Pequeñas delicias (y miserias) de la vida familiar El talentoso director de Maborosi, After Life: La vida después de la muerte, Distance y Nadie sabe -uno de los más interesantes del cine japonés de los últimos tiempos- ganó la competencia internacional del Festival de Mar del Plata de 2008 con esta pequeña y emotiva película sobre el reencuentro a lo largo de una jornada veraniega de un grupo familiar de tres generaciones. La historia está sustentada en las lúcidas observaciones, en los pequeños detalles, en la fluidez de la puesta en escena y en la espontaneidad de las actuaciones. El film tiene una superficie luminosa, pero en su interior esconde una negrura que proviene de un par de muertes (uno de los hijos de los abuelos dueños de casa y el ex marido de la actual esposa del otro hijo) y que se evidencia en mínimos, pero incesantes reproches, rencores, secretos, miserias y pequeños actos de crueldad. Que Kore-eda es un maestro de la puesta en escena, que es un merecido heredero del cine riguroso de Yasujiro Ozu, a esta altura ya no es novedad, pero en Un día en familia construye con gran sabiduría y sin descuidar el humor una de esas películas que van ganando complejidad, sofisticación y profundidad a medida que avanza y crece el relato. No es casualidad que Un día en familia tenga varios puntos de contacto con Shara, la notable película de Naomi Kawase ya estrenada en los cines argentinos. Kore-Eda y Kawase son amigos y frecuentes colaboradores. Ambos están obsesionados por el tema de la muerte, la vejez, el dolor, las diferencias generacionales y los contrastes entre la tradición nipona y la modernidad que deshumaniza las relaciones afectivas.
Belleza Japonesa. Finalmente llega a nuestras carteleras la película ganadora de la competencia internacional del Festival de Mar del Plata, edición 2008. Un film dirigido y escrito por el japonés Hirokazu Kore-eda, uno de los más aclamados cineastas orientales de los últimos tiempos. El mismo que hace unos años nos hizo entristecer y mucho con aquellos niños abandonados por su madre en el excelente drama Nadie Sabe, y en los noventa realizó el audaz y experimental film After Life, donde aborda la temática de la vida después de la muerte. Ahora, con Un Día en Familia, incursiona en los lazos familiares y en ciertos modos de relaciones universales, tal como lo son los conflictos generacionales y las pérdidas a medida que transcurre el tiempo, más allá de la cultura que los atraviese. Una familia que en las formas parece unida, aunque en sus raíces más profundas es altamente disfuncional. Ambientada en las afueras de Tokio, pero que tranquilamente se podrían trasladar estos conflictos y configuraciones vinculares, a una parentela porteña, lo que varían son los rituales culturales, en vez de juntarse a comer asado o pastas, lo hacen con sushi. Los sujetos que la integran están formados por: un padre autoritario, aunque en decadencia, con lo cual su palabra ya perdió mucho poder; una madre adorable, ocurrente y lúcida pero con un cinismo tal que es mejor tenerla lejos; un segundo hijo que se aleja del estereotipo familiar, se dedica al arte, armó pareja con una mujer viuda y mamá de un niño, además tiene bastantes conflictos sentimentales; una hija, la menor, que intenta por todos los medios unir de alguna manera esta familia disfuncional; un hijo, el primogénito, que cumplía los ideales paternos, pero que falleció trágicamente, hace quince años; y los nietos, como esa tercera generación que le dan frescura y aire a tanta historia personal asfixiante de los adultos. El plan es el siguiente: juntarse un día, todos en familia, en la residencia de los padres, para conmemorar un nuevo aniversario del fallecimiento del hijo mayor. Y es ahí dentro de un ambiente cálido y cotidiano que van a ir fluyendo rencores, reproches, frustraciones y desilusiones de uno y otro lado. Esto se logra hacer debido a la habilidad narrativa que posee Kore-eda, quién bajo la modalidad de comedia, esconde un impactante drama que nos hace reír, para no llorar. Los diálogos son imperdibles, la ironía más inteligente aparece de la manera más elegante y nadie queda a salvo. Todos los integrantes están con los mecanismos de defensa a flor de piel, para no quedar arrasados por los ideales y mandatos familiares y sociales. Para ello el cineasta nipón, se vale de planos y secuencias que transmiten muy bien el espacio familiar desde un tono intimista, la cotidianeidad es una gran protagonista; la puesta en escena refleja situaciones que van desde el cepillado de dientes hasta el cargar la heladera, sin embargo en esos matices se reflejan los diferentes conflictos individuales y vinculares de los miembros de este clan. Se le da especial preponderancia a los trenes que atraviesan durante todo el metraje y a las caminatas por las escalinatas, donde se metaforiza en estos planos, ese contacto con el mundo exterior, esa salida a una realidad distinta. Cotidianeidad agobiante, que es trasladada al espectador, gracias a un muy buen reparto, el cual brinda unas sólidas actuaciones, todas muy realistas y creíbles. Hay que destacar el trabajo de Kirin Kiki, en el papel de esta abuelita simpática y madre abnegada, pero que entre recetas y lengua filosa, no deja títere con cabeza; de hecho ganó el premio a la mejor actriz de reparto en los Asian Film Awards, edición 2009. Otro acierto es el trabajo del niño, quien al no ser aún parte de la familia, la mira y curiosea desde afuera con una enternecedora espontaneidad. Kore-eda ya ha demostrado en Nadie Sabe, su gran habilidad para dirigir actores infantiles y hacer que estos logren trabajos interpretativos notables, aquí es gracias a los primeros planos que captan muy bien, las expresiones que el pequeño va manifestando, mientras observa a esta “nueva” familia. Caminando sería la traducción del título original, mucho más apropiado con lo que transmite el film, que una denominación tan básica como lo es Un Día en Familia. Nos habla del paso, pero también del estancamiento del tiempo, y del peligro del eterno retorno. Oscila entre la comedia y la melancolía, no hay situaciones urgentes a resolver, todo va fluyendo de manera espontánea, con lo cual corre el riesgo de aburrir a un público ávido de conflictos puntuales más determinantes. Ninguno de sus personajes, es idealizado o defenestrado, cada cual hace lo posible para sobrevivir y relacionarse con el otro, de la manera que mejor o peor le sale, como la vida misma, como nosotros mismos. Por eso la frase célebre de Jorge Luis Borges viene reflejar de manera brillante a esta simpática, pero también perturbadora familia: “No nos une el amor sino el espanto, será por eso que la quiero tanto”.
Retratos de la intimidad De Hirokazu Kore-eda, un retrato humanista. Tal vez no sea del todo original, por parte de Hirokazu Kore-edaa, tomar como base el cine de su compatriota Yasujiro Ozu para contar un drama familiar en el que se habla de las complicadas relaciones entre padres e hijos. Pero no hay dudas de que, adaptándolo a una sensibilidad, si se quiere, algo más accesible y menos rigurosa, lo que logra en Un día con la familia es, por un lado, realizar un cariñoso homenaje al maestro y, a su vez, actualizar la temática de sus filmes a ciertos requerimientos contemporáneos. El drama en Un día en familia se circunscribe a la visita a la casa de sus padres de su segundo hijo, acompañado por su nueva esposa (que es viuda) y el hijo de ella. La ocasión es la de rememorar un nuevo aniversario de la muerte del hijo mayor de la familia, Junpei, que murió al tratar de salvar a un niño que se ahogaba hace doce años. Entre preparaciones de comidas, almuerzos y charlas alrededor de la casa, pronto nos daremos cuenta que Ryota no se lleva nada bien con su padre y que estas visitas anuales son para él una tortura. El padre, que tenía a Junpei como su hijo favorito (“mi heredero”, dice), lo trata con frialdad y distancia. Y presentar a su nueva esposa le agrega otra cuota de incomodidad, por más que su madre, su hermana y el marido de ella hagan lo posible por disimular la tensión. Si bien puede haber diferencias culturales específicas entre lo que sucede en el filme y familias de costumbres, digamos, occidentales, lo que el filme revela es la universalidad de esos conflictos familiares, plagados de silencios, de cosas dichas por la mitad, de sobreentendidos y de cuentas pendientes nunca aclaradas del todo. Como lo demostró en sus otros filmes (desde After Life a Nadie sabe ), Kore-eda es un realizador sensible e inteligente para captar esos pequeños y sutiles momentos que hacen excepcionales a una historia. Humanista a prueba de todo, es la clase de cineasta que encuentra, como decía Renoir, que “todo el mundo tiene sus razones” y permite que entendamos lo que atraviesa cada personaje sin jamás tomar partido por uno u otro, por más discutibles que sean sus acciones. Como en todos sus filmes, Kore-eda da espacio para el humor, los juegos de niños, los apuntes casuales (una canción, una anécdota mal recordada) que parecen pequeños desvíos de la historia pero no lo son. Triste y sensible, siempre conteniendo las emociones en un punto y a una distancia que podríamos considerar justas (sólo la música puede ser un tanto excesiva), Un día en familia incluye todos esos momentos que hacen parte de la vida de un grupo familiar: los bellos, los dolorosos, los pasajeros. Son sólo unos días en la vida. O, como diríamos por acá, muchos años de terapia.
Pinceladas de poesía en un retrato de familia Un film impresionista que impacta por su sabiduría Un film impresionista, hecho de pequeñas pinceladas que sólo en el conjunto revelan el carácter elegíaco del retrato de familia, otra muestra de la sabiduría cinematográfica y la sensibilidad poética de Hirokazu Kore-eda, un cineasta que, como pocos, merece ser llamado humanista. Esta delicada joya le fue inspirada por la muerte de sus padres -o más exactamente por el pesar que le dejó sentir que no había estado lo suficientemente cerca de ellos en los últimos años-, pero ni es autobiográfica (aunque sí rescata algunas de sus vivencias personales) ni está cargada de tristeza. Todo lo contrario: como en su memorable After Life , este japonés universal parte de la muerte para hablar de la vida. Que, como sugiere el título, siempre continúa su marcha aunque haya desgracias, contratiempos, conflictos y desdichas. Por eso se ciñe a veinticuatro horas en la vida de una familia, precisamente en uno de esos escasos días, como el Año Nuevo o el Festival de los Muertos, en que la tradición invita a reunirse: el aniversario de una pérdida. En este caso, la del hermano mayor, que murió años atrás cuando se arrojó al agua para salvar a un muchacho que estaba ahogándose. Es una ausencia que se siente: al padre médico lo dejó sin heredero profesional; la madre, figura tierna y dominante, aún espera que su espíritu vuelva transmutado en mariposa; el otro hijo varón, que se ha casado con una divorciada y es quien recuerda el día en familia -según sugiere el conmovedor epílogo-, es el protagonista que todavía debe tolerar el disgusto paterno por no haber seguido sus pasos y la constante comparación con el hermano modelo. Están también la hija mujer con su marido bonachón y sus ruidosos hijos. Muy poco sucede en la superficie: no habrá al cabo de la jornada cambios, choques ni conflictos, pero en cada segundo, mientras se repiten los rituales domésticos y se avivan recuerdos (la receta de tempura trae los olores de la infancia) el ojo sensible de Kore-eda sabe hallar en los rostros, en las palabras, en los silencios y hasta en los objetos señales de las tensiones que corren por debajo y que son similares a las que pueden percibirse en cualquier familia de cualquier origen: pequeñas traiciones, alguna crueldad, callados rencores, pero también una cálida corriente afectiva. La admirable puesta en escena -humor incluido- cuenta con actores que son pura espontaneidad e imágenes que responden a la sutil y conmovedora mirada poética del autor. Lo dicho: una joya.
El circulo de la vida Si bien resulta innegable la presencia de la tradición japonesa en este nuevo opus de Hirokazu Kore-eda, Un día en familia (traducción poco feliz para lo que podría entenderse como aún caminando) trasciende las fronteras de lo autóctono para volverse universal y ese es su principal atributo. Lo universal no es más que el retrato agudo y sutil de una familia común en la que coexisten por unas horas 3 generaciones: padres, hijos y nietos (tanto postizos como naturales). Bajo el pretexto de una reunión familiar como consecuencia de un nuevo aniversario de la muerte de Jumpei, el hijo muerto que aparecerá fuera de campo en cada recuerdo y en cada reproche, los hijos se trasladan a la casa de sus ancianos padres en las cercanías de la ciudad de Yokohama. Todos llegan a cumplir el ritual del encuentro, acompañados de sus respectivas familias, aunque cada uno ha partido hace rato de ese lugar para construir una vida y progresar económicamente en la gran ciudad de Tokio. Así, entre pequeñas charlas triviales; entre silencios incómodos, se van deslizando los celos y reclamos de padres e hijos y viceversa con absoluta naturalidad. Al mismo tiempo se suman detalles e instantes de ternura en cada personaje que los despoja del estereotipo de la familia disfuncional y en esa capa de sentimientos genuinos fluye este relato minimalista en donde la presencia de Yosujiro Ozu, el gran cineasta nipón, surge desde la puesta de cámara que Kore-eda dispone magistralmente. Bastan una sumatoria de gestos; de rostros compungidos, irascibles, cansados o miradas melancólicas para llenar los huecos que los afectos y desafectos construyen y destruyen sin advertir el paso del tiempo. Y en definitiva ese transitar en la letanía, donde el círculo de la vida se cierra y abre a nuevas historias, esperanzas y decepciones, es lo que conecta trama y personajes. El realizador de Nadie sabe retoma algunos de sus tópicos como la muerte, los conflictos parentales, los abandonos implícitos y explícitos con la misma sensibilidad de siempre y apelando al poder de la síntesis narrativa y expresiva hasta el meticuloso empleo de una banda sonora -cálida pero agridulce- que acompaña perfecto algunas escenas sin estar omnipresente en todo el desarrollo de la película.
Ayer y hoy Con un notable manejo de los tiempos, el realizador japonés Hirokazu Kore-eda alcanza en Un día en familia (Auritemo, auritemo, 2008) un lirismo cotidiano que ya estaba presente en Nadie sabe (Nobody knows, 2006). La película que se alzó con el máximo galardón en el Festival de Cine de Mar del Plata 2008 finalmente tiene su estreno comercial (aunque en formato DVD). Film que destila melancolía en cada fotograma, Un día en familia (título local puramente designativo) se centra en un rencuentro familiar durante un caluroso día de verano. Encuentro que se repite cada año, conmemorando la muerte del hermano mayor, quien falleció cuando intentaba auxiliar a un hombre. Su estructura y tono remiten a la dramaturgia de Anton Chejov, por la cantidad de personajes y por el desarrollo dramático. Aquí, más que haber fuertes núcleos narrativos, hay una distensión del tiempo en donde se cuelan anécdotas, reproches y recuerdos amargos. No hay una acción, sino un retrotraerse a aquello que fue pero que sigue incidiendo en cada integrante de la familia. Un día en familia se detiene en el trayecto del resto de los hermanos hacia la casa de los padres (otrora su propia casa). En ese viaje ya se pre-anuncia la congoja contenida y el sopor, que con mucha habilidad el realizador matiza tiñendo las secuencias con una dosis de comedia. Al igual que en el film de Olivier Assayas Las horas del verano (L'heure d'été, 2008), el film reflexiona sobre la transmisión de la experiencia. Como aquel, también rebalsa en luminosidad. Muchas secuencias se desarrollan en espacios exteriores que funcionan como una depuración de la angustia que se gesta en la casa. Si bien la estructura coral del film le da protagonismo a cada personaje, es el padre quien despliega gran parte de las asperezas. Al comienzo una vecina lo saluda con respeto, por su cercanía generacional y por el título de doctor que ostenta. Esa distancia se quiebra en su vínculo familiar, en donde no se siente respetado. Como en muchos exponentes de la cinematografía nipona, Hirokazu emplea los actos grupales (las comidas, las visitas al cementerio, los paseos) y contrapone lo que se supone ideal con lo real. Ya sea tensando el segundo para poner en evidencia el fracaso del primero, o mostrando la construcción del ideal pero mediante el ocultamiento de la verdad. En una de las secuencias más conmovedoras, la madre despide al hombre que su hijo muerto salvó. Tras su partida de la casa, señala que junto al padre lo invitan cada año para que sienta remordimientos. Varios de estos emotivos momentos se suceden en la película con gran naturalidad. Y –como ya demostró en Nadie sabe- el realizador consigue la misma versatilidad en el elenco adulto como en el elenco infantil. Un día en familia es una obra construida con retazos del pasado que se niegan a desaparecer. Su universalidad está dada por el tratamiento de temas que nos tocan a todos (el duelo, el rencor, el desprecio a determinados valores generacionales) mostrados en una historia que no rebalsa en acontecimientos extraordinarios, pero que tampoco los necesita.
El final implacable y sencillo, recupera para toda la obra un sentido luminoso. Una familia japonesa se reúne para conmemorar el aniversario del fallecimiento de uno de los hermanos de la familia. Él había seguido el mandato paterno de convertirse en médico. Su otro hermano varón, casado con una viuda con un hijo, apenas si consigue trabajos temporales. En la casa paterna se reencuentran con la hermana mujer, su esposo e hijos. La situación no es sino la de una reunión familiar donde las relaciones familiares van apareciendo, complejas pero narradas con una simpleza admirable. Lo cotidiano, los recuerdos, los reproches, las cuentas aun no saldadas, las tradiciones imperceptibles, todo confluye en este día de visitas. La muerte, un tema siempre presente en el cine de Kore-eda, es un protagonista más, pero como proceso, como parte de una mística de la cultura japonesa que, más allá del dolor, confirma la misma como parte de un círculo donde la vida continúa en otros, en relatos, en cantos, en imágenes. Los tiempos perdidos, lo no dicho, lo bello y lo doloroso de las relaciones simples están allí, para preguntarnos, como espectadores, si no hay ahora mismo palabras que deberían ser dichas, ya mismo, para no dejar pasar el momento. Todavía caminando tiene algunos problemas narrativos. Se reitera, por momentos fatiga, se desdibuja. Sin embargo, el final implacable y sencillo, recupera para toda la obra un sentido luminoso. (Nota: pónganle fichitas a mejor película y mejor actriz).
La lenta implosión de las relaciones La incomprensión intergeneracional es sólo uno de los temas de la película del cineasta oriental que, a la manera de Yasujiro Ozu, pone el foco en una reunión familiar inocente solo en apariencia. Una década atrás, After Life, el segundo largo de ficción de Kore-eda Hirokazu (formado como documentalista), ganó la competencia internacional del primer Bafici, sentando las bases del festival porteño. Un lustro después se editó en DVD en Argentina la que quizá sea su mejor película a la fecha, Nadie sabe, sobre un grupo de niños que sobreviven durante meses en un departamento de Tokio sin la ayuda de ningún adulto. Ahora, casi un par de años después de haber ganado el premio mayor del Festival de Mar del Plata, llega Un día en familia, film enraizado en las opacas tragedias familiares del maestro Yasujiro Ozu. En la película más clásica de toda su obra (Air Doll, su realización más reciente, hace de la heterodoxia su programa estético), el japonés vuelve sobre un tema esencial para el cine de su país y particularmente para el del eterno Ozu: la lenta disgregación de la familia, la incomprensión entre las distintas generaciones, el paso del tiempo, que todo lo cambia o lo corrompe. Un poco como en El fin del verano (también conocida como El otoño de la familia Kohayagawa, 1961), el penúltimo film de Ozu, en Un día... el relato comienza en un tono más bien cálido y alegre, hasta que la melancolía y las brechas entre padres e hijos se van haciendo casi insalvables. Aquí también brilla el sol del estío cuando un matrimonio ya mayor, radicado en las afueras de Yokohama, recibe la visita de sus dos hijos con sus familias. Nada parece haber cambiado en la vieja casa paterna, salvo que su centro está dominado por la fotografía de un tercer hijo, muerto de joven en un accidente de mar... Casi imperceptiblemente, mientras comparten la preparación de las comidas o descansan del bochorno de la siesta sobre el tradicional tatami, irán asomando los reproches del padre (un médico que no estuvo en el momento en que pudo haber ayudado a su hijo) o la furia sorda, largamente contenida de la madre, que ha hecho de la cocina su trono y su refugio. Que el hijo menor, a su vez, se haya casado con una viuda que ya tenía un niño de su matrimonio anterior no ayuda a hacer las cosas más fáciles para esa reunión familiar que –en el más tradicional, despojado estilo japonés– no termina en tragedia, sino en una parsimoniosa resignación al paso del tiempo, que se escapa inexorablemente como esos trenes (otra vez Ozu) que cada tanto surcan de lejos la montaña. El propio Kore-eda ha mencionado como influencia no sólo a Ozu, sino a otro maestro del período clásico del cine japonés, Mikio Naruse, que tendía a ser menos comprensivo que el autor de Historia en Tokio acerca de las conductas de sus personajes. Pero la sombra de Naruse en todo caso se percibe también en el personaje de la madre, que ocupa fuertemente la escena, ese angustiante centro vacío que ha dejado el hijo muerto. La ausencia siempre ha sido un motor dramático para el cine de Kore-eda y aquí vuelve a adquirir la misma relevancia que en After Life y Nadie sabe, pero de un modo más paulatino, menos explícito, no por ello menos determinante. En Un día en familia la vieja casa familiar –con sus muebles, rincones y objetos, de una materialidad tal que da la sensación de poder ser habitada por el espectador– es un personaje con vida propia. Es una pena que el estreno local, únicamente en soporte DVD, no pueda hacerle justicia a ese logro.
Sutilezas y conflictos profundos en una pura y bella realización Este tipo de película, como lo es “Un día en familia”, sirve como detonador, para recordar, disfrutar e inspeccionar una de las filmografías más trascendentales de un realizador clave de la historia de la cinematografía: Yasuhiro Ozu. “Un día en Familia”, dirigida por Hirokazu Koreeda, toma como punto de partida al cine de Ozu para narrarnos un drama familiar en el que se plantean cosas complicadas en las relaciones entre padres e hijos; argumento aparentemente “chiquito”, sencillo, inocente, pero en el fondo más que profundo. Koreeda es un realizador sensible e inteligente que sabe captar esos pequeños y sutiles momentos que hacen especiales a historias familiares. Volviendo a Ozu, digamos que sus películas permiten conocer un estilo estético y narrativo muy particular y extremadamente personal. Construido a través de un argumento nimio, sencillo (a simple vista) pero con un trasfondo en el que los pequeños detalles dicen mucho en un contexto flaco, moderado y medido. Tan medido como sus cortos y estáticos planos a noventa centímetros sobre el suelo, enfocados desde el punto de vista de una persona sobre un tatami sensei. Esa meticulosidad para registrar esos instantes mínimos, justamente, es lo que permite al espectador observar desde la comodidad la lenta y escueta evolución de los conflictos familiares que afloran. Es indudable la cancha que tenía este realizador para manejar el aumento gradual de las tensiones que flotaban en la atmósfera de sus filmes. En total, rodó cincuenta y tres largometrajes, en los que lograba prescindir del clásico plano-contraplano, trasladando a la pantalla, como factura final, obras extremadamente cuidadosas y prolijas, pero profundamente sensibles. “Un día en familia” es una especie de homenaje explícito a éste realizador japonés. Abbas Kiarostami en “Five,”(2003) y, a su manera, logra que el fantasma de Ozu se mueva por los setenta y cinco minutos que dura éste film, como también en “Café Lumiere” de Hou Hsiao-hsien del año 2003. Koreeda filma “a lo Ozu”: utiliza tomas largas, cámara quieta (fija), con muchas panorámicas, también el uso de la palabra es limitado y las imágenes lo dicen todo por sí solas. En la película de Koreeda, los personajes son sugestivos, pacientes y callados, expresan sus emociones en cada silencio, en cada caminata, en cada mirada, etc. “Un día en familia” es cine puro y bello. Koreeda retrata personas comunes con vidas poco sugerentes, y por estacionarse en espacios que en apariencia parecen vacíos, pero pintan claramente el modo de concebir sus obras tan introspectivas. En esta película, que fue premiada en el Festival de Cine de Mar del Plata, deja que las cosas fluyan de una forma sensible y, con ello, consigue que la butaca de la sala se convierta en un confortable sillón desde la que contemplamos las armoniosas secuencias. La callada emoción de los personajes (sobre todo las de sus padres) está directamente emparentada con las relaciones familiares que nos mostraba Ozu en sus películas. Estoy convencido que la realización de Koreeda dialoga con la obra Ozu, la actualiza y la eleva. Finalmente, apuesto que “Un día en familia” se transformará en un film forastero, extraño para la cartelera porteño. ¿Por qué? Porqué no está hecho en 3D, no tiene efectos especiales y porque no vende muñequitos de los personajes en las cajitas felices de las cadenas de fast food. A este film lo mirarán de reojo, llamará la atención, pero en cambio, para el cinéfilo (o el espectador festivalero) será un buen motivo para revisar (e inmortalizar) la obra Yasujiro Ozu y disfrutarla plenamente con una vigencia a prueba del paso del tiempo.
Las huellas de lo ausente. Esta semana se estrenaron dos películas en las que el cine de Yasujiro Ozu está muy presente. En la francesa El encanto del erizo el homenaje es obvio y evidente, ya que uno de los personajes es japonés, se apellida Ozu y en un momento mira un video de Las hermanas Munakata. Se trata de una película hipócrita que mezcla la defensa e ilustración del patrimonio cultural con la redención de un alma solitaria, utilizando sentencias grandilocuentes, trazo grueso y personajes caricaturescos. Por suerte, el otro estreno recuerda al cine del maestro japonés por su habilidad para captar el corazón de la unidad familiar mediante una crónica social cotidiana que, con aparente ligereza de tono, refleja la incomprensión entre las distintas generaciones. Un día en familia es una película sensible impregnada de un humor discreto que acota su narración a un sólo día y encuentra en la serena sucesión de momentos banales la materia de su singularidad. La película aborda con economía, rigor y gran pertinencia el estatuto funerario de la familia. El motivo del encuentro anual es la conmemoración de la muerte de uno de los hijos. El director filma la luz del día como un eco, una presencia invisible. La reunión adopta la forma de un ritual en el que los fantasmas observan a los vivos, una ceremonia en la que cada palabra que se libera es una invocación dirigida a los ausentes. La autoridad está representada por un jefe de familia susceptible y gruñón, un viejo médico jubilado cuyo noble oficio funciona como modelo de actividad respetable para todos los hijos. Es la leyenda sobre la cual se basa la familia, aunque todo el mundo sepa que dejó de trabajar por la dura competencia de los hospitales privados que poco a poco le quitaron su clientela. La vida que comparte con su mujer está dedicada por completo al recuerdo del hijo fallecido. Cada año reciben a sus otros dos hijos, vivos e imperfectos, siempre decepcionantes. Cada reunión anuncia un balance, porque pertenecer a la familia implica compararse con su leyenda. Pero la película no retrata el hundimiento ni la lenta disgregación de la familia, sino su continuidad a pesar de todo, su afirmación alrededor de comidas, debates, caminatas y plegarias en las que cada uno busca en la mirada del otro la justificación de su propia existencia.
VideoComentario (ver link).
Facturas entre parientes Una atmósfera incómoda, un aire irrespirable, pese al bucólico paisaje, transmiten las imágenes de Un día en familia. Un viejo matrimonio se reúne con sus hijos y parejas para conmemorar un nuevo aniversario de la muerte de un pariente más que cercano. Sucede que, pese a las ceremonias y rituales de ocasión, las comidas del caso y el respeto a tradiciones ancestrales, ese grupo tiene mucho que decirse o, tal vez, analizar qué pasó con el tiempo transcurrido, donde muchas cosas quedaron sin aclarar. Entre ellas, el destino que les correspondía a los hijos y, pese a que están en la última etapa de sus vidas, el rol que todavía ocupan esos padres como consejeros del ciclotímico clan. La astucia del director es que no dedica exclusivamente a contar una historia sobre los integrantes de una familia japonesa. El tratamiento es universal, con sus particularidades. El cineasta al que refiere más de una escena es uno de los maestros del cine nipón, Yasujiro Ozu, y sus emotivas ficciones de padres, abuelos, hijos y nietos en aquel mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial, donde se establecía la confrontación entre el Japón antiguo y el industrializado. Aquí, Kore-eda describe a una familia donde el humanismo de los films de Ozu no está presente. Los padres son personajes grises y demoledores, especialmente él, mientras la madre se presenta como sumisa y parca. Filosas ironías se entremezclan en medio de la comida y de un paisaje donde la naturaleza cobija a los mayores, mientras a los hijos se los ve incómodos, irresolutos en el hábitat que los padres conocen al detalle.
Destellos japoneses El cine del director Hirokazu Kore-eda es en apariencia calmo y sutil, de aproximación discreta y casi casual a ciertos grupos humanos y sus comportamientos. Pero tras internarse en sus cuadros cotidianos uno comprende que escapan por completo a lo ordinario, y que donde en principio pareciera que no ocurre nada relevante pueden estar diciéndose muchísimas cosas. Kore-eda no es en absoluto proclive a temáticas pueriles o insustanciales, y en Todavía caminando confirma una vez más su capacidad para exponer y radiografiar aspectos de una sociedad entera, los problemas de comunicación y los choques intergeneracionales, así como algunas penurias, mezquindades y contradicciones humanas, de las que nadie podría decir que esté completamente libre. Otra vez el director aborda como temática central la muerte, pero sobre todo su huella entre los vivos; la muerte como estigma, como ausencia incurable, como vacío; la muerte como lastre irremovible, como disparador de recuerdos, como detonante de culpas. Por su parte Kitano ha hecho recientemente un quiebre en su obra, abandonando temporalmente los géneros para volcarse a un cine excesivo, multicolor y casi caótico, que bordea permanentemente el kitsch, cuando no se hunde directamente en él. Aquiles y la tortuga es una película sosegada y medida en comparación con sus últimas dos obras, pero no por ello menos sentida o intensa. Es cierto que puede echarse en falta aquel Kitano serio y solemne de Flores de fuego o Dolls; no en vano las mejores películas de su carrera. Pero aunque quizá el director no se encuentre en el mejor de sus momentos, Aquiles y la tortuga es una muestra de su indiscutible talento, una obra no exenta de agudas reflexiones sobre el mundo del arte y los seres que lo habitan. Todavía caminando: la familia japonesa bajo la lupa. Dos hermanos adultos van con sus respectivas familias a visitar la casa de sus ancianos padres. La película se centra en 24 horas de la vida de un viejo núcleo familiar disgregado, que se reúne después de un tiempo sin verse para conmemorar el decimoquinto aniversario de la muerte del tercero de los hermanos. Desde un comienzo Ryota (Hiroshi Abe) el hijo mayor, pretende inventar excusas para evitar encontrarse con sus padres, señal de que su relación con ellos es tirante y conflictiva. Conforme avanza la película el espectador se dará cuenta de que Ryota tenía sus buenas razones; al menos tres. La principal de ellas, que se encuentra desempleado y que la orientación laboral que eligió -restaurador de obras artísticas- no le está rindiendo frutos. Aún contando con más de cuarenta años, le pesa la autoridad de su padre Kyohei (Yoshio Harada, un legendario actor que trabajó en más de 100 películas) quien pretendió imponerle la medicina desde pequeño, para que heredara su clínica. En una película de Mike Leigh los conflictos saldrían a flote con gritos y llantos catárticos, pero en la familia japonesa las verdades suelen aflorar mediante sarcasmos, punzantes ironías, soterradas crueldades. En pequeños detalles pueden leerse resentimientos subyacentes y también gracias a los niños, que oportunamente dicen lo que los mayores callan. Kyohei, ahora jubilado, se presenta sólo para comer, y puede notarse que no soporta estar mucho en su casa, acostumbrado como estaba a ausentarse durante largas jornadas laborales. Es así que al viejo se lo ve incómodo, malhumorado, como en un impasse perpetuo, sin saber bien que hacer con su tiempo, queriendo evitar a su familia y a la vez verlos un poco, aunque quizá sólo lo indispensable. Su esposa, una veterana ama de casa (Kirin Kiki) se muestra como depositaria de agudos resentimientos, y en su rostro trae marcados los zurcos de profundos dolores. Por debajo de las buenas maneras, de su calidez y del agasajo gastronómico deja escapar ácidos ponzoñosos, inyectados con perspicacia en medio de charlas casuales. Es ella quien dejará escapar el indicio de las frustraciones y decepciones de su matrimonio, y su canción favorita, de ocultos significados, es la que le da el nombre a la película. Quizá los jóvenes no sean mejores, pero Kore-eda centra su austera aproximación en la pareja de ancianos, volviéndolos al mismo tiempo reprobables y entrañables. El poder de sugerencia de la película es excepcional. Cada escena agrega sutilmente información, el cuadro general nunca se presenta del todo digerido y es el espectador el que va descubriendo los vínculos familiares, las motivaciones personales, las inquietudes de cada uno de los personajes implicados. Una escena cercana al final puede referir a una charla aparentemente insustancial que hubo al principio de la película, resignificándola. Un diálogo muestra inicialmente que uno de los niños considera ridículo que exista vida después de la muerte, y en otra escena más adelante lo podemos ver con la vista fija en una tumba, observando a la anciana en un ritual de ofrenda de agua y flores a su hijo muerto. Aunque el niño no diga nada, el espectador atento podrá leer su descreimiento y apatía. Gracias a la experiencia que tuvo el director en su insuperable Nadie sabe, por la que trabajó durante casi un año filmando niños con aproximación casi documental, aquí supo elaborar un plan de filmación en el que los niños no tenían que seguir lineamientos ni un guión específico, logrando que parezcan sumidos en sus juegos o en sus cavilaciones, como si los equipos de filmación no existieran. La dirección de actores es por su parte magnífica, generando una ilusión de naturalidad absoluta. Se denota además un cuidado puntilloso por la dirección artística y especialmente por los objetos distribuidos en las diferentes habitaciones de la casa, reveladores de la forma de vida de los padres, elocuentes de su indeleble reverencia hacia el difunto. Como el maestro Yasujiro Ozu, Kore-eda filma el recambio generacional, el choque entre tradición y modernidad, el transcurrir del tiempo y sus implacables estragos en el hombre. Pocos cineastas podían pergeñar una aproximación a nuestra época tan profunda y agradable, una obra que invita al espectador a formar parte activa y fluir junto a ella en dos horas que, bien encaradas, se pasan volando. Aquiles y la tortuga: el artista y sus pormenores. Takeshi Kitano es el artista multifacético por excelencia, ya que además de ser cineasta es productor, actor, pintor, comediante, escritor, poeta, músico, bailarín de tap, conductor de programas para televisión y diseñador de videojuegos. Antes, cuando todavía no era un personaje público, fue mozo en un café, reponedor de supermercado, ascensorista, conductor de taxis, y hasta trabajó en un bar de striptease frecuentado por yakuzas. Aquiles y la tortuga es la tercera parte de lo que puede definirse como una trilogía autorreferencial y autocrítica de Kitano, compuesta además por las fellinianas Takeshis (2005) y Glory to the filmmaker! (2007), en la que se distancia enormemente de su obra anterior, sobre todo por desligarse de la violenta tonalidad de casi todos sus filmes precedentes. En Takeshis exploraba su faceta como comediante -debe recordarse que Kitano ya era un personaje popular de la televisión antes de volcarse al cine- y en Glory... la de cineasta, aunque allí se presenta como un sujeto que, obsesionado por alcanzar el éxito, entrega un fracaso comercial tras otro. En Aquiles y la tortuga le tocó el turno a su faceta como pintor. Hijo de un pintor de brocha gorda alcohólico, Kitano se desempeñó desde pequeño en ese terreno artístico, rasgo que puede verse reflejado en la composición plástica de la mayoría de sus películas. Cuando en 1993 sufrió un accidente de motocicleta que le llevó al coma por varios días y le dejó la mitad de la cara paralizada se volcó de lleno a la pintura, circunstancia similar a la que atraviesa un personaje secundario en Flores de fuego. En Aquiles y la tortuga se cuenta la historia, como en un biopic, de un artista que desde pequeño atraviesa todo tipo de penurias, manteniéndose siempre firme en su persistencia de pintar y ser reconocido. Aunque el registro de esta película se distancia de las dos últimas porque el director retoma luego de años una narrativa calma, clásica y lineal, la tonalidad estética y genérica es cambiante y absolutamente atípica. A un trágico comienzo dickensiano centrado en la infancia del pintor le sigue un período de juventud repleto de hilarantes elementos de comedia, y los tramos finales, sin perder del todo el tono burlesco, se adentran en un intenso dramatismo. La película comienza con una preponderancia de tonalidades ocres y sepias, y a medida que avanza la gama de colores se va ensanchando. Los tramos finales, precisamente los más amargos y dramáticos, están dominados por colores vivos y chillones. Es por todo esto que quizá cueste un poco tomarse a Aquiles y la tortuga muy en serio. El director a dicho en una ocasión que su cine “es una maravillosa caja de juguetes con la que juego”, y por momentos podría sospecharse que toda la película no fuera más que una gran tomadura de pelo y que Kitano se burlara a carcajadas del extremo patetismo al que expone a su personaje. Pero si hay algo que no puede criticársele al director es el filmar a medias tintas, y tampoco podría tomarse a la ligera su nihilismo rasante y corrosivo a la hora de echar por tierra el mundillo del arte, las modas y las tendencias pasajeras y la ridícula y caprichosa forma en que algunos mercaderes determinan el éxito o el fracaso de un artista. Aquiles y la tortuga no sólo es una reflexión sobre el mundo de la pintura, sino sobre el arte en general. La paradoja de Zenón en la que Aquiles nunca llega a alcanzar a la tortuga por más que corra mucho más rápido que ella permite múltiples lecturas. Como en su Glory... el protagonista aspira a alcanzar el éxito, y cuánto más se esfuerza su fracaso es mayor. También puede pensarse que lo que persigue es su identidad y su plenitud artística, sólo pudiendo conseguirlo al cambiar su objetivo y la perspectiva. Asimismo, los dos integrantes de la pareja protagonista pueden verse como los personajes de la parábola, quienes sólo podrían unirse verdaderamente luego de haber atravesado un arduo e intrincado camino. “Ser famoso no tiene nada que ver con el talento” dice un personaje en un momento crucial, resumiendo uno de los postulados de la película. Kitano es testigo de esa realidad por su experiencia en el mundo televisivo, por haber obtenido mayor éxito como conductor de programas de entretenimientos que como cineasta. Aquiles y la tortuga es una queja, una sangrienta ironía a la arbitrariedad y la farsa del éxito popular, y al cúmulo de injusticias que trae aparejado.
Hogar, irascible hogar Un día en familia bien podría llamarse “Historia de Yokohama”, en alusión a Historia de Tokio , uno de los tantos dramas familiares magistralmente filmados por el maestro Yasujiro Ozu, referencia evidente en el séptimo filme de Hirokazu Koreeda: la distancia de cámara, los trenes, los conflictos silenciados remiten a él, aunque igual es muy diferente. Cineasta accesible y diverso, sus filmes pueden versar sobre el limbo ( Afterlife ), el abandono infantil ( Nadie sabe ), samuráis (Hana) o sobre cómo una muñeca inflable se convierte en un ángel mientras observa las miserias de nuestra especie ( Air Doll ). Un día en familia, como su título sugiere, no es otra cosa que un retrato de una institución férrea e invencible, la supuesta célula de cualquier sociedad, aunque la virtud del filme reside en ser específico y universal. Las costumbres y el procesamiento de los sentimientos son ostensiblemente japoneses; las complejidades de los vínculos familiares son reconocibles aquí y en Marruecos. Tres generaciones de una familia de clase media se reencuentran en Yokohama. El motivo: el decimoquinto aniversario de la trágica muerte de Junpei, el hijo preferido. Su hermano mayor, Ryota, siempre se ha sentido secundario ante sus padres, y su incomodidad se acrecienta, pues este restaurador de arte debe presentar a su nueva esposa, que tiene un hijo de otro matrimonio: “una divorciada es mejor que una viuda, al menos es voluntario”, dirá la madre al saber más de su nuera. La crueldad es una constante, aunque esté revestida de buenos modales. La hermana de Ryota parece tener mejor suerte: sus dos hijos y su marido, vendedor de celulares, se muestran felices, a diferencia de los padres de Ryota. La trama, que se circunscribe a un día, es suficiente para identificar un modelo y los códigos culturales que estructuran la subjetividad nipona, lo que no impide hallar semejanzas y diferencias. Es que la disfuncionalidad de la institución familiar no es una prerrogativa del cine indie estadounidense y el existencialismo salvaje de Bergman. Excepto que se profese una candidez militante, la familia, como solía decir un cantante popular argentino, es un vía crucis en cooperativa. Koreeda muestra cómo la ternura y la ferocidad atraviesan los vínculos primarios que en gran medida determinan quiénes somos.