Sueño inconcluso Matar a Videla (2009) es una ficción acerca de las causas que pueden llevar a un joven de hoy en día, a cometer el asesinato del mayor genocida que tuvo la Argentina en los últimos años y, con tal acto, concretar la fantasía de hacer justicia por otros. Nicolás Capelli dibuja este conflicto existencial encarnado en la figura de Diego Mesaglio. Julián (Diego Mesaglio) se levanta una mañana harto de su trabajo monótono y decide renunciar. Su decisión es anclada en varias conclusiones acerca de la vida que resuelve deambulando por Buenos Aires. En este desencadenamiento de hechos, deja a su novia (Emilia Attias), se despide de su madre y amigos, finalizando su plan con el asesinato del ex dictador Videla. La película gira en torno al conflicto existencial de Julián, desarrollando una a una las razones del acto que lleva título al film. Algo sencillo de explicar pero arduo si se trata –como en este caso- de desentramar por tratarse de un conflicto de carácter interno, cuyas líneas argumentales son difíciles de plasmar claramente en imagen. Eso mismo sucede en la película. El planteo desde ya es difícil de resolver pero aún más si se cometen varios errores que dificultan que el relato se desarrolle fluidamente. Uno fundamentalmente es la actuación de Diego Mesaglio. El film se recuesta demasiado en él –la historia gira en torno a su personaje- exigiéndole que transmita mediante su rostro las motivaciones internas de Julián, algo que –desafortunadamente- nunca logra. A favor, Diego Mesaglio está rodeado de un elenco de actores que se destacan y “salvan” las escenas en que les toca aparecer. Emilia Attias –debutando en la pantalla grande- se desenvuelve con total naturalidad como la novia abandonada que sufre del otro lado del teléfono. María Fiorentino –la mejor- le da frescura a los diálogos como la madre del protagonista. Juan Leyrado como el cura “consejero” aporta profesionalidad a sus escenas resolviendo su personaje con altura. Pero más allá de lo mencionado, hay algunos errores técnicos que complican la linealidad de la historia. Conversaciones en diferentes planos sonoros, errores de continuidad, saltos de iluminación, empañan un plano secuencia bien armado –aunque sin ser funcional al relato- y un par de tomas con grúas por demás impecables. La apuesta era grande, tanto que se tornaba difícil salir bien parado de ella. Es valorable el interés que genera adentrarse en tal odisea aunque lamentamos no haya llegado a buen destino. Eso sí, la sola posibilidad de justicia que genera el título hacen más que atractivo al film.
Tiros por elevación Discursiva aunque ambiciosa, la película no da en el blanco. De las muchas formas que el cine demostró que hay para revisionar el pasado, con un ojo en el presente, Matar a Videla elige una de riesgo, y que también esconde un atractivo: un joven quiere hacer justicia por mano propia asesinando al ex dictador. Por supuesto que de Videla no se ve otra cosa que imágenes de archivo -y la toma de unas falsas manos que serían las del genocida acariciando un rosario es patética-. Julián no ha vivido -"como muchos de ustedes", dice- la época de Videla. Sufre y sufrió en carne propia las consecuencias en su familia, y el filme parece tener como público cautivo a jóvenes a los que se quiere acercar los hechos como si fuera la primera vez que escuchan la palabra dictadura. Igual, las tomas de archivo elegidas -en una se ve a Borges y a Sabato en una recepción con Videla- no dejan de llamar la curiosidad. "Soy un hombre muerto", se autodefine Julián, que ha decidido suicidarse. Antes, abandona a su novia (Emilia Attias), renuncia a su trabajo y planea hacer lo que reza el título. Compra un revólver por Internet, va a hablar con un cura (Juan Leyrado) para constatar lo que siempre creyó -aquello de que Dios no existe, etc.- y se dispone a acabar con el asesino. Ambicioso más allá de lo que puede, el filme de Nicolás Capelli sufre por el relato en off del protagonista, y no sólo por que el actor Diego Mesaglio (era el niño de Amigomío, 1994) lo dice sin mucho dramatismo: lo que dice, o lo que piensa, es una bajada de línea expresada de una manera poco y nada convincente. A menos que al espectador le guste que le reciten y esté dispuesto a escuchar en vez de ver, Matar a Videla puede resultar un tanto tediosa. La aparición de figuras conocidas en el elenco -súmese a Felipe Colombo y a María Fiorentino- en tomas que no les deben haber insumado más de un día o dos de rodaje- habla bien del casting, pero no altera el resultado final. La inclusión de Estela de Carlotto -un personaje de la vida real- hablándole a Julián, uno de ficción, no explicándole ni explayándose, sino simplemente diciéndole de pie que el dolor no da derechos no hace otra cosa que mezclar (no combinar) la realidad con una fantasía. A menos que ése haya sido el deseo, el resultado no es el apropiado.
Tenso clima para un plan polémico Exitoso, reflexivo y culto, Julián Alvarenga toma una insólita y drástica decisión: suicidarse. ¿Qué lo impulsa a ello? En su interior, sin embargo, hay varios motivos que, para él, son sustanciales para quitarse la vida. Su trabajo se volvió rutinario, dejó de amar a su novia, no es totalmente comprendido por su madre y, fundamentalmente, vive en un país en el que la sociedad y la política son alienantes. Pero Julián desea darles un sentido a sus últimos días en este mundo y se fija un plazo de una semana para saldar las cuentas pendientes. De la multitudinaria Buenos Aires se traslada a su pueblo natal, y allí se reencontrará con su madre y con Camila, su hermana, con la que lo une una particular relación. Pero todo esto no le resulta suficiente. De regreso a la gran ciudad, planea dejar un legado a la sociedad: asesinar a Jorge Rafael Videla. Su plan se va tornando minucioso y, en silencio, el joven sabe que no debe fallar en esa dura misión que se impuso como último tributo a su existencia. Sobre la base de esta original trama, el director y guionista Nicolás Capelli logró un film tan duro como impactante. Con una cámara atenta a los gestos y a las emociones de Julián -una muy correcta labor de Diego Mesaglio-, el novel realizador supo imponerle a su película la suficiente fuerza para que la historia no decaiga en ningún momento, lo que logró con angustiantes climas.
Es cierto que el título de la película parecía presagiar lo peor. Y lo peor ocurre, finalmente. Matar a Videla se merecería un uno sin posibilidad de apelación alguna. O un cero, si el cero fuera un número y se pudiera calificar a engendros como este con él (asumido ese déficit, debería inventarse algo equivalente que pudiera contabilizarse por debajo del uno para casos semejantes). Es que Matar a Videla viene a completar la inenarrable impostación de su tono con una cantidad de vicios y defectos que alcanzan a conformar una serie prácticamente infinita, irredimible. Matar a Videla es un campo minado en el que parece haberse trabajado con tanto esmero y enjundia que no se puede dar un paso sin que algo nos pegue de la cintura para abajo. Sí, de pronto se puede optar por la risa como paliativo, a expensas en verdad de las intenciones de la película y tratando de obtener alguna clase de beneficio inesperado en vista del magro rédito que su obligada visión tiene para ofrecernos. Pero es como si nos divirtiéramos mirando hacer piruetas al diablo: tarde o temprano nos damos cuenta y se nos congela la cara, de puro estupor, nomás. Es que realmente uno no puede creer que lo que está viendo se llame a sí mismo cine. Como en una escena en la que el atribulado joven protagonista de la película toca el timbre en una casa medio cheta, y cuando un adolescente le abre la puerta le dice en voz bien alta: “sí, vengo a buscar un revólver que compré por internet”. Pero hay que decir que tampoco se obtiene gran cosa adoptando esa actitud de jocoso abandono con el resto de la película, cuya coraza de solemnidad prueba al fin ser refractaria a la alegría en todas sus formas, inclusive aquella que recibimos por default. Matar a Videla presenta además, como reaseguro contra su congénita banalidad, un rejunte de conceptos célebres esparcidos sin ton ni son para simular un espesor extra del que a todas luces carece. De allí su carácter esencialmente fraudulento y acomodaticio. La película es muy mal cine pero con eso no se conforma. Quiere ser más, quiere ser una cosa distinta, de un orden superior. Como si con el uso indiscriminado de frases (“el deseo se inclina hacia el futuro”, “el mundo es representación”; “el mundo es voluntad”) que se abaratan de inmediato en cuanto entran en fricción con su contexto, todo el conjunto se dispusiera a adquirir una relevancia evidente e impostergable. Porque a las reflexiones del protagonista (que una voz en off no deja de proferir fastidiosamente), que intentan otorgarle el dejo amargo de una conciencia moderna, el spleen de un hombre perdido en medio de un océano de pequeñas claudicaciones y aspiraciones que no se realizan, la película les agrega la apelación de autoridad que pretende derivarse fatalmente de la vigencia de un tema que saca de la galera y que justifica por sorpresa su título: los desaparecidos. Sumando un malestar a otro, Matar a Videla pasa de lo general a lo particular y alcanza un grado único de torpeza y estupidez en el que las heridas se amontonan y malversan y el dolor concreto puede ser una excusa para la disertación perezosa que se disfraza de filosofía y el manotazo irresponsable de actualidad.
Filosofía barata y balas de goma Resulta difícil tomar en serio una película que pone como mensaje en el contestador de su protagonista la frase: “Te comunicaste con la casa de alguien que no tiene nada que perder y nada que ganar”. A lo mejor esta no era una película para tomarse en serio, aunque su tono grave, su voz en off filosófica y su acercamiento a temas como el de los desaparecidos y los marginados parecen indicar lo contrario. En realidad no queda muy claro cómo hay que tomarse Matar a Videla. Vamos con lo básico, el argumento: un joven de 24 años que vive en Capital pero es del interior comprende (según nos dice su incesante voz de narrador) que la vida no tiene sentido, que vamos a morir sin haber "cambiado nada", que somos piezas de un sistema inhumano y rutinario. Abrumado por esta evidencia (aunque no visiblemente angustiado) decide suicidarse y antes de hacerlo comienza a cerrar su vida: renuncia al trabajo, corta con su novia (interpretada por Emilia Attías), visita a su familia en el pueblo, se reúne con los amigos. Un día, deambulando por las calles, se encuentra con una manifestación y de pronto comprende que puede (y debe) dejar un último legado antes de morir: va a matar a Videla. Comienza a planear. No vamos a contar el final, pero digamos que hay un giro inesperado, un cura de por medio y la verdad revelada por boca de Estela Carlotto en un sueño. La calidad técnica de la película deja bastante que desear, con imágenes sobreexpuestas, diálogos prácticamente inaudibles, malos encuadres. Pero aun si quisiéramos dejar de lado estas limitaciones (hasta cierto punto justificables) y las actuaciones un tanto rígidas, hay elementos que fueron planeados concientemente y resultan francamente incomprensibles. Un ejemplo es la escena (altamente teatral, burda como si se trata de una telenovela) en la que Julián, el protagonista, sale a comer con sus amigos en el pueblo. Todo está dispuesto para remitir al cuadro de Leonardo Da Vinci La última cena. Se entiende la referencia: es la última comida del protagonista con sus amigos. Están todos los elementos: la mesa larga y angosta, las personas dispuestas de un solo lado de la mesa o en las esquinas (artificialidad explicable en un cuadro pero que resulta insostenible en una película), la distribución de los platos. ¿Cuál era el sentido de citar de un modo tan obvio este cuadro, además de la idea de una "última cena"? ¿Debemos interpretar resonancias mesiánicas en este jovencito? ¿Hay algún matiz más allá? Todo en esta película parece responder a una mirada adolescente, en lo que la adolescencia tiene de más torpe y limitado. Otro ejemplo: el modo en el que la voz en off reflexiona, mientras ve pasar por la ventanilla del tren una villa miseria, acerca de los marginados que crea el sistema para que "los ricos sean más ricos" no tiene más justificativo que reflejar la "melancolía" de este joven que descubre que el mundo es injusto. O el modo en el que la tortura y desaparición de personas durante la última dictadura militar en Argentina y los marginados del 2006 de alguna forma poco definida y casi mística remiten exclusivamente a la figura de Videla. No hay complejidades ni compromisos reales, todo está tamizado (como se dice en los créditos finales) por el mundo mental de este joven abúlico y posmoderno. Si al fin y al cabo Matar a Videla no era más que el retrato de este chiquito conflictuado, ¿para qué invocar semejantes temas? Todo sea por demostrar cuán sensible es el protagonista a "los problemas de la vida". Resultaría gracioso si no tocara, como dice la propia película, una herida que está abierta.
Justicia, sin Justicia ni justiciero La película nos cuenta la historia de Julián Alvarenga (Diego Mesaglio), un joven de 25 años que tiene todo pero que la rutina diaria lo lleva a reflexionar y darle un rumbo sorpresivo a su vida. Decide suicidarle, pero para darle sentido a su muerte, quiere matar a Jorge Rafael Videla (Dictador genocida argentino) y así justificar su decisión de morir. Previamente unirá lazos con su madre (María Fiorentino), amigos (Felipe Colombo) y terminará a relación con su novia, Lucía (Emilia Attías). Este film cuenta con la participación especial de Juan Leyrado, en el papel de sacerdote y confesor de Julián, la aparición de Estela de Carlotto y la dirección de Nicolás Capelli. Este joven realizador de cine y TV con 27 años tiene una vasta experiencia en materia histórica, ya que filmó en el 2004 un documental llamado Historias de la Historia y en el 2005, Reconstruyendo la Fe, un documental sobre los testimonios de un oriundo de Luján y sus recuerdos. Sobre Matar a Videla, quizás no hay demasiado que contar, es un film con un argumento poco profundo y con situaciones sin sobresaltos ni dramatismos. Quizás lo único que nos mantiene a la expectativa y despiertos frente a la pantalla es el recurrente despertador del protagonista que suena todas las mañanas a las 7 am, como para marcar la división entre día y día. En definitiva, se podría haber llamado Matar a Cualquiera. Sin lugar a dudas, se esperaba una mirada más comprometida del director y no la sensación de frio que transmite la película, que es lo único que transmite...
A Matar a Videla le queda grande el titulo, es una idea bastante buena a la que le falta un mejor desarrollo, rehacer el guión y seleccionar un elenco serio. Trata de contar la historia de un pibe, Corcho de Chiquititas nunca mejor apodado, que se despierta con la idea fija de suicidarse, deja su trabajo, deja a su linda novia , se reúne con sus viejos amigos y visita a su madre y a su hermana... tenemos que esforzarnos por pensar que el personaje principal la esta pasando muy mal, que su padre parece que abandono la familia y que por esa razón (?) él puede ver el sufrimiento de la gente... lo que les pasa por dentro y llega a ese punto. La voz en off de Julian , ex Rebelde Way, es terrible como lo que dice: cuando finalmente se encuentra con Juan Leyrado, un sacerdote buenazo, y formula en voz alta lo que da titulo a la película no se puede contener la risa, ya que las expresiones y las lineas del actor parecen de uno de esos programas en los que el solía ser protagonista: Voy a matar a Videla, eso que escucho: me voy , pero el se viene conmigo. El film se vende como “el debut cinematográfico de Emilia Attias” y por otro lado el director explica que realizar esta película fue una tarea difícil porque tiene un título fuerte y una temática que no es para todo público: ¿Por qué? No es por eso que se hace difícil de ver, sino por el grupo de actores principales y lo mal llevada que esta la idea que le falto bastante de maduración. En un momento hay una sucesión de imágenes, tipo documental, pero no llega a serlo, más del tipo presentación Power Point sobre lo sucedido durante el periodo del golpe militar mezclado con las marchas del 24 de marzo por la memoria y justicia, donde encontrábamos a Julián como perdido en sus pensamientos y en el film mismo. Matar a Videla quedara como una buena película para quienes son fans de alguno de sus componentes, Maria Fiorentino aparece muy poco y se esfuerza ante esta camada de modelos que piensan que para ser actores deben mirar la cámara serios y sin pestañear: al final ya comienza la estética de videoclip con una banda sonora que deja todo que desear .
Un (frustrado) narodnik en el siglo XXI En un período de varias décadas (’60, ’70 y ’80) del siglo XIX la Rusia zarista conoció el movimiento de los narodniki (populistas) quienes, tras un momento militante en las aldeas campesinas: “ir al pueblo” –una experiencia que fracasó-, terminaron siendo terroristas individuales (como se retrata, por ejemplo, en Fiebre, el film de la polaca Agnieszka Holland1). Pues bien, en la Argentina del siglo XXI la película Matar a Videla (estrenada recientemente en el Cine Gaumont) propone un personaje un tanto similar: Julián Alvarenga, de 25 años, despierta un día y, en medio de su (aburrido) trabajo, decide renunciar. Al mismo tiempo corta relaciones con su novia, visita su familia y amigos (en un pueblo de Provincia de Buenos Aires) y reflexiona sobre el “sistema en que vivimos” a la manera de un “perdedor radical”2. Su discurso, descreído y escéptico (dice que las propuestas política de “izquierda”, ni de “derecha” ni de “centro” han llevado a la gente a buen puerto) focaliza en los males de la sociedad: el trabajo rutinario, la desocupación (en las imágenes de los cartoneros y “sintecho”) y, finalmente, en las marchas de derechos humanos. Ahí se ve una especie de vertiginoso “compilado” de imágenes sobre el 24 de marzo: desde Isabel Perón, pasando por la junta de comandantes, las detenciones y represiones, los titulares de los diarios (hablando de los combates contra las guerrillas y detenciones o asesinatos de dirigentes sindicales), la iglesia católica bendiciendo el “Proceso” militar y hasta la “célebre” foto de los escritores Borges y Sábato con Videla y compañía. Deambulando y cavilando por el Congreso, en una marcha de las Madres y Abuelas, decide su “misión” previa al suicidio; la misión que da título a la película. Aunque no como los narodniki rusos, que querían terminar por mano propia con los representantes de la autoridad (el zar, un gobernador, el jefe de policía), Julián pretende “irse” haciendo justicia contra “un punto final mal dado” –o también como una especie de anarquista individualista-. Julián preparará su plan tras su decisión definitiva y aislamiento (lo que incluyó un par de visitas a la iglesia): comprará un arma por Internet; hará “inteligencia” en la casa de Videla, pero... como lo indica el mismo título que acompaña la película, esta es “una historia sin final feliz”. Más allá de la historia particular de nuestro “justiciero” la película termina con un mensaje claro... y poco “radical”: “el dolor no da derechos”. Y es la misma Estela de Carlotto, interpretándose a sí misma quien lo dice. Y este mensaje Julián lo repite dos veces. El director y guionista, Nicolás Capelli, ante la pregunta de qué aporta su ópera prima a la discusión pública sobre la dictadura contestó: “espero que la película no agregue nada” (?!), reivindicó como leitmotiv la frase de Carlotto y aspiró apenas a que “muchos chicos se pregunten quién es Videla”3. Desde este punto de vista, y aunque no se debe apostar a la primacía de la “acción individual” ante los desafíos sociales y políticos de nuestro tiempo, no se puede negar que cada sujeto, trabajador o estudiante, tiene posibilidades de participar activamente en política si toma conciencia de ellos. Pese a su “atrayente” y “prometedor” título, Matar a Videla, lamentablemente, no plantea siquiera esta posibilidad claramente.
Julián es un tipo aparentemente exitoso pero frustrado que, tras una serie de confusos soliloquios políticos y sociológicos francamente inentendibles, decide acabar con su vida. Pero, antes del final, quiere arreglar algunos asuntitos pendientes con su familia y amigos. Y, ya que estamos jugados y de onda, ponerle un par de corchazos al anciano dictador genocida. Una extrañísima peli argentina, que parece una cosa pero resulta ser otra: es para esos que creen que con la pena de muerte se arregla todo. En la primer función hubo inexplicables problemas con el audio, esperamos que los puedan arreglar.
Julián dice que es un hombre muerto y ha decidido suicidarse. Antes decide dejar a su novia Lucia (Emilia Attias), renuncia a su trabajo, busca en Internet comprar un arma y hasta se da el lujo de hablar con un sacerdote (Juan Leyrado) para comprobar si Dios existe o no. Lo cierto es que a Videla se lo puede ver a través de viejas imágenes y curiosas tomas de archivo en donde Sábato y Borges comparten con el ex-dictador una reunión. Lo demás es toda una historia que no es creíble. En primer lugar el supuesto asesino de Videla no vivió esa época y se deja llevar por lo que escuchó. En otro orden de cosas la aparición sobre el final de Estela de Carlotto no aporta nada a algo que ha perdido el rumbo desde los primeros 5 minutos. Los actores hacen lo que pueden y es por culpa de un guión inconsistente y ambicioso.
Una fantasía de magnicidio Aclaremos de entrada que ésta es una película donde hay que dividir aguas entre las intenciones (lo que se pretende y/o declara) versus el resultado y sus efectos. El filme tiene como personaje central a Julián (Diego Mesaglio), un joven hipercrítico y escéptico, que ha tomado una decisión drástica: suicidarse. Mediante su voz en off se van conociendo los pensamientos que lo llevan a esa decisión, al estilo de los personajes románticos extremos (pero sin su misma pasión), que en la literatura han descollado con Dostoievski (o para encontrar un ejemplo mucho más cercano, con nuestro argentinísimo Roberto Arlt). Este antihéroe negativo quiere, antes de concretar su autodestrucción, darle una cuota de sentido a lo que le queda de vida y se fija un plazo. En una semana, renuncia a un trabajo bien remunerado, deja a su bella novia sin mayores explicaciones, visita a su familia y a sus mejores amigos. Paradójicamente, busca confirmar “la ausencia de Dios” en las iglesias donde conoce a un sacerdote progre, al que le confía incertidumbres existenciales y una determinación magnicida: eliminar al ex dictador Videla. Como en el “sindrome de Eróstrato” (el ignoto pastorcito que incendió el templo de Artemisa para adquirir la notoriedad que su existencia no tenía), el protagonista de esta ópera prima del joven realizador Nicolás Capelli, apuesta a dejar un “legado” a la posteridad. El plano-detalle de un reloj despertador indicará las distintas jornadas no exentas de pesadillas, en el confortable departamento del joven, decorado como la vivienda de un artista. Julián elabora una estrategia escalonada para alcanzar su objetivo: comprará un arma por Internet; hará inteligencia en la casa donde vive Videla y avistará una mucama que no se saca los guantes ni cuando va a la verdulería. Más allá de la historia sin cerrar de este particular justiciero, la película intenta dejar claro el mensaje de que “el dolor no da derechos”, en una frase que aparece dicha por Estela de Carlotto, referente ético para los integrantes de una generación que en muchos casos engendró simbólicamente a sus predecesores. Incertezas Este film apunta a un público joven, desde su música (ver ficha técnica), su protagonista central y su estética de videoclip con chispazos documentales. La cuota de oficio actoral la aportan las breves actuaciones de Juan Leyrado como cura y María Fiorentino, como madre del improvisado magnicida. La falta de convicción en el personaje conductor es su mayor defecto pero ¿es dable esperar otra cosa si en vez de un casting de actores vocacionales de trayectoria seria se buscan carilindos formados en espectáculos televisivos como “Chiquititas”, “Rebelde way” o “Casi ángeles”? (Emilia Attias y Mesaglio provienen de esa cantera). En el medio de los devaneos de la trama, hay una especie de power-point y tomas documentales de marchas que refieren a lo sucedido durante el período del golpe militar del 24 de marzo de 1976. La cámara está siempre a la búsqueda de alguna composición estética propia de los filmes publicitarios. Incluso en la toma inicial, la más desagradable, que transcurre en un ambiente sórdido y represivo, la fotografía busca incluir algún juego de composición de líneas geométricas. Esto es también evidente en la despedida de Julián y sus amigos. Allí es manifiesta la pretensión formal de imitar en un plano secuencia, la universal pintura de la última cena, tan de moda a partir de la masividad del Codigo Da Vinci. Pero ni las actuaciones ni los diálogos -más bien monólogos- comunican profundidad y la atención termina desplazándose con rumbo incierto. Un rotundo problema del guionista y director es la elección de la voz en off para contar el grueso de su historia, sumado a que el audio no es muy legible sobre los diálogos, aunque no ocurre lo mismo con la omnipresente banda sonora que trata de suplir la poca fuerza de las palabras. Pese a su prometedor título, “Matar a Videla” no alcanza el desarrollo adecuado para sus pretenciosas ideas que no logran salir de la superficialidad más convencional.