El segundo largometraje de Fattore nos relata la historia de un “extra” de la realidad. Sosa no es ningún protagonista tradicional, no cambia su forma de vida, no influye sobre las personas que tiene a su alrededor. Es apenas, un observador. Es un Rocky Balboa que no atraviesa “el camino del héroe estadounidense”, que no luchar por superarse a sí mismo, ni se inspira en la mujer que ama. No simboliza ni siquiera un paradigma generacional. Sosa es un empleado de un café tradicional de Capital, a la salida, practica boxeo en el Club Ferroviario ubicado debajo de la estación Constitución (el mismo de Tiempo de Valientes) para terminar su día en la pensión que comparte con una madre soltera y un hombre que cria gallinas...
Naturaleza muerta En Malón Fabián Fattore somete al espectador a un recorrido ficcional desde una búsqueda documental sobre el transcurrir de los días de un hombre al que nada controversial le sucede, pero con una subtrama que funcionará como observadora de una parte de la historia argentina. Sosa trabaja en un bar, vive en una pensión, está enamorado de una vecina a la que no se atreve abordar, practica box y algo de música. Sus días transcurren casi abúlicamente sin que nada lo inmute. Aunque una postal que retrata La vuelta del malón pegada en la pared del bar y las charlas sobre el peronismo de los parroquianos habitúes al lugar ingresarán a la vida de Sosa para modificar su opaca existencia. Fabián Fattore construye dos relatos en un solo film que atraviesan una misma historia. Uno explicito que está en primer plano y representado por la observación hacia Sosa, mientras que un relato implícito y en un segundo plano cruzará al primero. Mientras Sosa es espiado por una cámara voyeur, será éste quien a su vez observe dos tópicos presentes en la trama: el salvajismo representado en la postal y el peronismo presente en las conversaciones. Malón es una historia de tiempos muertos, de esas en que vemos pasar la vida real sin filtro, pero también es una película plástica con un fuerte sentido de la estética. Cada plano centrado, súper estudiado, construido desde una lógica no es azaroso, hay una composición visual en donde la saturación del calor transforma cada plano en una pintura viva en oposición a una realidad que parece muerta. El cine ofrece diversas posibilidades para retratar la vida y la historia, ya sea desde la ficción o el documental. Pero también desde la combinación de ambos géneros, rompiendo límites y manejando cierta ambigüedad que en Malón es funcional a lo que la película propone, y a una búsqueda personal sobre lo que es el cine.
Sosa trabaja en un bar, vive en una pensión, está enamorado de una vecina a la que no se atreve abordar, practica box y algo de música. Sus días transcurren casi abúlicamente sin que nada lo inmute. Aunque una postal que retrata La vuelta del malón pegada en la pared del bar y las charlas sobre el peronismo de los parroquianos habitúes al lugar ingresarán a la vida de Sosa para modificar su opaca existencia. Fabián Fattore construye dos relatos en un solo film que atraviesan una misma historia. Uno explicito que está en primer plano y representado por la observación hacia Sosa, mientras que un relato implícito y en un segundo plano cruzará al primero. Mientras Sosa es espiado por una cámara voyeur, será éste quien a su vez observe dos tópicos presentes en la trama: el salvajismo representado en la postal y el peronismo presente en las conversaciones. Malón es una historia de tiempos muertos, de esas en que vemos pasar la vida real sin filtro, pero también es una película plástica con un fuerte sentido de la estética. Cada plano centrado, súper estudiado, construido desde una lógica no es azaroso, hay una composición visual en donde la saturación del calor transforma cada plano en una pintura viva en oposición a una realidad que parece muerta. El cine ofrece diversas posibilidades para retratar la vida y la historia, ya sea desde la ficción o el documental. Pero también desde la combinación de ambos géneros, rompiendo límites y manejando cierta ambigüedad que en Malón es funcional a lo que la película propone, y a una búsqueda personal sobre lo que es el cine.
Fabian Fattore elige la extrema sencillez de la vida de un hombre que no se conecta ni con el amor ni con la polémica. Siempre mira desde afuera. Las discusiones en el bar donde trabaja, la timidez para no conectar con su vecina, el temor a meterse en el box. Un estilo despojado y lacónico.
Cine militante Sosa trabaja en un bar; viaja en tren; entrena como boxeador amateur y en sus ratos de ocio intenta tocar la melodía de Desde el alma con su acordeón cuando no tararea algún estribillo pegadizo o silba la Marcha de San Lorenzo. Pero en realidad, Sosa no se anima a dar un paso más en la relación con Nancy, su vecina, madre soltera que vive en la misma pensión, a quien le lleva comida del bar para ayudarla con Cami, su hija de pocos meses. Así transcurre la monótona y gris rutina de Sosa, de unos 40 años, quien escucha con atención las interminables tertulias de nostálgicos peronistas que buscan recuperar la mística de épocas del General y ensalzan el valor de la militancia, de la pertenencia al movimiento nacional y popular tratando de convencer al escéptico Panero, un taciturno parroquiano que de vez en cuando le da consejos de box a Sosa. Vicio del cine argentino de otrora si los hay, las charlas de café donde se arreglaba el mundo aparecen demasiado en primer plano en Malón, ópera prima de Fabián Fattore, cuyo mensaje o sentido final entre líneas no es otro que un eslogan partidario que puede sintetizarse de la siguiente manera: joven argentino, si tu vida no tiene rumbo y estás apesadumbrado por ello hazte militante peronista y así encontrarás un sentido a tu existencia. Claro que se podrá decir ante esta acotación personal que la película entrecruza otras líneas narrativas como por ejemplo la insistente aparición de un cuadro llamado La vuelta del Malón, de Ángel Della Valle, pintura que el protagonista observa en una postal y abre una búsqueda individual paralel al relato; o también la imposibilidad de acercarse a Nancy en un coqueteo que no se termina de definir nunca como esa melodía esquiva que no termina por ejecutar con solvencia en el acordeón. Sin embargo, el desequilibrio entre estas subtramas y las historias del bar, que pasan por el anecdotario del peronismo básico, incluido Ezeiza claro está, prevalecen en los 75 minutos de un film que por su digresión acumula tiempos muertos de forma innecesaria y apela a metáforas obvias para construir un discurso poco atractivo desde lo cinematográfico y muy subrayado desde sus intenciones extracinematográficas.
Gris retrato de un solitario que sueña con un pasado de violencia Solitario e introvertido, Juan trabaja en el bar de un barrio porteño. Su vida es rutinaria y sus días transcurren entre servir mesas y lavar copas. Casi como únicas distracciones se entrena como boxeador amateur, ejecuta su acordeón a piano y cruza alguna palabra con una joven vecina. Durante su cotidiana labor escucha las conversaciones (y a veces discusiones) de los clientes que hablan de un futuro que está muy lejos de la realidad. Sin embargo, una vieja y gastada postal pegada en una pared de la cocina llama su atención, pues en ella un malón se dispone a un feroz ataque. Al parecer ve en ella relatos que lo transportan a otros tiempos, a esos tiempos en los que la valentía y el salvajismo se daban la mano y transponían ideales y muertes heroicas. El director Fattore intentó concebir el retrato de una soledad aderezada con un sueño. Su propósito, sin embargo, cae en una permanente monotonía. Todo en el film es tratado sobre la base de tiempos muertos, de breves diálogos y de reiteradas situaciones. La idea del realizador, si bien interesante como propuesta para radiografiar a su protagonista, nunca logra su propósito de interesar como espejo de alguien que hace de su introspección la base para pintar un arquetipo al que la soledad es su única compañía. No es fácil, en realidad, descubrir el motivo del comportamiento de Juan frente a esa postal guerrera, ya que el propósito se pierde en las idas, las vueltas, los viajes y los silencios de alguien que, como muchos, vive y transita por la gran ciudad. Por momentos el relato parece tomar algún vuelo cuando se detiene en la tímida relación entre el protagonista y su vecina, una relación que quizás podría convertirse en amor. Darío Levin, Lorena Vega y el resto del elenco procuran que la trama conserve algo de verosimilitud, pero el guión no acierta en su propósito de interesar.
Ruido y silencio entre dos mundos El segundo film de Fabián Fattore no disimula su postura minimalista donde los silencios del personaje central (Sosa) se cruzan con el ruido de la ciudad y de los parroquianos del bar donde él trabaja. Pero ese carácter austero y despojado de la puesta en escena nunca incomoda ni aparece como gratuito como elección estética. Al contrario, la cámara sigue a Sosa en su pensión, hablando con una vecina y su pequeña hija, yendo a su lugar de trabajo y practicando boxeo en un gimnasio, acaso su escape frente a la soledad que lo identifica frente a los otros. Un cuadro que representa un malón actúa como interrogante del personaje. En ese retrato hay movimiento, energía, nervio, frente a la aparente pasividad de Sosa, sólo disimulada en sus ejercicios boxísticos. En el bar, otros solitarios se reúnen para recordar viejas épocas y para expresar las frases de manual del peronismo histórico. Sosa los observa pero jamás participa de esas añoranzas, su tiempo es el presente, el meditabundo, el silencioso, el que busca una razón de ser para su rutina. Malón, subrepticiamente, es una película política que jamás enfatiza su tono, ocultándose en ese pudoroso contraste entre el personaje central que sólo observa y quienes lo rodean en el bar recordando la historia del país a través de las victorias y derrotas del peronismo. Pero Sosa tomará una decisión y con su bolsito de gimnasio al hombro, concurrirá a una marcha de la militancia de estos días. Seguirá sin decir una palabra rodeado de la multitud, pero está allí mirando, descubriendo un lugar de pertenencia. Al llegar al bar se establecerá un mínimo diálogo con su empleador, una de las voces eufóricas del bar, que lee el diario y le pregunta cómo anduvo la marcha. Sosa le dirá que estuvo muy bien, en tanto el otro reparará en su rutina de añoranza sobre la vieja política. Película de contrastes, con un excelente trabajo de sonido, a Malón se la puede definir como un acabado ejemplo de cine minimalista político. De la política de estos días.
De una Argentina fragmentada La historia de un observador de esta época, que vive en el conurbano es la que relata el director Fabián Fattore (Buenos Aires, 1960) en este filme prácticamente sin palabras, con sonido ambiental de fondo y en el que sus personajes no saben muy bien lo que hacen dentro de esa historia. Cine experimental, con elementos de documental, en "Malón", Fattore sigue con su cámara a un hombre de unos cuarenta años, que trabaja en un bar, vive en una pensión, en la que comparte mates con una madre soltera con una hija, de la que se presume está enamorado, pero no se anima a decirle prácticamente nada, a pesar de que ella se interesa por él. Sosa (Darío Levín), al que en el bar lo apodan Firpito, porque entrena en un gimnasio de Constitución, es testigo de las charlas que su patrón, el dueño del bar tiene con los que allí van a dejar pasar sus horas, mientras hablan de lo bueno o lo malo fue el peronismo de la primera época. VIDA DE BAR Mientras barre el piso del bar, Sosa observa diariamente un cuadro, que representa un malón y esa imagen le despierta cierta intriga hasta que un día visita el Museo Nacional de Bellas Artes, para ver el cuadro original, precisamente se llama "Malón" y es de Angel Della Valle (1892). Sosa es un ser anodino, que observa lo que sucede a su alrededor sin intentar integrarse a nada. Tampoco se sabe lo que le sucede a él íntimamente, y su conducta no tiene ningún atisbo de personalización a lo largo de la película. A este personaje, Fattore (que en 2003 filmó el documental "Línea Sur"), lo registra a través de planos bastante acotados y construye una película de una pronunciada monotonía, en la que parece no querer decir nada. O, en todo caso, la reflexión -o la profundización- sobre lo que se muestra, deberá correr por cuenta del espectador.
Ascetismo, entre relatos fundantes y míticos Llega finalmente a las pantallas Malón, film de Fabián Fattore visto en el Festival de Mar del Plata de 2010, que sigue la vida de Sosa (Darío Levín), un hombre que trabaja en un bar, practica boxeo de manera amateur, toca música y canta, vive en una pensión y está interesado en una chica de una pieza vecina, sola y con una beba. La viva de Sosa es una vida rutinaria si las hay. Y precisamente la película lo muestra a la vez que alterna algunos comentarios políticos que surgen en una mesa entre amigos en el bar. Política que comenta el peronismo y la militancia y recuerda, teorizando desde el saber popular, aquellos viejos tiempos. Minimalista, ascética, quizá con una subrayada puesta en escena que encuadra desde ventanas, puertas, marcos y a cierta distancia, Malón cruza sin explicitar relatos fundantes y míticos. La postal sobre el cuadro de Della Valle -La vuelta del malón- y una marcha a la que asiste el protagonista parecen unirse profundamente en una relación que cada uno de los espectadores puede interpretar libremente. O no.
Ficción que se disfraza de documental Hay varias películas dentro de Malón, segundo largometraje de Fabián Fattore. Al menos dos. Por un lado, el realizador de Línea sur –documental que cruzaba textos de Osvaldo Soriano con un viaje emocional por la Patagonia– registra la vida cotidiana de su personaje principal con mirada de entomólogo. Sosa viaja todos los días a la Capital desde algún lugar del conurbano bonaerense, en tren, en colectivo, en subte. Trabaja como mozo en un bar de viejos, de esos que están en franca extinción. En su tiempo libre practica boxeo en un club ferroviario, despunta el vicio de músico con su acordeón, le arregla cosas rotas a su vecina y posible interés amoroso. La cámara se posa sobre él como quien intenta desentrañar un enigma o, al menos, rasgar la superficie de lo aparente. Sosa es el actor Darío Levin, en una composición minimalista y reconcentrada. Y Malón es, en parte, una película de ficción que se disfraza de documental. Recién en el minuto trece de proyección se pronuncian las primeras palabras y, con las voces, surge otro film que se solapa y entrecruza con el anterior. Si Sosa habla apenas lo justo y necesario, su jefe y los parroquianos del bar hablan hasta por los codos. El tema de las conversaciones parece una obsesión: la historia, desvíos y actualidad del peronismo. Las polémicas sobre ese eterno asunto nacional son escuchadas con atención por el protagonista desde detrás del mostrador, quien de a poco, tibiamente, comienza a interesarse por ese mundo que parece desconocer por completo. Ese otro Malón es mucho más enfático, a pesar de su aparente escondite entre líneas, y para cuando el protagonista se mezcla entre el gentío y las banderas de una movilización popular, el film ha adoptado un discurso que se asemeja al relato iniciático, en este caso iniciación a la interpretación política, tal vez de conciencia de clase. El malón del título es una referencia a la famosa pintura de Angel Della Valle El regreso del malón, que Sosa descubre en toda su magnitud hacia el final de la historia, casi como si fuera un nuevo socio del recientemente creado Instituto de Revisionismo Histórico. Fattore no logra que esas dos líneas fluyan durante todo el metraje. De esa forma, a una escena marcada por un preciso sentido del encuadre, usualmente aplicado a generar sentido a partir de la simple observación, le sigue otra en la que la charla entre personajes se revela como una emulación epidérmica y naturalista de lo cotidiano. Algunos diálogos suenan falsos, como si no pudieran esconder su cualidad de construcción narrativa, su paso del papel a la pantalla. Lo mejor de Malón son los apuntes que transmite visualmente, los momentos en los que la mirada de Sosa –que la cámara casi nunca abandona– dan cuenta de cierta complejidad del personaje a partir de pinceladas mínimas. El costado más programático del film comienza a ganar fuerza en los tramos finales, poniendo a nuestro héroe en un rol demasiado pasivo, el reservorio de un mensaje o un planteo que nunca vemos crecer realmente en él.
Efecto hipnótico que dura demasiado Fabián Fattore es un sociólogo volcado al cine, donde sigue las teorías de la Escuela de Barcelona donde se formó, unas teorías muy elogiadas por ciertos medios pero muy poco recomendadas para entretener al público. De hecho, en esta película puede apreciarse el rigor formal, el preciso manejo de mínimos elementos, la estricta fidelidad a un estilo, etcétera. Pero el despojamiento excesivo, la sequedad extrema y reiterada, el distanciamiento emotivo, parecen méritos poco recomendables para hacernos interesar en la vida de un tipo introvertido a lo largo de 78 minutos. Por suerte hay algo de hipnótico, y de curioso, en el relato de su vida cotidiana, y hay una intriga que nos hace esperar contra toda esperanza un momento de iluminación interior: a ese tipo un día debe pasarle algo que lo cambie por dentro y nos conmueva como una revelación. Se trata de un muchacho ya grande, callado, que viaja largamente en tren y subte, trabaja en un bar de viejos peronistas absortos en sus divagaciones, vuelve a viajar, descansa los francos en la soleada terraza de una pensión, canturrea un poco, repasa el acordeón a piano, y escucha a su vecina, madre joven que busca compañía. Una vida apagada, puede ser. Pero dos cosas nos advierten que algo bulle en su cabeza: la consecuente práctica de boxeo en un gimnasio, y la creciente curiosidad por una imagen que alguien puso una vez en el bar. Es la postal de un cuadro. Un dia cambia su rutina y va a ver el cuadro original, el imponente cuadro original, que está subiendo las escaleras del Museo Nacional de Bellas Artes: «La vuelta del malón», de Angel della Valle. Eso nos dice varias cosas. Podemos elegir más de un significado, reintepretar las discusiones de los viejos y la mirada del muchacho, incluso hasta pensar, más bien sentir, distintas interpretaciones del cabecita nacional. El rostro del intérprete, Darío Levin, es una máscara digna de verse en muchas otras películas. Igualmente, la película que ahora vemos pegaría mejor como mediometraje.
De soledades compartidas La vida gris y rutinaria de Sosa, un hombre solitario que vive en una pensión, entrena box y trabaja en un bar, empieza a sufrir algunas modificaciones al ser testigo de las conversaciones de los habitués del boliche en el que trabaja. En principio, para el aparentemente abúlico Sosa, cuyo hobby es cantar y tocar el acordeón, esas conversaciones de café son ruido de fondo, como las máquinas y los otros sonidos que hacen de su lugar de trabajo un espacio mucho más bullicioso que el silencio en el que acostumbra a moverse. Ese “silencio” incluye a su vecina, una mujer con un bebé, a la que no se atreve a invitarla a salir, pese a las chanzas de su patrón. Pero, de a poco, las charlas pasan al primer plano y, mientras los parroquianos deparan sobre los buenos viejos tiempos del peronismo del ‘45 y los complicados pero esperanzados ‘70, Sosa empieza a prestar atención. De allí en adelante, esas charlas empezarán a cumplir sus efectos y Sosa estará yendo a marchas e integrándose en lo que se podría llamar el entramado social del país. También una postal que hay en la cocina disparará su curiosidad y lo llevará a otros descubrimientos. El relato de Fattore es simple y sin muchas vueltas. De hecho, el propio patrón trata de explicar al peronismo como una conjunción entre “lo individual” y “lo social”. Lo más radical, si se quiere, no es tanto eso, sino una puesta en escena seca, que imita al documental de observación, por la cual Fattore elige que su película sea más vista como una tesis que como una narración, si se quiere, dramática. Una opción inteligente que le da interés a una película que, de otra manera, se podía haber quedado en la superficie de muchas cosas. Como suele pasar en la mayoría de las charlas de café...
UNA MIRADA PERSONAL SOBRE LO POPULAR Malón se propone como una mirada sobre lo cotidiano de un sujeto que es una parte y el todo de los que constituyen las clases populares urbanas de nuestro país. Malón es una película que se propone como una mirada –porque observa y por momentos espía– sobre lo cotidiano de un sujeto que es una parte y el todo de los que constituyen las clases populares urbanas de nuestro país. Subyace en el título, y en el cuadro La vuelta del malón que Sosa descubre en la cocina del bar en el que trabaja, la idea de un conflicto civilizatorio, del origen de una exclusión en la historia argentina y de una tensión política que se mantiene vigente. Todo ello expresado por su realizador, Fabián Fattore, con absoluto minimalismo narrativo. Sosa es empleado de un viejo bar marginal de Buenos Aires. Vive en una casa, probablemente suburbana, donde ocupa una pieza y allí tiene una buena relación con una vecina, madre de una beba, con quien parece unirlos el cariño y un silencio mutuo. Practica boxeo en un gimnasio algo venido a menos y el resto de su día está ocupado por los viajes de un punto a otro. No más que eso. Mientras los parroquianos hablan en el bar, el prefiere mantenerse en la paz de la cocina, donde toma mate. En el salón se habla. A veces, del peronismo y su irrupción como estigma para las clases dominantes. Aquello que es pasado en el discurso, se dice para referir al presente. Como en cualquier discusión política en un bar de Buenos Aires. Sosa está aprendiendo a tocar el acordeón y le gusta la música. Ensaya el vals Desde el alma y canta canciones de un viejo repertorio popular cuando está solo y tranquilo. Fattore cuenta esto y de este modo refiere a la cultura popular, al lugar de los trabajadores marginales, a los deseos y las derrotas. Con un tono sencillo y cálido. Esta calidez sobre los personajes es uno de sus méritos fundamentales.
Los absurdos y tragicómicos personajes de Samuel Beckett preferían no hacer nada mientras esperaban que Godot llegara para hacerlos trascender en la vida. Porque, ¿para qué se tiene la vida? El hombre siempre tuvo esta pregunta pero nunca su respuesta. Por eso cada individuo trata de hacer con su vida lo que puede, que no siempre es lo que quiere. Fabián Fattore, en su película Malón, narra un lapso de la vida de Sosa, un hombre que sólo “permanece” sin hacer nada para que algo pase por su existencia. Pareciera que el cine argentino no comercial de la última década estuviera en permanente experimentación sin llegar a plasmar un estilo definido en ningún género. Fabián Fattore encuentra la manera de hacer su filme sin que el guión, que él mismo escribió, tenga ningún tipo de conflicto en su trama. A Sosa, su personaje, no le sucede nada porque tampoco busca que en su vida pase algo. El espectador tiene gran libertad para construir su propio relato basándose en la historia previa de cada personaje, pensando y repensando lo que les puede haber ocurrido para ahora vivir de la manera en que lo hacen. La fotografía de Alonso Luque remarca los perfiles de todos los personajes y en los brillos y sombras de Sosa, en largos close up, pareciera indicar que en su vida hay algo que no es gris. Llega al espectador el mensaje de que la vida sólo transcurre sin que el hombre pueda hacer nada, que el destino marca lo que sucederá o no. En las conversaciones de los parroquianos están los parlamentos más ricos de la película, refiriéndose a la turbulenta vida política argentina cuando en 1973 regresó Perón de su exilio. Sosa, el personaje de la película Malón, a quien en el bar apodan “Firpito” escucha hablar de los manifestantes que portaban palos y pancartas en el siglo XX mientras mira el cuadro El malón en el que los indígenas en el siglo XIX regresan de efectuar saqueos blandiendo sus lanzas. El espectador puede asociar esas imágenes televisivas de los piquetes del siglo XXI en los que los manifestantes esgrimen bastones y estandartes. La película tiene encuadres que están acertada y totalmente en función de la narración pero también tiene algunos que están enriquecidos creativamente; por ejemplo, en los que los extremos de la imagen están oscuros y en el centro de la pantalla se desarrolla la acción a cuya visualización el espectador accede como si fisgoneara por una hendija. La profusión de larguísimos close up del protagonista y varias reiteraciones, hacen correr el riesgo de que este filme pueda ser considerado monótono por un sector de la platea y que a otro porcentaje de espectadores le recuerde a los reality show televisivos, a pesar de las escenas en exteriores.
Increíble que haya tanto contenido en una pregunta de una sola palabra. Esto que suele suceder últimamente, me lo disparan algunas decisiones que no tienen que ver con presupuesto, ni con tecnología, ni con distribución. Tiene que ver con la construcción de un universo a partir de la posibilidad de filmar una película, o sea el guión. Ese conjunto de páginas que implican la búsqueda de la conclusión de una obra cinematográfica. Leí una vez que el sentido ante una obra de arte depende de quien la observa. Siempre creí que este enunciado es una apología de la subjetividad. Con este criterio todo el arte lo es, y no se puede aplicar BIEN HECHO o MAL HECHO porque entonces ¿desde donde se califica? ¿Según el gusto de quien? En el caso del cine es más simple de formular pero más complicado de desarrollar. Por ejemplo si en la primera toma tengo un plano general de un patio visto con referencia desde la puerta de una casa (se escucha una gallina fuera de campo), y luego un tipo que carnea una ayudado por otro; debo saber que alguien que vea eso va a tratar de decodificar lo que estoy mostrando. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene? ¿Cómo se resuelve o qué le aporta al relato? También, puedo elegir no explicar nada, total el arte es subjetivo. Así arranca “Malon”. Luego de la apertura vemos a un hombre enfrascado en su rutina. Es cocinero en un bar de minutas, practica boxeo con la misma dedicación con la que toca el acordeón, o lleva comida a una mujer que vive en la misma pensión. Es innumerable la cantidad de veces que veremos esto en distinto orden. Mientras tanto, el resto del entorno aporta conversaciones sobre la militancia peronista en los ‘70 o de cosas cotidianas. Como espectadores pacientes empezamos entonces a aislar lo que ya vimos tres veces (porque ya lo vimos) y a buscar qué se quiere contar. Qué nos estamos perdiendo por no querer, no sé… ¿leer entre líneas? Ahí aparecen algunas cosas interesantes, como la toma larga de este buen hombre viajando en el furgón del tren con actitud entre pasiva, desconfiada y reflexiva. Ayuda a construir un personaje que prácticamente no habla, y cuando lo hace casi no se le entiende. Todo lindo pero de nuevo, si la información es repetitiva y los personajes solamente están en la escena casi sin desarrollo ni fundamento todo se torna eso. Subjetivo. ¿Que se quiere contar? ¿Un lugar, una persona, un tiempo? Todo eso junto es difícil de tragar porque la conexión entre el pasado de militancia utópica y su consecuente presente es un fino, finísimo hilo entre intención por parte del director e interpretación por parte de quien observa una escena en la que el buen hombre, vaya a saber por qué, se va a una manifestación política en el centro de Buenos Aires. Es cierto, hay algo llevadero en la película porque se genera cierta curiosidad por entender quién es este hombre y por qué hace lo que hace. Cuando nos damos cuenta que todo va hacia un final que no es tal, pero tampoco es el principio de nada (ni siquiera de una reflexión), resulta que estuvimos presentes en la sala esperando que pase algo. Y pasa, nomás. Se prenden las luces y la gente se va.
Una obra simple sobre un hombre simple. Sosa es un tipo simple, vive en una pensión, practica boxeo e intenta tocar el acordeón. Cada día viaja en tren hasta la Capital para trabajar en un bar donde escucha las conversaciones de su patrón y sus amigos sobre el peronismo: sobre lo que fue, lo que sucedió, lo que significó. Inicialmente esas conversaciones son parte del paisaje habitual de su día, Sosa no escucha, no presta atención, está ahí solo de observador, como la misma cámara del director Fabián Fattore. En una mirada voyeurista, Fattore y su personaje Sosa (interpretado muy bien por Darío Levin) están observando el entorno. Uno, el primero, con un propósito explícito de contar la vida ordinaria de cualquier ciudadano y cómo inevitablemente hay un poco del único y viejo peronismo rondando nuestras vidas. El otro, Sosa, está observando pasar su vida desde una mirada desinteresada, apoyado solo por el interés que despierta una postal pegada en el estante de la cocina del bar y el redescubrimiento que hay detrás de esas conversaciones que antes eran solo parte de su entorno. Algo en él irá mutando. Comenzará a ir a marchas, agudizará su oído y algo irá cambiando en su vida, aunque no lleguemos a saber en qué. Con encuadres bellos y pensados detalladamente, Fattore nos trae esta historia de un hombre lacónico, sobre lo simple de una vida y la impronta política que puede tener ésta sobre los individuos.