Presentado en la Competencia Argentina del [20] BAFICI, Mochila de plomo es el segundo largometraje de Darío Mascambroni, quien en 2016 ganó con Primero Enero y ahora se perfila para volver a llevarse el galardón. Aquí, el ritmo constante y las situaciones de tensión del film van reforzando la personalidad y las decisiones de su pequeño-gran protagonista. Una película que, como la anterior, cuenta con actores no profesionales, pero gracias a una excelente puesta en escena esto no se nota. Por el contrario, se naturalizan las acciones, lo cual otorga un impacto realista mayor, sin elementos forzados o desprolijos. Tomás (Facundo Underwood) es un niño lleno de ausencias e incógnitas, cuya ingenuidad pre-adolescente le genera una gran desventaja. Su crecimiento deberá ser abrupto a riesgo de perder la inocencia para siempre. Es hijo único, su padre fue asesinado y su madre no le presta atención. Sin sostén familiar ni escolar, con la incertidumbreque lo abruma de no saber quién era su padre, ni qué hacía para vivir, ni por qué lo mataron. En la búsqueda de respuestas, lo acompañará durante toda la película una pesada mochila: su amigo Pichín (Gerardo Pascual) va a su casa luego de un partido de fútbol y saca de la botinera un arma que pertenece a su hermano.Tomás se sorprende, apenas se anima a tocarla. La esconde debajo de la cama y no puede conciliar el sueño con esa presencia, o mejor dicho, con el objetivo previsto que le representa. Al otro día la guarda en la mochila, como una compañera que lo asusta pero también lo estimula de forma peligrosa. Es tal el peso simbólico de la mochila en relación con lo que esconde, que el espectador termina sintiendo que él mismo es quien la carga. A medida que transcurren los hechos, el relato expone el entorno del protagonista de forma muy precisa, dosificando la información pero sin dislates, resolviendo las incógnitas que inteligentemente se plantean. En la profunda soledad y la falta de atención que padece Tomás, Pichín (que no es el Polín de Favio, si bien se asemeja en picardía) parece ser su único aliado. Pero Pichín también es un niño, rodeado de un contexto quizá más complicado que el de su compinche, en un barrio de Villa María (Córdoba) que podríamos vincular a un paisaje del Conurbano en los 90 (partidos de fútbol, juntadas en la esquina, paseos en bicicleta).La narración hace foco en el (auto)aprendizaje que Tomás debe llevar a cabo, verificando por sí mismo una realidad frente a la cual, inevitablemente, hay que actuar. La fortaleza para enfrentar las situaciones se mide por su propio impulso, por la personalidad que deberá forjar de golpe y porrazo, antes de repetir los traspiés de los adultos cercanos. Cada escena habla del instinto infantil que lo hará cometer y a la vez evidenciar los errores de los mayores, para mitigar su temprana angustia. Desde el aspecto narrativo-formal, la película va llevando al espectador por el suspenso hasta su punto culminante, donde las lágrimas empiezan a deslizarse sin reparos. Mochila de plomo es una obra contundente, que habla de la importancia de la infancia, del apoyo necesario tanto de la familia como de las instituciones, de la verdad que siempre debe ser contada para que los niños no dependan de su sola conciencia, mucho menos en el momento en que la están desarrollando. Podrá parecer lo mismo, pero tener la 9 en la espalda no es igual que llevar la 11.
La carga de la ausencia Otro niño, otro padre, algo parecido a una familia. En su segundo opus, Darío Mascambroni cambia la idealización del padre desde los ojos de su hijo como en Primero enero por el peso de la ausencia. Ausencia con aviso esta vez, con destino asegurado en tragedia y la amenaza latente de que el autor de esa tragedia recupere su libertad. El protagonista de Mochila de plomo transita en el terreno desprotegido de la infancia, sin modelos ni referentes, desconoce el pasado de su padre, promesa en el fútbol desperdiciada por la mala vida pero además tiene en su poder un juguete demasiado peligroso: el revólver que le entrega su único amigo y contenedor, otro niño, muy pocos adultos que apuntalen por llevar consigo otras cargas, otras compensaciones que buscan venganza en un mundo injusto como el que le toca vivir a Tomás sin un padre que le enseñe que las armas no son un juguete. Darío Mascambroni nuevamente da en la tecla con un reparto de no actores en el rubro infantil y la sensibilidad de un director que nunca escapa a la realidad con atajos de estética o formalismo para generar un duro retrato de la infancia abandonada a su suerte.
Mochila de plomo, de Darío Mascambroni Por Marcela Barbaro Abordar el salto conflictivo de la infancia a la adolescencia y las dificultad de los vínculos familiares, guiaron la temática de los trabajos del cineasta cordobés, Darío Mascambroni, expuestas en Primero enero (2016), película ganadora de la Competencia Argentina del BAFICI y, en su reciente estreno, Mochila de plomo donde vuelve y profundiza el tratamiento sobre la conformación de la identidad a partir del conflicto. Tomás (Facundo Underwood) tiene 12 años y carga con la muerte de su padre, asesinado por un hombre que sale en libertad. Desea vengarse y saber la verdad de lo que pasó, pero su mamá (Elisa Gagliano) no se ocupa mucho de él, ni le da las respuestas que pide. Se arregla sólo y sus días transcurren con amigos del barrio, principalmente con Pichin (Gerardo Pascual) quien le presta un arma para cumplir su deseo. Del colegio quedó libre por faltar, y el resto de su familia, un abuelo y los tíos, tampoco lo contienen. Tomás quiere saber la verdad sobre su padre, reconstruir la historia y saldar cuentas pendientes con el pasado. Con influencias de los entrañables protagonistas de Los 400 golpes de Truffaut, en la piel de Antoine Doinel y de Kesde Ken Loach, Mochila de plomo construye su historia a través del personaje de Tomás, un preadolescente que va de frente sin miedo, con el único límite del utilizar o no el arma que lleva y da título a la película. La mirada del realizador se centra en captar no sólo la percepción de un joven sobre el mundo adulto, contra el cual se rebela, sino en demostrar la insatisfacción angustiante de crecer solo, sin la contención ni el lugar adecuado. En ese rumbo donde intenta construir su identidad y procesar la ausencia paterna, la puesta en escena gira en torno a él, lo observa de cerca y hace un registro social de su cotidianeidad. Los planos secuencias fluyen como su deambular por los barrios de Villa María, en el recorrido en bicicleta o se detienen durante las charlas en la vereda con otros pibes. Tomás siente que en su casa la ausencia se duplica, el silencio enfatiza las preguntas y el descuido lo alcanza. A falta de respuestas, sale al exterior donde está libre y se mueve constantemente, busca en amigos la compañía y la complicidad de la que carece. Facundo Underwood, protagonista de Mochila de plomo, acompañado de Gerardo Pascual, se destacan por la frescura y naturalidad que dieron a sus personajes. Ambos oriundos del lugar, otorgaron un plus de verismo al formato de registro directo y crudo, sosteniendo escenas de más tensión o acompañando el suspenso que se fue generando. Luego de ser presentada en el Festival Internacional de Cine de Berlín, la segunda película de Darío Mascambroni, a pesar de un desenlace que pedía prolongarse un poco más, vuelve a confirmar que el cine nacional Made in Córdoba tiene buen pulso para narrar historias cotidianas que reflejan la tensión transicional de crecer. MOCHILA DE PLOMO Mochila de plomo. Argentina, 2018. Dirección: Darío Mascambroni. Guion: Darío Mascambroni, Florencia Wehbe, Miguel Angel Papalini. Música: Jerónimo Piazza/ Fotografía: Nadir Medina. Intérpretes: Facundo Underwood, Gerardo Pascual, Elisa Gagliano, Osvaldo Wehbe,Agustín Rittano. Duración: 68 minutos.
Entre el vendaval de estrenos que están azotando la cartelera semana a semana, en medio de ese enorme pelotón se distingue muy por encima de la media “MOCHILA DE PLOMO”. O al menos eso debería pasar, porque sería realmente una pena que este estreno pasara totalmente desapercibido entre la catarata de novedades que no da respiro ni permite apreciar la calidad de todo lo que se estrena. Tuvo su estreno mundial en la Berlinale 2018, formó parte de la Competencia Oficial Argentina en el BAFICI 20°, participó en los festivales de Tallin en Estonia y La Orquídea, en Ecuador y, en su oportunidad, ya se había presentado como Work in Progress en el Festival Internacional de Mar del Plata. Su director, Dario Mascambroni, ya había tenido un más que promisorio debut con su opera prima “Primero, Enero” en donde trabajaba el vínculo padre-hijo con la excusa de un viaje a solas en las sierras y el difícil reacomodamiento y la búsqueda de un lugar propio, sobre todo para ese hijo que debe procesar la reciente separación de sus padres. Algo de eso resuena ahora en “MOCHILA DE PLOMO”: Tomás tiene una necesidad vital de reconstruir algunas piezas de su rompecabezas que no cierran. Tiene muy pocos datos sobre el pasado y particularmente sobre la historia de su padre y con sus apenas doce años, está empeñado en la búsqueda de la verdad. O de su verdad, al menos. Los datos que tiene son escasos, contradictorios, mezquinos: su madre aporta esquivamente cierta información fragmentada e incompleta que no tiene absolutamente nada que ver con lo que le cuenta su abuelo. Pero más allá de esas posturas tan antagónicas, a nadie parece importarle demasiado las cosas descarnadas que le dicen a Tomás sobre su padre, ni contactan con lo dura que es esa situación para él. Toda esta búsqueda se agiganta y se complejiza el día que Tomás sabe que el asesino de su padre sale de la cárcel. El ocultamiento, la mentira, la omisión, el recorte de información se va transmitiendo en los pocos diálogos, ríspidos y dolorosos, que tienen los personajes que interactúan con Tomás. Mientras tanto, a la deriva, él deambula por el pueblo con un arma en su mochila, lo que genera una tensión permanente y un clima de inseguridad y peligro que se respira desde las primeras imágenes. Mascambroni no sólo sabe cómo sostener ese suspenso sino que por sobre todo muestra una sensibilidad particular para acompañar al protagonista en ese deambular en soledad, en la compañía de sus amigos pero sin la mirada de contención del mundo adulto: una infancia expuesta y totalmente a la deriva, a la intemperie. Facundo Underwood es Tomás y construye su personaje con tanta veracidad y tanta simpleza que es absolutamente imposible no empatizar con él y querer abrazarlo desde las primeras imágenes. Un abuelo sumido en el dolor y el resentimiento, una madre que no puede ver mucho más allá de sus propias necesidades y esa búsqueda de la verdad que a Tomás tanto le importa y tanto peso tiene en la construcción de su propia historia. “MOCHILA DE PLOMO” forma parte, quizás sin proponérselo, del movimiento de cine cordobés que dio las más variadas manifestaciones en la cartelera de este año con títulos destacados como “La casa del Eco”, “Instrucciones para flotar un muerto”, “El otro verano” o “Casa Propia”. El ambiente que genera Mascambroni entre el drama intimista familiar y el “pueblo chico, infierno grande” que violenta y descarnadamente excluye a Tomás, lo emparenta con el Antoine Doinel de Truffaut o el Polín de “Crónica de un niño solo” de Favio. Sin desbordes, sin subrayados, sin condena para sus personajes sino sencillamente mostrando ese mundo con total transparencia, “MOCHILA DE PLOMO” es un acertado y doloroso retrato de una niñez desamparada.
UN MUNDO SIN SOLUCIONES MÁGICAS Lo que le interesa a Darío Mascambroni no son las grandes historias, o por lo menos, no narrarlas de forma épica. Sí cierta predilección por las atmósferas y los desplazamientos. Al igual que en su película anterior, Primero enero, aquí también hay un viaje, un derrotero que debe seguir un pequeño Ulises de doce años llamado Tomás y la mochila de plomo que aporta posee un doble sentido. En el plano material es un arma que le han pedido que tenga por un tiempo, un hecho contado con naturalidad y sin escándalo, aunque la violencia implícita en medio de una realidad social adversa e ignorada por la política cobra una fuerza mayor que lo que se ve. Luego, en el plano moral, la carga se vincula con la muerte de su padre cuyo asesino sale de la cárcel. Toda la secuencia inicial que va desde lo general a lo particular es un pretexto para recortar al protagonista. Los movimientos de cámara buscan, no imponen, y es un rasgo ético para con el protagonista que se mantendrá a lo largo de la película. No se trata nunca de una intrusión y esto se sostiene a partir de pequeños indicios y angulaciones que respetan el punto de vista del chico. Los rituales de los pibes conducen a una serie de acciones cotidianas que trazan el universo social de Tomás, un ambiente donde hay que convivir con la indiferencia de los adultos, las instituciones y el miedo de los otros, de los que no se hacen cargo. Un aspecto interesante dentro del cuadro minimalista elegido por Mascambroni es el suspenso generado por el hecho mismo del traslado del arma. Tomás se desplaza por diversos lugares y uno sabe que en cualquier momento puede estallar (me hizo acordar a la bomba de Sabotage de Hitchcock). Sin embargo, lejos del afán sensacionalista, el director apuesta por el curso natural de los acontecimientos antes que por estallidos innecesarios. Asimismo, en este viaje de paradas negativas, acompañamos a Tomás para soportar la falta de comprensión de un mundo enfrascado en el individualismo feroz. Los adultos ponen reparos, hacen la suya. Abandonan. No hay gritos ni declamaciones, sino una dejadez suficiente para que comprendamos un estado de existencia en el que el héroe es anónimo y está a años luz de las versiones edulcoradas de sagas oportunistas al estilo de Harry Potter. En este mundo no hay escobas que vuelan ni magia posible, sino una supervivencia basada en el amor propio y la resistencia. El mutismo y la quietud (una pose recurrente) aquí encubren el dolor. Siempre hay en esta clase de películas un momento cuya intensidad no radica en el desborde. Tomás descubre la ropa de fútbol que vestía su padre y se mira al espejo. Por primera vez, la cámara se acerca como en ningún otro tramo, elige acompañarlo afectivamente en una escena clave, despojada de dramatismo pero con contenida emoción. Sin embargo, lamentablemente la felicidad es efímera y un encuentro con su abuelo (también evasivo) confirmará la tesis naturalista de la historia: no hay salida siempre que exista el pecado de omisión. El pasaje final es conmovedor. Un pequeño gesto de restitución familiar quiere, necesita desarmar esa tesis naturalista.
Preguntas sin respuestas Luego del auspicioso debut con Primero enero (2016), el cordobés Darío Mascambroni regresa con una película mucho más seca pero donde demuestra que los logros de su ópera prima no fueron producto de la suerte del debutante sino del talento de un artista que se las trae. Mochila de Plomo (2018) es también una película de iniciación pero en cierto sentido opuesta a su antecesora. Tomás es un adolescente de 12 años, vive en un barrio periférico de la ciudad de Villa María, tiene una madre más preocupada por sus salidas nocturnas que por el hijo, y un padre que fue asesinado en una situación algo confusa. Tomás va a la escuela pero queda libre, juega al fútbol y deambula por la casa de algunos conocidos, más preocupados por librarse de él que por contenerlo, siempre con una mochila en sus espaldas. Es en esa mochila en la que Tomás tiene un arma. Mochila de Plomo es una película que genera preguntas, a diferencia de un protagonista que busca respuestas. Sobre el padre de Tomás hay un silencio tácito. Nadie quiere hablar de él y Tomás busca quebrar ese silencio. Busca entender quien fue, que hizo y por qué lo mataron. Respuestas que todo su entorno evade y que las encuentra en el propio asesino. Thriller minimalista, con momentos de mucha tensión y una dosis de suspenso, la historia sigue el punto de vista de Tomás, un intenso trabajo de Facundo Underwood que compuso un niño tosco, incapaz de demostrar afecto, pero que a la vez genera empatía con el espectador. Mascambroni tiene el talento de hacer actuar bien a no actores, de llevarlos al límite de lo que pueden dar para lograr personajes creíbles, sin la necesidad de golpes bajos ni efectismos, algo que tambien había demostrado en Primero enero. Si en Primero enero Mascambroni apelaba a una historia melancólica en una especie de despedida entre un padre separado y su hijo pre adolescente, en Mochila de Plomo abandona todo dejo de ternura para apelar a la sequedad de personajes carentes de afecto, que se ignoran prefiriendo no ver lo que pasa por delante de sus ojos. Como en Crónica de un niño solo (1964), Tomás debe sobrevivir por cuenta propia, mientras deambula solo por la ciudad de Villa María, despidiéndose del niño que fue para convertirse en el hombre que será, buscando respuestas, que tal vez nunca nadie se las conteste y un futuro que probablemente no tendrá.
EL CAMINO AL CONOCIMIENTO Y LA ADULTEZ DE UN NIÑO SOLO Del joven director Darío Mascambroni es una conmovedora y corta historia que tiene como protagonista a un chico de 12 años que busca respuestas en un mundo adulto que solo le brinda indiferencia, verdades a medias, evasivas y fundamentalmente le da la espalda. Su padre ha muerto, su madre solo gira en su mundo y no le brinda ni lo mas elemental de un cuidado ni hablar de contención, la escuela es indiferente. Ese chico siempre se entera de todo de manera lateral, quien fue su padre, supuestamente quien lo mato y que ese hombre sale en libertad después de un tiempo preso. En esa soledad solo matizada por la compañía de un chico como él, el protagonista carga con un arma en esa mochila que siempre esta en su espalda, con el peso de la determinación. El director acierta en la elección de los pequeños actores (Facundo Underwood y Agustín Rittano) y por sobre todo en la psicología de esos preadolescentes tan solitarios y dolientes, y necesitados de bases verdaderas para el difícil tránsito hacia un mundo adulto, por momentos impenetrable. Conmovedor film con elementos de thriller, que retrata muy bien a un pueblo y sus códigos, que se sostiene redondo y contundente.
Un cuento de la Argentina siglo XXI En la tradición del realismo, la película aborda una problemática social, pero sin ponerla por delante de lo íntimo. El relato infantil, al borde de cierta picaresca despreocupada, con los adultos casi por completo fuera de campo, termina virando hacia una zona más dramática. Desde el momento en que Pizza, birra, faso marcó un corte definitivo, la tradición del realismo es, si bien no la dominante, una de las más fructíferas del cine argentino. No sólo el cine, teniendo en cuenta los notables aportes televisivos de los propios realizadores de Pizza, birra, faso, Adrián Caetano y Bruno Stagnaro: Okupas, Tumberos y últimamente Un gallo para Esculapio. En los últimos tiempos esa tradición fue revisitada, con la mayor fortuna, por Mauro, de Hernán Rosselli, y La educación del Rey, del mendocino Santiago Esteves. A esa línea virtuosa se suma ahora el realizador cordobés Darío Mascambroni (1988), que dos años atrás había estrenado su ópera prima, Primero enero. En ella Mascambroni parecía retomar de modo sistemático la teoría del iceberg formulada por Ernest Hemingway, dejando por debajo de la línea de flotación al personaje más importante del relato. En Mochila de plomo lo va dejando asomar muy de a poco, en el marco de una narración que sólo en la última escena termina de definir su condición. Y todo en poco más de una hora: milagros de la concisión. Durante buena parte del metraje Mochila de plomo recuerda a François Truffaut, por el modo en que los chicos viven en ella –lúdico, espontáneo, sin inhibiciones producidas por el dispositivo de rodaje– y por la obstinación con que el protagonista, Tomás (Facundo Underwood, en actuación consagratoria), se defiende y reclama airadamente lo que le corresponde, como lo hacía el pequeño Antoine Doinel. Las primeras escenas son una vivificante coreografía de paseos en bici, saludos y risas, y esa dinámica infantil se mantiene entre Tomás y su amigo Pichín (Gerardo Pascual, excelente), haciendo de Mochila de plomo un cuento infantil al borde de cierta picaresca despreocupada, con los adultos casi por completo fuera de campo. De a poco van ingresando, sin embargo, y con ellos el relato comienza a virar hacia una zona más dramática. Llama la atención que en su casa Tomás se arregle solo, sin nadie que le cocine o le lave la ropa. Cuando finalmente aparece la mamá no es en las mejores condiciones: duerme de día, en un momento en que Tomás viene de tener un serio problema en la escuela, y le preocupa más seguir durmiendo que atender al hijo. Esa ausencia Tomás se la cobra en especies, robándole a la mamá algunos pesos y cigarrillos. ¿Y el padre? De él no se habla. No al menos hasta el momento en que, promediando el relato, el canchero del club del barrio le comenta lo bien que el padre jugaba al fútbol. Jugaba. Allí mismo se prepara una reunión de bienvenida para otro de los muchachos, que sale ese día de la cárcel, y Tomás no está invitado. En ese momento, algunas zonas de la narración que habían quedado flotando –el revolver que le consigue Pichín, sobre todo– comienzan a aglutinarse como trozos de mercurio, y pronto se comprobará que el cuento infantil era también, secretamente, un tipo de relato más adulto. Los méritos de Mochila de plomo son generalizados. Un relato calibrado tan al milímetro como un policial (que a la larga lo es, como en menor o mayor medida lo son todos los exponentes de la tradición realista que mencionamos) y sin embargo una puesta en escena llena de aire, con escenas que respiran, no están atadas a la mera mecánica que suele esclavizar al género. Todo el elenco actúa con la clase de naturalidad que muchos buscan durante una carrera entera, sin dar jamás con ella. La fotografía, a cargo del también cineasta Nadir Medina, se mueve por las zonas más bajas del registro, señalando, desde un comienzo, que ese cuento luminoso es también un relato oscuro. Mochila de plomo recupera, por otra parte, dos fuentes de significación y emotividad propias del cine clásico: el valor de los objetos (una camiseta de fútbol, en este caso) y de los gestos. No disparar, pero a la vez quitarse una prenda, pueden ser, así, gestos de sentidos opuestos, en los que pueden leerse los matices de una decisión crucial. Relato de clase media baja, con chicos que pelean y se roban plata entre sí, y entre quienes puede circular un arma, Mochila de plomo es, desde ya, un cuento de la Argentina siglo XXI, donde los problemas se resuelven a los tiros. ¿Realismo social, entonces? Va de suyo, por el recorte que la película practica. Pero lo social no va aquí por delante de lo íntimo. Allí está, para verificarlo, el plano final, mudo y henchido de latencias, que se cierra con una última y gloriosa elipsis.
De la niñez a la madurez El día que el asesino de su padre sale de la cárcel, Tomás deambula por las calles con un arma en la mochila. Tiene apenas 12 años. Vive con una madre que casi nunca está en la casa derruida de abandono. Hay un abuelo, una tía, un maestro de la escuela donde Tomás acaba de quedar libre por faltar a clases. Pero nadie parece ver ni escuchar a este chico al borde del estallido, invadido por la pérdida, el rencor, la soledad, el desconcierto. En ese deambular callejero, su idea de vengar la muerte del padre se irá convirtiendo en la búsqueda de las verdades que los adultos esquivan. El tránsito de la niñez a la madurez es el corazón de esta película de Darío Mascambroni, sin desbordes, a la manera del Favio de Crónica de un niño solo, con un admirable protagónico de Facundo Underwood.
Si en Primero Enero (ganadora de la Competencia Argentina del BAFICI 2016) la relación padre-hijo tenía algo de melancólica, de despedida anticipada, de fin de una etapa, en Mochila de plomo ese vínculo directamente ha quedado trunco. La ausencia, la pérdida, la angustia, la falta de explicaciones y el sentimiento de venganza invaden a Tomás (Facundo Underwood), un chico de 12 años que vive con una madre (Elisa Gagliano) que no lo contiene demasiado, como tampoco lo hacen su abuelo ni sus tíos (ni mucho menos el hostil entorno escolar). Tomás está particularmente movilizado porque es el día en que sale de la cárcel Nenino (Agustín Rittano), quien todo indica ha sido el asesino de su padre. El protagonista se hace de una pistola que guarda en la mochila del título y empieza a vagar en buscar de algunas respuestas que los adultos tantas veces le han negado o disfrazado con eufemismos o medias verdades que no hacen más que alimentar los fantasmas. No conviene adelantar nada más. Mascambroni, que citó a Kes, de Ken Loach, y a Los 400 golpes, de François Truffaut, como modelos (podríamos sumar a Crónica de un niño solo, de Leonardo Favio), maneja con criterio e inteligencia la lógica de un chico de 12 años y consigue de Underwood y de Gerardo Pascual (que interpreta a su amigo Pichín) dos actuaciones con la suficiente contundencia como para sostener la creciente tensión y el suspenso de un drama con ciertos elementos de thriller que dura poco más de una hora. La dinámica de una ciudad de provincia como Villa María en Córdoba (fotografiada con precisión por Nadir Medina), con sus canchitas de fútbol, los chicos que se mueven en bicicletas o motonetas y sus rencillas callejeras, es el contexto ideal para este viaje interior y externo de Tomás, quien en medio de la soledad, la desorientación, la frustración y el rencor intenta construir su identidad e iniciar su intrincado camino hacia la adultez.
Tras su paso por la Berlinale y por la Competencia Argentina del 20 Bafici, Darío Mascambroni (Primero enero) estrena Mochila de plomo, donde regresa al mundo de los niños en un coming of age duro, preciso y sensible. Tomás es un chico de 12 años que vive con su madre en los suburbios de Villa María. Juega a la pelota, se junta con los pibes en una esquina, anda en bicicleta. Una noche su amigo Pichín, en un accionar también común, le trae algo de su hermano mayor para “guardar” en la casa. Sólo que esta vez es algo de cuidado: un revólver. Los chicos comentan sobre un personaje que va a salir de prisión, anticipadamente, por buena conducta y algo queda flotando en el aire. Cuando al día siguiente llega al colegio portando el arma en la mochila, Tomás es dejado libre por faltas y, sin nada que hacer y sin nadie en la casa, comienza su deambular callejero: la visita a una tía, al bar del club donde se va a oficiar un asado de bienvenida para el liberado Nenino, un partido de fútbol que termina a las piñas y con corridas, la casa del abuelo. Todos están sin estar, como esa ausencia del padre que pesa pero acompaña. Mientras el día avanza y va cayendo la noche, no es el cielo lo único que se oscurece (gran fotografía de Nadir Medina), el derrotero de Tomás también va tornándose más raro y negro; y los secretos y silencios familiares, las culpas, los reproches, aquello que nunca se dijo del todo y de verdad, va aflorando. Mascambroni acierta en el modo en que elige contar ese día dosificando la información y con una puesta en escena donde nada sobra. Los chicos están brillantes -especialmente Facundo Underwood con un protagónico contundente acompañado de un destacado Gerardo Pascual (Pichín)- y eso ayuda al resultado final pero, también, devela una mirada atenta y cuidada del director y coguionista sobre el mundo infantil (la escena del puente tiene un aire de familia con Favio, sin artificios ni forzamientos sino por pura sensibilidad afín), sus maneras de vincularse, sus acciones y reacciones, sus modos de decir donde se evita el costumbrismo y la “naturalidad” per se. Cuando las cosas se empiecen a poner negro sobre blanco ya todo está dicho y estamos ganados por la historia y por Tomás y esa escena final permite la esperanza pero haciéndonos saber que no fue gratis. Que las cosas duelen y que es mejor aprender a pedir perdón sin aferrarse al error.
François Truffaut sugirió, sin dar muchas explicaciones, que un buen modo para que la obra de un cineasta evolucione consiste en realizar cada nuevo filme que se encara en contra del que hizo con anterioridad ¿Qué beneficio tiene negar una certeza o alejarse de un camino probado? Exponerse al riesgo no es la elección mayoritaria; insistir en lo que se desconoce no es para todos. El joven cineasta Darío Mascambroni sustituye aquí el minimalismo poético de su primer filme, titulado Primero enero, por un drama microscópico circunscripto a ciertos motivos que pertenecen al inventario del costumbrismo. Una ciudad de provincia es el contexto; los imperfectos vínculos familiares, el texto. Las locaciones proporcionan una idea de mundo: la escuela, el club de fútbol, las calles y el río, privilegiado espacio común del ocio para quienes habitan un universo simbólico bastante ordenado aunque no exento de fallas. El padre de Tomás, el joven protagonista, murió antes de tiempo. ¿Las razones de su muerte? El deseo de saber de ese niño, querido (por su madre, pero no tanto por otros familiares) pero abandonado, es lo que pone en marcha el relato. En su filme precedente, Mascambroni dejaba en fuera de campo a la madre y se ceñía al vínculo de un padre y su hijo durante una estadía en las sierras. Aquí, el ausente es el padre. La falta une a los dos personajes (quienes, además, siempre transitan la misteriosa edad de la infancia) y determina la posición subjetiva del personaje. Así descripto, de la primera a la segunda película nada ha cambiado y a su vez todo es distinto. En Mochila de plomo, el peligro no se circunscribe al desamparo de los truenos en una noche tormentosa en las sierras. El protagonista, en esta oportunidad, siente que el mundo no es un lugar seguro. En este hay revólveres, dinero, gente capaz de matar y traicionar. Todo esto es intuido en la mirada del protagonista, y el gran mérito del filme es poder filmar la precoz toma de conciencia de su principal intérprete. La invocación al cineasta de Los 400 golpes no es antojadiza. En Mochila de plomo se reconoce esa tradición y se la honra. Eso no significa que este filme sea un remedo de aquel. Mascambroni solamente toma de esta tradición su incómodo principio filosófico que postula la infancia como edad de la desolación y el desamparo. Sobre esa clarividencia, Mascambroni establece su sensibilidad como cineasta, que consigue plasmar enteramente en una escena al lado del río. Tomás y un querido amigo juegan a ser adultos por un rato: fuman y disparan un arma. La distancia de registro, el tiempo de los planos y el ritmo estructural de la escena, como también el inicio y el final, revelan que detrás de todo este cuento de infancia hay un director de cine. Como Tomás, el cineasta también crece. Mochila de plomo es un paso firme en su carrera, porque todo parece haber salido de acuerdo a un plan. Pero todo cineasta tiene que proponerse alguna vez filmar en una tierra desconocida, donde los planes sean irrelevantes y el azar filtre su encanto. Por suerte, Mascambroni seguirá filmando, y lo inesperado lo reclama.
El filme, estuvo en Competencia Argentina en el Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires, es decir BAFICI 2016, dirigido por Darío Mascambroni se filmó en Villa María y está protagonizada por niños de esa ciudad. Algo muy doloroso vive Tomás (Facundo Underwood), salió de la cárcel el asesino de su padre, este chico logra conseguir una pistola a través de su amigo Pichín (Gerardo Pascual), a partir de ese momento carga todo el tiempo en su mochila esta arma (de ahí el título), va viviendo distintos conflictos, por una parte está el severo director de la escuela (Marcelo Arbach) y además debe soportar viendo a su madre triste y sola (Elisa Gagliano). Aquí también hay otros niños que juegan junto a ellos, se divierten paseando por la zona en bicicleta. Contiene una muy buena puesta en escena ante estos jóvenes actores no profesionales, una trama que mantiene al espectador expectante, se sostiene el suspenso, muy bien narrada, se van generando muy buenos climas.
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