Una historia mínima con unas resonancias que alcanzan a las más ancestrales y profundas tradiciones de los wichís. Una chica de 16 años de ese origen trabaja como criada en la casa de una familia de clase media en el Chaco salteño. Ese ámbito es un verdadero caos, sobre todo ante la inminencia de un cumpleaños de 15. Un hecho en apariencia insignificante (la protagonista es despojada de su larga cabellera, símbolo de belleza y de otros valores positivos para su cultura) cambia de manera profunda las relaciones y los estados de ánimo, llevando a la chica a una cada vez más severa tristeza y nostalgia por su vida comunitaria y familiar. El conflicto puede sonar algo naïf, pero la salteña Seggiaro -más allá de algunos subrayados y de ciertos desniveles actorales- jamás fuerza las cosas, no cae en maniqueismos para dividir ese universo entre buenos y malos (los "patrones" parecen tratar a la protagonista de manera amable y cordial, aunque debajo subyace cierta condescendencia y atisbos de desprecio), y maneja el relato con gran rigor, respeto y convicción.
Extraños en su tierra La cineasta salteña Daniela Seggiaro ofrece en Nosilatiaj, la belleza (2012) un contundente relato alegórico sobre la identidad y la invasión devastadora que ejerce el hombre blanco sobre los pueblos originarios. Yolanda es una adolescente wichi de 16 años que trabaja en casa de Sara, una mujer de clase media trabajadora. Sara tiene varios hijos producto de una relación con un hombre que mantiene una doble vida, y de la que ella no es ajena. Antonella, la única hija mujer cumplirá sus 15 años y una gran fiesta casera se está preparando. Yolanda y Antonella a pesar de tener casi la misma edad pertenecen a culturas muy diferentes, en donde, literalmente, la incomprensión de una acabará con la otra. Daniela Seggiaro construye un relato cuya mayor virtud es el de crecer a medida que la trama avanza. Lo que empieza siendo una historia familiar disfuncional irá mutando a medida que los minutos corran en una alegoría sobre la invasión -en el más amplio de los sentidos-, y en como un simple corte de pelo, que funciona como una metáfora sobre la devastación del bosque chaqueño, puede provocar daños irreparables. A partir de una idea semejante a la historia de Sansón y Dalila, la directora logra reflejar desde una historia ficcional un tema que cada día preocupa más a quienes lo sufren en carne propia como lo es la "destrucción" de los pueblos originarios. Nosilatiaj, la belleza es un film distinto a lo mucho que se ve en el cine argentino. Tiene esa impronta y espontaneidad venida del interior, en donde se cuentan otro tipo de historias, con otros actores y se apela a un relato en donde, pese a la aparente complejidad, todo fluye con la más simple naturalidad.
Noble afirmación de la identidad Con sorprendente dominio del lenguaje cinematográfico, la debutante Daniela Seggiaro, logra un relato en que el contrapunto entre la narración lineal y la evocación casi lírica, logran un ensamble rico y fluido. Un hogar de clase media baja en un pueblo del Chaco. Varios chicos, la mayor, a punto de cumplir los quince. La madre dedicada a la casa y a la explosión de tantos chicos, siempre listos para hacer travesuras. El marido, un poco reticente al trabajo, despreocupado y dispuesto a desaparecer por alguna nueva posibilidad de trabajo. Y también está Yolanda, la criada wichi, apenas adolescente. Callada, paciente, recordando y a veces recibiendo la visita de algún pariente tan callado y paciente como ella. Yolanda habla como una criolla, pero en el recuerdo, con la familia, en wichi, su idioma natal. Y su recuerdo es la Naturaleza, el agua, la selva, la tierra, los pájaros, el sol y la luna. La necesidad la tiene anclada a Sara y sus chicos, siempre atendiéndolos por unas monedas. Algo la sacará de ese casi marasmo, cuando su identidad rebrote y diga basta. BUEN ENSAMBLE Filme sobre la intolerancia, sobre el resquebrajamiento de la identidad. Sobre los límites y la frágil frontera que separa dos pueblos. Con sorprendente dominio del lenguaje cinematográfico, la debutante Daniela Seggiaro, logra un relato en que el contrapunto entre la narración lineal y la evocación casi lírica, logran un ensamble rico y fluido. Historia real recibida por la directora de su madre antropóloga, Seggaro logra, con mínimos recursos, un tiempo a veces moroso y pocas palabras, mostrar la distancia de culturas diferentes y acertar con un relato mínimo. Un hecho aparentemente menor, como el corte de una cabellera, muestra el frágil límite de códigos enfrentados y el seguro pase hacia la intolerancia.
Las caras sutiles del sometimiento En su ópera prima, la directora integra la ficción con el documental etnográfico, dándole el primer plano a un choque de culturas –la wichí y la blanca– que asomaba ya en alguno de los films de Lucrecia Martel. Seggiaro lo hace con extrema lucidez política. ¿Habrá algo en Salta que hace que a los nativos se les aguce el sentido cinematográfico? Todo empezó con Lucrecia Martel. Pero también están Rodrigo Moscoso, autor de la muy buena (e inédita) Modelo 73 (2001); Martín Mainoli, director de uno de los mejores cortos de las más recientes Historias breves (2012), y ahora Daniela Seggiaro, que tras estudiar cine en la carrera de Diseño de Imagen y Sonido de la UBA debuta a los treinta y pico con Nosilatiaj, la belleza. A diferencia de sus coterranéos, en su ópera prima Seggiaro integra la ficción con el documental etnográfico, dándole el primer plano a un choque de culturas que asomaba ya en alguno de los films de Martel. Colisión que recientemente el porteño Ulises Rosell inspeccionó desde el documental liso y llano, en la notable El etnógrafo. Choque entre la cultura blanca y la wichí, claro, etnia originaria que aún sobrevive, en duras condiciones, tanto en esa zona como en el bosque chaqueño. Participante del Festival de Berlín el año pasado, ganadora del Premio de la Crítica en el Festival de Río y exhibida de Guadalajara al Bafici y de Toulouse a Vancouver, Nosilatiaj, la belleza se exhibe desde hoy, en forma exclusiva, en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín. “Tendrás un pelo hermoso, como las ramas; no tienen que cortarlo nunca”, recuerda Yola (Rosmeri Segundo) que le dijo la abuela, siendo chica. De allí que cuando sus patrones lo hacen, con la mejor de las intenciones, para ella el corte resulte tan traumático como si fuera el de su propio yo. ¿Por qué Yola no frena al peluquero? Como a todo representante de un pueblo sometido frente a los descendientes de los sometedores, a Yola le cuesta levantar la voz, hacerse oír. Lleva esa marca con tanta fuerza como la voz de sus mayores y el recuerdo del matorral, el río, el pajonal. El hecho de que trabaje como mucama en casa de la señora Sara (la actriz porteña Ximena Banús) reproduce, actualiza esa relación de sometimiento. Y eso que sus patrones, de clase media, la tratan “como si fuera de la familia”, como suele decirse. Lo cual no quiere decir que dejen de ser los patrones, claro. Notable lucidez política, la de Seggiaro, que parece tener bien claro que por más que el sometedor no se comporte como tal, la relación entre sometedor y sometido nuca deja de ser histórica, política, económica y simbólica. Abundan los gestos de paridad entre Yolanda y sus patrones. “Ella es igual que yo: no sabe bien qué le gusta, pero sí lo que no le gusta”, comenta la señora Sara a una vendedora de boutique, un día que la acompaña a comprarse ropa. Es que se acerca la fiesta de 15 de Antonella, la hija mayor de Sara y su marido (Víctor Hugo Carrizo, notable secundario y todo un clásico del Nuevo Cine Argentino), y la señora quiere que Yola esté linda. De allí el corte de pelo, en una visita a la peluquería que hacen todas las mujeres de la familia, como lo haría un grupo de amigas. Pero allí, en medio de la mayor confraternidad, aparece el hiato, el corte, la diferencia. Por más que se quiera hacer caso omiso de él, el poder sigue rigiendo las relaciones entre culturas que alguna vez fueron la del conquistador y el conquistado. Descendiente de inmigrantes europeos, Seggiaro no pretende ponerse fuera de esa relación. Pero se permite observarla, parándose sobre ambos campos. Encuadrada en planos generalmente fijos, precisos y equilibrados –gentileza del notable fotógrafo Willi Behnisch–, la acción tiene lugar en casa de los patrones blancos, llena de hijos pequeños que andan alborotando por ahí: otro detalle que recuerda a La ciénaga. Pero el relato abre una segunda instancia narrativa, que corresponde a la interioridad de Yola. Con voz baja, pequeña y quebradiza, la muchacha recuerda en off hechos dispersos de su infancia, su familia, su lugar. Recuerdos que se esparcen de modo impresionista, reduciéndose en ocasiones a meros lugares. Hablar de reducción es cosa de crítico blanco: esos lugares naturales tienen la mayor importancia para Yola. No sólo para ella, parecería. Los medios anuncian la inminencia de un terremoto, y la señora Sara siente esa inminencia en el propio cuerpo, poniéndose ahora al borde de un desvanecimiento que ahora hace pensar en La mujer sin cabeza. “Es la tierra que se está moviendo”, comenta el peluquero, involuntariamente ecológico. En la televisión, el noticiero da cuenta de una procesión religiosa que “pide al cielo por el cese de las actividades sísmicas”: en Salta, parecería, la religión toma el lugar de la política. En sus recuerdos e impresiones, el interior de Yola se expresa en soliloquios en wichí, con subtítulos al castellano. Subtítulos para espectadores blancos. Allí los espectadores blancos somos, por una vez, extranjeros. Hijos de conquistadores, sometidos al idioma del otro. La forma cinematográfica, el habla, toman posición política, revirtiendo la Historia.
En una línea expresiva que recuerda a la Lucrecia Martel de La ciénaga, la directora Daniela Seggiaro presenta una ópera prima prometedora y poética. A través de las vivencias de una niña wichi que vive y trabaja para una familia criolla en un pequeño poblado del interior, el film narra los sutiles cimbronazos que ocasiona un aparentemente poco significativo hecho: un simple corte de pelo que decide hacerle su patrona. En su cultura, poseer una larga y hermosa melena tiene un significado especial para ella, y su limitada capacidad comunicativa no le permite expresar lo que siente ante ese hecho casi violatorio de su intimidad y su esencia. Los reflejos ancestrales de su existencia se cruzan fuertemente con su vida actual, entronizada en esa casa familiar en la que se siente una extraña. Su cabellera era la belleza de su cultura Wichí, de su idioma Wichí Lhämtés y de los árboles del monte Chaqueño. Toda esa belleza se desdibuja tras la tarea del coiffeur, más allá de la buena intención de la dueña de casa, más preocupada por la fiesta de cumpleaños de 15 de su hija y los conflictos con su marido que por otra cosa. La formidable descripción audiovisual del ambiente típico de la vida de provincia, se suma al choque cultural de la trama y a esos planos acuáticos o paisajísticos en los que la chica wichi se expresa en el idioma de sus antepasados, mientras la traducción asoma en pequeñas letras blancas. Notable Ximena Banus, dentro de la verosímil labor de un elenco mixto en el que se destacan Víctor Hugo Carrizo y la joven Rosmeri Segundo.
Sencilla metáfora de una etnia que se extingue A simple vista, todo pasa de modo tan tranquilo y sencillo que el valor simbólico de la anécdota corre el riesgo de pasar desapercibido. El asunto transcurre en un pueblo del Chaco Salteño, en el hogar de una familia de medio pelo con la mujer al mando, chicos, hija mayor próxima a cumplir los 15, una criadita y un marido "ocasionalmente ausente". Por ahí parece que fija residencia pero nada cambia demasiado. Lo importante para la mujer es la fiesta de 15 de la hija, que se hará en el patio de tierra de las casas. Lo importante para la hija es memorizar los pasos de un baile español con que la madre quiere que se luzca. Y más importante todavía, arruinarse el pelo con las tijeras. En eso andan estas mujeres, cuando se les da por arruinarle también el pelo a la criadita. Que lo tiene largo, renegrido, lindo sin ningún esfuerzo. No hay violencia, simplemente hay gente que se mete y decide por cuenta de otro. Y la chica es apagadita, no sabe negarse. Y para peor "no se halla". Toma un poco de fiebre. Las otras la cuidan, la atienden, pero no la entienden La chica tiene su mundo. Cada tanto entramos a él, con cuentagotas. Allí se conservan pequeños asombros de infancia, consignas transmitidas por generaciones, palabras dulces de seres queridos. Ella las evoca en voz baja, calma, pausada, musical. En wichi. En un país de 40 millones de habitantes, sólo quedan unas 25.000 personas que hablan wichi. La película nos da la oportunidad de escuchar algo de esa lengua, y acercarnos a lo que ella representa, antes de que todo eso se pierda. No hay mucho más. Nada está subrayado, nada pretende imponerse como visión única. Alguien puede ver el corte de pelo como alusión a la tala de bosques de esa región, un gesto inconsulto a la gente afectada. O puede encontrar ejemplos cotidianos del concepto de otredad y ajenidad dentro de un mismo espacio. Vislumbrar formas distintas de vivir una misma etapa de crecimiento. Percibir la disolución silenciosa de una cultura. O no ver nada de eso. Como la mujer de este cuento, cuando el cura lee en su sermón la primera carta de San Pablo a los corintios ("Si yo hablase lenguas humanas y angélicas pero no tengo amor") y ella sale y comenta, medio desdeñosa, "No sé lo que me quiso decir".
La directora Daniela Saggiano realiza un film de una gran poesía, de un importante conocimiento de la cultura wichi y de las maneras sutiles, casi invisibles, con un cariño palpable pero también con un desconocimiento avasallador que humilla, invade y lastima al otro, a la minoría, a la niña del pueblo originario. Una joyita. No se la pierda.
La belleza sometida Difícil pensar la sólida ópera prima de Daniela Seggiaro (Salta, 1979) por fuera de la herencia de la –en este caso perfecta– primera película de Lucrecia Martel. Si en La ciénaga Martel creó un universo narrativo que volvió a explorar con variantes en sus dos siguientes largometrajes, puede decirse que también buena parte del cine argentino post 2001 abrevó en esa misma fuente; no sólo en busca de recursos formales que la directora salteña supo explotar con maestría, sino (y principalmente) tras los pasos de una forma con la cual representar la complejidad de la vida en sociedad en su tenso equilibrio. En todo caso, repasar, pretendiendo que funcionan allí como meras citas, los elementos de Nosilatiaj que remiten a La ciénaga, puede convertir el análisis de la película en un juego de señalar coincidencias, vana tarea. Vale, sí, destacar que entre los motivos que recuerdan el universo marteliano –el cuidado en el habla de los personajes, los niños arracimados alborotando la casa, la figura materna articuladora de la familia– Seggiaro elige tematizar uno que en las películas de Martel funcionaba como un engranaje más de su maquinaria narrativa: la relación patrón-criado. La dialéctica de este conflictivo vínculo cobra vida en una trama narrativamente sencilla: Yolanda, una adolescente wichí, trabaja como criada cama adentro para una familia de clase media salteña. Los preparativos para la fiesta de quince de la adolescente se transforman en un escenario propicio para dejar al descubierto las fisuras de una relación entre dos culturas, que se pretende justa según los términos establecidos unilateralmente por parte de una de ellas. Breve digresión: en La máquina cultural: maestras, traductores y vanguardias (1998), Beatriz Sarlo analiza un llamativo episodio referido por una vieja maestra normal puesta a recordar sus épocas como directora de una escuela primaria, en las primeras décadas del siglo XX en Buenos Aires. El primer día de clase corrió, a media mañana, a buscar al peluquero del barrio. En el patio del colegio hizo formar fila a los varones. De a uno fueron pasando por las manos del peluquero, quien cumplía la orden de rasurar las cabezas de los alumnos, en su mayoría hijos de inmigrantes. Fin del recuerdo. El objetivo de la maestra era tan entendible como eficiente fue su metodología para conseguirlo: deseaba darle a sus alumnos una lección de higiene. La higiene personal (sinécdoque de la polémica higiene social) fue, en los albores del siglo pasado, una cuestión de política estatal. En su afán homogeneizador el Estado, en medio de la fiebre inmigratoria, no reparaba en que sus funcionarios intervinieran sobre los cuerpos de sus ciudadanos en la medida en que no se apartaran del objetivo de encauzar los desvíos culturales en la senda del amenazado ser nacional. Casi cien años después, Seggiaro parte de una anécdota real –proveniente de su madre antropóloga– para ficcionalizar en Nosilatiaj, la belleza problemáticas en buena medida análogas a las del episodio estudiado por Sarlo. Aquí es Yolanda quien sufre, por un (aparente) capricho de su patrona Sara (personaje que recuerda a la Mecha de Graciela Borges en La ciénaga), el corte de su trenza, cifra no sólo de su belleza sino también de la cosmovisión de su pueblo. Recibe a cambio un peinado a tono con el mandato de la moda occidental, copiado de una de esas revistas que entretienen la espera de las mujeres en la antesala de la peluquería. Este movimiento argumental en apariencia insignificante le sirve a Seggiaro para recordarnos que el usufructo de los cuerpos que practica la cultura dominante sobre la dominada no será por siempre gratuito: por lo bajo rumorea el germen de la rebelión. Si en el circuito de relaciones con la familia que la emplea Yolanda apenas si se limita a responder tímidamente cuando se solicita su palabra, ello se debe a que la protesta queda por fuera de sus posibilidades culturales. En este sentido se debe entender la elección de la directora de manejar una línea narrativa alternativa a la principal, donde la voz de Yolanda en su lengua materna, puesta a reflexionar sobre su infancia y las creencias de su pueblo, compensa en un plano imaginario el mutismo que le es impuesto en el seno de la familia criolla. Del mismo modo, si la narración de la trama principal se sustenta en un verosímil realista que aborda la cuestión del poder en sus aspectos materiales y simbólicos, cabe entender la decisión de Yolanda de volver a su comunidad –desatada sobre el final de la película, cuando la cumpleañera baila en la fiesta frente a sus invitados aderezando su pajiza cabellera con la trenza que le fuera extirpada a la criada– antes como una expresión de deseo, o un imaginario final reparador pergeñado por y para ella misma en su monólogo, que como una posibilidad real, ya que si hay un gran interrogante que puntúa la película de Seggiaro es el de las posibilidades con que cuenta una cultura dominada de poder zafar de un circuito de sometimiento que no elige.
Publicada en la edición digital #252 de la revista.