Los gavilanes de la marimba Luego de la magnífica El Abrazo de la Serpiente (2015), uno de los mejores exponentes de cine etnográfico y una gran denuncia de la destrucción de la memoria y las culturas latinoamericanas a manos de la colonización y las mafias esclavistas vinculadas a la Fiebre del Caucho, el director colombiano Ciro Guerra entrega en Pájaros de Verano (2018) otro excelente estudio antropológico de costumbres e idearios prontos a desaparecer bajo la sombra del voraz intercambio comercial capitalista, en este caso de marihuana, centrándose especialmente en el período de la historia de su país conocido como la Bonanza Marimbera, etapa que abarca en esencia las décadas del 70 y 80 y determinadas zonas de la Colombia rural más inhóspita -sobre todo La Guajira- y que se caracterizó por el férreo control del narcotráfico por parte de clanes tribales y familias indígenas, quienes exportaban grandes cantidades de droga a Estados Unidos en una operación que desembocó primero en un enorme enriquecimiento para los capos, los campesinos que trabajaban en las plantaciones y las autoridades administrativas/ policiales que permitieron el asunto, y a posteriori en un colapso progresivo debido a las rivalidades internas, las venganzas en secuencia, el crecimiento de la cosecha en yanquilandia -toda California comenzó a producir- y la misma persecución de la que fueron objeto los principales jerarcas locales por parte del frente en conjunto que conformaron los gobiernos de Colombia y Estados Unidos durante los 80. Mezcla de melodrama bucólico, film noir de mafia, relato testimonial y epopeya mística sobre culturas precolombinas, el opus nos sitúa en las regiones más áridas de La Guajira en un período que va de 1968 a 1980, donde viven los clanes wayúus, una población nativa que en el cuasi desierto se dedica al pastoreo y en las zonas símil sabana al café. La historia empieza cuando Rapayet (José Acosta) pretende ganarse a Zaida (Natalia Reyes), una chica que acaba de cumplir su año de encierro y ahora es una mujer que puede casarse con cualquiera que reciba la aprobación de los mayores y entregue la dote requerida en chivos, reses y collares. El joven protagonista sobrevive haciendo changas y comerciando bebidas blancas, por lo que cuando se entera que unos norteamericanos están en los alrededores buscando marihuana bajo la fachada de hacer campaña anticomunista, decide venderles recurriendo al único proveedor de peso de la zona, su primo Aníbal (Juan Bautista Martínez), un veterano que se dedica a la producción de café y que nunca consideró a la marimba como un posible negocio. Luego de revender el producto y de hacerse de todo lo necesario para pagar la dote y casarse con Zaida, Rapayet y su socio/ amigo de confianza, Moisés (Jhon Narváez), entran en contacto con Bill (Dennis Klein), el yanqui a cargo del lucrativo mercado de exportación, en lo que será el puntapié inicial de la construcción de una estructura mafiosa que incluye a guardaespaldas, lujos, ostentaciones y muchas armas. El guión de María Camila Arias y Jacques Toulemonde Vidal, sobre una idea original de Cristina Gallego, esposa y productora de Guerra y aquí codirigiendo junto a su marido, respeta los parámetros de las fábulas de ascenso y caída enfatizando la corrupción que trae aparejada esa codicia occidental plutocrática que todos conocemos de sobra, tanto a nivel de los forasteros/ colombianos tradicionales o “alijunas” (Moisés se pone un tanto violento con los gringos cuando descubre que les están comprando a otros proveedores, por lo que mata a un par de ellos y así consigue que el clan de Rapayet lo presione para que expulse al díscolo del negocio, generando que Moisés asesine al hermano de Aníbal y desencadene una espiral de encono en el seno de la parentela, circunstancia que a su vez lo obliga a cargarse a su otrora amigo y provoca una sensación de culpabilidad en el líder, quien con el tiempo engendra dos hijos con Zaida) como a escala de los propios wayúus y sus paradojas (el Leonídas de Greider Meza es el símbolo perfecto de la degradación de todos los códigos de honor y prestigio social de los que solían hacer gala los indígenas, ya que este hermano de Zaida e hijo menor de la poderosa matriarca de la familia, esa tremenda Úrsula en la piel de Carmiña Martínez, representa el costado más aniñado, caprichoso, borrachín y violento de la cultura capitalista, especialmente cuando se obsesiona con conquistar -o violar cuanto antes- a la bella hija de Aníbal, despertando una verdadera e imparable guerra en el clan). A medida que aquellas reglas tácitas o explícitas de la comunidad wayúu comienzan a implosionar porque terminan fagocitadas por el maquiavelismo del mundo de los negocios y por un odio empardado al credo autoritario del dinero, la vehemencia, la codicia y las revanchas cíclicas, todo el entramado de relaciones vinculares entre los miembros de la estirpe y toda la ética solidaria que lo sostenía se caen a pedazos, haciendo que entre en crisis terminal la dialéctica de las compensaciones ante faltas de respeto, los engranajes de la comunicación intra comunal mediante emisarios llamados “palabreros” y finalmente los mismos rituales de apareo entre los enclaves masculino y femenino, esos que de responder a complejas interrelaciones y leyes familiares pasan a transformarse en otros típicos antojos de una voluntad individual inflada que la va de “libre” aunque en la praxis puede caer tanto en el amor como en un asalto sexual hecho y derecho. Como en El Abrazo de la Serpiente, Guerra introduce chispazos místicos mediante unas visiones recurrentes que tiene Rapayet protagonizadas por un ave exótica que se aparece en tiempos de imprevisibilidad, angustia o dolor, ahora dando a entender que el sacrificio de su cofrade Moisés, un alijuna al que estimaba mucho, por quebrar los preceptos sociales no tuvo demasiado sentido debido a que después ellos mismos -y sus semejantes- violaron de lo lindo la moral wayúu en pos de tratar de reparar los perjuicios acumulados y alcanzar una nueva paz cada día más utópica. Nuevamente la majestuosa fotografía de David Gallego y una paciencia narrativa todo terreno constituyen los bálsamos fundamentales de Guerra a la hora de despegarse de tantas películas similares del ámbito anglosajón, esas que casi nunca se preocuparon por cuestiones antropológicas y que hicieron -desde la década del 90- un uso desmedido de los clichés del baluarte mafioso, el cual asimismo se remonta al film noir de los 30, 40 y 50. A través de cinco “cantos”/ capítulos que remiten fuertemente a las tragedias de la mitología griega y/ o a la estructura de las óperas, Pájaros de Verano sistematiza los juegos de poder y humillación entre estos gavilanes que hacen de la depredación su forma de vida y que en suma simbolizan una doble transición, la de la ortodoxia cultural de antaño de los pueblos originarios hacia el pastiche bien farsesco de la posmodernidad y la del narcotráfico en Colombia -y en el mundo- desde la marihuana hacia la mucho más redituable cocaína, ya con la aparición de los cárteles -luego reconvertidos en nodos- justo cuando finaliza la etapa light de la Bonanza Marimbera. El film también examina las consecuencias de ese “progreso” mentiroso que reemplaza a la fraternidad y el respaldo mutuo que supieron caracterizar a los colectivos humanos del pasado por un individualismo abúlico tendiente a la concentración del poder y la sumisión de las mayorías, hoy para colmo homologado a la extinción del saber, idiosincrasia, perspectiva y sueños lúcidos de las culturas indígenas…
Emprendedores del liberalismo latinoamericano Ciro Guerra, el director de la extraordinaria El Abrazo de la Serpiente (2015), regresa junto a Cristina Gallego para adentrarse en una historia alrededor de una comunidad indígena wayúu en el desierto de Guajira que desentraña la transformación del proceso productivo agricultor colombiano que conduce a la plantación de marihuana para el abastecimiento del mercado norteamericano. El paso de la diversificación al monocultivo de marihuana conducirá a la postre al negocio de la cocaína cuando el consumo masivo de drogas en Estados Unidos se traslade de los hippies alejados del sistema empresarial a los yuppies directivos de las grandes corporaciones. Basada en una historia real, la película relata la llegada de las misiones de paz norteamericanas financiadas por el Estado para diseminar los falsos ideales del capitalismo y combatir el ideario comunista que tenía buena aceptación entre las comunidades campesinas, grupos hippies mezclados con narcotraficantes que buscaban nuevos productos para la creciente demanda del mercado estadounidense de drogas. Rapayet (José Acosta), un joven trabajador que se las arregla vendiendo licor y café a la población hispano parlante fuera de su comunidad, necesita desesperadamente dinero para la dote que la familia de Zaida (Natalia Reyes) le solicita para casarse con ella. Cuando casualmente se encuentra con unos norteamericanos de las misiones de paz en busca de marihuana, aprovecha la oportunidad junto a su amigo y socio, el ampuloso y festivo Moisés (Jhon Narváez), para ofrecerles acceso al producto que buscan. Para ello Rapayet convence a su tío de que cultive marihuana para vendérsela a los gringos, lo que los convierte en socios de un negocio que crece a pasos agigantados. El asunto prospera y Rapayet es aceptado por Úrsula (Carmiña Martínez), la madre de Zaina, como pretendiente de su hija, pero la ambición y la locura que el dinero súbito desata crea conflictos y enconos que conducirán a guerras impensadas entre amigos y familiares. Pájaros de Verano (2018) retrata la conformación y los conflictos del narcotráfico en las comunidades indígenas de Colombia a partir de la pérdida de los valores producto de la avidez desmedida y la demanda constante de nueva mercancía por parte del insaciable mercado norteamericano. El éxito, el dinero y el poder vienen acompañados de cambios culturales que minan todas las relaciones sociales, destruyendo las prácticas ancestrales de pueblos con una rica historia y saberes que se pasan de generación en generación para dar lugar al nihilismo hedonista autodestructivo actual. En los cinco cantos que componen el film cada uno de los personajes ocupa un lugar simbólico y arquetípico en esta tragedia arcaica que se repite desde hace siglos. Los sueños son aquí arcanos que revelan el porvenir advirtiendo los peligros, mensajeros de la violencia que se avecina debido a la falta de respeto a las tradiciones. Los ritos y rituales develan a su vez un complejo sistema de prácticas que regulan la vida para generar prosperidad y alejar los problemas, ritmo vital roto por el ingreso a la lógica del dinero fácil. Todos los personajes terminan apartándose así de la tradición y las consecuencias serán catastróficas para la comunidad. Hablado mayormente en lenguaje wayúu y en menor medida en español, el film expone las causas y las consecuencias del narcotráfico para las comunidades indígenas y sus familias. Al igual que en El Abrazo de la Serpiente, el director de fotografía David Gallego consigue extraordinarias imágenes de gran carga simbólica que aportan mucha profundidad a una película ya de por sí maravillosa. Las actuaciones de todo el elenco son excelentes en una interpretación coral en la que se destaca el protagonismo de Carmiña Martínez, José Vicente, Natalia Reyes, José Acosta y Jhon Narváez, sin que desentone ningún personaje principal ni secundario en una propuesta con una narración que respeta los tiempos de cada escena. Aunque el film contiene un componente ancestral fuerte también señala las deficiencias de las tradiciones que permiten el desequilibrio que impone el nuevo capitalismo narco en una tensión constante con el equilibrio necesario para la prosperidad sustentable y saludable. Pájaros de Verano es un film alegórico esencial para comprender la historia de Colombia, el derrotero de los pueblos indígenas y de la principal etnia indígena colombiana a la luz de su mirada del pasado y su relación con el mundo moderno, la mentalidad de los terratenientes y su relación con el narcotráfico, las relaciones con los contactos norteamericanos, la simbología de los sueños que reviven con la vigilia y el valor del honor en las pequeñas comunidades.
El lugar es el norte de Colombia, donde se asienta la comunidad “wayuu”, en la península de la Guajira, de ancestrales costumbres y rígidos rituales. Los años 60′ a los 80′ es el tiempo de la narración. En los 60′ es cuando en la juventud norteamericana se desarrolla a pleno la cultura hippie, de desapego por el consumo, distante del “american way of life” y consumidora de la marihuana. El film da cuenta del origen del narcotráfico en Colombia, del modo en que los agricultores mutan su cultivo a esta hierba que les brinda astronómicas ganancias. Y con ello, un inevitable cambio en las costumbres, las maneras del intercambio y, obviamente, la modificación del concepto de pertenencia y las relaciones de poder. La adolescente Zaida da término a su encierro de un año, rito iniciático que todas las niñas wayuu deben cumplir, para superar el umbral y convertirse en aptas para el matrimonio y la procreación. En la fiesta de culminación del rito, un joven llamado Rapayet, también wayuu pero de otro clan, pide su mano. Se le impone una dote prohibitiva, Rapayet es un wayuu con excesivo contacto con los “alijunas” (blancos, negros, mestizos, en suma: los otros). La holgura de la dote tiene como fin desalentar a Rapayet, pero no resulta. El joven encuentra en el comercio de la marimba (marihuana), en pequeñas cantidades al principio, la forma de hacerse con Zaida. Pero…. ¿cómo controlar la ambición propia cuando el dinero fluye a raudales? ¿Cómo controlar la ambición ajena? Y como en todos los territorios donde el narcotráfico impone su presencia, donde los ríos de dinero corren casi al alcance de la mano, donde las armas son como golosinas y las voluntades tienen precio, donde el miedo disciplina y el poder corrompe… nada queda inmaculado. El clan de Zaida y el de Rapayet, los ancestrales wayuu, nada pueden contra fuerzas muy superiores y todo deriva en una bacanal de sangre. Contada en clave de western y con una estructura en actos (como un drama shakesperiano), hablada en el dialecto wayuu, con un cuidado tratamiento estético y narrativo para no caer en el pintoresquismo, ni que lo antropológico ahogue la fábula, el film fluctúa en las aguas del realismo y del sueño. Ese realismo mágico que floreció con Rulfo, con Vargas Llosa, Carpentier. Y con el colombiano García Márquez. Mundos que se inspiran en lo real maravilloso, tal la cosmovisión wayuu: centrípeta, evocativa, mágica. La realización es prolijamente rigurosa, con un desarrollo dramático clásico y una edición que mantiene el ritmo in crescendo hasta la catarsis final. Una película para disfrutar estéticamente y comprender los dispositivos que afectan el desarrollo constantemente truncado de estas tierras. Como si Latinoamérica fuera una suerte de Helena de Troya, cuya hermosura desmesurada fuera un designio, también una maldición. ELENCO: Carmiña Martínez, José Acosta, Natalia Reyes, Jhon Narváez, Greder Meza, José Cote, Juan Martínez MÚSICA: Leonardo Heiblum FOTOGRAFÍA: David Gallego GUIÓN: Camila Arias, Jacques Toulemonde DIRECCIÓN: Ciro Guerra, Cristina Gallego ORIGEN: Colombia / 2018
Poesía hecha imágenes en medio de una historia que rastrea los orígenes del narcotráfico en Colombia. Atravesada por el folclore y costumbres de pueblos originarios, hay manipulación del espectador para empatizar con un relato que en la oscuridad y violencia redobla su apuesta.
Hay cuatro hilos hilvanando Pájaros de verano, la película de Ciro Guerra y Cristina Gallego: los vicios, los idiomas, las tradiciones y la familia. Si aprovecho la metáfora tejedora, es porque hay un elemento fundante en este entramado cinematográfico: las manos. Desde la primera escena, se nos dice y se nos muestra que estas cargan con la tradición familiar. Son el registro de nuestra herencia. Estas palabras iniciales no aparecen a la ligera, puesto que el centro de la historia compete a una familia wayúu en La Goajira. O sea, ellos son descendientes directos de los primeros pobladores de estas tierras. Y en varias ocasiones durante la película, las mujeres están hilando. Por si fuera poco, el vestuario de los personajes es una pista casi distrayente de la potencia de las telas. Nos engatusa a recordar una época remota de colores brillantes y geometrías simbólicas. Con estos tejidos estamos presenciando entonces el asomo de una mitología que dialoga con los griegos y los indígenas. Por ejemplo, la tejedora Penélope, que anda y desanda con sus manos lo que trama con la mente. O la leyenda wayúu Waleker (araña) sobre la doncella urdidora. Pero vayamos con los hilos. Los vicios están representados en la película sobre todo por el personaje de Aníbal y Leonídas. Ellos son la puerta a los negocios que sustentan a la familia (comerciar marihuana), el quiebre de las tradiciones y el descontrol casi absoluto. En un momento, Rapayet concluye que “la marihuana es la felicidad”. La respuesta de Aníbal es “la felicidad para ellos”, refiriéndose a los gringos que bailan a lo lejos luego de hacer el primer negocio. Los guionistas no demonizan el consumo. No hay cortes acelerados para recrear el efecto de las drogas (incluyo aquí el alcohol), tampoco hay música perturbadora en torno a estos elementos químicos. La propia Úrsula, la matriarca del clan, acepta el negocio con tal de que no arriesgue las tradiciones familiares. Por su lado, el uso del español y el wayúu de acuerdo a cada ocasión remite a una complicidad y un respeto sostenidos durante toda la película. Esta familia habla ambos idiomas, pero decide a conciencia con quién y en qué momento usarlos. Estas decisiones lingüísticas no pretenden atesorar una tradición como si se tratara de adornos con los cuales se comercia. Se trata más bien de códigos que arrastran consigo creencias (hablar es cantar y, por ende, el canto o el silencio de los pájaros anuncia novedades), decisiones (cuando se habla, se puede quebrar la confidencialidad del clan) y complicidades (el rol del palabrero a lo largo de toda la película es la mayor muestra del valor de la palabra: el mensaje hermético). Si bien no son muchas las tradiciones retratadas, el paso por los distintos cantos que dividen la obra muestran el viraje en las fiestas, en los (des)entierros y en los rituales de iniciación que están presentes desde la primera escena. Los encierros temporales de Zaida y Leonídas, por ejemplo, tienen efectos muy diferentes, pero conllevan a la extinción: “los wayúu estamos muertos”, le dice ella a su madre ya en el quinto canto. Y el ritual iniciático de Zaida con ese baile que parece un enfrentamiento sensual, es diametralmente opuesto a los vallenatos de Aníbal que traen altanería y descontrol en la dinámica. Esto nos trae al hilo familiar tensado por Úrsula. Como la propia película nos invita a atender a los detalles (un saltamontes o varios pájaros pueden ser motivo para un primerísimo primer plano de lo ocurrido en el entorno), detengámonos en las manos de la matriarca. No hacen falta primeros planos de ellas para notar que todo el conflicto se está entramando a partir del diálogo o el monólogo de Úrsula con los sueños y la naturaleza. Cada vez que ella está reunida, sus manos están entrelazadas, pero no en posición de acuerdo, sino de enroscamiento. Su propia hija le achaca que, mientras más envejece, más supersticiosa se vuelve. La maravilla en la actuación de Carmiña Martínez es su semblante. La firmeza de su presencia y de sus gestos son convocados, a un mismo tiempo, con claridad y sabiduría. La preponderancia del wayúu en su discurso tiene un efecto similar al de los demás miembros más viejos: la voz de la tradición es desconocida para quienes hablamos en español. Lo tradicional está, entonces, aislado. Pero como reconocen los más viejos cuando están reunidos, el aislamiento no impidió una lucha de siglos con invasores y una eventual adaptación que sigue siendo un puente a los tiempos actuales. “El que no se adapta, perece”, dirían nuestros propios ancestros. El detalle está en que los realizadores saben que la tradición no es lineal, sino trágicamente simultánea. Leonídas y Rapayet son la entrada de la familia en la perdición. Pero no por su vínculo con las drogas y la violencia. No creamos ni un segundo en un asomo de pacatería en el film, muchísimo menos de gratuidad: el primer disparo en la historia nos arranca un susto, como tendría que hacerlo todo acto violento. Atendamos mejor a posturas retratadas en la película frente a la vida que son milenarias: la venganza, la avaricia y el amor. La propia Úrsula perderá su diálogo con el sueño y los nietos quedarán huérfanos en unas tierras donde lo que queda es el canto de la tradición sin nombres.
La droga es la felicidad del mundo. La droga nos gobierna, tanto es así que supo enfrentar a grupos de familias anticipando el origen de la lucha por el poder y lo que sería la corrupción del tráfico de la marihuana desde Colombia a los Estados Unidos. De manera ingenua y en su forma más pura sentó las bases del capitalismo y del negocio de la droga que precede a la historia que vimos en películas e infinidad de series sobre Pablo Escobar. Es por eso que se destaca, porque se trata de la historia de una familia que respeta sus raíces y vive con sus propias leyes, hasta que aparece la marihuana. Entramos en terreno de Pájaros de verano (2018), una película colombiana con la dirección de Ciro Guerra y Cristina Gallego. Durante la época próspera de la marihuana, una década violenta que vio los orígenes del narcotráfico en Colombia, Rapayet (José Acosta) se muestra interesado en casarse con Zaida (Natalia Reyes), hija de la guía del clan Úrsula (Carmiña Martínez), quién determina la dote que deberá presentar para el casamiento, Rapayet toma una decisión que cambiará el rumbo del clan para siempre; su familia indígena se involucra en una guerra para controlar el negocio que termina destruyendo sus vidas, tradiciones y su cultura. La primera parte es de formato documental, hasta la ceremonia de cortejo que comienza a dar movimiento al film. Los diferentes rituales son bellísimos visualmente, en el primero utilizan el color rojo en movimiento, que contrasta de manera genial con lo lineal del desierto y el color apagado de la tierra, estéticamente muy atractivo. Escuchamos de manera permanente el idioma wayúu que algunos actores debieron aprender. Son excelentes las interpretaciones en general y la fotografía. Basada en una historia real no es correcto; sí podríamos decir, que está inspirada en hechos reales. La música autóctona y los sonidos aborígenes acompañan el film, también ciertos planos detalles y generales, para realzar las costumbres de los wayúu y situarnos en un lugar aislado y puro hasta que llega el capitalismo. Rapayet es una figura vacilante, no crece en el transcurso de la película; un problema de guion que no conoce en profundidad a uno de sus protagonistas. Por lo tanto hubo una falla fundamental en cuanto a la construcción de los personajes principales, puesto que no podemos imaginarnos los motivos por los cuáles cada uno está parado en el lugar en el que los exponen y sus justificaciones desde que los conocemos, logrando cierta distancia para el espectador y dejándonos fuera de la historia. Quizás buscar nuestra empatía hubiese sido un acierto, sin embargo, es lo que no se logró ni se buscó, en apariencia. La locación más imponente, es una virtuosa y lujosa casa en el medio del desierto, y su utilería, la escenografía y el gran contraste con las chozas en las que vivían. Una película de la que esperaba mucho más, emoción, sentir identificación desde el corazón con las motivaciones de los personajes, un final que otorgue un cierre abierto o no, pero que emocione. Porque es el comienzo de una guerra vigente y que continuará porque el poder que otorga el dinero es el que maneja el mundo de una manera imparable, en donde no existe la justicia y los inocentes son mayoría. Lo que sentí es que no tiene alma y habla del tema más injusto que nos involucra a todos. Sin embargo destaco un mensaje: las ansias del poder y el dinero te pueden corromper al punto de elegirlo por sobre tu familia, lo más importante y eterno de tu vida. Esa es la famosa y peligrosa grieta que nos atraviesa y a pesar de la enorme impotencia que sentimos, seguiremos sometidos.
Basada en hechos reales, “Pájaros de Verano” no es una película más de narcotráfico en las décadas de los 60’, 70’ y 80’. Cuenta con todos los elementos de este tipo de films (estadounidenses, colombianos, avionetas, drogas y armas), pero los articula de una manera muy original, en capítulos y sin excesos. La película cuenta la historia de los indígenas Wayuu, que se transforman en narcotraficantes de marihuana. Todo comienza con Rapayet Abuchaibe (José Acosta) quien debe conseguir la dote para casarse con Zaida (Natalia Reyes), hija de la guía del clan, Ursula Pushaina (Carmiña Martínez), por lo que compra marihuana a su tío para vendérselo a unos estadounidenses hippies con la ayuda de su inseparable amigo Moisés (Jhon Narváez). Este es el origen de un negocio que crecerá velozmente en dinero y en enemigos y pondrá en juego al pueblo indígena y sus costumbres ancestrales. Filmada en su mayoría en exteriores, la fotografía que logró David Gallego construye planos que parecen obras de arte. A su vez, la dirección de arte es compleja, ya que durante toda la película conviven elementos propios de la cultura indígena y ajenos a ella. Los últimos irán desplazando a los primeros. Hay que destacar la actuación de José Acosta, la cual es muy sobria y con muy poco trasmite mucho. Para terminar, lo más valioso de la película dirigida por Ciro Guerra y Cristina Gallego, como obra, es que al ser una producción colombiana (en co-producción con Dinamarca, México, Francia, Suiza y Alemania), los colombianos se representan a sí mismos. Esto trae un nuevo punto de vista y forma de ver un tema que ya ha sido tratado infinidad de veces, aunque aquí se ve la pérdida de valores, tradiciones e identidad, siendo el resultado, muy cautivante. Además de Acosta, las actuaciones de todo el elenco son impecables. ---> https://www.youtube.com/watch?v=htDO3BpyM-I TITULO ALTERNATIVO: Birds of Passage DIRECCIÓN: Cristina Gallego, Ciro Guerra. ACTORES: Natalia Reyes, Jose Acosta, Jhon Narváez. GUION: Maria Camila Arias. FOTOGRAFIA: David Gallego. MÚSICA: Leonardo Heiblum. GENERO: Drama . ORIGEN: Colombia. DURACION: 125 Minutos CALIFICACION: Apta mayores de 16 años DISTRIBUIDORA: Mirada FORMATOS: 2D. ESTRENO: 26 de Septiembre de 2019
Colombia, década de los 70. Luego de hacer una pequeña venta de marihuana, algunos sectores aborígenes colombianos comienzan a producir y vender dicha droga en masa, pasando de ser agricultores, a grandes empresarios. Pero con las riquezas, empiezan los problemas cuando algunos miembros de las diferentes familias, no saben manejar el enorme poder que sus pares están amasando; trayendo consigo guerras internas. Desde Colombia nos llega Pájaros de verano, una película que desde el vamos, les decimos que no es para todo público. Y no lo afirmamos por tener algún contenido de índole sexual o violento explícito que podría espantar al espectador más quejoso; no. Sino que es una cinta muy autóctona, que queramos o no, no es de fácil asimilación para todos. ¿Por qué afirmamos entonces que no es para todos? Por el simple hecho de que el film esta hablado en el lenguaje autóctono de los personajes; así que, si algún lector desprevenido detesta los subtítulos, desde ya, le decimos que acá van a tener que leer y mucho, porque el dialecto que manejan los personajes, ni por asomo puede ser adivinado si no se lo conoce a fondo. Lo mismo podríamos decir de las actuaciones, que en más de un caso rozan lo amateur, y a algunos puristas, este nivel interpretativo, le podría chirriar bastante. Pero en realidad es todo lo contrario, ya que le da más verisimilitud a la historia que nos está contando el director, Ciro Guerra. Y hablando del realizador, Ciro Guerra sabe aprovechar los recursos naturales que ofrece las locaciones, para representar a la Colombia más visceral vista en bastante tiempo. Olvídense de ver grandes fincas o palacios en el medio de la anda, como nos tienen acostumbrados las narco series; no, acá nos metemos en desiertos, plantaciones y casas muy humildes. Como dijimos en el primer párrafo, es el génesis de lo que iba a venir después para el país cafetero. Pájaros de verano es de esas películas extranjeras que nos llegan, que se nota que no están hechas para contentar al público extranjero tocando algún tema de forma superficial, sin darle alguna característica que identifique a su país de origen. Y en ese sentido, tenemos que decir que ya nos gustaría ver más cintas del resto de Latinoamérica estrenadas en Argentina.
Co dirigida por Ciro Guerra (El abrazo de la serpiente) y Cristina Gallego, esta curiosa película colombiana, de bellísima fotografía, se mete en el corazón de Guajira, al norte de Colombia y Venezuela. Allí, los Wayuus combinan ritos tribales ancestrales con trapicheos y contrabandos muy contemporáneos. Hablada en lengua original y español, Pájaros abre con la ceremonia de iniciación como mujer de la bella Zaida, bailes tradicionales incluidos. Parece una película antropológica, pero el casamiento, la entrega de la joven incluye una dote que el pretendiente deberá conseguir. Estructurada en capítulos, sorprende, y acaso no del todo felizmente, cuando el asunto deriva en la inclusión del narcotráfico, la guerra entre clanes y la violencia desatada.
Basada en una historia real que explica el origen del narcotráfico en Colombia, la película se sitúa en los años 70 cuando la juventud norteamericana abraza la cultura hippie y con ella a la marihuana. Los agricultores de la zona comienzan a traficar a un ritmo veloz. En el desierto de Guajira, una familia indígena Wayuu se ve obligada a asumir un papel de liderazgo en esta nueva etapa delictiva. La riqueza y el poder se combinan con una guerra fratricida que pondrá en grave peligro a su familia, a sus vidas y a sus tradiciones ancestrales. La sinopsis de la película suena más interesante que la ejecución misma del film. Si bien la historia posee elementos de enorme originalidad y escenas de gran belleza, la mayor parte del tiempo se puede decir que el ritmo narrativo es excesivamente moroso y por momentos se vuelve pretencioso, sabiendo que ciertos toques de arte forzado le podría quedar bien y darle una calidad automática. Pero justamente ocurre lo contrario. Con un pulso narrativo menos demagógico con el espectador de festivales y los críticos (asumimos que sus errores son en parte por eso, pero simplemente puede ser fallida y punto) la película podría haber ganado mucho. Sus aires de western, combinados con la clásica historia de narcotráfico eran un gran punto de partida para una gran película, lamentablemente esta historia deberá esperar un mejor destino en el futuro, alguien que pueda finalmente darle el estilo que se merece.
Pájaros de verano: Anteponer la droga a la tradición. Un inusual western colombiano con el narcotráfico como tema principal llega a la pantalla grande para sorprender. Una historia épica de gánsters situada en el pueblo wayúu. La poesía y el folklore atraviesan las imágenes para manipular al espectador en un oscuro relato. Ciro Guerra, el director de la extraordinaria “El Abrazo de la Serpiente” (2015), regresa junto a Cristina Gallego para mostrar a la comunidad indígena wayúu en el desierto de Guajira, de costumbres ancestrales, y el origen del narcotráfico en Colombia entre los años ´60 y ´80. Se trata de la historia de una familia con un gran respeto por sus raíces y estructuras sólidas, hasta que aparece la marihuana. Los pájaros migran en silencio, casi como fantasmas. Las langostas pueden augurar un cambio. Todo lo que el humano no puede controlar, inquieta. La película da cuenta de la transformación del típico proceso agricultor colombiano al monocultivo de marihuana para satisfacer al mercado estadounidense – que luego demandará cocaína y también la obtendrán de los colombianos-. El cultivo de marihuana les genera a los aborígenes ganancias siderales y, con ello, la promesa de una mejor calidad de vida. Pero todo tiene su lado B. En el desierto de La Guajira, en un período que va de 1968 a 1980, donde viven los wayúus, una población nativa que se dedica al pastoreo y al café. Inspirada en hechos reales, la película explica los orígenes del narcotráfico en Colombia, con la llegada de las misiones de paz norteamericanas para comunicar ideales del capitalismo. Rapayet (José Acosta) se muestra interesado en casarse con Zaida (Natalia Reyes), hija de la guía del clan, Úrsula (Carmiña Martínez), quién determina la dote que deberá presentar para el casamiento. Para demostrar que tiene poder y es digno de la muchacha, toma contacto con un miembro del Cuerpo de Paz, que le propone empezar un rentable negocio de plantaciones ilícitas de marihuana. Aunque esa decisión va a costar vidas, tradiciones y el rumbo de la historia del pueblo. La ambición, el poder y el dinero desencadenan guerras impensadas y violencia nunca vista dentro del clan, destruyendo las prácticas ancestrales en pos del individualismo agresivo para tener dinero con el cultivo de marihuana. La película se divide en cantos/capítulos que remiten a la tragedia griega, a lo shakesperiano, como un retrato simbólico de cada uno de los personajes. Los sueños también son presagios que advierten peligros. La música autóctona y los sonidos ambientales acompañan de forma armónica toda la película. El viento, silencio que se siente y se ve, sitúa al espectador en el espacio desértico y onírico en el que todo transcurre. La realización es prolijamente rigurosa, con un desarrollo clásico y una edición que mantiene el ritmo hasta el final. Una película para disfrutar estéticamente y comprender culturalmente a estas tribus. Hablado mayormente en lenguaje wayúu – y el resto en español-, “Pájaros de verano” expone algunas consecuencias del narcotráfico para las comunidades indígenas. Repleta de imágenes sumamente simbólicas que dan profundidad a la narrativa paciente con una mirada antropológica, se preocupa por mirar el lado de los que sufren con todo esto. Las actuaciones son excelentes en un reparto coral en la que se destaca el protagonismo de Carmiña Martínez, José Vicente, Natalia Reyes, José Acosta y Jhon Narváez, sin que desentone ningún personaje. El guion está fuertemente marcado por la interpretación psicológica del sufrimiento de los pueblos precolombinos. Narrada como un western, estructurada en actos o “cantos”, hablada en un idioma inusual, llena de realismo mágico, tomado de otro colombiano como García Márquez, esta película es rara, sí, pero también es una joya latinoamericana para disfrutar de la magia y entender los padecimientos de ciertas tribus.
Los primeros minutos de Pájaros de verano parecen dignos de un documental etnológico sobre los indios Wayuus que viven en la península caribeña de la Guajira, al norte de Colombia y Venezuela. Los usos y costumbres, los ritos ancestrales (la iniciación de una niña que pasa a ser mujer, los bailes, los casamientos arreglados -incluso en términos económicos-, el lugar clave de los ancianos y de los denominados “palabreros” para resolver los conflictos entre los distintos clanes) forman parte de ese segmento inicial de una película inspirada en hechos reales que comienza en 1968 y seguirá el derrotero de sus personajes hasta bien entrada la década de 1980. Pero Pájaros de verano no es solo un film sobre las tradiciones y el honor de esas tribus sino también una película sobre el surgimiento del narcotráfico en la zona que termina a pura escena de acción, con elementos dramáticos de claro sesgo shakespeareano, situaciones que remiten a El Padrino o Scarface (y otras más por el lado de Narcos). La llegada de un foráneo a un tradicional clan de estructura matriarcal (Ursula, interpretada a pura convicción por Carmiña Martínez, es la líder indiscutida) constituye el punto de partida. Es que Rapayet (José Acosta) deberá iniciarse en la compraventa de marihuana para conseguir el dinero y pagar la dote de su casamiento con la hija de Ursula, Zaida (Natalia Reyes), y luego comenzará a crecer en el negocio del narcotráfico a fuerza de enfrentamientos, traiciones cruzadas y -claro- conexiones con los “blancos”. Dividida en cinco episodios o “canciones”, Pájaro de verano tiene una típica estructura de surgimiento, apogeo y caída, con sus coloridos personajes, costumbres y lugares que inevitablemente están siempre al borde del pintoresquismo y diálogos que en su mayoría son en el idioma de esos pueblos originarios. La película se sigue con interés y las imágenes tienen una potencia indiscutible, aunque cuando se desata la guerra entre clanes (que manejan intereses opuestos en el negocio de la droga y en algunos casos ya con vínculos con mafiosos de Medellín) la narración tiende a desbordarse en esa espiral de violencia, donde la sed de venganza, el ojo por ojo, es capaz de destruir vidas, familias y hasta milenarias tradiciones.
"Pájaros de verano": ecos trágicos La nueva realización del director de "El abrazo de la serpiente" está inspirada en hechos reales que tuvieron lugar entre las décadas de 1960 y 1980 en territorio original de la tribu de los wayuu. Tras el éxito de su tercera película, El abrazo de la serpiente, entre cuyos numerosos premios se destacan los que recibió en los festivales de Cannes y Mar del Plata, así como su nominación en 2016 al Oscar como Mejor Película en Lengua Extranjera, llega a las pantallas argentinas Pájaros de verano, nuevo trabajo del cineasta colombiano Ciro Guerra. Codirigido junto a Cristina Gallego, quien ofició de productora en todos los trabajos anteriores de su compañero, aquí se vuelve a abordar un costado poco conocido de la historia colombiana, cuyos ecos trágicos se enlazan con el oscuro presente de la más septentrional de las repúblicas de América del Sur. Pero aunque los hechos narrados puedan ayudar a poner esa realidad en perspectiva, la intención de la película no parece ser ni explicativa ni didáctica sino simplemente, y nada menos, la de obtener un valor que surja de su propia condición de relato. Pájaros de verano, como afirma un breve texto que prologa a la acción, está inspirada en hechos reales que tuvieron lugar entre las décadas de 1960 y 1980 en una región al norte de Colombia, La Guajira, territorio original de la tribu de los wayuu.Atados a sus tradiciones ancestrales, los wayuu viven en clanes familiares que se vinculan de manera muy similar a como lo hacían las grandes casas reales de Europa incluso en esa misma época: negociando entre sí los matrimonios de sus hijos dilectos. La película comienza con el ritual de entrada en la madurez de Zaida, primogénita de Úrsula –ambas heredaron el don de dialogar con los espíritus a través de los sueños entre la familia de los Pushaina—, quien en el mismo acto es ofrecida en matrimonio. Hasta ahí llegó Rapayet, miembro de los Abuchaibe Uliana, que aunque maneja con habilidad algunos negocios con los alijuna, como llaman a negros, europeos y demás pueblos no originarios, no se encuentra entre los miembros más respetados de su familia. Pero él es orgulloso y se siente capaz de cumplir con la cuantiosa dote que se le exige por la mano de Zaida. Rapayet hace dinero vendiendo alcohol entre los clanes con su amigo, el mulato Moisés. Al menos hasta que se cruza con un curioso cuerpo de paz. El mismo está integrado por un montón de gringos pseudo hippies, quienes realizan acciones de infiltración anticomunista entre los nativos(la película comienza a finales de los ’60) y andan buscando a alguien que les consiga marihuana. Rapayet se ofrece a eso y le encargan 50 kilos. Hasta acá la película parecía perfilarse como un western étnico, presunción que sostenía en algunos detalles del contexto. Pero esos 50 kilos de porro encierran un punto de quiebre no solo para el relato cinematográfico que propone Pájaros de verano, sino también para el destino de los waynuu. Y por qué no también para la historia colombiana. A partir de ahí la película se convertirá primero en el mito de origen de un gangster, para luego transformarse en un relato de narcos construido en forma de saga familiar que no tiene nada que envidiarle a la de los Corleone. Si se vuelve hacia atrás, no parece casual que ambas historias comiencen con una boda, un ritual de paso que tanto expone la fidelidad a una estricta tradición, como la ambición y el poder que se concentra en quienes manejan los destinos de los clanes. Guerra y Gallego aprovechan la mitología del relato mafioso y sus particularidades para releer este episodio de la historia de su país en clave épica. Pero también elegíaca, en tanto puede ser vista como retrato seminal del imperio de la muerte que aún hoy se pasea por Colombia. En el medio hay de todo: acuerdos y traiciones, veneración por los mandatos de la sangre y la certeza de que su derramamiento es el único camino para compensar toda pérdida. El origen de un camino hasta ahora sin retorno.
El de La Guajira es un paisaje alucinante, dicho esto en el mejor sentido de la palabra y en línea con lo que indica el diccionario: "Que causa sorpresa, asombro y una fuerte impresión". En esa inmensidad seca, desértica e inhóspita para el extraño, ubicada en territorio colombiano sobre el punto más septentrional de América del Sur, viven los indígenas wayuu. La lengua, las tradiciones y los rituales de este pueblo originario está en el centro de este fascinante relato, cargado a la vez de hallazgos visuales y de observaciones etnográficas mezcladas virtuosamente con una perspectiva casi clásica en términos de géneros cinematográficos. Después de ese cruce extraordinario entre memoria oral y pretensiones de modernidad que fue El abrazo de la serpiente, Ciro Guerra (aquí en compañía de Cristina Gallego) ensaya una variante de esa atrapante búsqueda de fusión entre opuestos. Con la estructura de una película de criminales y gánsteres, Pájaros de verano nos muestra la transformación de una comunidad entera y de sus tradiciones cuando en los años 70 aparece la posibilidad de comercializar marihuana, el comienzo de la larga historia del narcotráfico en la región. Como si el mundo de El padrino se instalara en el mundo de los indígenas colombianos. Los ritos ancestrales perduran mientras se adaptan con crueles resultados a una nueva realidad marcada a fuego por la codicia y las traiciones.
Una bella, profunda y violenta película sobre los albores del narcotráfico en Colombia, en los años 70. En este caso los directores son dos Ciro Guerra, el responsable de esa maravilla que fue “El abrazo de la serpiente” y Cristina Gallego, productora de ese film anterior y socia artística de Guerra. Ambientada en la Guajira colombiana, habitada por el pueblo wayuu que de manera casual, a través de los pedidos de jóvenes integrantes de “los cuerpos de paz “(relanzados por John Kennedy), descubren que un mercado enorme y hambriento de droga. La producción de cargamentos de marihuana instala entre esa etnia una riqueza inesperada. Pero también temibles consecuencias. En ese lugar geográfico donde conviven la fascinación de zonas desérticas con bosques húmedos, los wayuu tienen códigos inamovibles, una profunda relación con la naturaleza, una comunicación con sueños y códigos de creencias. La riqueza y la ambición van de la mano para destruirlo todo y crear a esos reyezuelos todopoderosos con ejércitos armados que ejercitaran sangrientas venganzas y se transformaran en señores del mal. Pero lo interesante es que están tan lejos de los estereotipos estadounidenses que poblaron el imaginario de tantas películas desde padrinos, buenos muchachos, sopranos y demás, que esta nueva visión del origen del infierno cala hondo en el espectador. Es la otra cara tan oscura y temible del fenómeno del narcotráfico en su verdadero origen. Comprensión de la naturaleza, y destrucción de un mundo de valores que ya no puede sostenerse, la hoguera de poder es tan potente que se lo consume todo. Estéticamente la película aprovecha cada rito ancestral, muestra panorámicas de impresionantes composiciones, la presencia de una naturaleza que habita los conflictos. Sueños que anuncias la condena de los protagonistas, plagas que acompañan los estallidos finales de un destino marcado. No se pierda esta película.
En El abrazo de la serpiente (2015), Ciro Guerra y Cristina Gallego retrataron el choque de culturas a través de la poética aventura de un chamán y dos científicos europeos lanzados a la búsqueda de una planta medicinal en el Amazonas. Con la misma excelencia visual y magia narrativa, Pájaros de verano vuelve a abordar la tensión entre cosmovisiones, pero ahora con una trama vibrante que cruza a Scarface y El Padrino con los pueblos originarios colombianos. “Esta historia ha sido inspirada por hechos reales ocurridos en la región de La Guajira (extremo norte de Colombia) entre las décadas de 1960 y 1980”, explica un cartel al comienzo. Es la época conocida como Bonanza marimbera, en la que empezó a florecer el narcotráfico mediante la exportación de marihuana a los Estados Unidos. Ahí se sitúa, como canta un pastor al principio, esta “historia de amor, desolación, riqueza y dolor de aquella gran familia que se destruyó a sí misma”, que tiene como protagonistas a los wayúu, el pueblo indígena más numeroso de Colombia, formado por unas 600 mil personas. Rapayet es un wayúu criado entre los alijunas, como se denomina a todos aquellos que no pertenecen al pueblo. Tal vez esa mixtura sea su mejor cualidad y, a la vez, el origen de todos los males: él será quien descubra la rentabilidad de la marimba que cultivan los wayúu y, con su habilidad para tratar con unos y otros, armará el negocio de vendérsela a los gringos. Pero como el cine de gángsters nos enseñó, a un rápido ascenso suele seguirle una caída estrepitosa. Aquí los códigos mafiosos se entremezclan con las tradiciones wayúu, y es ahí donde Pájaros de verano se vuelve fascinante. Nos sumergimos en un mundo ancestral, donde la palabra oral es sagrada, los sueños tienen valor de profecías y, gracias a sus dotes chamánicas, algunas mujeres compensan de cierta forma el poder que ostentan los hombres. La tensión entre lo femenino y lo masculino y entre lo material y lo espiritual son otros ejes de conflicto. Pero no hay aquí vicios de antropologismo, didactismo, condescendencia ni idealización. Si bien la cultura wayúu aporta su encanto y es lo que hace de esta película -hablada en esa lengua- una experiencia única, está integrada a la historia con total naturalidad, sin el exasperante pintoresquismo en que a menudo cae el cine que se acerca a los pueblos originarios. Ninguna toma -notable fotografía de David Gallego- ni escena sobran: todas están al servicio de esta tragedia que anticipa a la que unos años más tarde viviría Colombia.
“Pájaros de verano”, de Ciro Guerra y Cristina Gallego Por Ricardo Ottone Al enterarse que una película va a retratar los orígenes del narcotráfico en Colombia, uno a priori (y de puro prejuicioso) se puede imaginar un posible y previsible abordaje. Pero ese no viene a ser el caso de Pájaros de verano, donde Ciro Guerra y Cristina Gallego hacen una aproximación original al tema distanciándose de la habitual biografía demonizante/romantizante de narcos como Pablo Escobar (posiblemente uno de los personajes más ficcionalizados del cine reciente) y de la mirada entre condescendiente y atemorizada de Hollywood cuando pretende echar un vistazo a lo que sucede en su patio trasero. El film abarca un periodo comprendido entre fines de los 60 y principios de los 80 en la zona de La Guajira, al norte del país, territorio habitado y defendido por la comunidad originaria de los wayúu que viven bajo sus propias y estrictas reglas de convivencia e intercambio entre familias, así como del restringido contacto con aquellos que no pertenecen a la comunidad. En ese contexto, Rapayet, un joven que quiere conseguir el dinero necesario para reunir la dote que se le exige para casarse con Zaida, hija de una influyente familia, descubre que puede hacer un muy buen negocio proveyendo marihuana a unos curiosos hippies norteamericanos que trabajan para el Departamento de Estado y quieren fumar porro al mismo tiempo que distribuyen panfletos anticomunistas. El negocio es más lucrativo de lo que Rafayet y su socio esperaban al principio, empieza a crecer de manera exponencial y coloca a la familia de Rapayet y la de Zaida (ahora casados) en posición de liderazgo en el comercio y distribución de la droga en la zona. Esto con el correr del tiempo les provee prosperidad económica pero también va a traer la ruina a su familia y provocar un grave daño a su cultura. Planteada como saga familiar que la emparenta con otras familias como los Corleone, narrada en cuatro actos a lo largo de más de una década, postula en referencia al narcotráfico algo así como un mito de origen que va a dar lugar a una espiral descendiente de violencia, corrupción y destrucción que está anunciada ya desde el comienzo. Hay como en los anteriores films de Guerra una puesta en escena bella, elegante y precisa, que sobre todo en su primera mitad remite a cineastas como Glauber Rocha. Es fundamental la fuerza de la tradición y el papel de lo onírico y las escenas donde esto es más evidente son algunas de las visualmente más fascinantes. Se trata de la paulatina degradación de una familia y una cultura, una degradación en cuyo origen está, cuando no, la intervención del capitalismo. Algo que los realizadores hacen explícito cuando muestran a los socios brindando a la salud de este tras el éxito de su primer negocio. Paradójicamente todo se origina cuando el protagonista quiere acoplarse a la tradición (cumplir con la dote exigida) y así es como se da la convivencia ambivalente y contradictoria entre el cumplimiento de las leyes ancestrales de la comunidad y el ejercicio de la actividad que los enriquece, hasta que al final estas reglas se vacían de contenido y pasan a estar al mismo nivel con las del código mafioso. Ya en su anterior film, El abrazo de la serpiente (2015), Ciro Guerra había retratado las tensiones entre las culturas originarias de América y la civilización blanca occidental. Aquí hay nuevamente una mirada que es en algún punto etnográfica, que no apunta al exotismo, mostrando las costumbres y creencias del pueblo wayúu, con diálogos hablados mayoritariamente en su idioma, y a la vez respetando pero no idealizando, lo cual implica mostrar que también pueden corromperse y que no están inmunes a la codicia, la ambición, la violencia ni otras tantas miserias propiamente humanas. PÁJAROS DE VERANO Pájaros de verano. Colombia, 2018. Dirección: Ciro Guerra, Cristina Gallego. Intérpretes: Carmiña Martínez, José Acosta, Natalia Reyes, Jhon Narváez, Greider Meza, José Vicente Cote, Juan Bautista Martínez. Guión: Maria Camila Arias, Jacques Toulemonde. Sobre una idea original de Cristina Gallego y Ciro Guerra. Fotografía: David Gallego. Música: Leonardo Heiblum. Montaje: Miguel Schverdfinger. Dirección de Arte: Angélica Perea. Producción: Cristina Gallego, Katrin Pons. Distribuye: Mirada Distribution. Duración: 125 minutos.
Érase una vez en el norte colombiano La nueva película del director de El abrazo de la serpiente (2015) adquiere la forma de un western, al narrar las desventuras del pueblo Wayuu en la década del setenta, cuando esta comunidad se insertó en el tráfico de marihuana con consecuencias trágicas. La tribu Wayuu habita la árida península de la Guajira al norte de Colombia y noroeste de Venezuela, sobre el mar Caribe. Hablan su propio idioma (utilizado por la película) y siguen una serie de tradiciones ancestrales que determinan su conducta como comunidad. Cuando en la década del setenta se involucran en el tráfico de marihuana comienzan a sumar poder y tener problemas de manera interna y con el resto de las comunidades del lugar. Podría ser un Spaguetti Western pero no lo es, porque siempre el cine de Ciro Guerra accede a otra dimensión. Una dimensión mítica llena de sabiduría ancestral e incomprensible para el mundo contemporáneo, y una dimensión surrealista en donde los muertos envían mensajes a los vivos y anticipan el destino. De esta manera Pájaros de verano (2018) toma recursos del western y gángster para hablar de otra cosa: la tragedia de la cultura. El film tiene puntos de contacto con el resto de su filmografía, en cuanto al camino de ambiciones y egoísmos que trazan sus personajes al poner en peligro a su grupo o entorno social. Es que Pájaros de verano a simple vista parece una película de mafias enfrentándose por el territorio en un espacio árido de hombres de pocas palabras, con la iconografía de géneros a su merced. Pero es la manera de desarrollar el film y el lugar que se le da a los rituales de la comunidad, lo que marca el valor trágico de la película. Una verdadera tragedia griega. Co-dirigida por su mujer y habitual productora, Cristina Gallego, la película tiene el tinte épico de su temática, universal en la forma de ser retratada. Los Wayuu son un caso concreto de un peligro que corre cualquier grupo humano tentado por ambiciones de dinero y poder. La pérdida de los valores que los unifican culturalmente como conjunto de personas son la verdadera tragedia de este relato. Si El abrazo de la serpiente tenía una propuesta estética y técnica en un sobrio blanco y negro, Pájaros de verano hace un uso radiante del color. El trabajo del sonido otra vez otorga un clima enrarecido en constante tensión, y marca la complejidad y violencia entorno al mestizaje cultural. Ambas películas hablan de lo mismo, la imposibilidad de comprender al otro, se trate de la época de la conquista, de la violenta década del setenta o la actualidad.
Drogas y Tradiciones. Crítica de “Pájaros de Verano” de Ciro Guerra.I La película narra el ascenso y la caída de un traficante de drogas y su familia, la cual comienza en 1968 y abarca doce de años de violencia en el desierto del norte de Colombia. El último drama surrealista del director de “El Abrazo de la Serpiente”, Ciro Guerra, nos pone esta vez en contra de los rituales moribundos de una tribu remota contra la sorprendente ambivalencia de la naturaleza, esta vez, utilizando el telón de fondo para explorar los orígenes del narcotráfico. Si bien nunca alcanza las psicodélia de su película anterior y se basa en un patrón de eventos más convencional, “Pájaro de Verano” ofrece otro poema de tono fascinante sobre la identidad fracturada de Colombia. Desde el inicio mismo se sumerge en las tradiciones que dictan la vida wayuu, cuando la joven Zaida (Natalia Reyes) realiza un baile para la comunidad local, propio de los jóvenes cuando cumplen 18 años. Donde se le acerca el pretendiente Raphayet (José Acosta), quien pronto se convierte en protagonista de la historia. Despreciado por la familia como indigna de la joven, Raphayet se lanza en una misión a través del paisaje para recuperar una gran cantidad de vacas, collares y mulas con el objetivo de ganar su mano. En el proceso, recluta a su amigo Moisés (Jhon Navaez), un sonriente hedonista que convence a Raphayet para que lo ayude a repartir marihuana a los hippies en Peace Corp. Al principio, parece un plan fácil, pero Moisés es una persona tna intensa que sus travesuras eventualmente conducen a resultados violentos y un enfrentamiento que obliga a Raphayet a elegir sus lealtades. Las hazañas de Raphayet y Moisés contienen indicios de una entrañable comedia de amigos oscuros, pero nada en esta remota existencia dura para siempre. A cada instante del relato, “Pájaros de Verano” desarrolla la jerarquía del clan, con la matriarca espiritual de la familia (Carmiña Martínez) que toma las decisiones, a través de señales de los sueños y hace demandas arriesgadas de su hijo. El imperio creciente de la ley; el tío de su esposa (José Vicente Cotes), el llamado “mensajero de palabras”, llega a cada escena escondida debajo de las gafas de sol y un sombrero de vaquero para pronunciar declaraciones inexpresivas sobre las demandas familiares de sus competidores. Bajo un aire inquietante en estos procedimientos, cada momento de la vida de la familia parece dominado por una sensación de extinción inminente e inevitable, donde, incluso los hijos de Raphayet, casi nadie sonríe y nadie se ríe. El hermano menor de Zayda, Leonidis (Greyder Meza), crece dando por descontada la ilegalidad de la tierra, y se convierte en un psicópata cuyos crudos deseos precipitan la lenta ruptura de los lazos familiares. La codicia va haciendo que cambie la fisonomía del lugar, a medida que el imperio de Raphayet toma forma, construyéndose en el cautivador set principal, una lujosa mansión en medio de la nada. El propio personaje de Raphayet tiene una cualidad fría e inacabada, como si hubiera sido concebido simplemente para darle a esta historia expansiva una medida de protagonista. A su esposa le va aún peo; a pesar de su presentación dramática, ella sigue siendo una no entidad en todo momento. “Pájaros de Verano” está plagado de ceremonias extraordinarias, desde huesos exhumados hasta la comunión con los muertos hasta sueños interpretados por el bien de las decisiones comerciales. La película traza una trayectoria, adoptando al mismo tiempo una exploración a los Wayuu y forzando su dinámica en un escenario que finaliza con escena explosiva, salida del final de “Scarface”. En un ambiente de insectos silbantes, vientos huracanados, cigüeñas errantes y cabras rebuznando, “Pájaros de Verano, al igual que la maravillosa “Wind River” (2017) de Taylor Sheridan, indaga en la forma en que esta existencia rústica parece estar en desacuerdo con las crecientes amenazas del deseo capitalista. Puntaje: 85/100.
Ciro Guerra retoma la labor de dirigir y guionar su nueva producción latinoamericana, partiendo de una idea planteada por su esposa, Cristina Gallego, quien también lo acompaña a liderar el mando detrás de cámaras. ‘Pájaros de Verano’ está ambientada en la península de La Guajira, sus eventos transcurren entre las décadas de 1960 y 1980, y se centra en los albores del narcotráfico en Colombia. Relatada a través de Cantos -como el modelo homérico de mitologemas presente en ‘La Ilíada’ y ‘La Odisea’-, se representa la inserción de una familia nativa de dos Tribus Wayú al modelo capitalista, reinvirtiendo sus excedentes de cultivo de granos de café en numerosos kilos de marihuana, para venderlos a consumidores e intermediarios estadounidenses que hacen turismo en la región.
Pájaros de Verano, sólida narración que rejuvenece a un modelo narrativo reconocido. La prosperidad sin sacrificar la integridad es una meta que todos deseamos, a la que algunos pocos renuncian por una desesperación que les hace ver incompatibilidad entre ambos conceptos. Este es un recurso visto infinidad de veces en el cine, pero casi siempre de la mano de bichos de ciudad. Los creadores de El Abrazo de la Serpiente nos muestran que este camino de hedonismo, del sacrificio de la integridad para acceder a la abundancia, es algo que no solo afecta a los citadinos sino también a las orgullosas tribus indígenas. Como si el hecho de ser tentados por la codicia fuese algo que nos hermana. Una Scarface Indígena Esta crítica es consciente que está tomando un término repetido por muchos medios, pero es el que mejor le sienta y el que mejor resume sus aciertos. El espectador no va a sentarse a ver un documental sobre una tribu donde solo se limitan a observar su proceder, sino que van a ver una fluida narración. Los realizadores ilustran con gran nivel de detalle los rituales y la sociabilidad de la tribu que protagoniza la trama de esta historia. Es la puerta por donde entra el espectador, y es tal la paciencia y la puntillosidad en introducir estos detalles que uno originalmente pensaría que el rigor documental nos va a privar de una historia más dinámica. Donde la intención parecería ser solo la de mostrar la realidad histórica en la que se enmarca la narración. No. Como en las mejores narraciones, el contexto es clave. A medida que avanzan el dinero y la sangre, nos damos cuenta que ofrecen una historia que probablemente hayamos visto en otras ocasiones, pero con la novedad de que es dentro del último de los contextos que nos podríamos imaginar que ocurriera. Su originalidad es esa: sin perder ese detalle, sin perder ese respeto por el contexto que se molestaron en establecer, los realizadores componen una historia de ambición, traición, amor y violencia, en donde los protagonistas ceden poco a poco a cada uno de los principios largamente impuestos por su tribu. Es de destacar la estructura de cinco actos elegida para desarrollar la trama. Si bien presentadas como cantos, este proceder narrativo recuerda a la vieja usanza ejemplificada por William Shakespeare en sus tragedias más destacadas. Porque Pájaros de Verano al final del día es eso, la tragedia de un hombre, de una familia, que motivados por el deseo de proteger y prosperar terminan, irónicamente, destruyendo todo lo que les rodea. El aspecto visual es tratado con sumo cuidado, con una gran riqueza de composición e iluminación que oscila entre lo pictórico y el realismo documental. El nivel actoral goza de prolijidad pero quien destaca es Carmiña Martínez como la matriarca de esta tribu, quien con mucha austeridad y confianza física transmite la potente emoción de su interpretación, en particular los progresivos matices que empujan a su recto personaje hacia la perdición.
VIAJE A LA SEMILLA Pájaros de verano es una película importante que añade a la construcción paisajística un relato inscripto en los códigos genéricos de los gángsters. La curiosidad radica en involucrar a las culturas ancestrales como parte del germen del negocio del narcotráfico, caballito de batalla para explotar históricamente un asunto tan caro a Colombia. Es decir, hay un modo de relato reconocible para los espectadores cuyas señales se identifican inmediatamente: ascenso y caída, clanes, negocios, muerte. Aquí, desde el inicio, una mujer aclara que la muerte va y viene. Sin embargo, su presencia se manifiesta de diversas formas para las culturas que entran en juego. En un caso, es la continuación de la vida más allá de este mundo; en otro, el resultado trágico debido al afán por el dinero. La importancia de la película se sostiene en la solemnidad de la cita. Los fantasmas de Shakespeare y de Dante articulan una orientación de lectura que invita a asociar la trama (la ambición humana) y la estructura (dividida en cantos) con libros de prestigio. El resultado es estimulante por momentos y reiterativo por otros, con una primera mitad fluida que comienza a apagarse a medida que el subrayado sobre un espacio decorativo sobrepasa las posibilidades narrativas. El punto de partida lo constituyen hechos que ocurrieron en La Guajira, locación al extremo norte de Colombia, entre 1960 y 1980. Corroborar si eso sucedió efectivamente o no, poco importa. Pero no deja de ser curioso el sustrato elegido como base narrativa. Principalmente porque los realizadores eligen cruzar dos modos de pensamientos a partir de la unión entre dos jóvenes, excusa para ligar el matrimonio y el narcotráfico. En efecto, la posibilidad de complacer a unos gringos hippies que demandan marihuana es el primer eslabón para marcar la degradación de una comunidad cuyos clanes terminarán matándose entre sí. En este derrotero de caída libre por diversos círculos del infierno dantesco, hay reminiscencias a varios films de mafia. Todo esto parece confluir en esta película donde la violencia del capitalismo no solo está representada en una ridícula estampita que reza No al comunismo, sino en la fatalidad que irrumpe cuando el dinero gobierna el destino de las personas y el poder se filtra de modos casi imperceptibles y hasta por azar. Como consecuencia, la destrucción es un destino inevitable que alcanza aún a comunidades cuyos ancestros parecen ajenos hasta que el dinero aparece para contaminar. Entonces, cuando la violencia antecede a la palabra, ya no hay retorno, ni siquiera para los alijunas y los wayyu. Esta terrible verdad (el punto más fuerte) es plasmada con una estética tranquilizante de colores y texturas ajustadas a las circunstancias, de paisajes abiertos mostrados en pantalla ancha y con un cuidado que provoca la inmediata fascinación, un horizonte difundido e institucionalizado.
Este es el nuevo trabajo del cineasta colombiano Ciro Guerra («El abrazo de la serpiente, 2015») codirigido con Cristina Gallego. Narra los momentos que viven estos pobladores en Colombia cuando llega el negocio de la droga a los Estados Unidos a partir de los años 60. Se desarrolla en una región muy blanca y árida en la guajira (al norte de Venezuela y Colombia), entre los años 60 y 80, el colorido se lo dan los trajes de los protagonistas, la poesía y su desarrollo. Allí están sus tradiciones, costumbres, rituales, bailes, los casamientos arreglados y el honor, están las familias, las traiciones y la muerte con toques de western. Todo se va mezclando a partir de imágenes potentes. Resulta visualmente impactante, contiene símbolos, elementos oníricos y una lograda fotografía de David Gallego. Cuenta con interesantes actuaciones, cautiva al espectador y constituye una buena propuesta cinematográfica.
El choque entre tradiciones del Viejo mundo y la corrupción del actual es el epicentro de la nueva película de Ciro Guerra y Cristina Gallego, que siguen con grandeza los pasos marcados por la superlativa El abrazo de la serpiente. Una maravillosa cruza entre retrato etnográfico de tribus indígenas colombianas y el género gángster, Pájaros de verano fascina desde su simbolismo onírico y puesta en escena, pero pierde fuelle cuando se acerca a una narrativa convencional para resultar más asequible al público corriente. Úrsula (Carmiña Martínez) es la matriarca todopoderosa de un clan, una persona completamente influyente debido a su estatus de lectora de sueños, profecías y demás yerbas. Cuando se celebra el matrimonio de una de sus hijas y su yerno Rapayet (José Acosta), comienza una escalada rauda en el tráfico de drogas y, al beneficiarse de los frutos de dichos negocios turbios, las costumbres comienzan a dejarse de lado para peligrosamente introducir una inusitada cuota de violencia en la familia. Establecida como una épica criminal dividida en capítulos -o cantos en esta ocasión-, Pájaros de verano resulta un resoplido de aire fresco en el subgénero, en donde se explora con una fuerza visual impactante un costado desconocido de la cultura colombiana, alejada de tanta sobreexposición con Pablo Escobar, la serie Narcos y un largo etcétera. La dirección de Guerra es un claro reflejo de la transición del pueblo wayuu, en el sentido que el film comienza como una hermosa radiografía antropológica de la tribu y sus ritos para irse tornando momento a momento en acción y persecución bien al estilo americano, hollywoodense y comercial. Es una fina línea que puede parecer que cae en los vicios del género, de lo cual no está exenta la historia, pero que resulta un movimiento audaz que paga sus dividendos en una película hipnótica y electrizante. Guerra sabe cómo transitar este giro y lo refleja, en una dirección compartida con su productora Gallego, en escenas que maravillan desde su puesta hasta la crueldad que representa el destino de una familia que fue alejándose de las tradiciones ancestrales. El folclore y la mafia son los pilares en los que se basa Pájaros de verano para sobresalir, y lo hace con creces. De costumbrismo a brutalidad sin miramientos, es un film que a veces se vuelve difícil de digerir, pero que se encuentra entre los mejores estrenos latinoamericanos del año.
En los últimos tiempos se crearon varias series y películas cuya temática abordada es el narcotráfico en narraciones desde distintas posiciones. En “Pájaros de verano”, una coproducción de varios países americanos y europeos, el tema es el mismo, pero con la diferencia de que la historia está basada en la realidad, devela el germen mismo y los inicios del narcotráfico a gran escala, especialmente de la exportación ilegal de la marihuana. Como una suerte de precuela Cristina Gallego y Ciro Guerra nos traen una ficción sobre los comienzos del comercio de la droga. Ocurre entre los años ´’60 y ´’80, mucho antes de que irrumpa en el “mercado” Pablo Escobar. La historia transcurre en Colombia, en un territorio donde no hay nada y es manejado por uno de los tantos pueblos originarios que hay en ese país. Tal es así que los intérpretes hablan con su dialéctico y, de vez en cuando, en español. Ellos viven en pequeñas comunidades y sus viviendas son tolderías. Les rezan a sus dioses, son creyentes y los sueños nocturnos son importantes porque los interpretan y le auguran el futuro. Al principio, Rapayet (José Acosta) cuando entra a la familia comandada por Úrsula (Carmiña Martínez), tras casarse con su hija Zaida (Natalia Reyes), incursiona de un modo muy amateur y en algún punto, ingenuo, junto a su amigo Moisés (Jhon Narváez) dentro del mundo del tráfico de materia prima para la producción de estupefacientes. Porque ellos estuvieron en el lugar justo y en el momento indicado, cuando en los EE.UU. se pregonaba el amor y la paz, pero se necesitaba de alguna sustancia extra para experimentar el cambio. Las escenas transcurren con parsimonia, como son los personajes. Y nos permiten observar cómo conservan las tradiciones culturales ancestrales No hay apuros, todo se conversa. Para eso tienen intermediarios que saben hablar y convenir con la otra parte. Pero la gran demanda, impensada para ellos, que siempre trabajaron del menudeo, les complicó la vida, en lo económico, familiar y “laboral”. Tal es así que todo se desmadró. No sólo lo que estaban contando hasta aquí, con una muy interesante descripción de lo que podía suceder en esos tiempos, con esa gente y en una zona donde el Estado no interviene, sino que, luego, al ejemplificar como las lealtades, el honor, y las traiciones se dirimen a los tiros, a pura venganza, lo que consiguieron fue desvirtuar el objetivo primario de la película.
Coproducción entre Colombia, Dinamarca y México, con un exitoso recorrido en festivales y nacida de los creadores de El abrazo de la serpiente. Basada en una historia real, esta película explica el origen del narcotráfico en la Colombia de los años 70 donde la juventud norteamericana abraza la cultura hippie y la marihuana, provocando que los agricultores de la zona se conviertan en «empresarios» a un ritmo veloz y generando que, en el desierto de Guajira, una familia indígena Wayuu se vea obligada a asumir un papel de liderazgo en esta nueva empresa. La riqueza y el poder se combinan con una guerra fratricida que pondrá en grave peligro a las familias involucradas y sus tradiciones ancestrales. Este film no sólo pone en pantalla los inicios del narcotráfico colombiano dentro de sus pueblos originarios, sino que denota en la trama cómo la avaricia nacida del capitalismo puede infectar y modificar, incluso para siempre, el estilo de vida wayuu en todas sus formas, rompiendo con las generalidades preconcebidas socialmente hacia estos pueblos, relacionadas a temáticas honradas y sagradas. Si bien la historia da su apertura planteando como disparador la necesidad de Rapayet (José Acosta) de conseguir una dote para poder casarse con Zaida (Natalia Reyes), conforme a las celosas órdenes de la matriarca wayuu Úrsula (Carmina Martínez), lo que verdaderamente detona el conflicto es el encuentro casual con les integrantes del Cuerpo de Paz de EE.UU, quienes buscan marihuana, lo que desatará en Rapayet una ambición que desconocía y que lo arrastrará a la mismísima tragedia griega. Desde el punto de vista formal, les directores anclan su elección tonal en lo etnográfico, dándole una nueva mirada al arquetipo del “narco” y los “chicos malos” que conocemos de las clásicas películas de gánsteres, sumándole color y sonido vivaz en referencia a las supersticiones tradicionales de la comunidad a la que retratan y haciendo uso de símbolos del spaghetti western en vista al imponente desierto que habita la historia. Sonoramente tanto el silencio como el viento se convertirán en nido de las imágenes de esos pájaros de verano que llevarán adelante la historia y que son capturados desde una realidad mágica anunciando los acontecimientos venideros. Su estructura narrativa ha sido construida y ordenada en cinco cantos («Hierba salvaje 1968», «Las tumbas 1971», «La prosperidad 1979», «La guerra 1980» y «Los limbos»), quizás sus autores decidieron utilizar esta herramienta retórica como metáfora entre las tradiciones y raíces de un pueblo originario amenazado con el avance de un capitalismo sistemático connotando a su vez cómo la literatura se sintió en peligro ante el progreso del cine. Pájaros de verano es una original y épica película de gánsteres del pueblo wayuu, en la que no hará falta entender sobre la región para acercarse al cine, sino sólo dejarse llevar por una trama que desnuda la esencia humana sea cual sea su origen.
El peligroso cuidado del mandato familiar Presentada en el Festival de Cine Latinoamericano Rosario, la película es una experiencia alucinada y dolida que cruza tradiciones originarias y economía delictiva. Ingresar al mundo de Pájaros de verano imbrica varias capas, simultáneas. Una cosmovisión extraña pero cercana. Es el norte colombiano, son los años '60, la protagonista es la comunidad wayyu, hay un rito, música, baile, la posibilidad de un casamiento, el desafío de conseguir una dote significativa. Todo esto, contenido en el canto y la pena de quien ha visto lo que ha sido, cuando el esplendor ocurría, antes de la caída, a partir de una génesis maldita. El narrador, en su lamento, hace vibrar el aire. La narración oral es el nexo con el tiempo, es la posibilidad de rememorar y entender, a través de la ilación entre cinco "cantos" que van de los años '60 a los '80. Ascenso, cima, declive. En este arco, lo que se dibuja es la instauración de una actividad económica relevante, ilícita, corrupta. Con el fin de llegar a cumplir con la dote exigida, se concretarán dos cosas: el matrimonio y el narcotráfico. Tales instancias, se nota, van de la mano. También como resortes que estructuran el relato. Se trata del vínculo finalmente consumado entre Rapayet (José Acosta) y Zaida (Natalia Reyes), porque la dote finalmente aparece y con ella la inmersión en el mundo del narcotráfico. A la par, lo que se consolida, o se persigue, es la familia. El cuidado al grupo familiar por sobre todo lo demás. Tal como sucedía en Breaking Bad, y en tantos otros ejemplos. Con la salvedad de que aquí es entre miembros de una comunidad originaria. En este provocador cruce de semánticas se construye Pájaros de verano: entre las que el cine aporta desde su historia, munido de gángsters y tintes noir; y la relativa al registro de vida de una comunidad histórica, que además ha participado activamente en la elaboración del film. De este modo, la película de Cristina Gallego y Ciro Guerra combina, confunde, documental y ficción, verismo y recreación. Pone en un límite difuso la propuesta y logra su potencia. Desde luego, esto no es algo raro en la filmografía de Ciro Guerra, responsable de la extraordinaria El abrazo de la serpiente, cuyo blanco y negro proponía un viaje amazónico que teñía de alucinaciones a imágenes reales. En Pájaros de verano hay ecos similares, ahora con el color como paleta hipnótica, de valores estridentes entre vientos terrosos que se pierden en horizontes lejanos, con suelo quebradizo. Un espacio geográfico que desdice referencias espaciales precisas, que se extraña mientras se adentra en su historia, al avanzar las décadas, ya inmersos en el narcotráfico como modo de proseguir y de proteger lo único que importa: la familia. En principio, habrá que prestar a atención a que Rapayet ha sido criado por alijunas, ya que trae consigo comportamientos y saberes que nos son de los wayyu. Rapayet, si se quiere, es personaje de cinefilia mestiza, surgido de algún rescoldo de Más corazón que odio, de John Ford. Vive entre dos mundos, se debate consigo, ha traído la manzana podrida al paraíso. Y son varios los que la muerden a gusto. Entre ellos, la misma madre de la prometida, aquella que sabe leer entre sueños pero quien sin embargo -o quizás por resultar presa de sus propios deseos o palabras- termina por invocar la desgracia. El porvenir se ofrece tentador, las posibilidades económicas aparecen, y con ellas la construcción de un palacio de cuento de hadas, ubicado sobre ese mismo suelo terroso y agrietado donde moraban sólo viviendas endebles. Lo que emerge en Pájaros de verano es un retrato de dolor, afectado ante el devenir similar de tantos pueblos. Un destino latinoamericano. El blanco y las terminaciones sinuosas ofrecen ahora un oasis salido de alguna fantasía. Como si fuese una fisura imaginaria, un palacio breve, emergido de alguna de las mil y una noches. Hasta animales conviven allí. El paraíso perdido pareciera haberse recuperado. Ilusiones y sueños. Pero las muertes aparecen, y los pactos traen consecuencias. Y allí, finalmente, la verdad o el gusano de la manzana. LEER MÁS Piñera suspende dos cumbres en Chile por las protestas | ¿Se juega la final de la Copa Libertadores en Santiago? De esta manera, a partir de matices cuasi surrealistas, Pájaros de verano despliega una hendidura pronunciada. Que finalmente será foso donde todos se carcoman, el infierno tan temido. El comercio de drogas ha hecho lo suyo. En otras palabras, el capitalismo es el que ha hecho pie sobre su fondo de ciénaga. Por eso, la piedra de toque la brindan los norteamericanos, con sus perspicacias y slogans en estampitas. Hacia ellos se dirige la posibilidad de contraer ese trato que permita la dote, la seguridad familiar, la gracia de la buenaventura. "Di no al comunismo", comunican entre sonrisas. Será un brindis por el capitalismo, entonces, el que cierre el primer trato, en donde la algarabía se dibuja en la forma de un futuro refulgente. De las ganancias del café, a las de la marihuana. Reinvertir para obtener millones. Con la complicidad policial como barrera levantada. Una vez abierto, el camino se hace todavía más atractivo. Hacia allí, aun cuando los sueños adviertan, se orienta el film. La guerra, claro, su corolario. Una vez sucedida la película, con retazos todavía humeantes y laceraciones autoinfligidas, lo que se erige es un penar que canta, que dice sobre lo que sucedió. Un lamento que subsiste, como el mismo viento, mientras todo parece volver al mismo sitio de siempre. Así, lo que emerge es un retrato de dolor, afectado ante el devenir similar de tantos pueblos originarios. Un destino latinoamericano, tal vez. En todo caso, no hay didactismo alguno en el film, sino puesta en juego de un drama que dialoga con el cine mismo -ascenso y caída de gángsters- mientras retrata costumbres y rostros de un pueblo que subsiste entre el atropello sufrido, los errores propios, y la dignidad histórica.
La película codirigida por el realizador de la nominada al Oscar “El abrazo de la serpiente” transcurre en una comunidad indígena colombiana que, en los años ‘70, entró en conflictos internos cuando empezó a venderle marihuana a los estadounidenses y a disputarse el negocio entre distintas familias. Un combo de dos tipos de películas diferentes que funcionan muy bien juntas. Dos géneros que uno imagina por separado dentro de las tradiciones del cine latinoamericano se combinan muy bien en PAJAROS DE VERANO, la nueva película de Ciro Guerra codirigida en esta ocasión con Cristina Gallego, también su productora. Una de ellas, la que parece marcar el tono al principio, es el drama de las comunidades indígenas tradicionales, en este caso los wayuu de la Guajira colombiana. La primera escena muestra el pasaje a la adultez de Zaida, una niña que sale al mundo a ser ofrecida en matrimonio tras pasarse un año encerrada tejiendo según ciertas normas tradicionales. La chica termina siendo pedida por Raphayet, un hombre bastante más grande, que trabaja con los alijuna, como ellos llaman a los que no son indígenas. Pero en la familia la que parece mandar es la madre de la chica, Ursula, cuyo poder sobre los demás y supuesta sabiduría no se discute. La película está dividida en varios Cantos —a lo Dante en la Divina Comedia— y arranca en 1968 para terminar a principios de los 80. Luego del rito tradicional la película parece girar a otro territorio, más Scarface/Scorsese, pero en los mismos escenarios y con los mismos protagonistas indígenas. Raphayet y su amigo Moisés se dan cuenta que es un gran negocio venderle a los gringos de los Peace Corps la marihuana que cultiva una familia indígena cercana y rápidamente empiezan a hacer mucho dinero con eso, montando un sistema que es la versión en pequeña escala de lo que conocimos luego con los narcos colombianos en los ‘80. Pero la violencia, la sangre, los conflictos internos son los mismos, solo que los códigos en juego, al menos en teoría, parecen ser otros, ya que las comunidades se rigen por otros valores y tradiciones. O deberían… Pero el dinero es el dinero, el poder es el poder, y a lo largo de esa década la película nos irá mostrando la disolución, peleas a muerte y enfrentamientos entre esas familias que lucirán y vivirán en lugares diferentes a los de EL PADRINO o los narcos de Miami pero se cobran las deudas y se disputan el poder de maneras bastante similares. Lo que le otorga un grado de originalidad a la película es que los escenarios y costumbres son muy distintas y, a la vez, los directores no idealizan a las comunidades de este tipo como suele hacerse en el cine latinoamericano de consumo internacional sino que muestran sus contradicciones, su orgullo, sus ansias de poder y cómo eso va destruyendo sus tradiciones. A la vez PAJAROS DE VERANO de verano mantiene un cierto look y algunas ideas del imaginario indígena tradicional (cantos, cuentos, rezos, etc), que resultan particularmente interesantes de analizar en un contexto de película casi de gangsters. En la segunda mitad por momentos se pierde un poco el eje respecto a los personajes (Raphayet, quien parece ele protagónico en su primera mitad va cediendo paso a esa especie de Lady Macbeth que es Ursula) y algunas subtramas quedan no del todo exploradas o desarrolladas. Pero más allá de algunos pequeños desajustes de ese tipo, la película resulta original, inteligente y, a la vez, bella. En ese sentido se parece bastante a EL ABRAZO DE LA SERPIENTE ya que ambas son películas que se centran en la disolución de comunidades indígenas a partir de la llegada del hombre blanco y/o el capitalismo, pero no lo hacen desde un punto de vista inocente, de “noble salvajes” enfrentados a fuerzas poderosas desconocidas sino que muestran a los pueblos originarios enredándose en las ambigüedades existentes en cualquier comunidad, especialmente a partir de la aparición del dinero. Cualquiera sea su origen o condición, el ser humano –parecen decir ambas películas– es bastante más complejo que lo que buena parte del cine festivalero que exportamos desde América Latina quiere hacernos creer.