Estancia tomada La ópera prima de los tucumanos Ezequiel Radusky y Agustín Toscano, Los dueños (2013), es el claro ejemplo de cómo en el interior se está haciendo un cine diferente, con personalidad, que no imita modelos acabados ni se rige por cánones de moda impuestos por el esnobismo dominante proveniente de cierto sector académico que se vive copiando a sí mismo sin contar nada. Casos como el de De Caravana (2010) en Córdoba, A la deriva (2012) en Misiones, Road July (2010) en Mendoza y Deshora (2013) o Nosilatiaj, la belleza (2012) en Salta son claros ejemplos de que en las provincias argentinas se está gestando un movimiento cinematográfico interesante, cada vez más requerido por los festivales internacionales, y que poco a poco se convierten en pequeños grandes éxitos en sus ciudades. Proveniente de Tucumán llega ahora Los dueños, un film cuya mayor virtud recae en la capacidad de los autores para llevar adelante un relato que muestra una historia para contar otra. La casona de una estancia servirá como escenario para narrar la relación entre los dueños de una estancia y tres peones. En donde el poder que creen ejercer los primeros será rebatido ante la forma de actuar -y de ejercer presión de los segundos-, quienes en realidad terminarán siendo los verdaderos dueños de cada una de las situaciones que atravesarán. Aunque los primeros crean todo lo contrario. El binomio de realizadores, provenientes del denominado nuevo teatro argentino, logra una película de climas que alcanza sus puntos más fuertes en la dirección actoral y en la construcción narrativa. En Los dueños no hay ningún elemento librado al azar pese a la ambigüedad utilizada para contar una historia que en realidad muestra otra. La utilización de los dos planos narrativos, sin la necesidad de explicar ni remarcar nada habla del virtuosismo de los autores a la hora de poner en escena un relato tan complejo. Interpretaciones naturales, en donde pareciera que los personajes actuaran de la misma forma en que lo hacen en la vida, con diálogos simples, ni subrayados innecesarios, y con una cámara que los observa como si esa fuera la realidad, y no una representación, son otros de los hallazgos de este film que se desmarca de artificialidad para reflejar una historia propuesta desde la naturalidad. Estrenada en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes 2013 Los dueños es paradójicamente uno de los films más simples y complejos que el cine argentino haya mostrado últimamente. Simple en toda su concepción pero complejo a la hora de contar una historia que a priori no está contando.
Una nueva distribuidora se suma a la grilla local, Obra Cine, y abre su programación nada menos que con la ópera prima de Agustín Toscano y Ezequiel Radusky, “Los Dueños”, realización premiada en Cannes 2013, en la reconocida “Semana de la Crítica”. Esta es la primera producción rodada íntegramente en la provincia de Tucumán en décadas (30 años probablemente) y curiosamente sus responsables, son gente de teatro y no de cine, hecho singular que ha favorecido la construcción del relato, dandole una frescura poco usual. Cuentan los directores que la idea original de “Los Dueños” era también originalmente llevarla a las tablas, pero por su dificultad para montar esa puesta pensaron en la pantalla grande como alternativa. Ganaron un concurso del INCAA, consiguieron los fondos necesarios y con gran esfuerzo, completaron una obra fuera de lo común, redonda, profunda y maravillosamente local. La película se presenta, durante los primeros minutos, como una cinta donde veremos un conflicto de clase. Hay una estancia, una vivienda familiar grande, amplia y con todas las comodidades, y una familia de peones que vive cerca, cuida el campo, lo trabaja y sirve a los dueños del lugar. Los empleados hacen su tarea y están atentos a los movimientos de sus patrones. Porque mientras los propietarios no están hospedados ahí, ellos se “mudan” al lugar y disfrutan de todas los beneficios del espacio (la heladera llena, el dvd y la televisión inmensa, los auriculares para escucharla, la pileta, etc...). Quienes entran y salen, son los hijas del mandamás (un hombre grande, en pareja con una joven mujer que casi ya no se ocupa de nada de su estancia), con sus respectivos esposos. No pasa mucho tiempo hasta que la familia acomodada se da cuenta de que en su ausencia, sus bienes son usados por los peones. La cuestión abre con esa línea, pero rápidamente va acomodando otras situaciones de conflicto, en tanto la vida de los dueños y quienes están a su servicio, incluye traiciones, negociados, affairs y mucho más. Lentamente iremos accediendo a los pliegues de la historia, que van enriqueciendo la perspectiva (no es bueno quedarse en la superficialidad del análisis en una obra como esta) y descubriremos que en esta relación simbiótica, asimétrica y necesaria, nadie es inocente y ninguna situación se resuelve con sensatez. Hay en “Los Dueños”, humor, tensión y una gran conexión con el público. Es, de alguna manera, una historia conocida (termina siendo una escena de lucha de clases, en definitiva), pero interpretada con enorme oficio por un elenco que responde sin fisuras. Rosario Blefari, Germán de Silva, Sergio Prina (genial), Cynthia Avellaneda y Liliana Juarez juegan sus roles con una naturalidad fantástica, creando las condiciones para Sin dudas, Toscano y Radusky darán que hablar en poco tiempo. Han logrado un film plagado de capas delicadas para analizar con detenimiento (desde el tratamiento de la sexualidad y el juego de poder con el que se presenta, hasta el sentido servil de los peones, incorporado en su ideario y que divide las opiniones de la familia de trabajadores, por ejemplo). Este es el momento de compartir su trabajo con el público (de Tucumán para el mundo!), así que celebramos su llegada a sala. No dejen de verla, “Los Dueños” probablemente sea la mejor película argentina estrenada este año, la van a disfrutar de principio a fin.
LA VIDA DE LOS OTROS Con un premio de la Semana de la Crítica en Cannes 2013, Los dueños viene a contar una historia de gente que desea. Intentando conquistar un espacio que no les pertenece pero conocen muy bien. Un grupo de caseros irrumpen la propiedad de sus patrones con el fin de vivir una vida de lujos prestada. La opera prima de Ezequiel Radusky y Agustín Toscano intenta responder preguntas acerca de las consecuencias de la invasión de la propiedad privada, no sólo la territorial sino también la sentimental. Dos grupos de personajes diferenciados por su estatus de “dueños” u “ocupantes” comparten un único espacio que será el eje de la discordia. ¿Quién vigila a quién? A través de un exquisito juego de puntos de vista, reflejados en las posiciones de cámara y los encuadres compositivos de cada plano, la mirada omnisciente del espectador se vuelve cómplice del instinto de asalto. Detrás de rejas, hendijas y ventanas, la visión del extraño pronto se desdibujará, dejando borrosos los límites de la intimidad. Con un espacio imposible de reconstruir, el plano de la casa se vuelve raro. ¿Cuántas ventanas tiene? ¿Cuál es la puerta principal? La desorientación visual favorece a la trama colaborando con la intriga de no saber por donde van a entrar o salir de cuadro los personajes. Desafiando las leyes de lo privado, no hay usurpación más grande que la de compartir el cepillo de dientes. Lentamente “los otros” asechan y cuando “los dueños” salen, ellos entran a disfrutar las sobras del confort ajeno, entonces ¿cómo volver luego a la rutina de lo ordinario? Por Paula Caffaro redaccion@cineramaplus.com.ar
Clase social y deseo Filmada con una decantación que no parece de debutantes, lo que da su ambigüedad a Los dueños es el manejo del punto de vista, que funciona por superposición de opuestos. El cine argentino es lo suficientemente vasto y extendido como para dar lugar a esta clase de abruptas irrupciones. De pronto, dos realizadores locales sin antecedentes filman la primera película realizada en Tucumán en treinta años y llegan a la Semana de la Crítica de Cannes, donde terminan ganando una mención. Vale aclarar que ese proceso contó con el respaldo del Incaa y la productora Rizoma, cuyo compromiso con el cine independiente de calidad puede verificarse desde Los guantes mágicos hasta Un mundo misterioso, pasando por Whisky y El custodio, entre muchas otras. Con seis obras teatrales a dúo en su haber, Ezequiel Radusky y Agustín Toscano (nacidos en 1981) son los realizadores y guionistas de Los dueños. En su abordaje sesgado y provocador del choque de clases en provincias, la ópera prima de Radusky-Toscano conecta, de distintas maneras, con una saga que lleva de La ciénaga a la reciente Deshora, presentada en Berlín 2013, apenas tres meses antes que Los dueños en Cannes. Como en ambas (sobre todo en Deshora), el deseo se cruza aquí con la pertenencia de clase, haciendo cortocircuito. Deseo que Radusky y Toscano mantienen de entrada bien escondido y van haciendo asomar de a poco e indefectiblemente (de modo semejante a lo que sucede en Atlántida, film cordobés que viene de presentarse en Berlín y el Bafici). Deseo escondido detrás del rostro de piedra de Pía, la ingeniera (Rosario Bléfari, en su segundo protagónico después de Silvia Prieto), que viene desde Buenos Aires para asistir a un casamiento. Su llegada a la vieja casa familiar produce un revuelo: al oír el motor del auto, dos hombres y una mujer, que dormían en la habitación matrimonial, se visten, acomodan todo a las disparadas y salen corriendo. ¿Quiénes son los intrusos? Ruben (el omnipresente Germán de Silva, protagonista de Las acacias), Sergio (Sergio Prina) y Alicia (Liliana Juárez), que desempeñan tareas varias al servicio de la familia. Incluyendo las del campo: los propietarios son dueños de un número considerable de piezas de ganado. Como los dueños no suelen estar (el patriarca vive en otra parte con su nueva novia yanqui, las hijas tampoco residen allí regularmente), esta familia alternativa aprovecha para hacer de okupas y tomar y comer todo lo que pueden. Pero es Pía quien marca el tono y la narración de Los dueños. A la medida de su gélido distanciamiento parece diseñada la planificación, hecha de tomas de duración media a larga, generalmente en plano americano, que permite un registro “ni de tan lejos ni de tan cerca”. La luz es pareja y difusa, como el propio rostro de Pía, a quien Ruben y los otros llaman despectivamente “la porteña”. En su seca altanería, ese rostro no deja pasar ninguna emoción. El trato con los trabajadores recuerda el de una gran dama con su séquito (Los dueños podría trasladarse sin modificaciones a la India colonial, por ejemplo) y hasta en la falta de música podría adivinarse una trasposición del espíritu de esta mujer pálida, huesuda y melancólica. Casi mortuoria. Sobre todo, por oposición a Ruben y Sergio, que muy al modo provinciano no dejan de meter de soslayo comentarios pícaros e intencionados, mientras continúan, como si nada, con sus “tomas” de la casa, cada vez que los dueños la abandonan por un día o medio. Pero ojo, que el de Pía es uno de esos casos en los que la procesión va por dentro. Procesión sexual, in crescendo y hasta el borde mismo de los límites de clase. Que si no se franquean no es precisamente por ella. Filmada con una decantación que no parece de debutantes (otro punto en común no sólo con Deshora y Atlántida, sino con otras películas argentinas de ahora mismo, como Juana a los 12 e Historia del miedo), lo que da una particular ambigüedad a Los dueños es el manejo del punto de vista, que funciona por superposición de opuestos. La película parecería mirar el mundo a través de los ojos de “la dueña” y, a la vez, a ella desde los de su personal, logrando sostenerse, de una punta a otra, en ese incómodo punto de sordo equilibrio. Salvo al final, cuando el guión parece apuntar a un desmadre al que la puesta no termina de entregarse, manteniéndose estable cuando debería ser al contrario. Más allá de esa inadecuación final, Los dueños representa, como todas las óperas primas aludidas aquí, una ratificación de que el futuro del cine argentino pinta sólido en su zona media. Esa que busca lugar propio entre la vanguardia y el mainstream.
Los unos y los otros ¿Qué mejor que tomar la comedia para hacer una crítica social? Eso, tal vez, hayan pensado Agustín Toscano y Ezequiel Radusky, los jóvenes realizadores y amigos tucumanos, a la hora de pensar y filmar Los dueños, que se llevó una mención en la Semana de la Crítica el año pasado en Cannes. El tema es el eterno de la lucha de clases, pero dicho como en voz baja. Por un lado están los propietarios de una finca en Tucumán, y por el otro, los caseros que la cuidan, y que en los meses de ausencia de aquellos, se la apropian y se sienten como en su casa. El problema surge cuando, por el casamiento de una de las dos hermanas dueñas, con un corrupto que está con el manejo de la finca, la otra hermana (Rosario Blefari) llega a Tucumán. A partir de allí, las tensiones -internas, sexuales, de mando, por miedo- afloran. Algunas permanecían ocultas, otras se cocinan al calor ambiente. ¿Quiénes son los dueños? es la pregunta que se hace y nos realiza el filme. Los debutantes Toscano y Radusky le escapan a las resoluciones simplistas de cada situación, y del mismo filme. El tono termina siendo como de comedia, pero cáustica, con ciertos toques de absurdo, aunque lo que se cuente no dé precisamente para la risa. Los dueños hace referencia a la propiedad de la estancia, pero también a quién maneja o no las situaciones. Es una cuestión de poder, y los directores saben hasta dónde tensar la cuerda. La película tiene algún punto en común con La ciénaga, de Lucrecia Martel, como la decadencia de la burguesía del interior, y la tirantez, el nerviosismo por algún encuentro sexual. Salvo Rosario Blefari, particularmente notable, y Germán De Silva -el protagonista de Las acacias, aquí como uno de los cuidadores-, el resto son actores tucumanos. Y ninguno de ellos desentona. La cohesión que lograron los directores en el nivel interpretativo es loable.
Cruda postal de la lucha de clases Con una infrecuente madurez -ambos tenían 30 años y una limitada experiencia en cortometrajes y obras de teatro en Tucumán cuando rodaron esta ópera prima-, la dupla integrada por Agustín Toscano y Ezequiel Radusky concibió una película que expone las tensiones de clase en el marco de una estancia ganadera de esa provincia. El film tiene, en una primera instancia, contactos directos con La ciénaga (hay algo del erotismo, del voyeurismo, de esa decadencia de la burguesía rural del interior que tan bien retrató Lucrecia Martel), pero aquí los directores se deciden a ofrecer los dos puntos de vista antagónicos: el de los patrones y el de los empleados del lugar. La vieja e imponente casona familiar (que incluye pileta, bosque y explotación ganadera, y donde transcurre casi todo el film) suele ser visitada por dos hermanas con sus respectivos maridos (uno de ellos es, además, una suerte de administrador y capataz). Sin embargo, cuando los dueños a los que alude el título no están hospedados, el lugar es "tomado" por los caseros, que aprovechan para disfrutar sin inhibiciones de sus comodidades. Ése es el planteo inicial, pero -claro- la película no tardará en exponer las contradicciones, miserias y múltiples sorpresas (negociados, tentaciones y affaires cruzados). Un cúmulo de secretos y mentiras que -una vez desvelados- podrían ser usados a manera de manipulación y chantaje. Los directores son lo suficientemente hábiles como para ir dosificando la información, como para no ser obvios ni subrayar demasiado los estados de ánimo ni las distintas búsquedas y motivaciones de cada uno de los personajes. Además, aprovechan el excelente trabajo de fotografía a cargo de Gustavo Biazzi (Castro, El estudiante y Un mundo misterioso) para pintar los ambientes (los interiores de la casa y los exteriores de los alrededores) en los que se desarrolla la trama, no le temen al humor absurdo (sin caer jamás en el patetismo tan habitual en este tipo de conflictos) y consiguen impecables actuaciones de intérpretes más reconocidos (como la protagonista Rosario Bléfari o Germán de Silva) y de otros con menos trayectoria, pero de igual convicción y expresividad. Por momentos, parece como si Toscano y Radusky se regodearan un poco con el costado más perverso de la trama (que tiene que ver con lo sexual y con los abusos de poder) y están muy cerca de caer en el tratado moral a-lo-Michael Haneke sobre la paranoia y el pánico burgués, pero por suerte tienen el pudor suficiente como para no ir más allá de lo necesario. El film es muy crudo e inquietante, pero esas cualidades están conseguidas desde las más puras herramientas cinematográficas y no desde el discurso aleccionador. Otra primera película que sirve para demostrar que el cine argentino (y, en este caso, el del interior) sigue dando a conocer nuevos talentos de indudable vuelo creativo.
A su manera, LOS DUEÑOS funciona como un “cuentito”, si bien uno más cercano a formatos utilizados por el Nuevo Cine Argentino. La película tiene sus claros lazos temáticos con LA CIENAGA, de Lucrecia Martel, al contar los choques de clase en una estancia en Tucumán, en cuyo caserón los empleados viven -sin permiso- mientras los dueños en cuestión no están. Las tensiones aparecerán cuando los dueños vuelvan y los empleados tengan, literalmente, que huir por las ventanas. Más allá de una fachada de amabilidad, hay varios asuntos pendientes entre unos y otros que irán apareciendo y complicándose en el curso del filme. Esas tensiones también corren dentro de cada clase. Rosario Blefari encarna a una de las dos hermanas dueñas de la casa, que va a Tucumán al casamiento de la otra con un hombre bastante corrupto que maneja el negocio familiar pese a tener muchas disputas con su inminente suegro, el “Padrino” de esta peculiar familia. Hay otras cuestiones “internas” que mejor no adelantar, pero todas ellas van confluyendo para que en la última parte del filme exploten. El eje principal de la trama tiene que ver con el personaje de Blefari, que en un momento decide dejar todo en Buenos Aires para probar suerte cambiando de vida allí. Chica porteña, de modales un poco secos y en apariencia mucho más a gusto en Palermo Hollywood que en medio del campo, tendrá que aprender a manejarse con las costumbres algo más sinuosas del lugar. Los Duen¦âos 1En esta suerte de “los de arriba y los de abajo” que narra la película (el punto de vista, en ese sentido, es bastante fluctuante), los trabajadores de la estancia aprovechan los beneficios de quedarse en la casa con distintas actitudes: fastidio, culpa o sin remordimiento alguno. Muebles no usados, dinero endeudado y tensiones sexuales crecientes irán combinándose en distintas formas hasta que todo se vuelva por completo inmanejable. LOS DUEÑOS tiene una puesta en escena y un desarrollo narrativo bastante más tradicionales que los más elípticos de Martel y compañía. Con el caserón como centro de la acción, la película apuesta por momentos cómicos accesibles, mientras que su estilo actoral bordea un cierto costumbrismo que, por suerte, casi siempre se logra evitar. De hecho, se la podría transformar en una pieza teatral sin demasiado esfuerzo de adaptación, tanto por su locación como por el estilo actoral y desarrollo narrativo. Además del cuidado trabajo audiovisual y la muy buena dirección de actores, una de las grandes decisiones de la dupla de directores está ligada a la resolución de la historia, evitando los lugares comunes más previsibles en este tipo de subgénero. Es un punto a favor clave para este tipo de película, que podría haber optado por salidas más fáciles…
Curiosa comedia de humorismo larvado En el casco de una estancia pueden verse la casona de los patrones, el hogar de los caseros, que no es ningún rancho, la piscina, una pelopincho grande, el chiquero, etcétera. Por el monte hay unas cuantas vacas, que el administrador y los caseros venden a espaldas del dueño, y por ahí andará el dueño, un viejo que ha cambiado el caballo por la bici deportiva, y la legítima por una jovencita. La cosa se dirime entre las hijas del dueño, sus cónyuges (el administrador y un gordo que ni corta ni pincha), y los caseros. Y la cosa, es la casa. Es sencillo. Cuando los patrones no están, los ratones se divierten. Entran, ocupan los sillones y las camas, desocupan la heladera, y a cierta altura, cuando el juego es descubierto, podrían disponer hasta de las mujeres ajenas. Ellas están más que disponibles. La famosa lucha de clases acepta variantes que sus teóricos desconocen. El asunto es que los peones lo sepan y obren en correspondencia, o solo aprovechen los demás bienes de consumo, en cuyo caso serían unos maleducados. Curiosa, bien actuada, de humorismo larvado, "Los dueños" pudo ser una comedia picaresca, un vodevil neosocialista, pero prefirió arriesgarse y convertirse en expresión tucumana del Nuevo Cine Argentino, con el cartel que eso implica, el permiso para eludir pautas narrativas clásicas, la empatía de su público y hasta una mención especial en la Semana de la Crítica, de Cannes 2013. Agustín Toscano y Ezequiel Radusky, los autores, supieron elegir. En el reparto, Rosario Blefari, Germán Rosario Blefari, Germán de Silva, Sergio Prina (revelación), Cynthia Avellaneda, Liliana Juárez. Rodaje en Famaillá, Tucumán.
La casona de Tucumán Para asistir al casamiento de su padre, Pía (Rosario Bléfari) viaja a Tucumán y se aloja en la casa de su hermana, situada en un bosque rodeado por cañaverales y atendida por los peones de la familia. Ante diversos errores en la administración de Gabriel, el marido de su hermana, Pía considera trasladar sus pertenencias desde Buenos Aires y establecerse con su pareja en la casona de Tucumán, pero entonces aparecen otros pretendientes: Sergio, Rubén y Alicia, los cuidadores que mientras nadie vive en la casa la habitan como si fueran sus legítimos dueños. Nueva vuelta de tuerca sobre la dialéctica del amo y el esclavo, esta ópera prima de los tucumanos Ezequiel Radusky y Agustín Toscano no sólo logra una narración natural, desprovista de clichés, para un hecho insólito, singular, sino que avanza a través de un humor costumbrista, bordeando el sainete, con una andrógina pero muy sexy Bléfari (ex cantante del grupo Suárez) que muta al ritmo del film y hasta improvisa un set de música electrónica. En el último Festival de Cannes, la película recibió una merecida mención especial.
Dominación y sometimiento,, diferentes clases sociales que se mezclan y alternan en la posesión de un bien común y en los roles. Un interesantísimo planteo, donde los dueños de una casa descubren que sus caseros invaden el lugar en sus largas ausencias, pero nada es tan simple. Secretos, deseos, corrupciones, poder, todo cambia de manera dinámica y cruel al mismo tiempo.
Casa tomada Otro lanzamiento debilucho, casi imperceptible, del cine argentino. Es decir, una de esas películas que se dan en dos o tres salas, en dos o tres horarios. Esos lanzamientos mínimos a veces son lanzamientos piadosos, que impiden que mucho público se entere y consuma películas de una chapucería demasiado visible. Es decir, lanzamientos debiluchos para películas debiluchas o incluso peores, dañinas. En el caso de Los dueños ese lanzamiento es una injusticia: las buenas películas, las películas que se imponen con solidez, deberían ser vistas por mucha gente. Los dueños se presentó el año pasado en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes. La otra película argentina en la edición pasada del festival más promocionado -y que más promociona- del mundo fue Wakolda de Lucía Puenzo en la sección Un certain regard. Wakolda obtuvo mucho más espacio en los medios, y muchas más salas a la hora de estrenarse en septiembre del año pasado. Y mucho más público. Claro, los actores, las actrices, el tema, los nazis. Los dueños, cine tucumano, sin embargo, es mucho más consistente que Wakolda. Pero la comparación entre esas dos películas no es demasiado conducente, y que ambas hayan estado en un mismo festival no indica demasiado. Los dueños tiene una evidente claridad de propósitos desde el principio. Parece construirse sola, de espaldas al público. Y esto no quiere decir que sea incomprensible, hermética o lentísima. Nada de eso: Los dueños está muy segura de lo que narra y de lo que describe. Y de que los datos -quién se casa, quién está casado con quién, cómo es el esquema de poder- quedarán claros cuando la lógica de su presentación lo establezca. No hay aquí “explicaciones” de esas que, camufladas bajo diálogos feos y perezosos, o mediante primeros planos holgazanes, nos dicen eso que nos estamos preguntando. Los dueños nos hace preguntarnos en la medida justa. ¿Qué es la medida justa? Una expresión ridícula, por cierto, pero que aquí quiere decir esto: que estamos seducidos por las situaciones y por lo que nos falta saber de ellas, y lo mismo nos sucede con los personajes. Los dueños no exhibe todas sus cartas en sus primeros minutos, confía en su ritmo. Los dueños -sus directores debutantes- conocen la importancia de la dosificación. ¿De qué trata Los dueños? De unas familias: familia de propietarios, familia de caseros, en Tucumán, en una estancia de la que vemos los límites. Entrar en más detalles, como pasa casi siempre con la no muy sana costumbre de contar demasiado los argumentos, sería traicionar la decisión expositiva de la película. Como decía Pauline Kael, no hace falta beber todo un barril de vino para saber si está bueno. En los primeros minutos de Los dueños, en esa primera huida de especial coordinación (que nos da a entender, sin decirlo, que no es la primera) sabemos que estamos ante una película que sabe de montaje, de aceleración de movimientos, de apelación a los detalles, de puesta en escena de situaciones tensas. ¿Cómo se resuelve una presencia inexplicable? ¿Cómo se construyen las mentiras, las maneras de esquivarse de y espiarse en una convivencia? ¿Cómo narrar el asedio de la incomodidad y la electricidad que cargan el aire de rechazo y de atracción? Una película con varios puntos en común con Los dueños es Deshora de Bárbara Sarasola- Day, otra película de estancia de provincia, de interacciones incomodas, de casa tradiconal. Y si Deshora sabía el lugar, sabía el ambiente, sabía el habla, Los dueños los sabe mejor. Y no porque uno sepa cómo es cada una de esas casas o cada una de esas provincias o cada uno de esos campos, sino porque en cine la verdad que nos llega no es la que surge de la comparación con la realidad a la que hace referencia sino la verdad que se nos impone, o que se nos propone a partir de la puesta en escena. Y allí donde Deshora decidía no exponerse a la equivocación Los dueños abre el juego: deja que los personajes no sean claros, deja que se muevan con mayor velocidad, física y mentalmente. Sabemos menos de ellos, y la opacidad de Rosario Bléfari -opacidad también de la película, que por un momento parece dejarla abandonarla como protagonista- calza con una perfección poco común. Los dueños la desnuda parcialmente, aunque apuntaba a la totalidad. Si la película no se convierte en uno de los grandes debuts nacionales de esta década es porque al final decide cerrar de manera tal que sea atractiva y que esté en primer plano su tesis acerca de quiénes son realmente los dueños. Para eso -para dejar limpia esa clave interpretativa- debe sacrificar en parte lo que venía haciendo con los personajes, debe dejarlos con un poco de ropa, y así no salirse del todo de la etiqueta de las películas que hablan, en la Argentina contemporánea, sobre las clases sociales. Pero pocas otras producciones locales recientes han estado tan cerca de liberarse por completo de la etiqueta, del molde del “muy buen cine contemporáneo”, tan cerca de ser lava y no tanto volcán.
A scene from The Owners. By Pablo Suárez For the Herald Wouldn’t you like to enjoy the privileges of the “leisure class” instead of having to support it? This one of the main questions posed by the insightful, understated Argentine feature Los dueños (The Owners), by Agustín Toscano and Ezequiel Radusky, which had its promising world première at last year’s Critics’ Week of the Cannes Film Festival. And, yes, the workers in the film very much want to be bosses. Or, at least, pretend they are, if nothing else. It so happens that Rubén (Germán De Silva), his wife Alicia (Liliana Juárez), and their son Sergio (Sergio Pina) are the caretakers of a farming estate in the northern province of Tucumán. Each time the owners are away, they rush to occupy the main house to have a great time doing nothing except playing the ruling family. In this imitation of life, their reality matches their dreams. Too bad the owners are spoilsports and come back without previous notice — which sooner or later is bound to lead to trouble. Actually, things start to get cringe-worthy — and not only for the caretakers — right after the arrival of Pía (Rosario Bléfari), the elder sister of Lourdes (Cynthia Avellaneda). Lourdes is married to Gabriel (Daniel Elías), the son of the patriarch who owns the farming state. And since Gabriel is so incompetent at administrating the place, Pía is offered to take over, which she does with much enthusiasm. This way, no strangers are brought into the farm. The paradox lies in the fact that the family members are more treacherous than any outsider, as a series of unexpected episodes will soon come to prove. Be prepared for a reversal of fortune (and then yet another one) that will lay out a different scenario. Come to think of it, perhaps it’s not that different after all. Directors Toscano and Radusky come from the realm of theatre, and Los dueños is their first film together. However, there’s no theatricality here in either the performances or the mise-en-scene — even their plays had a strong cinematic imprint. So expect naturalism and no declamatory dialogue at all. Instead, there’s the kind of dialogue that hides the characters’ motivations in order to turn them into ambiguous, sometimes ambivalent, creatures. Understatement is one of the keys to the organic manner the story unfolds — even with its surprises. Lesser smart filmmakers would have probably gone for a black-and-white depiction of class struggle and class divide, but here the tensions and antagonisms, with their share of unfulfilled desires, are examined in a more oblique perspective with a healthy sense of humour that gives the characters a cartoonish edge that ironically makes them more human. There’s no direct violence, cheap exploitation, loathsome working conditions, coercions or abuse. It’s not pitting the poor against the rich. It’s about power dynamics within each group, and about the often mutable relationships these two groups establish. For the most part, conflicts are hidden, secrets carefully kept. And there are the alliances, which can (and cannot) vanish in a matter of seconds. For nobody here is too satisfied with anything. Never solemn or judgmental, Los dueños is an exploration rather than a demonstration, and that’s precisely why it’s all the more appealing. It’s as if Claude Chabrol’s The Ceremony meets Buñuel’s Viridiana, but with more than a touch of local flavour, and an original, personal viewpoint all along. It’s about people trapped within a social structure that can only make them desire something they don’t have, precisely because they don’t have it. Or perhaps they want what they have, but also want something else. That is, until they have it.
De la propiedad y otros yeites Los Dueños es una muestra de como se puede hacer una película con un arraigo regional sin caer en barreras de incomprensión o alusiones muy cerradas. La historia se desarrolla en un marco campestre de Tucumán y sin embargo cualquier público puede entender lo que sucede, porque está narrado desde el lenguaje más universal: el humano. De hecho, la película recibió la Mención Especial en la Semain de la Critique este año en Cannes, lo que confirma esto último. En el filme se cuenta la forma en que una familia de cuidadores ocupa la casa en la que trabajan cuando sus dueños no están. Dos hermanas y sus respectivos maridos viven allí en períodos determinados, sin saber que el personal de mantenimiento disfruta sus comodidades en el tiempo que se ausentan. El pintoresco trío conformado por padre, madre e hijo, duerme en las camas, nada en la piscina, utiliza la tv pantalla plana para ver dvd’s truchos y toma el vino de la familia. Y con esta simpleza en la trama, acompañada por una serie de gags muy efectivos y una brillante actuación por parte de todo el reparto, el trasfondo se torna complejo e invita a repensar ciertas cuestiones que hoy todavía están muy ligadas en la sociedad. ¿Quiénes son los dueños de ese objeto en pugna? ¿Mediante qué medios? ¿Y en realidad son dueños de qué? ¿Una casa, un territorio o un derecho? Clase baja contra clase alta, un choque muy elemental, pero tratado con mucha alturavy sin escapar a la discusión a conciencia sobre propiedad privada y relaciones de poder. Esta película no puede dejar indiferente al espectador. Lo más notable es la puesta en escena, y el logro mayor es haber hecho que los espacios donde la acción se torna siempre compleja y tensa sea dentro de la casa en cuestión, y no en los alrededores. Incluso hay una escena en que el patrón arregla algo (que no diremos para no arruinarles la trama) con los peones, y lo hacen en un galpón, lejos de la casa, como queriendo evitar ese lugar. Los directores dijeron que esto nace de una idea inicial de que esta sea una obra de teatro: “Queríamos que sea en el campo. Iba a ser bastante difícil porque queríamos convocar a la gente del centro, subirla a un vehículo y llevarlos allá. Incluso la idea era que una vez allí puedan ellos ir de una casa a la otra, al galpón, los corrales, y así sucesivamente,” cuenta Agustín Toscano. “Cuando se transformó en película todo se volvió mucho más realizable.” Por suerte esa decisión se tomó, sino no se habría hecho la proyección por el 23 de junio y no habríamos podido dar comienzo a ese largo debate que seguramente dará lugar tras su estreno en las salas comerciales.
Mi casa es su casa Esta sorprendente ópera prima de dos jóvenes más ligados al teatro que al cine, Ezequiel Radusky y Agustín Toscano, se mueve con sutileza y ambigüedad en el complicado territorio de las diferencias sociales o de clase. En Los dueños lo que prevalece es por un lado el punto de vista dividido entre la protagonista porteña Pia (Rosario Bléfari) y sus peones, en el contexto de una casa familiar ubicada en un campo venido a menos a cargo de un yerno poco esmerado con el trabajo y más atento a los negocios con la venta de animales a espaldas de su suegro. El comienzo es contundente en cuanto a lo que el relato pretende desarrollar desde la mínima historia que da pie a pequeños apuntes sociales, sin subrayados estériles y muy precisos tanto en la descripción de los hechos como en la construcción de los personajes: la llegada de un auto a las inmediaciones de la casa irrumpe la tranquilidad de tres ocupantes (dos hombres y una mujer de mediana edad), quienes en ausencia de los propietarios usurpan la casa, así como utilizan todos los elementos en su interior aprovechando que nadie los controla ni se da por enterado en tanto no quedan huellas o indicios de la ocupación. Mezcla de un impulso arrastrado por el resentimiento ante los propios patrones que tampoco tienen un trato amable o sencillamente como una expresión de deseo de pertenencia, la conducta de Ruben (Germán de Silva), Sergio (Sergio Prina) y Alicia (Liliana Juárez) no es necesariamente juzgada por los directores más que el resultado sintomático de una relación de poder que va intercambiando roles a lo largo de la trama. La ajenidad y la otredad juegan un rol clave en el relato donde también queda marcada a fuego la burguesía y su inconformismo representado en la figura de Pía y su hermana, pretexto por el cual ella llega al campo para asistir al casamiento de aquella mientras atraviesa una crisis personal y la necesidad de cambios en su rutina. Los tiempos muertos, los planos con duración más prolongada y la distancia justa entre la cámara y sus retratados son manejados con solvencia en una puesta en escena que se concentra más que en el espacio en el detalle dentro del espacio, como reflejo distorsionado de esta dialéctica de ocupados y ocupantes, que en determinado segmento cambia de lado porque a veces es más fuerte la curiosidad para Pía y su ambigua relación con el entorno en un doble juego de amo y esclavo que se interconecta también con la represión del deseo sexual. Los dueños dialoga intertextualmente con otras películas argentinas recientes por compartir un estilo descarnado y nada complaciente en el retrato crudo -sin ánimos de realismo ni idealizaciones- de sus criaturas como ocurre por ejemplo en Deshora o en menor medida en la reciente película Atlántida, presentada en BAFICI.
Propiedad, poder, patrones y empleados Una casona enclavada en el interior tucumano es el centro de una explotación agropecuaria. Los cuidadores de la casa se apropian de ella cuando los dueños del lugar no la ocupan. La llegada de una de las hijas del patrón, que vive en Buenos Aires, cambia la rutina de todos los que habitan la propiedad. Los realizadores tucumanos Ezequiel Radusky y Agustín Toscano debutan en la pantalla grande con esta producción rodada íntegramente en su provincia de origen y residencia. La dupla tiene una sólida experiencia teatral que se revela claramente en el cuidado del aspecto actoral de la producción y en la elaborada puesta en escena del filme. Toscano y Radusky son también autores del guión, que nació como una experiencia teatral pero que pronto decantó hacia un proyecto cinematográfico. La propuesta muestra una contundente solidez conceptual, y está vertida en la pantalla con una pericia poco habitual en una opera prima. Los climas están inteligentemente construidos, apoyados en muy buenos trabajos actorales. La interpretación de Rosario Bléfari en el rol protagónico está basada en sutilezas que la cámara recoge con sensibilidad, y el resto del elenco (mayoritariamente integrado por actores tucumanos) está a la altura del desafío, sin puntos flojos. Es precisamente en la relación entre los integrantes de la familia de los propietarios de la explotación agropecuaria y los cuidadores del lugar que se establece un riquísimo contrapunto de miserias humanas, relatado desde la sutil formulación de una paradigmática lucha por el poder. El tratamiento visual es otro de los puntos altos de la producción: la puesta en cámara y el encuadre están al servicio de la construcción de los climas dramáticos, que no en pocas ocasiones se resuelven por la vía del humor. Afortunadamente, los directores no cayeron en ese frecuente error de los debutantes que consiste en enamorarse de todo el material producido en el rodaje: la edición es limpia y consistente, y es ella la que aporta los cimientos para el buen ritmo del relato. Las escenas se suceden con naturalidad y van conformando un crudo mosaico que retrata la decadencia de los integrantes de esta suerte de burguesía rural mientras las tensiones de todo tipo (incluido el sexual) contribuyen para sacar a la luz los secretos y las traiciones que entrecruzan responsabilidades entre empleadores y empleados. El filme, estructurado como un relato atrayente y ameno, termina por ofrecer una pintura más que interesante de las relaciones entre débiles y poderosos, en la que los realizadores se preocupan por mostrar las imprevisibles oscilaciones del fiel de la balanza entre ambos grupos (que no necesariamente se corresponden con la división en capas sociales). Todo esto, a partir de una narración pulcra que aprovecha sin exageraciones los particulares rasgos del color local.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
La intersección La película Los dueños se planta en una casona de campo y retrata con lucidez la diferencia de clase y el cruce de los mundos de patrones y servidores. En la ficción, la diferencia de clase suele aparecer en su versión más conocida (por quienes suelen filmar) y calladamente conflictiva: el lugar de los empleados domésticos en el espacio real y simbólico de los dueños de casa. El dúo tucumano compuesto por Agustín Toscano y Ezequiel Radusky parte de esa evidencia y consigue explorar lúcidamente un tema incómodo y desafiante para cualquier cineasta. Los planos iniciales presentan una casa de campo situada en Tucumán. Se supone que es un inmueble demasiado importante como para permanecer abandonado durante la semana, cuando sus propietarios trabajan en la ciudad. Es por eso que en una vivienda discreta situada en el mismo predio viven dos hombres y una mujer que cuidan la casona familiar, aunque el modo de concebir el cuidado significa aquí convertirse momentáneamente en usuarios. Como si se tratara de una picardía juvenil, los tres asumen la asimétrica posición del otro: ven películas en el living, duermen en los dormitorios de los patrones y disfrutan de la pileta de la casa. El riesgo no es menor, y es por eso que tienen ensayado un plan de evasión inmediato, algo que Toscano y Radusky convierten en gag. La vida de los pudientes no es necesariamente feliz. Las dos hermanas de la familia no parecen felices con sus respectivos hombres, y respecto de este tema habrá sorpresas inesperadas. En cierto momento, Pía (Rosario Bléfari) tomará la decisión de mudarse a la casa, y para ese entonces, dados algunos acontecimientos, no todo será lo mismo ni para la familia de propietarios, ni para los cuidadores. En la mirada de los directores la casa resulta un laboratorio social, un microcosmos perfecto para observar cómo dos modos de estar en el mundo se entrecruzan y entran en colisión. La violencia simbólica que contextualiza los vínculos asoma cada tanto, y no solamente por la aparición tardía de un arma de fuego. La seducción y el erotismo pueden ser formas sublimadas de ejercer el poder. Junto con la violencia estructural que determina las relaciones entre los personajes, hay también una incipiente forma perversa de curiosidad. Los planos subjetivos que remiten a la mirada de Pía acechando el goce sexual de sus operarios tienen su correlato en la ansiedad de los sirvientes por tomar prestado y disfrutar de los objetos de la casa. El fin se sostiene de inicio a fin en ese juego de perspectivas, y es allí por donde se revela la distancia que la puesta en escena pone en funcionamiento. El constante desplazamiento del punto de vista se sostiene en la intersección de esos dos mundos. Defección involuntaria respecto de una lectura que se hereda por pertenecer a una clase, clarividencia precoz para filmar la zona de cruce de dos sujetos sociales, los jóvenes directores llegados de Tucumán le hacen una finta a los códigos del costumbrismo y, en vez de rendirle pleitesía al statu quo, como suele pasar con el género, delatan cómicamente el fundamento de su violencia.
Publicada en la edición digital #261 de la revista.
Publicada en la edición digital #261 de la revista.