Regalo del cielo Dieguillo Fernández dirige su ópera prima con un tinte sobrenatural cuyo punto más fuerte se sitúa en las interpretaciones de los actores secundarios, que hacen que la narración se vuelva más dinámica. Sebastián Oviedo es un arquitecto en plena crisis con su esposa que se encuentra en España con sus padres. Se toma unos días para despejarse de las presiones del trabajo y de la vida conyugal y termina varado en un pueblo en el que una niña lo confunde con el enviado de Dios por el que estuvo pidiendo. Mariela mentirá a todos y dirá que Sebastián es su tío que vino a hacerse cargo de ella y de la hostería que era propiedad de su padre que se ha suicidado en extrañas circunstancias. De esta manera, Sebastián deberá luchar en dos frentes. Por un lado, con la niña que cree fielmente en que él es un enviado celestial y por otra parte con los habitantes del pueblo, entre los que se encuentra Barrera, propietario de la única hostería del lugar, que quiere adueñarse de la propiedad de la huérfana. El valor de la película radica en la elección de la historia por parte del director, ya que se trata de una temática poco explorada en el cine argentino. El elenco se encuentra a la altura de las circunstancias y presenta a un correcto Luciano Cáceres como Sebastián, que representa ese conflicto de personalidad que terminará por confundirlo y hacerlo dudar de su propia identidad. Camila Fiardi Mazza se irá soltando con el correr del metraje y hará de Mariela un personaje tierno y enigmático. Por otro lado, Carlos Belloso hace de Barrera, un clásico villano que con tic incluido acapara toda la atención en cada escena en la que aparece. Asimismo, Silvina Bosco interpreta a un par de gemelas: la recepcionista de la hostería de Barrera y la maestra de Mariela, que son dos personas bien distintas y Bosco se asegura de que se note. Por último, Javier Lombardo le pone la piel al Padre Gallo, párroco del pueblo y confesor de Sebastián. Por lejos, lo mejor de la película. Ahí, donde el ritmo se cae un poco, Fernández se apoya en este gran elenco secundario que se completa con Oscar Milanesi, Gonzalo Suárez y con una pequeña participación de Gloria Carrá como la esposa de Sebastián. Uno (2012) es una propuesta original que merece ser vista y que presenta una temática poco frecuente en los estrenos nacionales.
Insertando a un joven hombre urbano y profesional en un contexto extraño y hostil -un pequeño pueblo en el que queda varado, a expensas de historias y personajes que le son ajenos pero que lo intrigan y motivan-, el realizador Dieguillo Fernández ofrece una ópera prima despareja pero valiosa y argumentalmente atrayente. Ese arquitecto, que espera que su remota mujer se decida o no por seguir con él, despojado de su identidad al extraviar su bolso, encontrará en ese poblado indeterminado nuevas e insospechadas razones de vida a través de una niña huérfana o abandonada, repleta de misterios y a la vez necesitada de un vínculo afectivo que la salve. La trama tiene chispazos de originalidad y está bien desarrollada a través del guión del propio director y Edgardo González Amer, logrando pasajes interesantes, poéticos y emotivos, fundamentalmente por intermedio del rol de la pequeña de mediana edad, con suficientes cuestiones a resolver que logran atraer. Luciano Cáceres lleva adelante un protagónico convincente, evocando a otros personajes cinematográficos masculinos fuera de su ámbito y buscando reencontrarse con ellos mismos.
En el medio del campo Sebastián Oviedo (Luciano Cáceres), es un arquitecto que no está pasando por su mejor momento; su mujer se fue a España a tomarse un tiempo, y la obra en la que trabaja no avanza, por eso decide irse al campo de un amigo, por unos días. El micro en el que viaja hace una parada en un pueblo inhóspito, y ahí se encuentra con Mariela (Camila Fiardi Mazza), una nena a la que cree en peligro. Tratando de ayudarla pierde el micro y se queda varado en ese pueblito, con una chica que no se despega de su lado, y que aparentemente necesita que alguien la ayude. Así va desentrañando su historia y conociendo a los extraños personajes del lugar. Unas gemelas (Silvia Bosco) -una de ellas maestra angelical y la otra una extraña recepcionista de hotel con aspiraciones de astróloga-, el cura del pueblo (Javier Lombardo), y Barrera (Carlos Belloso) dueño de medio pueblo, jugador, y un hombre al que Mariela le tiene mucho miedo. Sebastián se encuentra de repente en un contexto adverso, cuidando de alguien que apenas conoce, y con quien cada vez se involucra más. No es su pueblo, la nena no es su sobrina, como todos creen, aparentemente no tiene nada que hacer ahí, pero por alguna razón no puede alejarse, y el pueblo parece no querer que él se vaya, hasta que salve a la nena. Las primeras horas de Sebastián en el lugar están narradas con muchísimo suspenso, incluso con recursos clásicos de ese género; luego el suspenso se dilata, y la historia pasa a ser un drama, sobre alguien desmotivado en su propia vida, que sin buscarlo y de la noche a la mañana se encuentra en un ambiente totalmente desconocido e involucrándose en una historia ajena, la que lo motiva a ayudar a una nena de la que no sabe nada. Las actuaciones son correctas, al igual que la música y la fotografía. Está muy bien logrado el clima de pueblo fantasma, que nos da la sensación de que esconde algo. El relato decae durante la segunda mitad de la película, y así parece dejarnos con ganas de algo más. Todo se resuelve a último momento, pero aún así la historia es concreta y tiene un buen cierre.
El cuento del tío Sebastián Oviedo (Luciano Cáceres) es un arquitecto porteño en plena crisis -su novia, a quien nunca vemos pero sí escuchamos por teléfono (la voz de Gloria Carrá) le ha pedido tomarse un tiempo sin él- que, fruto del azar, terminará en medio de un pueblo aislado y gris. Allí, se topará de inmediato con una niña que resulta ser nada menos que su sobrina (el padre, o sea su hermano, se ha suicidado tras perder la posesión de una posada apostando en un juego de cartas). Nuestro antihéroe deberá lidiar entonces con las necesidades de la preadolescente (Camila Fiardi Mazza) y también con la amenaza de una suerte de capomafia local (Carlos Belloso), que es quien se ha quedado con el título del hotel. Por esos extraños caminos transita esta ópera prima de Dieguillo Fernández, una propuesta que pendula entre un arranque ligado al thriller fantástico y un desarrollo más cercano el drama familiar, para finalmente coquetear con el western (duelo de cuchilleros incluído). El realizador es bastante virtuoso en la puesta de escena (aunque parece demasiado "enamorado" de los planos-detalle y de los ojos de Cáceres) y consigue algunos climas bastante interesantes y perturbadores. Sin embargo, el film no alcanza la fluidez, la concisión y la potencia necesarias debido a las múltiples derivaciones de la trama (no siempre del todo justificadas) y a ciertos desniveles en la dirección de actores (Cáceres y Mazza lucen bastante inexpresivos, mientras que Belloso está desbocado). El buen aprovechamiento de las locaciones, la solidez técnica de la producción y los apuntados atributos (en términos estéticos y narrativos) de Dieguillo Fernández hacen de Uno -aun con sus desniveles e incoherencias- un film atendible. Habrá que esperar sus próximos trabajos para que el talento que evidentemente posee se consoliden a partir de un guión y un elenco de mayor solidez.
Rumbos cruzados El debut cinematográfico en solitario de Dieguillo Fernández, Uno, explora por un lado la relación entre un extraño citadino y una niña que ha quedado huérfana y desprotegida tras el suicidio de su padre y por otro los cambios de rumbo repentinos cuando el azar interviene en el camino de los personajes. El protagonista de este relato es Sebastián Oviedo (Luciano Cáceres), un arquitecto que está atravesando una crisis con su pareja Ana, quien no tiene intenciones de recomponer la situación. Preso de la inercia y para cambiar un poco de aire, Oviedo pasa por un pueblo muy pequeño y allí lo intercepta Mariela (Camila Fiardi Mazza), una misteriosa niña vestida para comunión que lo considera un enviado de Dios, producto de sus rezos para que alguien se haga cargo de ella al haberse quedado sola en una hostería, única herencia de su padre pero botín de guerra de su enemigo Barrera (Carlos Belloso), quien reclama el lugar y la potestad sobre la niña. A partir del encuentro azaroso, Sebastián Oviedo se transforma en Sebastián Cossio dado que la muchacha les dice a los lugareños que se trata de su tío que la vino a cuidar y a vivir con ella. Superado por la situación y en medio de una crisis de identidad, Sebastián entabla un vínculo importante con Mariela y asume el rol de tío a sabiendas de que la mentira tiene patas cortas y que no puede hacerse cargo de ella cuando apenas lo intenta con su vida, pero el pasado de la pequeña Mariela interrumpe con más intensidad y eso lo obliga a quedarse más de la cuenta en el lugar para intentar recomponer situaciones y encontrarse a sí mismo además de hacer algo por el otro. El film acierta a la hora de construir la relación entre ambos personajes que se va acrecentando con el correr de los minutos en climas de intimidad bien logrados por el director, quien se apoya bastante en la presencia de Luciano Cáceres para conseguir profundidad en la relación. El otro acierto es la incorporación de Carlos Belloso como personaje secundario, que hace las veces de antagonista, así como una convincente Silvina Bosco en un doble papel para cerrar un reparto sólido. La virtud de Dieguillo Fernández en este debut cinematográfico radica en la sencillez del relato que nunca cae en morosidad o pierde interés a pesar de que se trate más que nada de una anécdota desde el punto de vista narrativo.
Un drama sin lógica ni emoción Sebastián vive una crisis matrimonial y decide hacer un viaje hacia algún punto desconocido. El destino o la casualidad lo hacen detenerse en un pequeño pueblo y allí conoce a Mariela, una niña que lo cree un enviado de Dios y les miente a todos diciéndoles que él es su tío y que ha llegado para hacerse cargo de ella. Carente de afecto, Sebastián comienza a relacionarse con la pequeña y así se entera de que el padre de ésta se suicidó y que Barrera, el hombre fuerte del lugar, quiere adueñarse de la hostería, herencia familiar de la muchacha. Es casi imposible lo que el director Dieguillo Fernández se propuso con éste, su primer largometraje, ya que todo en la trama cae en lo absurdo y en lo incomprensible. Nunca se sabe bien el motivo por el cual el arquitecto lleva siempre en su cintura un cuchillo ni por qué la encargada del lugar, al parecer ex prostituta, es gemela de una mujer mansa que, sin embargo, esconde varios secretos y ni siquiera se puede adivinar un duelo final, la aparición de una caja misteriosa y la existencia de un extraño aparato que atraerá a un gigantesco enjambre de abejas. Los rubros técnicos no pueden salvar del naufragio a este film destinado a un pronto olvido.
Misterio que empalaga Un teléfono que se descompone, una llamada perdida y una mujer que no se puede olvidar. Tres momentos de Sebastián Oviedo (Luciano Cáceres), un arquitecto en crisis con su pareja, que lo motorizan a viajar al interior. Pero queda varado en un pueblo sombrío, con personajes que parecen inanimados. Y está Ella, Mariela (Camila Fiardi Mazza), una niña huérfana, muy creyente y con mantras apocalípticos. Su estampa fantasmal (un recurso recurrente en el filme) lo acecha, piensa que Oviedo es un enviado de Dios por el que estuvo rezando. Y lo transforma, le cambia la identidad diciendo que es su tío y vino a hacerse cargo de ella. Uno fuerza el suspenso con lugares comunes: taconeo a oscuras en un piso de madera, una recepcionista con un don profético, muebles de una posada abandonada tapados con sábanas blancas... Del otro lado del cuadrilátero aparece Hernán Barrera (Carlos Belloso, lo mejor), quien con su mirada penetrante intimida al estático arquitecto. El busca adueñarse de una hostería familiar, heredada por Mariela, y asedia a Sebastián. Una tenaza argumentativa que asfixia, no avanza, donde el filme se pierde en un laberinto de enigmas de pueblo chico e infierno grande. El plano de las moscas muertas atrapadas en una telaraña, reflejan la médula espinal del filme donde el encadenamiento de mentiras toma protagonismo. Por esas aguas navega Oviedo, presa de la niña que lo atrapa con sus caprichos y busca seducirlo desde su despertar sexual. Bajo una estela de traiciones, el pueblo teje una trama que paraliza al protagonista, sus movimientos no parecen naturales sino digitados símil autómata bajo designios ajenos. Un títere de las circunstancias donde las mentiras crecen y arrastran a la película hacia el filo del misterio, que empalaga como la miel.
Sencillo relato con un malo de antología Luciano Cáceres, el pelo oscurecido y cuchillo al cinto, protagoniza este relato de esquema clásico, enfrentado a un malo de antología: Carlos Belloso, también de cuchillo al cinto pero dueño del terreno y sabedor de las leyes de juego que él mismo impone. La historia transcurre en un pueblo de campo, pero los protagonistas no son gente de campo. Uno es arquitecto, caído ahí de casualidad. El otro, ya veremos qué es. La cosa tiene un prólogo. Pendiente de una mujer, el hombre se privó de atender a otra. Eso le ha quedado en la cabeza, aunque sigue pendiente de aquella ingrata. La cuestión es que, sin querer, llega a un pueblo desconocido y también sin querer se hace cargo de una linda huerfanita, heredera de una propiedad abandonada que reclama el dueño del pueblo. ¿Suena como un western? Solo que no hay caballos, y la linda huerfanita es una preadolescente con un mambo bastante serio en la cabeza. La maestra, el cura y el vecino también parecen medio raros. Ni hablar del referido dueño ni de «la chica del bar», hermana gemela de la maestra, ambas a cargo de Silvina Bosco, siempre tentadora. En suma, el forastero no está en su elemento. Y el malo se le aparece iluminado tal como en las películas de antes, cargoso, moqueando (esos grandes aportes de Belloso), y le propone borgianamente «una muerte muy honrosa, a cuchillo. Morir con honor en estos tiempos sería un privilegio». Y el ómnibus de regreso a la civilización ya pasó, se perdió, lo dejó de a pie. También pasan otras cosas, por supuesto, antes que ocurra lo que tiene que ocurrir, y que remata con una línea inesperadamente graciosa, reveladora del espíritu lúdico del autor. No todo lo que pasa lleva el ritmo ideal, es cierto, pero la película es breve, sencilla y afable. La primera de ficción de Dieguillo Fernández, que después codirigió «Puerta de Hierro» con Víctor Laplace, premio adquisición de Movie City en Mar del Plata, y antes hizo con Juanca Andrade un buen documental carcelario, «No ser Dios y cuidarlos», y antes aún, con Diego Sabanés, un corto memorable: «¡Ratas!». Rodaje en Santa Isabel, Pontevedra y Uribelarrea, justo en la misma vereda de la iglesia donde Leonardo Favio rodó la fiesta de «Juan Moreira» que deriva en tiroteo, donde achuran a un tipo en una muerte, la verdad, muy poco honrosa. Pero ésa es otra historia.
Una historia más literaria que cinematográfica, que es una reflexión sobre lo insoportable de la realidad, la invención de otra, la idea de meterse en otro rol, acompañado de un pueblo y sus secretos. Con actores intensos como Luciano Caceres y Carlos Belloso, que brillan por ellos y no por la trama, que se disuelve sin gracia entre frases rimbombantes.
Hace exactamente una semana, debido al estreno de "Una mujer sucede", comentaba sobre cierta tendencia en el cine argentino independiente actual a volcarse hacia historias de misterios y secretos en pueblo chico, aprovechando para mostrar algo de la zona de locación y quizá poder hacerlo de manera sombría, alejándose pretendidamente de lo netamente turístico. "Uno", debut en el largometraje de ficción de Dieguillo Fernández (quien co-dirigió el interesante documental No ser Dios y ciudarlos), vuelve a caer en las mismas temáticas; y es esto lo que le quita cierta potencia a un relato que en primer lugar prometía más, la falta de originalidad en el tratamiento. El protagonista es Sebastián (Luciano Cáceres, en un registro, por suerte, distinto al que se lo ve todos los días en la tira Graduados), un arquitecto que tras una separación complicada con su mujer, se encuentra de paso por un pueblito en el que se cruza con Mariela (Camila Fiardi Mazza, niña que en el país del norte haría buenas películas de terror), vestida para la comunión, pero sola, su padre falleció y lo único que le legó es una hostería que encima pretende un eterno rival, Barrera. La niña va a ver en Sebastián un enviado de Dios producto de sus continuas plegarias, lo va a hacer pasar por su tío cambiándole el apellido (y en definitiva la personalidad) y utilizándolo para todos sus propósitos. La película va a desarrollar el vínculo entre ambos, en todas las aristas posibles (y esperadas). Tal como también lo veíamos la semana pasada con La inocencia de la araña, Mariela esconderá algo de pronto deseo hacia Sebastián, el deseo inocente del despertar sexual (visto también en la subvalorada Una estrella y dos cafés), y de alguna manera “engatusará” al protagonista para que cumpla el rol de Mesias salvador que ella buscaba. El punto de partida, de por sí, no es malo, Cáceres y Fiardi Mazza tienen una extraña química y la relación entre ambos fluye siendo lo más rico de la historia. El problema principal es la indefinición, si bien el género en que mejor encuadra es el drama, hay algunos elementos que despistan, confunden. El ritmo, algunos diálogos de Mariela, la puesta en escena, y hasta algo de la musicalización nos hace pensar que estamos frente a una película de suspenso o terror clase B; lo mismo sucede con la fotografía y el tratamiento general de la cámara. Igualmente, en el conjunto,a pesar de los desniveles, el film cumple. "Uno" es una película interesante, con más méritos que contras; y la sensación al abandonar la sala es la de haber visto una obra digna, pequeña, hecha con esfuerzo, y a pesar de ciertas equivocaciones, si la intención es lo que cuenta, la obra de Dieguillo Fernandez las tiene de sobra; y algo muy importante, sabe retomar el rumbo antes de desbarrancarse, puede encausarse a buen puerto y a tiempo. Punto aparte para el cine independiente argentino en general, volviendo al principio, sería bueno ir buscando otras temáticas, otros rumbos; no es que las películas sean malas ni mucho menos, pero se pierde algo básico, el factor sorpresa, la sensación de ver algo que antes no habíamos visto.
Suspenso teñido de incertidumbre La película protagonizada por Luciano Cáceres y dirigida por Dieguillo Fernández narra, con un particular cruce de géneros, la llegada de un hombre recién separado a un lugar habitado por muy poca gente, de características extrañas. Se trata de la ópera prima de Dieguillo Fernández, quien luego codirigiría con Víctor Laplace Puerta de hierro, el exilio de Perón, pero a diferencia de esta última, donde la política actúa como retrato histórico, la trama de Uno se dirige a un particular cruce de géneros, con errores y defectos por igual. Sebastián Oviedo (Cáceres), arquitecto separado de su mujer, llega a un pueblo fantasma, habitado por poca gente, con sus particulares características. Entre otros personajes están Mariela, una extraña nena de 12 años (Massa), quien adopta al recién llegado como su tío, pero también como el "enviado", el dueño de ese paisaje (Belloso) con facha de psicópata terrateniente, un cura bondadoso (Lombardo) y un par de gemelas (Silvina Bosco por dos), antagónicas en sus particularidades, una como conserje de un hotel de mala muerte y, la otra, encarnando a la maestra de la nena. Con esos personajes, junto con un paraje desolado que parece habitado por ánimas, el director explora de manera desigual diferentes raíces genéricas. Sebastián, invasor casual de un lugar al que no pertenece, establece amistad con la niña, tal como ocurría en Shane y El jinete pálido, dos westerns de distintas décadas. Esa fusión entre paisaje y personaje, tipismo genérico por excelencia, se cruza con las apariciones de Mariela, su carácter ambiguo y su inocencia a flor de piel, entremezclada con las decisiones de una mujer adulta. Allí, Uno escarba en los tópicos de un suspenso teñido de incertibumbre, ya que determinados planos de Mariela hacen eco en el terror asiático, poblado de criaturas infantiles que transmiten una buena dosis de incomodidad al espectador. En esos momentos, Uno es una película ligera que acierta en sus climas, que fluctúan entre lo siniestro y lo irreal, como si se tratara de una historia sin un centro único de interés, que confía en la captación de determinadas atmósferas debido a la citada mixtura de géneros. Pero en la segunda mitad, cuando el personaje construido por Belloso cobra forma, la película pega un giro que no la beneficia. Los climas incómodos desaparecen para dejar lugar a las dudas existenciales de Sebastián y al rol que ocupa en ese paisaje ajeno. El suspenso anterior, por su parte, se modifica por ciertos diálogos trascendentes que no condicen con la bienvenida ligereza de la primera mitad. Un duelo a cuchillo cerca del final, que podría remitir a una película de malevos enfrentados desde el odio, confirma el viraje dramático de la película: en ese momento, Uno abandona definitivamente su aspecto irreal para convertirse en una alegoría mística. Y esto, en general, cuando se hace cine, es un camino sin retorno.
Por un lado, una especie de western en pueblo chico de algún lugar de la provincia; por otro, la historia de un hombre (Luciano Cáceres) que tiene la oportunidad de vivir otra vida. Hay elementos tanto del film de costumbres como de la película de aventuras, aunque el resultado no es del todo preciso (por momentos, los diálogos y las actuaciones tienden a lo sentencioso). A pesar de ello, un debut interesante.
El infierno grande Las fantasías en torno a los pueblos chicos y los paisajes desolados y su elección como escenario de dramas e intrigas es recurrente en el cine argentino. Ahora es el turno de “Uno”, con la presencia de Luciano Cáceres en el rol protagónico. El actor encara un personaje opuesto al que tuvo a su cargo en “Graduados” y le da vida a un arquitecto en crisis con su pareja. Para darle aire a la situación decide tomarse unos días, sólo para terminar con el azar poniendo a prueba su fortaleza. Todo comienza cuando en medio de la pausa en su viaje tiene un encuentro casual con una intrigante adolescente que da vuelta su vida que tiene una extraña convicción: ella cree que es una especie de enviado divino que llega para salvarla de los conflictos que amenazan su corta vida. Como resultado de ese encuentro el hombre pierde el colectivo y queda enredado en una maraña argumental con dos mujeres, un cura y una suerte de caudillo. En su opera prima, Dieguillo Fernández encara una ambiciosa propuesta que vira del clima de suspenso con pinceladas de policial, a un drama donde se ponen en juego las necesidades personales, las manipulaciones y las ambiciones con suerte diversa, pero que rescata el costado humano de algunos personajes.