las hijas del fuego es así, ni buena ni mala. Ignora deliberadamente los esquemas del supuesto cine de calidad. No hay una trama, sólo un viaje entre amigas y amantes por el sur argentino. No hay personajes, sólo cuerpos que, de vez en cuando, comparten anécdotas y recuerdos, pero que no terminan de configurar personas con profundas psicologías internas y largas historias de vida. Hay, sí, mucho sexo explícito, pero las partícipes no siempre cumplen con los cánones de belleza. Tampoco el sexo está justificado por algún horizonte dramático o para avanzar la caracterización de las protagonistas. El sexo está ahí porque sí. Al pensar una película de estas características, se nos presenta un gran desafío: el concepto del film es tan ineludible que su ejecución puede pasar a un segundo plano. Una vez aceptada la idea inicial, es difícil determinar cuándo hay una orgía de más, cuándo una escena entorpece el ritmo del conjunto, cuándo una confrontación entre las heroínas y algún genérico macho opresor está mal planteada. El exceso, la falta de inercia, cierta torpeza en las actuaciones, más que errores son la consecuencia de lo que la película propone: no una obra acabada y pulida, para admirar en la pantalla, sino un disparador o esbozo. Las hijas del fuego está más cerca del juego que de la narrativa. Plantea una serie de reglas compositivas y nosotros nos adentramos (o no) en el terreno dominado por esas reglas, el círculo mágico, como le dicen los ludólogos. ¿Y qué reglas? Formas de mostrar el sexo: siempre haciendo hincapié en el placer femenino. Maneras de contar la historia: el avance del periplo, la sumatoria de compañeras de viaje, los momentos íntimos y las charlas en la cama. Estilos de filmar: la alternancia entre planos claustrofóbicos, con mucho fuera de foco, que nos involucran en el acto; y planos más lejanos, pintorescos, que discuten con el arte occidental y su representación del cuerpo femenino. Dentro de estas reglas, Las hijas del fuego encuentra múltiples variaciones: tipos de cuerpos y escenarios; distintos placeres, el reprimido, el solitario, el generoso; a medida que crece el número de integrantes, nuevos abordajes visuales para que tres, cuatro, seis subjetividades entren en el plano, cada una con su búsqueda. La misma película encara su propia odisea. Una voz en off -pretenciosa, afectadamente poética y sin embargo necesaria- se pregunta (y nos pregunta) qué es porno, cómo se puede filmar, cómo se puede mostrar el cuerpo. Las hijas del fuego no sólo dialoga con el porno vintage que algunas vez se proyectó en salas de cine sino también con el porno digital, que como todo lo digital es variado, insondable y masivo. Ya no es necesario hundirse en dudosas butacas subterráneas. El porno está inmediatamente disponible en cualquier pantalla. Puede, incluso, ser feminista y body-positive. Ya no sorprende, se volvió algo cotidiano. Y lo que hace Las hijas del fuego es decir: bueno, ya dejamos atrás las épocas de escándalo y rumores susurrados, ya lo vimos todo en mil pantallas e incluso lo imitamos y repetimos en la vida. Entonces, ¿ahora qué? ¿Cómo lo renovamos?
Albertina Carri (Los rubios, Cuatreros) propone una road movie sexual, libre y anárquica con reflexiones sobre el quehacer cinematográfico y escenas porno lésbicas y trans en Las hijas del fuego, ganadora de la Competencia Argentina del último Bafici. Dos chicas se reencuentran después de un mes de separadas por el viaje de una de ellas. La que regresa es directora de cine y será quien, con su voz en off, aporte los pensamientos sobre la construcción de la película misma, en particular y en general, abstracciones, preguntas y cuestionamientos argumentativos. Mientras tanto el cruce azaroso, con varias y diferentes mujeres (en un reparto que junta actrices no profesionales y otras de probada trayectoria), será la base sobre la que se asentará la road movie llevándolas a todas a un destino bastante lábil en donde lo que más importa son las relaciones sexuales, al mejor estilo del género porno. Estos encuentros pueden verse, además, como algo que entonces las une como cofradía y grupo de contención genérico. Hay algo de manipulación en el mundo que construye la película donde las pocas figuras masculinas que aparecen reúnen las peores representaciones posibles. Por lo que son muy útiles para sostener, sin más, este mundo cerrado en un tipo de deseo femenino y hacer fácil la empatía que, por exceso de facilismos, también comienza a resquebrajarse mientras nos adentramos en el film y en la aventura. Las escenas sexuales explícitas -desde ya un logro en su filmación, la puesta en escena, la “actuación”-, son evidentemente un shock, buscan serlo. Aunque a medida que se repiten, cualquier potencia revulsiva se torna rebeldía adolescente, pura provocación, o al menos es justo preguntarse si conduce a algo más que a eso. De hecho se podría decir que la elección de la última escena podría ser el epítome de toda la película, pero no hay que replicar las maneras del objeto analizado y seguramente hay más que a este crítico se le escapa y por eso quiere dejar asentada su propia falta. Mostrar sexo diverso es una apuesta aplaudible, y ojalá no quede en otra intención más que la visibilidad de un gueto para un gueto. Siglos de patriarcado y falocentrismo no se evaporan por una exposición de conchas en primer plano, pero remueven el avispero. Las hijas del fuego es toda una toma de posición política-sexual más que bienvenida, como un primer paso, para un cine argentino bastante pacato.
Grandes directores han usado de manera provocadora el sexo explícito en su cine. De alguna u otra manera, aún en los tiempos que corren, sigue resultando transgresor que algunos laureados directores incluyan escenas de sexo explícito en sus nuevas películas. Tal es el caso de “Shame” de Steve Mc Queen con Michael Fassbender, “The Brown Bunny” de Vincent Gallo, Michael Winterbottom en “Nueve canciones“ o el de Lars von Trier con “Ninfómana“, sólo por citar algunos ejemplos. El resultado y el riesgo fue dependiendo de cada director en particular, obteniéndose resultados absolutamente disímiles y con apuestas estéticas que van desde lograr una mayor intimidad (como sucede en “La vida de Adèle” de Abdellatif Kechiche), una búsqueda de un lenguaje innovador en el cine (los postulados del Dogma de Lars Von Trier y su trabajo en “Los idiotas”), describir y desarrollar un micromundo en el que se intenta sumergirnos (la osadísima “El desconocido del lago” Alain Guiraudie) o tratar de sacudir e incomodar al espectador, a veces, innecesariamente (el claro y típico ejemplo es “LOVE” de Gaspar Noé en el que inclusive el director usó la técnica de 3D). En la nueva película de Albertina Carri, “LAS HIJAS DEL FUEGO“, la premiada directora, redobla la apuesta. Usando a la protagonista principal como su propio alter ego, la historia se centra en la búsqueda interna de una directora de cine frente a su nueva obra. Después de haber estado un tiempo en la Antártida, regresa a Ushuaia y se reencuentra con su pareja, con quien finalmente toma la decisión de que su próximo proyecto será una película porno. Y así resulta que “LAS HIJAS DEL FUEGO” tiene una mezcla de road movie lésbica, viaje iniciático y película porno a la vez. Partiendo de este planteo inicial, Carri intenta reflexionar y redefinir el porno justamente en la era del posporno y para esto no hay mejor ejemplo de audacia y transgresión con una mirada de autor sobre este tema, que el reciente documental “Mujer Nómade” de Martín Farina sobre la figura de Esther Diaz. Pero abre, sin embargo, un espacio más afín con su militancia que con lo estrictamente cinematográfico. Y allí se mezclan apuntes sobre el feminismo, sobre la violencia de género y el rol del matriarcado junto con una suerte de ensayo sobre una pornografía de cuerpos reales (la protagonista expresa en su proyecto “El problema no es la representación de los cuerpos, el problema es cómo esos cuerpos se vuelven paisaje ante la cámara”), el espacio para el deseo, el goce y, hasta podríamos decir que aborda de alguna manera, el recientemente mediatizado “poliamor”, generando un efecto de acumulación de temas a los que no se les logra otorgar el espacio de reflexión adecuado. “LAS HIJAS DEL FUEGO” intenta construirse a través del lenguaje del porno más arquetípico y tradicional (diálogos sin demasiado sentido, escenas de sexo unas tras otras sin solución de continuidad, cuerpos fragmentados, primeros planos de vulvas y juguetes sexuales de todo tipo) y en ese sentido la apuesta de Carri es interesante, riesgosa, con toda esa potencia que tiene su cine para plantear nuevas experiencias y asumir nuevos desafíos. Sin embargo, la propuesta se entrampa en sí misma y termina alineándose dentro de los códigos propios del género –esos mismos que pretende criticar, subvertir-, sin el aporte de una mirada femenina y novedosa a esa disyuntiva inicial que tiene la protagonista como cineasta y como mujer. Es así como entonces, las reflexiones mediante el recurso de la voz en off suenan impostadas, sumamente literarias, pretenciosas. La poética, la profundidad y el vuelo de los textos no tienen correlación ni se ve plasmado en las imágenes de los cuerpos que carecen de erotismo y se mueven mecánicamente, con escenas reiteradas, sobreabundantes, agotándose por repetición. En época de una abierta militancia por la diversidad de género, Carri muestra lo ya mostrado, pretende transgredir con algo que respira un aire anacrónico: ya nadie se asombrará por ver a dos mujeres teniendo sexo en pantalla (ni dos, ni tres, ni varias…) por más nivel de detalle que se le intente agregar. Se queda atascada en una situación panfletaria, en una pretensión que no cumple, planteando una teoría cuya hipótesis no llega a demostrar: no logra establecer un nuevo paradigma, un nuevo status quo, que le sea propio y distintivo. Obviamente se reconoce que la cámara de Carri logra crear ambientes inquietantes, sobre todo en una larga la escena final -previa a la polémica última toma-, donde se impone la ambigüedad, un clima onírico y enrarecido que, lamentablemente, no logró sostener a lo largo de todo el relato. Capítulo aparte merecen las participaciones de Erica Rivas y Cristina Banegas en pequeños papeles, con monólogos potentes y desplegando el talento al que ya nos tienen acostumbrados y la de Sofía Gala Castiglione en una de las imágenes más sugestivas del filme. Dos horas de porno lésbico en la Patagonia, para no llegar a ningún nuevo territorio, y lo que es peor aún, para que la propuesta termine respirando un aire “masculino” y violento, de trazo grueso, por momentos burdo: eso mismo de lo que la militancia pretende alejarse. Y sin querer, se para peligrosamente muy cerca.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Derrocando al patriarcado. En la nueva película de Albertina Carri, las mujeres toman el mando e instituyen una nueva forma de vincularse en la sociedad, atravesando con plena libertad el deseo sexual. No, señores, lo siento, pero aquí no hay lugar para el falo, simbólicamente hablando, en cambio sí para algún juguetito sexual de buenas dimensiones para saciar el goce de vaginas insaciables. La trama es simple, a modo de road movie, una pareja de novias, en una furgoneta escolar, irán rescatando mujeres por un camino sin destino definido, y sumándolas a la revolución de un placer físico sin culpas. Nos encontramos ante una película pornopolítica, dado que a través de las escenas explicitas de sexo, entre mujeres de todo tipo, se pone de manifiesto una postura que derriba las convenciones sociales que rodean la imagen de nuestro cuerpo y nuestro sentir. Aquí tampoco hay lugar para lo tabú, la directora filma primeros planos de vaginas, orgasmos húmedos, sexo oral, hasta bondage… por lo que el relato, a medida que avanza la película, va confluyendo en un orgasmo femenino colectivo. Salvando las diferencias genéricas y estilísticas, en un punto, se asemeja a la A Dirty Shame del invitado estrella del BAFICI, John Waters, en la que en las personas de un pueblo pacato de EEUU, sienten la necesidad incontrolable de tener sexo. A través del humor ácido y negro que lo caracteriza, también deja asentada una crítica contra los cánones sociales establecidos. Transgresora, incomoda y provocadora, Las hijas del fuego se despega de la doble moralina, y nos demuestra que es posible un cine honesto, descomponiendo la visión patriarcal del género pornográfico, y reinventándolo con otro tipo de goce y de cuerpos.
La película de Carri está hecha con rabia, se podría pensar contra gran parte de un cine que no atreve a filmar el sexo o que recorre de manera timorata los cuerpos o plantea relaciones donde la premisa parece ser hablar mucho y no tocarse. También se juega por la radicalidad, aún con el riesgo de ser ignorada (o temida) por el público más allá de los circuitos festivaleros, a menos que nadie se escandalice con escenas explícitas donde las mujeres protagonistas gozan a más no poder de sus sexualidad y del registro porno que la directora elige para celebrar una verdadera fiesta renacentista de cuerpos, gemidos y fluidos. Y en esta especie de road movie lésbica, todo se inicia con una joven directora que quiere filmar una película condicionada, se encuentra luego con su novia, se matan en una habitación y salen a recorrer el sur. En el trayecto, se les suman progresivamente otras chicas y juntas inician la gira mágica y nada misteriosa del placer, a base de orgías y aventuras. Entre ellas, proteger a una mujer maltratada, como si fueran un comando justiciero al estilo de los filmes de Russ Meyer, donde los hombres son bastante pelotudos y las mujeres son capaces de transgredir mandatos sociales y tabúes conservadores. Al mismo tiempo, hay una voz en off que instaura un discurso que se pregunta constantemente sobre el mismo proceso de creación, la representación de los cuerpos en pantalla y la sexualidad. El lenguaje asume una identidad política con respecto a estos temas, como si socavara la lógica patriarcal con una ferocidad sorprendente. Es un punto muy interesante que queda lamentablemente relegado con un mecanismo de reiteración porno cuyo ápice es una larga masturbación frente a cámara, como si la película necesitara escupir en la cara todo aquello que venía mostrando y que quedaba muy claro. Es una decisión jugada, sin duda, y valiente, que continúa a una gran escena musicalizada, de carácter lisérgico, pero que tira la balanza hacia una sensación de agobio. Y es ahí donde la justa y necesaria provocación se deforma en alegato onanista. De todos modos, ojalá existieran muchos cineastas argentinos como Carri. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant