Horror en guaraní Matar a un muerto (2019) es una sórdida película paraguaya, una de las pocas que aborda hechos íntimamente relacionados a la dictadura de Alfredo Stroessner. En este caso puntual, se trata de dos hombres, Pastor (Ever Enciso) y Dionisio (Aníbal Ortíz), que trabajan a orillas del río como enterradores de los cadáveres que llegan flotando en el agua. Reciben órdenes de una radio en mal estado y sin cuestionarse su accionar, hacen el trabajo sucio. Un día llega un hombre vivo junto a los cadáveres, Mario (Jorge Román), entienden que deben matarlo y sepultarlo junto al resto. Pero no son asesinos, una cosa es tapar el delito y otra muy distinta, cometerlo. La película de Hugo Giménez es tan simple como tenebrosa por aquello que narra. Los silencios y rutina de estos hombres esconden el mismo horror que el fuera de campo. No vemos los asesinatos pero sabemos que ocurrieron, no conocemos la vida de las personas ni el motivo de su ejecución pero al ver los cuerpos de niños y mujeres entendemos la gravedad del asunto. Pastor y Dionisio actúan como soldados, simplemente cumplen órdenes. Un poco por miedo y un poco por desconocimiento. Pero la aparición del hombre con vida marca el quiebre necesario en su mortuoria rutina. La película por momentos parece una obra de teatro, en donde la tensión de lo que sucede en off se concentra en las miradas entre los tres personajes presentes en el plano. El horror se desprende de los rostros del mismo modo que del tiempo y del espacio. Personajes congelados en el tiempo, olvidados en el espacio a quienes solo les queda reflexionar sobre sus actos o tratar de distraerse para olvidar. El trabajo de los actores es esencial para trasmitir a cámara la sensación de angustia de los protagonistas. El minimalismo de la puesta también se traduce en alegorías tan duras como precisas sobre el mensaje deslizado por el film. El animal salvaje que merodea el lugar en busca de sangre podría ser una metáfora de la justicia que en cualquier momento –quizás pronto, quizás nunca- se presente en el lugar. El espacio en medio de la nada podría interpretarse como el infierno, aquel lugar al que llegan los condenados. El mundial de fútbol que se escucha en la radio es la única conexión con la realidad, de carácter circense. Los nombres de los protagonistas (Pastor y Dionisio) pueden leerse en clave bíblica. De todo eso habla Matar a un muerto. De los años de horror en Paraguay (1978 dice la placa en el inicio), de la complicidad civil con la dictadura, de la opresión latente percibida con desesperanza y, sobre todo, de la moral humana en tiempos en los que la vida no valía nada.
Año 1978: en la Argentina, la final de la Copa del Mundo acapara la atención de buena parte de la sociedad, mientras la represión del gobierno militar se despliega sin remordimientos ni oposición visible. En Paraguay, donde el poder está en manos de Alfredo Stroessner, dictador comprometido con el Plan Cóndor, dos hombres comunes se ganan la vida sepultando cadáveres en la clandestinidad. El trabajo es cruel y rutinario, pero se complica aún más con la aparición de un problema inesperado: la llegada del cuerpo de un argentino no identificado que no es tal: aún está vivo y esto los enfrenta al dilema moral de cómo resolverlo. La emergencia del horror en un contexto cotidiano tan espeso y ominoso como el bosque en el que se desarrolla esta coproducción rodada en territorio paraguayo, que incluye en su elenco al actor argentino Jorge Román (conocido por sus papeles en El bonaerense, de Pablo Trapero, y la serie televisiva Monzón), es el gran tema de Matar a un muerto, una película seca, austera e inquietante cuya deriva dramática aplica perfectamente a la famosa, y no exenta de polémicas, conceptualización de la banalidad del mal con la que la filósofa alemana Hannah Arendt agitó la discusión en torno del nazismo en los años 60.
La represión y la opresión son compañeras. Ambas conjugan acciones y sensaciones. La gestión y el afianzamiento en términos políticos, administrativos y sociales de esta dupla de la coerción encontró algunas de sus variantes más violentas y siniestras en las últimas dictaduras latinoamericanas. Este es el trasfondo de Matar a un muerto, primer largometraje escrito y dirigido por Hugo Giménez, y producido en conjunto por Zona audiovisual (Argentina), Sabaté films (Paraguay) y Altamar films (Francia). En este se narra la historia de Pastor (Ever Enciso) y Dionisio (Anibal Ortiz), dos hombres que viven en un paraje aislado del monte paraguayo, donde se encargan de sepultar los cuerpos de algunos de los tantos asesinados durante el gobierno del dictador Alfredo Stroessner.
Dirigida y escrita por Hugo Giménez, Matar a un muerto es un drama inquietante y oscuro que sucede en el monte durante la dictadura de Stroessner en Paraguay. Pastor y Dionisio son dos hombres encargados de enterrar cuerpos NN sin vida. Esa rutina en medio del monte se encuentra interrumpida cuando uno de los presuntos cadáveres resulta ser un hombre aún vivo. Un rato antes, una placa nos situó en Paraguay en 1978. A fuego lento es que se va cocinando esta historia cada vez más sórdida e inquietante. Allí donde todo parece calmo, alejados de lo que sucede en el país y en el mundo. Una radio que no funciona y ni siquiera les permite saber a los protagonistas cómo está transcurriendo el Mundial. Cuando aparece este hombre con vida se les descoloca todo. ¿Qué hacer? ¿Cómo? Nadie habló en este trabajo de ser asesinos, pero no parece haber otra salida posible. Hugo Giménez consigue crear atmósferas de tensión que se intensifican con todo lo que no se ve, lo que está ahí afuera. No es para nada casual el año en que sucede, habla de un fuera de campo incluso peor. El film, entonces, se va narrando a través de lo que les sucede a ellos a partir de este hecho inesperado, y la carga psicológica por la que van transitando. La tensión está construida no sólo a partir de la relación entre ellos dos, donde uno tiene un mayor poder sobre el otro, sino también sobre quienes están del otro lado dándoles órdenes. Giménez construye de manera sólida un potente drama de suspenso a partir de pocos elementos. El monte como escenario principal, tan vasto como opresivo, y apenas un par de personajes a los que eventualmente se les sumará algún otro. El trío principal (compuesto por Ever Enciso, Aníbal Ortíz y Jorge Román) se desenvuelve muy bien en el registro en que la película los pone, con más silencios que diálogos, miradas que no necesitan de palabras. También vale resaltar que a nivel técnico se presenta un film muy cuidado. Interesante retrato sobre una época terrorífica que se aleja de los hechos más conocidos y en su lugar explora el tema de los desaparecidos desde un costado poco habitual, más intimista y no menos terrible. El gran acierto de Hugo Giménez es la buena creación de climas por los que nos hace transitar.
Cine paraguayo, inteligente, revelador, con un tema espeluznante, de denuncia, en un drama de hombres que en situaciones límites juegan sus cartas de sobrevivencia. El director y guionista Hugo Giménez encontró la manera exacta de la dimensión de la opresión de la dictadura de Alfredo Stroessner. En un lugar del monte paraguayo, dos hombres, que viven en más que modestas condiciones tienen como misión enterrar “los paquetes” que les manda el ejercito. Los muertos del régimen, hombres y mujeres, viejos y jóvenes. En el modesto rancho, comunicados con un transmisor, que le avisa de la llegada de nuevos envíos, cada vez más numerosos, más una destartala radio que transmite los pormenores del mundial 78. Esos hombres acostumbrados a cargar con tanta muerte, tienen sus supersticiones y ritos, sus miedos y responsabilidades. Un hecho perturba su mundo, entre los supuestos muertos hay un vivo. Y eso alcanza para poner en tensión todo su mundo. Una cosa es enterrar a los muertos de la represión y otra muy distinta asesinar a sangre fría. Con grandes actuaciones de Jorge Román, Ever Enciso y Aníbal Ortiz, con muy buenos climas logrados con mínimos diálogos, con estallidos de ira y momentos muy tensos, se construye un film para no perderse, inteligente, alejado del panfleto y la declamación, cerca de la calidad.
Kurepi invasor Aislados del mundo exterior salvo por el contacto ocasional por radio con sus superiores, dos hombres se dedican a sepultar clandestinamente los cadáveres que llegan por el río a ese lugar en medio del monte paraguayo donde están apostados. Su rutina es simple y no hay mucho del afuera que parezca interesarles, salvo el mundial de fútbol que se está disputando en Argentina con Mario Kempes como gran estrella. Esa relativa tranquilidad se rompe cuando uno de los “paquetes” que reciben es un hombre que -aunque inconsciente- sigue con vida cuando acuden a recogerlo en la playa junto con otros dos cuerpos. Ellos saben que todo el que llega hasta allí por ese camino está destinado a la tierra, pero oficiar de sepulturero y de verdugo son dos tareas muy diferentes, obligándolos a preguntarse por primera vez qué es lo que están haciendo en ese lugar. En la narración de Matar a un Muerto, la dictadura y la muerte que acarrea están suspendidas en el aire como algo de lo que no se debe hablar, pero con lo que hay que convivir y acostumbrarse para no tener que cargar con la responsabilidad de ser parte. También es algo que no puede sostenerse en el tiempo. Alguna vez se tiene que romper ese delicado equilibrio entre ver y no ver, esa idea algo orwelliana que permite separar un acto de su significado porque simplemente es el deber, algo que hay que hacer y no tiene sentido cuestionar o entender. Matar a un muerto Es en este limbo de vegetación espesa donde los protagonistas pierden todo marco de referencia, dudando incluso por momentos de sus creencias y de lo que perciben sus sentidos. Como público también tenemos que conformarnos con la poca información que nos van dando, e ir completando los huecos para tratar de entender quiénes son y qué hacen, porque nada de lo que pretenden contar está subrayado, quizás porque prefieren plantear preguntas antes que respuestas. Ante esta propuesta a primera vista simple, el éxito o fracaso de Matar a un Muerto recae sobre todo en la potencia de sus personajes, en los tres hombres que estarán todo el tiempo en el centro de la escena mientras pretenden descubrir su lugar en este mundo y el camino que les espera hacia adelante. Es especialmente sólida la química entre los dos actores paraguayos (Ever Enciso y Aníbal Ortiz) para retratar esa relación que es a la vez áspera pero algo filiar, cada cual buscando mostrarse más fuerte de lo que realmente se siente, especialmente ante la llegada del prisionero (Jorge Román,protagonista de la serie Monzón), quien con su voluntad de sobrevivir a la circunstancia extrema donde se encuentra desestabiliza la mecánica, insertando un dilema moral para el que no estaban preparados. Resulta en un relato muy personal que se esfuerza por dejar de lado lo panfletario, con el que es fácil de conectar más allá del contexto histórico particular.
Juego de encierros al aire libre La rutina de dos sepultureros de los desaparecidos de Stroessner se ve alterada cuando uno de los supuestos cadáveres se revela como apenas herido. “Vamos, son tres paquetes”, le dice en guaraní uno de los hombres al otro, el más joven y menos experimentado. Al lado del río, envueltos en mortajas desprolijas, improvisadas, yacen los cuerpos sin vida. La misión de Pastor y Dionisio, como cada vez que un mensaje de radio transmitido desde la ciudad los pone sobre aviso, es enterrar los cadáveres en la espesura del monte. Hacer un pozo lo suficientemente profundo, arrojar el cuerpo, taparlo cuidadosamente y echarle encima un poco de cal, de manera que ningún animal pueda olisquear el sepulcro secreto y logre desenterrar aquello destinado a permanecer oculto. La ópera prima del paraguayo Hugo Giménez no transcurre en cualquier lugar y en cualquier momento: una placa al comienzo anticipa que se trata del país vecino en el año 1978, bien avanzada la segunda década del gobierno dictatorial de Alfredo Stroessner. Matar a un muerto, con su énfasis en la sordidez del “oficio” de los protagonistas y la descripción minuciosa de lo que no debe verse ni oírse –aquello que debía permanecer fuera de campo para toda la sociedad, aunque su existencia fuera un secreto a voces– entrelaza el realismo extremo con la alegoría, encarnada por los sonidos de una criatura salvaje que constantemente acecha al dúo. Coproducida con aportes argentinos y europeos, la película concentra la mirada en la interacción entre Pastor (Ever Enciso), tan acostumbrado a la terrible tarea que parece absolutamente insensible a lo que lo rodea, y el menos temerario Dionisio (Aníbal Ortiz), obsesionado con tener alguna novedad del mundial de fútbol que se está desarrollando en otro país de Sudamérica, bajo las botas de otro sanguinario gobierno militar. La vida cotidiana en la choza, aislada de todo y de todos, no es sencilla, pero nada se compara con la responsabilidad de llevar a cabo el trabajo. Giménez los sigue de cerca, y las imágenes y sonidos (esas moscas que nunca dejan de revolotear alrededor de la carne de los muertos y los vivos) transmiten fielmente su pavoroso accionar, su origen y consecuencias. Victimarios y al mismo tiempo víctimas, testigos directos y ejecutores finales del terror institucionalizado, los sepultureros de los desaparecidos atraviesan los días como autómatas o, peor aún, espectros. El movimiento y los gemidos imprevistos de uno de esos cuerpos cambia las reglas de juego. Mario (el argentino Jorge Román, en boca de todos por su encarnación de Carlos Monzón en la reciente serie televisiva) está vivo, apenas herido. ¿Quién será capaz de matar aquello que debería estar muerto? A partir de ese momento, la película propone un juego narrativo de encierros al aire libre que coquetea incluso con el suspenso, aunque el tono seguirá siendo el de la pieza de cámara como símbolo del horror de una época. Teniendo en cuenta la temática y la efectiva ejecución de sus modestas ambiciones, resulta extraño que Matar a un muertollegue a las pantallas comerciales sin haber pasado previamente por algún festival cinematográfico de cierta envergadura.
Hugo Giménez ofrece en “Matar a un muerto” la posibilidad de reflexionar sobre la reciente y sangrienta dictadura de la región a partir de la interacción de tres personajes en medio de un limbo generado por circunstancias políticas y sociales que los sobrepasan y atraviesan. En ese limbo imaginario, o no, dos “enterradores“ de muertos, y un recién llegado, convivirán mientras los dos primeros deciden qué hacer con ese que viene a modificar la cotidianeidad y rutinas en las que están inmersos. Pocos diálogos, algún que otro recurso extradiegético, la naturaleza que avanza sin pedir permiso, reforzando la intervención ocasional del hombre en la comunidad en la que habitan, y describiendo de cuerpo entero a cada uno de los personajes. Curiosamente, en la austeridad y minimalismo de la puesta, “Matar a un muerto” transmite muchísimas más ideas sobre nuestro pasado que superproducciones que reposaron la mirada en un fenómeno que superaba fronteras, demostrando que cuando hay ideas y convicciones sólidas sobre la narración es más fácil generar relatos. Primera película paraguaya (en coproducción con Argentina) que se sumerge tan de lleno en la dictadura de Stroessner, originalmente iba a responder a desenterradores de “tesoros” escondidos por ahí. Tema que el cine paraguayo explotó en varias producciones. Por eso celebra el espíritu de Giménez, quien además, en sus colaterales y en ese presente en el que las acciones respondían a decisiones piramidales, pero que en la complicidad y ejecución no hacían otra cosa que configurar un sistema habilitado para “desaparecer” personas y dañar a pueblos enteros. Aquello que la gran pensadora Hanah Arendt manifestaba acerca de la banalidad del mal, que no era otra cosa que el responder servilmente sin reflexionar (o sí, pero sin decirlo) a un régimen nefasto y oscuro, en cada fotograma de “Matar a un muerto” se respira un conjunto de respuestas, las que, curiosamente, vuelven a decir lo mismo des y a. A la hora de mostrar esos gestos y acciones el guion busca, con una progresión dramática laxa, reconstruir un pasado del que poco y casi nada se conocías, en las periferias de las grandes urbes, en la selva misma, peleando por aquello que se considera necesario. “Matar a un muerto” cala hondo, desnudando a los espectadores una verdad, no LA verdad, tras aquellos que decidieron no ser cómplices y los que sí, configurando un tejido sociopolítico favorable para el asesinato, la sangre, la muerte y sus derivados.
Coproducida entre Paraguay, Argentina y Francia, bien podemos considerar a Matar a un muerto, ópera prima de Hugo Giménez, como un nuevo escalón en el creciente e importante cine paraguayo. La productora involucrada había sido la de aquel film inaugural de este cine que fue Hamaca paraguaya. Inaugural en el sentido que a partir de allí Paraguay sorprendió con películas como 7 cajas, Las herederas o la misma Las acacias (también producida por Sabaté Films) y se instaló una cinematografía de recorrido internacional, y claro que lo celebramos. - Publicidad - Aunque filmada íntegramente en exteriores, el film de Giménez que también escribe el guión, logra un clima de claustrofobia y encierro realmente destacable. Dos hombres tienen una tarea monótona pero perversa: enterrar a los muertos que el ejército deja en las orillas del río, un río que funciona como frontera entre la vida y la muerte y como no lugar también. Viven en una precaria casa en el bosque. Es época de Dictaduras en Latinoamérica, unidas por los macabros designios del Plan Cóndor, un sistema de colaboración para ejercer el Terrorismo de Estado: en Paraguay Stroessner, en Argentina Videla. Es el año del mundial 1978, y la única radio que tienen, devuelve algunas pocas noticias del desarrollo de los partidos. Los muertos llegan muertos, hasta que uno llega vivo. Y habrá que decidir qué hacer con él. Muchos años después las aguas vuelven a bajar turbias. Giménez maneja con sobriedad los movimientos de su actores, sus gestos, invitando más a la sugerencia y por lo tanto a desentrañar quiénes son esos hombres, qué piensan, a qué le temen y fundamentalmente cómo enfrentan esa nueva e inesperada decisión que cuestiona el tema de la obediencia debida, desde lo más humano. La cámara funciona así en un lugar de pregunta antes que de respuesta. Los seguirá entre los árboles, en las fosas, se aquietará en el momento de la lluvia. No habrá juicio sobre sus actos pero sí capta con fuerza poderosa el miedo ante el superior. Tiene espacio también para el pensamiento mágico y allí el fantasma de un perro salvaje y un amuleto en un pequeño frasco funcionará como amenaza o castigo. Gran film de actores. Recomiendo mucho Matar a un muerto.
Este oscuro thriller político paraguayo es una gran sorpresa. En los 70, plena dictadura de Stroessner, dos tipos marginales se ocupan de descartar cadáveres que un grupo de militares les entrega casi diariamente. El espectador no sabe mucho de estos dos personajes, que no son asesinos, pero obviamente no pueden dejar de ser cómplices de los crímenes. Por supuesto, la rutina puede quebrarse, y de golpe ambos podrían tener que enfrentarse a un “morto que parla”. El director Hugo Giménez logra una notable opera prima con esta tensa situación que, por momentos, recuerda a esos ejercicios de suspenso que alimentaban la antológica serie “Alfred Hitchcock presenta”. Justamente un punto débil del film es que pasada la mitad de la proyección se vuelve un tanto obvio que el argumento debe ser estirado para alcanzar la duración de un largometraje. Eso, y la sensación de que Giménez podría haber subido un poco el volumen con la acción y los toques macabros, no impiden disfrutar de un solapado humor negro, muy buenas actuaciones y un enorme talento para fotografiar las locaciones selváticas. Lo mejor de todo son las actuaciones con diálogos durísimos pronunciados en un guaraní serio y dramático, para nada pintoresco.
El monte paraguayo. Dos hombres en medio de la nada. Un refugio precario, techo de ramas, dos sillas y una mesa, los únicos muebles. Y algún aparato de comunicación que de vez en cuando los acerca al mundo. Estamos en 1978 en Paraguay y mientras estos hombres intentan escuchar el Mundial por radio se ocupan de "los paquetes" que les llegan desde el río o por el monte. Porque ellos tienen un oficio, como ciertos insectos en su colonia, el de limpiar la zona. Con sus machetes, con sus palas, entierran muertos. Hombres y mujeres que desaparecen cuando los empujan suavemente, como disculpándose. El régimen debe tener todo tipo de gente, cada uno con su oficio, con su profesión, y algunos sirven para enterrar. En medio de los perros salvajes, a los que alude el mayor de los hombres, ninguno se atreve a hablar de lo que están haciendo. Ever Enciso encarnando al hombre más viejo parece haber nacido para esa tarea y su cara cortada a cuchillo no puede desprenderse de la tensión que lo domina. Cuando todo parece formar parte de la rutina de siempre, aparece un "paquete singular". Es alguien que está vivo y ellos no fueron preparados para lidiar con los vivos. El nuevo, un argentino, les desarticula la rutina. Y deberán tomar una actitud. A SU RITMO Filme minimalista de un realizador paraguayo, "Matar un muerto" es una obra que maneja muy bien la tensión. Los sonidos del ambiente, el monte paraguayo, están muy puramente registrados y no habrá ni un minuto de más en esta realización milimetrada. Los tiempos son lentos pero no muertos y siempre habrá un detalle que impida el tedio o la morosidad. "Matar un muerto" habla de la dictadura de Stroessner sin nombrarlo, de las matanzas sin visualizar nada más que algunos cuerpos tirados en el suelo o alguna mujer de rostro incaico que mira fijamente sin ver a sus futuros enterradores. La transmisión del partido del Mundial tendrá otra connotación en medio de tres hombres que no se conocen y uno de los cuales llegó sin avisar y estará al borde de la muerte más de una vez. Es que Pastor y Dionisio comenzarán a tomar conciencia real de lo que pasa cuando la vida les salte a la cara en la persona del argentino que tiembla de miedo ante la cercanía de la muerte. Filme con mínimos recursos y casi sin diálogos, "Matar un muerto" transmite el horror que rodea un mundo de cadáveres sin nombres desapareciendo en la tierra sin dejas huellas. Un estupendo director y tres actores dotados de la fuerza necesaria para sobrevivir en medio de la muerte.
Dos hombres curtidos, trabajadores, viven en el monte, a orillas de un río, en 1978, durante los años de dictadura de Stroessner, en Paraguay. Hablan en guaraní, tienen un perro, Negro, que se hizo salvaje y a veces se escucha porque, dicen "huele sangre". Es que los hombres tienen un trabajo: enterrar, desaparecer los cuerpos que llegan hasta su orilla. Los paquetes que envían los militares, mientras ellos sólo parecen interesados en saber cómo va el mundial de fútbol, porque el trabajo con la muerte (llegan cadáveres de mujeres, de hombres muy, muy jóvenes) parece ser para ellos como cualquier otro. Hasta que un día, uno de los paquetes respira, está vivo. Y los dos hombres no saben qué hacer, ni están preparados para matar. El vivo (Jorge Román, el estupendo actor de Monzón) habla español y no los entiende. Y parece empecinado en escaparse de ahí como sea. Áspera, concisa, seca, física, acaso un poco teatral, la película de Hugo Giménez es un potente alegato sobre los efectos del terrorismo de Estado. Desde un enfoque, y una cinematografía (la paraguaya), novedosos. Y con una puesta que privilegia primeros planos, luces y sonidos del ámbito casi selvático en el que transcurre, como una imagen de lo opresivo.
Dos hombres: Pastor (Ever Enciso) y Dionisio (Aníbal Ortíz), habitan un territorio hostil, conviven con ellos ese paisaje entre el rio y un toque selvático, los sonidos y una tarea desagradable enterrar cuerpos sin vida durante la dictadura en 1978. La cinta tiene tensión y el desconcierto cuando aparece un tercer personaje Mario (Jorge Román, serie tv Monzón) que está herido y debería estar muerto, pero ellos no se animan a matarlo y deciden pensar cómo resolver esta situación. Nos encontramos con pocos personajes y diálogos acompañados de actuaciones sólidas, el horror de la dictadura, la incertidumbre, el dolor y el encierro. Este film también funcionaría muy bien como una obra de teatro.